Hogar de cimarronas
Odette Casamayor-Cisneros
My anger has meant pain to me but it has also meant survival.
—Audre Lorde, “The Uses of Anger: Women Responding to Racism”
En un principio fue la rabia. Bramando. Siempre y sola yo, rompiéndome adentro. Sin ella no habría emprendido este camino que no es vía despejada; más bien, sendero cimarrón. Yo que penetro, desbrozando malezas. Que es montarse sobre la cresta de la ola. Cabalgando. Hundida. Desmembrada y diluyéndome. Con una piedra verde de musgo y abandonos rodando de mi pecho a la garganta, de mi garganta al pecho. Raspando el pedruzco que no se detiene, que no vomito, que me vomita a mí. Con asco. Soy el asco. Me vomita el asco para que yo llegue, reptando, hasta aquí.
Mi rabia no es solo mía. No revienta en las heridas abiertas siglos atrás que no cesan de recordarme, implacables, cómo soy vista: la sospechosa, la desdeñada, la que está siempre fuera de lugar. “Negra cocotimba, regresa a África”, en la escuela primaria me gritaban mis condiscípulos durante el recreo, frente al busto de yeso del “Héroe Nacional” José Martí y los retratos acristalados de Che Guevara y Fidel Castro.
¿Sería entonces África el hogar?
Por mucho tiempo he creído que llevo el desarraigo y la errancia fatalmente inscritos en mi ADN. Y es que en el desarraigo fue plantada mi semilla; en el desplazamiento de mis ancestros africanos, para quienes era imposible considerar como propios el espacio y el tiempo en que transcurrió su existencia como esclavos: a lo que se les obligó llamar hogar y se les impuso respetar como Patria.
Crecí anhelando la errancia: vivir sin límite, no demarcada por mi piel, por el idioma, la cultura o el dinero. Me deseaba disuelta en las aguas, soñaba con vivir en un lugar donde pudiera andar al descuido, en vez de estar precisada a moverme como quien camina sobre un vidrio a punto de quebrarse. Ese espacio inexistente podría ser mi hogar, donde no me sentiría constantemente observada por quienes ni siquiera conozco. Gente que tal vez ni exista. Todas esas miradas. Primero, las de mis protectoras madres, deseando hacerme siempre mejor, que apareciera impecable ante los demás para que nadie pudiese abochornarme alguna vez. Sobrevolando sus miradas, los ubicuos servicios de vigilancia en cuanto país he vivido: oficiales de inmigración, cámaras de seguridad, impertinentes drones, porteros y recepcionistas. Y ahí han estado también las inquisitivas miradas de las maestras en la escuela y en las universidades las de un regimiento de profesores, decanos y rectores, las de mis condiscípulos y los colegas del trabajo. Todos preguntándose qué hago yo entre ellos . . . tan, pero tan oscura. Todos examinándome. Y cuando no aguanto más y me volteo no veo a nadie; sólo las sombras de un juicio en permanencia pendiendo sobre las mujeres negras. No me explico cómo es que no consigo sacarme sus miradas de encima.
Veo otra vez a Yosvany –el más grande, el más listo, el más gracioso de tercer grado- desbaratando aquellos lazos de satín que mi abuela Cecilia anudaba a mis trenzas cada mañana. Sedosas cintas rojas con lunares blancos compradas por mi padre en Moscú, adonde lo despachaban regularmente a negociar contratos de intercambio comercial con nuestros camaradas socialistas. En los primeros años de la Revolución, el gobierno había enviado a mi padre a estudiar ingeniería y economía a Hungría. A fines de los setenta, hablaba ya con fluidez varios de esos idiomas centroeuropeos que yo nunca alcancé a comprender, y llegaría a ocupar algún puesto importante en las oficinas donde se programaba la economía del país. De aquellos viajes a Europa del Este volvía mi padre con contratos que aseguraban la subsistencia de la isla en plena Guerra Fría, cuando flotaba solitaria en el Caribe, aislada de todos en el hemisferio occidental; y con valijas rebosantes de ropa y zapatos para toda la familia. Pero no importaba cuán impecablemente vestida y arreglada estuviera, mis compañeros de clase se burlarían siempre de mí, amenazándome con enviarme de vuelta al Congo.
