Llevaba todas las vidas sentada en la hamaca. Los niños que se habían atrevido a mirar debajo decían que no se recostaba porque ya no podían distinguirse los tejidos del vestido de los de su asiento, y si se ladeaba rasgaría las telas.
También era posible que hubiera olvidado cómo moverse. El peso de tantos años había dejado marca en su curtida piel: los marinos decían que sus arrugas eran la copia exacta de los acantilados donde anidan las gaviotas, y tenía tantos pliegues que habría extraviado a una gitana entre las líneas cruzadas de millones de destinos consumidos. Y sus ojos eran el mar. Su oleaje iba y venía de la fuente inagotable de sus memorias. A veces se perdía por días enteros, pero volvía con historias extraordinarias. Sabía los relatos más terribles pronunciables en lengua humana y era capaz de hacer llorar a cualquiera. Nos juntábamos por las noches a escucharla y hacer apuestas de resistencia. Nunca nadie ganó.
Así siguió hasta que se hartó de nosotros. Se levantó de su hamaca milenaria y caminó hacia el mar, arrancando de cuajo los postes a los que estaba amarrada. Continuó impasible con media casa a cuestas y la vimos sumergirse en las aguas hasta convertirse en roca. Es esa peña, la que cada tanto engulle pescadores.
Al establecimiento entró la cabellera más hermosa que había visto: una mulata cuyo pelo ensortijado aumentaba su cráneo al cuádruple. En cuanto atravesó la puerta, todas las miradas convergieron sobre ese arbusto que se mecía sobre ella. Se acomodó en una de las sillas de cuero y ordenó con voz límpida:
—Córtemelo todo.
Él apenas acompañó su anonadación con el torpe buscar la máquina de afeitar.
—No—lo interrumpió—. Hágalo con las tijeras. Cuatro dedos a la vez.
El peluquero se recompuso, ensayó una actitud profesional y empuñó peineta y tijeras. Alaciaba los rizos, medía cuatro dedos y cortaba. Al cabo de quince minutos, pudo constatar, perplejo, que no hacía progreso alguno. La montaña de pelo a sus pies, en cambio, crecía.
Pensó en cambiar a la máquina, pero ella estaba inmersa en una revista con tanto interés que no se atrevió a incomodarla. Siguió cortando, tijeretazo tras tijeretazo, hasta que el suelo se colmó de filamentos enroscados. Comenzaron a subir de nivel. Se movían. El mozo barrendero fue engullido sin derecho a queja. Lo mismo los parroquianos, que en su estupefacción olvidaron toda voluntad de defensa. Él no se dio cuenta hasta que decidió por fin empuñar la máquina y ya no se pudo mover. La marea enrizada se agolpó contra los ventanales.
Del establecimiento salió la cabellera más hermosa que llegó a ver.