Dos Cuentos
Juan José Millás
El infierno
Estábamos enterrando a un amigo, cuando un teléfono móvil interrumpió con su sonido la grave ceremonia. Tras un breve intercambio de miradas reprobatorias, comprendimos que el ruido procedía del cadáver, cuyo féretro había sido abierto para que el finado recibiera el último adiós. La viuda, con más inconsciencia que valor, se inclinó sobre el muerto y sacó el teléfono de uno de los bolsillos de la chaqueta. “Diga,” pronunció dolorosamente. No sabemos qué escuchó al otro lado, pero la vimos palidecer y gritar enseguida: “Fernando falleció ayer y usted es una zorra que ha destruido nuestro hogar.” Dicho esto, interrumpió la comunicación y devolvió el artefacto a su lugar.
Al abandonar el cementerio, supe por alguien de la familia que había sido deseo del propio Fernando ser enterrado con su móvil, lo que constituyendo una excentricidad perfectamente afín a su carácter, me devolvía la imagen menos grata y oscura, de quien sin duda había sido una de las referencias más importantes de mi vida. Como es costumbre, me dirigí en compañía de los más íntimos a casa de la viuda, para darle consuelo. Ella nos ofreció un café, que estábamos saboreando mientras hablábamos de cosas intrascendentes, cuando sonó el teléfono. Tras unos segundos de terror, los presentes alcanzamos un acuerdo tácito: nadie había oído nada, ningún sonido de ultratumba se había colado en aquella reunión de amigos. Después de diez o doce llamadas, el aparato enmudeció y la propia viuda se levantó a descolgarlo. “No estoy para pésames,” dijo.
Aquella noche, a la hora en la que los insomnes suelen descabezar un sueño, me levanté, fui al teléfono y marqué el número del móvil de Fernando. Lo cogieron al primer pitido, pero colgué antes de escuchar ninguna voz. Sólo quería comprobar que el infierno existía.
El canario
Cuando la reunión de trabajo se alargó más de lo debido, cerré los ojos un momento, para descansar, e imaginé que mi paladar se transformaba en una ovija semejante a la nave de una catedral. A continuación, eliminé las muelas de la encía superior y sus huecos se convirtieron en las capillas laterales de aquella arquitectura. La lengua, reseca por culpa del tabaco, resultó ser un excelente suelo. Ancianas del tamaño de una oruga oraban en los bancos o ponían velas a sus santos preferidos. En esto, salió de la sacristía un cortejo con muchos monaguillos vestidos de rojo. Se disponía a oficiar un obispo.
Entonces, el de al lado encendió un cigarrillo y al taparme la boca para toser noté que algo entraba en ella. Miré con disimulo y vi que la tenía llena de ancianas diminutas, con las faldas revueltas. Las escondí desconcertado en el bolsillo de la chaqueta y volví a llevar la mano a la boca, para tapar el segundo estornudo. Esta vez salieron los monaguillos, el obispo, y unos turistas japoneses. Los reuní con las ancianas y mientras fingía prestar atención a una propuesta, los acaricié con los dedos. El bolsillo parecía un hervidero de insectos que intentaban trepar por mi mano. Cuando llegué a casa, me acerqué a la jaula del canario y se los di a comer. El animal los devoró con una parsimonia un poco inquietante, disfrutándolos.
Al día siguiente, presa del remordimiento, fui a confesarme. Estaba arrodillado, cuando un huracán me hizo salir por los aires en compañía del cura y otros feligreses. Fui a parar con una pierna rota al interior de una mano de cuero y después al fondo de un saco desde el que se escucha ya el aleteo siniestro de un gran pájaro. Escribo estas líneas en mi agenda, apresuradamente, antes de ser devorado, por si cayeran en manos de alguien capaz de explicar qué diablos pasa.
Estábamos enterrando a un amigo, cuando un teléfono móvil interrumpió con su sonido la grave ceremonia. Tras un breve intercambio de miradas reprobatorias, comprendimos que el ruido procedía del cadáver, cuyo féretro había sido abierto para que el finado recibiera el último adiós. La viuda, con más inconsciencia que valor, se inclinó sobre el muerto y sacó el teléfono de uno de los bolsillos de la chaqueta. “Diga,” pronunció dolorosamente. No sabemos qué escuchó al otro lado, pero la vimos palidecer y gritar enseguida: “Fernando falleció ayer y usted es una zorra que ha destruido nuestro hogar.” Dicho esto, interrumpió la comunicación y devolvió el artefacto a su lugar.
Al abandonar el cementerio, supe por alguien de la familia que había sido deseo del propio Fernando ser enterrado con su móvil, lo que constituyendo una excentricidad perfectamente afín a su carácter, me devolvía la imagen menos grata y oscura, de quien sin duda había sido una de las referencias más importantes de mi vida. Como es costumbre, me dirigí en compañía de los más íntimos a casa de la viuda, para darle consuelo. Ella nos ofreció un café, que estábamos saboreando mientras hablábamos de cosas intrascendentes, cuando sonó el teléfono. Tras unos segundos de terror, los presentes alcanzamos un acuerdo tácito: nadie había oído nada, ningún sonido de ultratumba se había colado en aquella reunión de amigos. Después de diez o doce llamadas, el aparato enmudeció y la propia viuda se levantó a descolgarlo. “No estoy para pésames,” dijo.
Aquella noche, a la hora en la que los insomnes suelen descabezar un sueño, me levanté, fui al teléfono y marqué el número del móvil de Fernando. Lo cogieron al primer pitido, pero colgué antes de escuchar ninguna voz. Sólo quería comprobar que el infierno existía.
El canario
Cuando la reunión de trabajo se alargó más de lo debido, cerré los ojos un momento, para descansar, e imaginé que mi paladar se transformaba en una ovija semejante a la nave de una catedral. A continuación, eliminé las muelas de la encía superior y sus huecos se convirtieron en las capillas laterales de aquella arquitectura. La lengua, reseca por culpa del tabaco, resultó ser un excelente suelo. Ancianas del tamaño de una oruga oraban en los bancos o ponían velas a sus santos preferidos. En esto, salió de la sacristía un cortejo con muchos monaguillos vestidos de rojo. Se disponía a oficiar un obispo.
Entonces, el de al lado encendió un cigarrillo y al taparme la boca para toser noté que algo entraba en ella. Miré con disimulo y vi que la tenía llena de ancianas diminutas, con las faldas revueltas. Las escondí desconcertado en el bolsillo de la chaqueta y volví a llevar la mano a la boca, para tapar el segundo estornudo. Esta vez salieron los monaguillos, el obispo, y unos turistas japoneses. Los reuní con las ancianas y mientras fingía prestar atención a una propuesta, los acaricié con los dedos. El bolsillo parecía un hervidero de insectos que intentaban trepar por mi mano. Cuando llegué a casa, me acerqué a la jaula del canario y se los di a comer. El animal los devoró con una parsimonia un poco inquietante, disfrutándolos.
Al día siguiente, presa del remordimiento, fui a confesarme. Estaba arrodillado, cuando un huracán me hizo salir por los aires en compañía del cura y otros feligreses. Fui a parar con una pierna rota al interior de una mano de cuero y después al fondo de un saco desde el que se escucha ya el aleteo siniestro de un gran pájaro. Escribo estas líneas en mi agenda, apresuradamente, antes de ser devorado, por si cayeran en manos de alguien capaz de explicar qué diablos pasa.