Y yo hubiera querido entonces ripostar contándoles la historia de una cimarrona yoruba que fue la abuela de mi abuela. Decirles que, en última instancia, adonde yo debía volver era a un lugar llamado Casimba, en la provincia más oriental de Cuba, Guantánamo, al pie de una ceiba en torno a la cual ha mi familia decidido que comienza nuestra historia. Pero, ¿cómo defenderme si ni yo misma sé si los relatos tantas veces escuchados a mi abuela eran verídicos o producto de su imaginación?
Desde la pantalla del teléfono, la mirada de mi tatarabuela avanza, penetrándome. La foto fue tomada a fines del siglo XIX o principios del XX. No puedo precisarlo. Nadie en nuestra familia podría hacerlo. Guardamos apenas la certeza de la incertidumbre. ¿En qué preciso lugar de África fueron secuestrados nuestros antepasados? ¿Cómo vivían antes de ser obligados a cruzar el Atlántico para empezar su nueva vida de no-mujeres, no-hombres? Nos faltan los nombres, los espacios, las fechas y los contornos. Contamos solamente con la memoria de la carne.
Por eso no vacilo en asegurar que el retrato de mi tatarabuela fue tomado para que más de un siglo después pueda escrutarme cada vez que enciendo mi teléfono. Sé que fue confeccionado con el extremo cuidado con que en tiempo inmemorial eran pintados los íconos bizantinos, buscando acercarse a la perfección divina. Los ojos de mi tatarabuela abren un túnel entre mi presente y sus dioses, nuestros dioses, que nos han hecho perdurar. La preciosidad del retrato activa el poder de Elegguá, desde la puerta de la casa lanzándonos a atravesar océanos y maniguas.
“Fue la última esclava de la familia” –hablaba así mi abuela Cecilia- “Y se fue tal como llegó, a través del océano. Tu tatarabuela tomó el camino que conducía al arroyo, pero no se detuvo allí, sino que continuó caminando pegadito a sus márgenes, o lo más cerca del agua que pudo, orientándose, cuando no alcanzaba a verla, por el ruido de la corriente, siguiendo el sentido de las aguas hacia el mar. Aunque seguramente no tenía una idea muy exacta de lo que era el mar. ¿Qué recuerdo del océano podría conservar alguien que, allá en África, nunca lo había visto antes de ser arrojada al vientre de un barco junto con otros hombres y mujeres esclavizados, encadenados los unos a los otros: amigos o enemigos, todos revueltos, como sea que dispondría un inescrutable Dios? ¿Qué podía significar el mar para una esclava yoruba?
Cierro los ojos y puedo ver a la abuela de mi abuela escapando monte adentro. La veo y ella me ve a mí huyendo por corredores de aeropuertos, buscando un hogar que no existe. Nos reconocemos, y se nos sale una mueca incierta, brevemente deteniendo nuestras carreras. Desde mi carne toda vibrando bajo la eternidad que nos mantiene juntas, extiendo las manos. Y sé que solamente entonces, dentro del abrazo, es que mi antepasada voló.
Tanta errancia.
Llevo ya más años viviendo en Europa y los Estados Unidos que en Cuba. Tras dejar La Habana en los noventa, en la cúspide de una devastadora crisis que dura hasta hoy, salté de París y de ahí a Nueva York, luego a los suburbios de Connecticut, a Filadelfia. Vago por el mundo cubierta por la misma piel oscura. Siempre negra, aunque nunca la misma mujer negra.
Pero estoy cansada de huir. Ya sé que no llego a ninguna parte escondiéndome. No hay fuga posible. Sólo un camino, serpenteando hacia lo más recóndito de mí misma. “¿No sabes que el único viaje que cuenta es el interior?”, recojo la pregunta que era un mandamiento lanzado por Victoire Élodie Quidal a su nieta, Maryse Condé. Y siento–siento, más que ver-a mi propia abuela, Cecilia, cada tarde gastando horas en su balcón, sentada bajo el sol, visceralmente quieta; yo mirándola incapaz de sacarla de su ensoñación. Parecía tan distante en esos momentos, extraviada dentro de sí misma, tal vez alejándose para encontrarse con su abuela cimarrona en algún lugar del infinito. Ni el sol sentía sobre su nuca. Nada ni nadie importaba en sus períodos de quietud. Raros momentos estos en los que mi abuela no estaba ocupada preparando mi almuerzo, lavando uniformes escolares o desrizándome el pelo mientras contaba la leyenda de la antepasada que misteriosamente voló de regreso a su África natal. Las únicas horas del día en que no me requería por no haber cubierto con cold cream mis cenicientos codos o no haberme secado el rostro y llevarlo brillante de sudor. Ahora entiendo que el desinterés de mi abuela por mi apariencia sólo era posible si no compartíamos el mismo presente. No, ella no estaba realmente allí, incluso si veía su figura inmóvil en el balcón, tomando el sol. Inalcanzable. Desapareciendo detrás de su tiempo fuera del tiempo. Sola.
