a Graciela Montaldo
El protagonista inicial de esta historia es Julio Cortázar. Está pasando una temporada en Buenos Aires. Dos años antes residió en Bolívar, desde donde, en una carta, dijo que "la vida, aquí, me hace pensar en un hombre al que le pasean una aplanadora por el cuerpo". Dentro de ocho meses enseñará en Chivilcoy; allí extrañará la ciudad de Bolívar y se sentirá como en un destierro. Ahora, en la Capital, no sabe muy bien qué hacer con su vida: es lo que se desprende de esta correspondencia. Es enero de 1939 y descarta irse de vacaciones (sin embargo, tampoco aclara qué tipo de actividad lo retiene). En realidad no le interesan las vacaciones, Cortázar busca otra vida, un cambio casual y brusco a la vez: literalmente, quiere subirse a un barco de carga y llegar a México. Podemos comprobar su ansiedad en el hecho de que en la carta siguiente, enviada el mismo mes, lamenta aplazar el proyecto, por lo menos en lo inmediato, ya que desde Buenos Aires no hay barcos con destino a México. El puerto más cercano es Valparaíso, por lo tanto deja el viaje para el año siguiente y mientras tanto se impone ahorrar dinero. Cortázar admira México, quiere conocer las pirámides aztecas y la música popular mexicana.
Enero en Buenos Aires, somos capaces de imaginar eso. El bochorno prolongado en los barrios, el verano constante y apenas amortiguado en las calles pobladas de plátanos. Es el año 1939. (Pocos meses más tarde, cuando Cortázar esté desterrado en Chivilcoy, desembarcará Gombrowicz sin entusiasmo. Seis años antes descendió, de otro barco, el mexicano Novo. También podemos imaginarlo, porque todo el mundo sabe que esta ciudad es una extensión del río. El verano, las chicharras y la temperatura aplastante. Novo encuentra a García Lorca, también proveniente de las aguas, en el Hotel Castelar; pero no recuerda dónde está la casa del conscripto que conoce en la Diagonal Norte.) Cortázar escribe las cartas en medio del calor, probablemente en el patio de su casa alejada del centro, y a la hora del mate. Pregunta a su amigo de Bolívar si acaso no piensa visitar Buenos Aires este verano. Agrega que, si lo hace, recuerde que su número está en la guía de teléfonos, y que le agradaría mucho que se vieran para charlar.
Ahora se produce un salto en la historia. El nuevo protagonista es alguien que vive en el otro hemisferio, de nombre Samich. Desde el día en que abandonó el país, esta persona sufre una desconexión fatal con la geografía. Consecuencia de esta desconexión es que el mundo se encuentre dividido en dos hemisferios no relacionados. El primero es el propio, el segundo es el otro. Aun cuando tenga décadas viviendo en el mismo sitio del extranjero, o en el extranjero en general, Samich considera que reside en el otro hemisferio. No le da el nombre de este al que ocupa, sino el de otro, ya que este otro no abarca el país de donde proviene. Samich vive en una ciudad calurosa y cuya luz espesa, debido a la presencia de la montaña verde que proyecta continuamente el reflejo cambiante del sol, se asocia de tal modo con la temperatura que los pobladores creen ver el calor cuando distinguen el aire granuloso, como de bruma blanca e incandescente, que atenúa la vivacidad de los colores, de por sí siempre fuertes.
Podemos imaginar a Samich levantando la vista del libro que lee; en este momento ve el espectáculo de la atmósfera revuelta, la confusión de tonos que tiende al blanco, y la vibración propia del calor, que desdibuja los contornos de las cosas ubicadas a la altura de la mirada. Samich recién ha comenzado el libro, se trata del célebre epistolario de Cortázar. Considera que un interés pasajero, o directamente erróneo, lo lleva a curiosear en historias que no le incumben; pero el hecho es que los libros llamados normales han dejado de motivarlo desde hace tiempo. Ahora quiere libros donde la vida se muestre sin interferencias. Uno adivina qué es lo que quiere decir. Samich tiene la sensación de que lee por primera vez a alguien llamado Cortázar, porque de su gran literatura y de sus cuentos perfectos tiene un recuerdo bastante vivo aunque —debe admitirlo— sin emociones.
Samich conserva el recuerdo de haber leído a este autor, pero no de haber sentido algún impacto consistente, lo que paradójicamente ayuda a leerlo ahora, cuando la tarde comienza y el calor está a punto de alcanzar el punto máximo, porque puede intuir que a los veinticinco años este Cortázar no era todavía el otro Cortázar. Pedir al amigo que avise si pasa por Buenos Aires significa decir aproximadamente: "Me quedaré, me seguiré quedando hasta que algo pase". Es evidente que Cortázar piensa en el barco que lo arranque de la ciudad sin emociones y lo lleve a México; ilusión acaso inspirada en Raymond Roussel, precursor perdurable, y que llegará a realizar visitando otros destinos y con otras historias.