Necesitamos el silencio, llama tranquila que según se adentra en nuestros mundos sumergidos va quemándolo todo a su paso, sin causar la más mínima conmoción. Destruyendo implacable. Creando, también. Si nos mantenemos quietas, conseguimos sustraemos a la cadena productiva a la que la mujer negra ha permanecido atada desde los comienzos de nuestra experiencia en las Américas, tanto como a las estructuras sosteniendo el aplastante orden. Nos aventuramos lejos del mundo, hacia lo más profundo de una enrevesada maleza, donde la cimarrona no oye más las campanas del ingenio marcando el ritmo del trabajo y el descanso, liturgia y procreación, la muerte y la vida. Escapamos rumbo a esa manigua que llevamos dentro, donde pueden al fin nuestros cuerpos detenidos dedicar las horas a hilar el tejido de nuestras vidas, siguiendo diseños que sólo nuestra imaginación traza. Son el tiempo y el espacio del silencio que engendra la poesía necesaria, aquella que en sus ensayos Audre Lorde celebraba por su capacidad iluminadora, al ofrecernos la oportunidad de aportarle nombre y forma a lo que hasta entonces permanecía incomunicable y aparentemente inexistente. Silencio acarreando la calma que a su vez convida la poesía, arrastrando con ella la liberación del pensamiento, que puede entonces cabalgar a su antojo y llegar a regiones de la imaginación no alcanzadas por la lógica común.
Sola, avanzo hacia mi abuela Cecilia, ella también en soledad partiendo a reunirse con su abuela sola. En el momento justo de hacer lo que estando aún mi abuela en vida no hice: sola, arrastrar un banquito y sentarme a su lado a aprender a ser yo y quién sabe si incluso comenzar a amarme. Me despido del mundo y resuelta penetro en el mío. Soy libre. Responsable de cuanto pienso, hago, deseo y abandono; de mis miedos y mi arrojo.
He llegado al hogar.
Cuando las negras nos entregamos a nosotras mismas, cuando estamos en y para nuestros cuerpos, nos amamos, somos. Volvemos nuestra humanidad demasiado real para ser relegada al rincón y la tiniebla, al entrar en la paz interna que nos aleja del constante hacer dentro del mundo que sólo alcanza a concebirnos así, haciendo y siendo para los otros.
“Déjenme sola” podría ser el himno de la negra cimarrona. Cantamos, con Anjelamaría Dávila:
dejenme sola en el baño con mis pestes
mis escreciones, mis intimidades. déjenme . . .
sola en mi cuarto al desvelo
alucinada y llena de llagas, o
ardorosa o aullando.
( . . . )
impúdica y maldita; en viaje
a salvarme o joderme; acosada,
sitiada por el cerco de marcas de carimbo en el pellejo.
déjenme por la calle pensando en lo que se me antoje
dándole mordiscazos al aire. no me sujeten, ahora
voy a cojer El Monte.
( . . . )
no me hablen, no me miren; por lo menos no grito
déjenme sola, coño
déjenme con mis pestes
DÉJENME QUE ME JODA
—que esto pasa—
Todo pasa, sí. Pero, antes, se impone un lentísimo proceso de renacimiento. Comenzó en mí sin anunciarse. La tetera se desliza de los dedos y mientras viaja al piso deja su contenido sobre mi cuerpo. Los gritos, un vecino acude, horas en la sala de emergencia del hospital y semanas semiparalizada. La quemadura fue la drástica llamada al orden de mi carne.
Filadelfia, octubre 2021
¿Uno, dos segundos? Un cuarto de litro de agua hirviente sobre el muslo derecho y todos los planes se desintegran, las entradas en mi agenda se borran, el dolor apenas si me deja pensar y paso las horas a observar lo que esconde la piel chamuscada. Atenta a cómo tejidos y fluidos funcionan siguiendo leyes que los humanos, aun dependiendo de ellas, desconocemos o pretendemos desconocer; sólo porque no las hemos dictado nosotros. Y esa ignorancia de los íntimos mecanismos biológicos que nos mantienen en pie es lo que nos distancia de todo: de nuestro cuerpo, nuestra carne, del universo o los universos reales o lejanamente posibles.
“Es preciso entrar en sí mismo, ya que el secreto no es salir, sino entrar”, decía Victoria Santa Cruz en un librito que por aquellos días releía. La piel que en segundos había consumido el agua hirviente, al desaparecer me abrió hacia mi interior, donde, también decía Victoria, se libran las batallas reales, “sin testigos que nos gratifiquen diciendo ‘¡Bravo!’” Como Victoria, escuché al fin mi propio ritmo, me rendí a él. Sobreviviente.
Entendí que el tiempo de la carne es otro. Se mide según la intensidad del dolor y el aferrarse a la esperanza, a cada milímetro de piel que reaparece. Todo puede renacer, incluso la carne quemada. Yo renacería.
El agua hirviente saca la piel del medio, deja mi carne a la intemperie y comienzo a descubrir que todo está ya ahí, en mí. El dolor no me domina porque yo soy el dolor. Y la vida y la muerte. Un pedazo de piel de mi muslo se retira, como una vieja cortina, pero lentamente, siguiendo los ritmos de mis átomos, vuelve a salir y yo observo su serena danza y celebro tanto el desprendimiento de la piel vieja como la aparición de la nueva, de hora en día, semana y meses. No es el mundo el que despierta mis emociones. Son mi oído, mi gusto, mi tacto, mi olfato y mi vista, que parten de mí, que están en mi cuerpo y propician las sensaciones. Todo, lo maravilloso y lo demoníaco, existe en mí. Y entonces, en silencio y detenida, tomada por mis sentidos, pierdo el miedo, que al fin comprendo que es la verdadera enfermedad. No la quemadura de segundo grado causada por el agua hirviendo derramada sobre el muslo derecho, sino el miedo que llevaba toda una vida parasitándome el cuerpo. Eché una vez más mano al libro de Victoria: “Conocía el sabor de la conexión, el sabor del silencio”.
Y me alejo adentro, náufraga en mí. Hasta llegar a encontrarme y plantar palenque en la intrincada manigua de mi carne negra.
—Audre Lorde, “The Uses of Anger: Women Responding to Racism”
En un principio fue la rabia. Bramando. Siempre y sola yo, rompiéndome adentro. Sin ella no habría emprendido este camino que no es vía despejada; más bien, sendero cimarrón. Yo que penetro, desbrozando malezas. Que es montarse sobre la cresta de la ola. Cabalgando. Hundida. Desmembrada y diluyéndome. Con una piedra verde de musgo y abandonos rodando de mi pecho a la garganta, de mi garganta al pecho. Raspando el pedruzco que no se detiene, que no vomito, que me vomita a mí. Con asco. Soy el asco. Me vomita el asco para que yo llegue, reptando, hasta aquí.
Mi rabia no es solo mía. No revienta en las heridas abiertas siglos atrás que no cesan de recordarme, implacables, cómo soy vista: la sospechosa, la desdeñada, la que está siempre fuera de lugar. “Negra cocotimba, regresa a África”, en la escuela primaria me gritaban mis condiscípulos durante el recreo, frente al busto de yeso del “Héroe Nacional” José Martí y los retratos acristalados de Che Guevara y Fidel Castro.
¿Sería entonces África el hogar?
Por mucho tiempo he creído que llevo el desarraigo y la errancia fatalmente inscritos en mi ADN. Y es que en el desarraigo fue plantada mi semilla; en el desplazamiento de mis ancestros africanos, para quienes era imposible considerar como propios el espacio y el tiempo en que transcurrió su existencia como esclavos: a lo que se les obligó llamar hogar y se les impuso respetar como Patria.