El acontecimiento
Por lo tanto todo está más o menos bien, suponemos que asistimos a un momento de calma: Samich se ha sentado a leer en el lugar del trópico donde decidió gastar los mejores años de su vida. Como es costumbre, la luz se dilata y se revuelve de a ratos, igual a un proceso físico permanente. Pero cuando Samich encuentra la frase de este Cortázar, informando al amigo de Bolívar que el número de teléfono de su casa está en la guía, y que no tiene más que fijarse allí para llamarlo y así encontrarse los dos cuando este señor de apellido Gagliardi pase por Buenos Aires, algo irrumpe y sacude la calma que lo tiene adormecido. A Samich lo asalta un ataque fulminante de nostalgia y un arrebatado sentimiento de extinción.
Esto ocurre en el año 2000. Samich hace cuentas y concluye que han pasado más de seis décadas desde aquella carta del mes de enero. Y sin embargo la frase directa, la apelación a la guía como un medio a la mano para dar con otra persona, le inspira un sentido de convivencia urbana y a la vez doméstica, de contigüidad, más bien de vecindad, que tenía sepultado y encuentra vivo a pesar del tiempo transcurrido. Podemos imaginar los pensamientos que ocupan a Samich. En primer lugar quisiera saber la dirección de Cortázar. No tanto el número de teléfono, una referencia caduca y muda en definitiva, sino el domicilio, la clave traducible al preciso lugar donde este Cortázar, el autor de la carta, vivió y soportó aquellos largos veranos. Es como si Samich asumiera el papel de un Gagliardi incompleto, o mejor aún, como si en efecto el pedido de Cortázar hubiese llegado hasta él a través de Gagliardi.
En el año 2000 todavía no ha estallado la recordada crisis social que hundió todavía más al país en la catástrofe, pero las señales de un derrumbe sin pausa y multifacético que viene recibiendo desde hace mucho tiempo, llevan a Samich a sentirse emocionado frente a cualquier signo de convivencia proveniente del pasado. Desde su atalaya tropical de luz granulosa es capaz de imaginar el instinto de preservación guardado en cualquier acto de intercambio, y también es capaz de suponer la desesperación creciente frente a la cual toda amenidad antigua es valorada como un tesoro.
Ahora la historia da un nuevo salto. Samich ha decidido viajar a Buenos Aires. Pese a los años que lleva viviendo en el otro hemisferio, volvió al país muy pocas veces. Todavía no conoce la frase del famoso Leonardo Sciascia. Sciascia cuenta las desventuras de un emigrante siciliano del siglo xix, y pone en su boca una sentencia que Samich adoptará como lema y argumento de consolación. Aproximadamente la frase dice que quien ha cometido el error de irse no puede cometer el error de volver. Samich va a estremecerse cuando la encuentre, porque en su formulación verá sintéticamente sellado su destino, sin apelación y sin prerrogativas posibles. No su futuro práctico, sino su destino moral. Rumiará la frase durante largo tiempo, la dará vuelta y tratará de adaptarla a distintas situaciones, siempre con éxito. Por ejemplo, será capaz de imaginar que quien comete el error de irse de una reunión a la que fue invitado, probablemente no pueda cometer el error de volver. El error se pone de manifiesto cuando se repite, con la segunda acción, que apunta a una enmienda; pero a la vez, sin primera acción no puede haber segunda. Aún Samich no ha conocido la frase y por ello su situación de destierro, como le gustaba decir a Cortázar en Bolívar, carece de profundidades abstractas. La sentencia le va a enseñar que el error es uno solo y asume distintas manifestaciones; aparte le enseñará el intrigante o capcioso uso de ese "no puede", no poder.
Mientras tanto, el avión ha aterrizado. Ahora Samich avanza por la autopista elevada que lo trae del aeropuerto y observa la mezcla de grises de las casas y edificios irregulares. Esa luz opaca con manchas de grises le recuerda por contraste la atalaya donde vive y, asombrosamente, ningún pensamiento o conclusión se desprende de eso. Planea resolver algunas cuestiones prácticas y visitar apenas pueda la Biblioteca Nacional. Por ello, al llegar a destino lo primero que hace es acercarse al teléfono para hablar con su madre, que está esperando la llamada desde antes de que el avión despegara. Después llama a su hermana, con quien se pone de acuerdo para reunirse en la casa de la madre. Al rato, mientras está viajando tiene la primera sensación extraña de esta visita, una sensación hasta ahora completamente inédita. Percibe que lo invade un sentimiento de no pertenencia, de separación o aislamiento, no sabe cómo llamarlo. Se siente igual a un extranjero, descubre que no sabe nada del resto de los pasajeros en el colectivo.