Crecí anhelando la errancia: vivir sin límite, no demarcada por mi piel, por el idioma, la cultura o el dinero. Me deseaba disuelta en las aguas, soñaba con vivir en un lugar donde pudiera andar al descuido, en vez de estar precisada a moverme como quien camina sobre un vidrio a punto de quebrarse. Ese espacio inexistente podría ser mi hogar, donde no me sentiría constantemente observada por quienes ni siquiera conozco. Gente que tal vez ni exista. Todas esas miradas. Primero, las de mis protectoras madres, deseando hacerme siempre mejor, que apareciera impecable ante los demás para que nadie pudiese abochornarme alguna vez. Sobrevolando sus miradas, los ubicuos servicios de vigilancia en cuanto país he vivido: oficiales de inmigración, cámaras de seguridad, impertinentes drones, porteros y recepcionistas. Y ahí han estado también las inquisitivas miradas de las maestras en la escuela y en las universidades las de un regimiento de profesores, decanos y rectores, las de mis condiscípulos y los colegas del trabajo. Todos preguntándose qué hago yo entre ellos . . . tan, pero tan oscura. Todos examinándome. Y cuando no aguanto más y me volteo no veo a nadie; sólo las sombras de un juicio en permanencia pendiendo sobre las mujeres negras. No me explico cómo es que no consigo sacarme sus miradas de encima.
Veo otra vez a Yosvany –el más grande, el más listo, el más gracioso de tercer grado- desbaratando aquellos lazos de satín que mi abuela Cecilia anudaba a mis trenzas cada mañana. Sedosas cintas rojas con lunares blancos compradas por mi padre en Moscú, adonde lo despachaban regularmente a negociar contratos de intercambio comercial con nuestros camaradas socialistas. En los primeros años de la Revolución, el gobierno había enviado a mi padre a estudiar ingeniería y economía a Hungría. A fines de los setenta, hablaba ya con fluidez varios de esos idiomas centroeuropeos que yo nunca alcancé a comprender, y llegaría a ocupar algún puesto importante en las oficinas donde se programaba la economía del país. De aquellos viajes a Europa del Este volvía mi padre con contratos que aseguraban la subsistencia de la isla en plena Guerra Fría, cuando flotaba solitaria en el Caribe, aislada de todos en el hemisferio occidental; y con valijas rebosantes de ropa y zapatos para toda la familia. Pero no importaba cuán impecablemente vestida y arreglada estuviera, mis compañeros de clase se burlarían siempre de mí, amenazándome con enviarme de vuelta al Congo.
Y yo hubiera querido entonces ripostar contándoles la historia de una cimarrona yoruba que fue la abuela de mi abuela. Decirles que, en última instancia, adonde yo debía volver era a un lugar llamado Casimba, en la provincia más oriental de Cuba, Guantánamo, al pie de una ceiba en torno a la cual ha mi familia decidido que comienza nuestra historia. Pero, ¿cómo defenderme si ni yo misma sé si los relatos tantas veces escuchados a mi abuela eran verídicos o producto de su imaginación?
Desde la pantalla del teléfono, la mirada de mi tatarabuela avanza, penetrándome. La foto fue tomada a fines del siglo XIX o principios del XX. No puedo precisarlo. Nadie en nuestra familia podría hacerlo. Guardamos apenas la certeza de la incertidumbre. ¿En qué preciso lugar de África fueron secuestrados nuestros antepasados? ¿Cómo vivían antes de ser obligados a cruzar el Atlántico para empezar su nueva vida de no-mujeres, no-hombres? Nos faltan los nombres, los espacios, las fechas y los contornos. Contamos solamente con la memoria de la carne.
Por eso no vacilo en asegurar que el retrato de mi tatarabuela fue tomado para que más de un siglo después pueda escrutarme cada vez que enciendo mi teléfono. Sé que fue confeccionado con el extremo cuidado con que en tiempo inmemorial eran pintados los íconos bizantinos, buscando acercarse a la perfección divina. Los ojos de mi tatarabuela abren un túnel entre mi presente y sus dioses, nuestros dioses, que nos han hecho perdurar. La preciosidad del retrato activa el poder de Elegguá, desde la puerta de la casa lanzándonos a atravesar océanos y maniguas.
“Fue la última esclava de la familia” –hablaba así mi abuela Cecilia- “Y se fue tal como llegó, a través del océano. Tu tatarabuela tomó el camino que conducía al arroyo, pero no se detuvo allí, sino que continuó caminando pegadito a sus márgenes, o lo más cerca del agua que pudo, orientándose, cuando no alcanzaba a verla, por el ruido de la corriente, siguiendo el sentido de las aguas hacia el mar. Aunque seguramente no tenía una idea muy exacta de lo que era el mar. ¿Qué recuerdo del océano podría conservar alguien que, allá en África, nunca lo había visto antes de ser arrojada al vientre de un barco junto con otros hombres y mujeres esclavizados, encadenados los unos a los otros: amigos o enemigos, todos revueltos, como sea que dispondría un inescrutable Dios? ¿Qué podía significar el mar para una esclava yoruba?
Cierro los ojos y puedo ver a la abuela de mi abuela escapando monte adentro. La veo y ella me ve a mí huyendo por corredores de aeropuertos, buscando un hogar que no existe. Nos reconocemos, y se nos sale una mueca incierta, brevemente deteniendo nuestras carreras. Desde mi carne toda vibrando bajo la eternidad que nos mantiene juntas, extiendo las manos. Y sé que solamente entonces, dentro del abrazo, es que mi antepasada voló.
Tanta errancia.
Llevo ya más años viviendo en Europa y los Estados Unidos que en Cuba. Tras dejar La Habana en los noventa, en la cúspide de una devastadora crisis que dura hasta hoy, salté de París y de ahí a Nueva York, luego a los suburbios de Connecticut, a Filadelfia. Vago por el mundo cubierta por la misma piel oscura. Siempre negra, aunque nunca la misma mujer negra.
Pero estoy cansada de huir. Ya sé que no llego a ninguna parte escondiéndome. No hay fuga posible. Sólo un camino, serpenteando hacia lo más recóndito de mí misma. “¿No sabes que el único viaje que cuenta es el interior?”, recojo la pregunta que era un mandamiento lanzado por Victoire Élodie Quidal a su nieta, Maryse Condé. Y siento–siento, más que ver-a mi propia abuela, Cecilia, cada tarde gastando horas en su balcón, sentada bajo el sol, visceralmente quieta; yo mirándola incapaz de sacarla de su ensoñación. Parecía tan distante en esos momentos, extraviada dentro de sí misma, tal vez alejándose para encontrarse con su abuela cimarrona en algún lugar del infinito. Ni el sol sentía sobre su nuca. Nada ni nadie importaba en sus períodos de quietud. Raros momentos estos en los que mi abuela no estaba ocupada preparando mi almuerzo, lavando uniformes escolares o desrizándome el pelo mientras contaba la leyenda de la antepasada que misteriosamente voló de regreso a su África natal. Las únicas horas del día en que no me requería por no haber cubierto con cold cream mis cenicientos codos o no haberme secado el rostro y llevarlo brillante de sudor. Ahora entiendo que el desinterés de mi abuela por mi apariencia sólo era posible si no compartíamos el mismo presente. No, ella no estaba realmente allí, incluso si veía su figura inmóvil en el balcón, tomando el sol. Inalcanzable. Desapareciendo detrás de su tiempo fuera del tiempo. Sola.
Necesitamos el silencio, llama tranquila que según se adentra en nuestros mundos sumergidos va quemándolo todo a su paso, sin causar la más mínima conmoción. Destruyendo implacable. Creando, también. Si nos mantenemos quietas, conseguimos sustraemos a la cadena productiva a la que la mujer negra ha permanecido atada desde los comienzos de nuestra experiencia en las Américas, tanto como a las estructuras sosteniendo el aplastante orden. Nos aventuramos lejos del mundo, hacia lo más profundo de una enrevesada maleza, donde la cimarrona no oye más las campanas del ingenio marcando el ritmo del trabajo y el descanso, liturgia y procreación, la muerte y la vida. Escapamos rumbo a esa manigua que llevamos dentro, donde pueden al fin nuestros cuerpos detenidos dedicar las horas a hilar el tejido de nuestras vidas, siguiendo diseños que sólo nuestra imaginación traza. Son el tiempo y el espacio del silencio que engendra la poesía necesaria, aquella que en sus ensayos Audre Lorde celebraba por su capacidad iluminadora, al ofrecernos la oportunidad de aportarle nombre y forma a lo que hasta entonces permanecía incomunicable y aparentemente inexistente. Silencio acarreando la calma que a su vez convida la poesía, arrastrando con ella la liberación del pensamiento, que puede entonces cabalgar a su antojo y llegar a regiones de la imaginación no alcanzadas por la lógica común.
Sola, avanzo hacia mi abuela Cecilia, ella también en soledad partiendo a reunirse con su abuela sola. En el momento justo de hacer lo que estando aún mi abuela en vida no hice: sola, arrastrar un banquito y sentarme a su lado a aprender a ser yo y quién sabe si incluso comenzar a amarme. Me despido del mundo y resuelta penetro en el mío. Soy libre. Responsable de cuanto pienso, hago, deseo y abandono; de mis miedos y mi arrojo.
He llegado al hogar.
Cuando las negras nos entregamos a nosotras mismas, cuando estamos en y para nuestros cuerpos, nos amamos, somos. Volvemos nuestra humanidad demasiado real para ser relegada al rincón y la tiniebla, al entrar en la paz interna que nos aleja del constante hacer dentro del mundo que sólo alcanza a concebirnos así, haciendo y siendo para los otros.
“Déjenme sola” podría ser el himno de la negra cimarrona. Cantamos, con Anjelamaría Dávila:
dejenme sola en el baño con mis pestes
mis escreciones, mis intimidades. déjenme . . .
sola en mi cuarto al desvelo
alucinada y llena de llagas, o
ardorosa o aullando.
( . . . )
impúdica y maldita; en viaje
a salvarme o joderme; acosada,
sitiada por el cerco de marcas de carimbo en el pellejo.
déjenme por la calle pensando en lo que se me antoje
dándole mordiscazos al aire. no me sujeten, ahora
voy a cojer El Monte.
( . . . )
no me hablen, no me miren; por lo menos no grito
déjenme sola, coño
déjenme con mis pestes
DÉJENME QUE ME JODA
—que esto pasa—
Todo pasa, sí. Pero, antes, se impone un lentísimo proceso de renacimiento. Comenzó en mí sin anunciarse. La tetera se desliza de los dedos y mientras viaja al piso deja su contenido sobre mi cuerpo. Los gritos, un vecino acude, horas en la sala de emergencia del hospital y semanas semiparalizada. La quemadura fue la drástica llamada al orden de mi carne.
Filadelfia, octubre 2021
¿Uno, dos segundos? Un cuarto de litro de agua hirviente sobre el muslo derecho y todos los planes se desintegran, las entradas en mi agenda se borran, el dolor apenas si me deja pensar y paso las horas a observar lo que esconde la piel chamuscada. Atenta a cómo tejidos y fluidos funcionan siguiendo leyes que los humanos, aun dependiendo de ellas, desconocemos o pretendemos desconocer; sólo porque no las hemos dictado nosotros. Y esa ignorancia de los íntimos mecanismos biológicos que nos mantienen en pie es lo que nos distancia de todo: de nuestro cuerpo, nuestra carne, del universo o los universos reales o lejanamente posibles.
“Es preciso entrar en sí mismo, ya que el secreto no es salir, sino entrar”, decía Victoria Santa Cruz en un librito que por aquellos días releía. La piel que en segundos había consumido el agua hirviente, al desaparecer me abrió hacia mi interior, donde, también decía Victoria, se libran las batallas reales, “sin testigos que nos gratifiquen diciendo ‘¡Bravo!’” Como Victoria, escuché al fin mi propio ritmo, me rendí a él. Sobreviviente.
Entendí que el tiempo de la carne es otro. Se mide según la intensidad del dolor y el aferrarse a la esperanza, a cada milímetro de piel que reaparece. Todo puede renacer, incluso la carne quemada. Yo renacería.
El agua hirviente saca la piel del medio, deja mi carne a la intemperie y comienzo a descubrir que todo está ya ahí, en mí. El dolor no me domina porque yo soy el dolor. Y la vida y la muerte. Un pedazo de piel de mi muslo se retira, como una vieja cortina, pero lentamente, siguiendo los ritmos de mis átomos, vuelve a salir y yo observo su serena danza y celebro tanto el desprendimiento de la piel vieja como la aparición de la nueva, de hora en día, semana y meses. No es el mundo el que despierta mis emociones. Son mi oído, mi gusto, mi tacto, mi olfato y mi vista, que parten de mí, que están en mi cuerpo y propician las sensaciones. Todo, lo maravilloso y lo demoníaco, existe en mí. Y entonces, en silencio y detenida, tomada por mis sentidos, pierdo el miedo, que al fin comprendo que es la verdadera enfermedad. No la quemadura de segundo grado causada por el agua hirviendo derramada sobre el muslo derecho, sino el miedo que llevaba toda una vida parasitándome el cuerpo. Eché una vez más mano al libro de Victoria: “Conocía el sabor de la conexión, el sabor del silencio”.
Y me alejo adentro, náufraga en mí. Hasta llegar a encontrarme y plantar palenque en la intrincada manigua de mi carne negra.