Tres Cuentos
Felipe Benítez Reyes
La Iguana
La Plaza de la Magistratura fue siempre un lugar apacible, salvo para los reos, claro está, que la cruzaban con una incertidumbre pesimista. Hasta que un día apareció la iguana, dispuesta a establecerse en aquel espacio público como si fuera su cubil, aunque hay que decir en su favor que con gran respeto por el mobiliario público.
Las cosas empezaron a enrarecerse el día en que la iguana devoró a Monsieur Pigot cuando éste se encaminaba a los juzgados para intentar librarse de una acusación de delito contra la seguridad nacional, ya que le había vendido una escopeta de caza a un escocés.
En las semanas siguientes, la iguana devoró a diversos acusados, a los que parecía elegir de manera aleatoria, hasta que los miembros de la judicatura llegaron a la conclusión de que la iguana había sido enviado por Dios para que impartiera justicia en su nombre y que sólo devoraba a los culpables, lo que aligeró los trámites judiciales y, en contrapartida, los ingresos de los abogados, que se dedicaban a observar desde los zaguanes y tejados, con resentimiento indisimulable, los juicios sumarísimos de la iguana.
La Prisionera
A la señorita Kazlauskas la llevaron presa porque tenía la cabeza demasiado gorda incluso para ser lituana.
En su país natal nunca había tenido problemas por aquella peculiaridad suya. (Ni siquiera con el quisquilloso sombrerero Kipras). Pero, al poco de emigrar a Varsovia para trabajar como mecanógrafa en una empresa textil, la detuvieron, acusada de asustar a los niños del presidente electo, con los que coincidió una tarde en una confitería.
Fue encerrada en una mazmorra, con grilletes en los pies y con la sola compañía de una serpiente arrestada por escaparse de un circo. La señorita Kazlauskas hizo lo que cualquiera: rezar. Tanto rezó, que un día se le apareció un ángel. “Vengo a liberarte de este encierro cruel,” le anunció. De modo que la prisionera fue conducido por aquel espíritu celeste a través de un pasillo en el que los carceleros dormían profundamente a causa de un hechizo angélico y fue devuelta, por arte de teletransportación, a su país, donde al poco se casó con el neurocirujano Andriulis, que, tras muchos experimentos infructuosos, consiguió rebajar el diámetro de la cabeza de su esposa en un 8,3%.
La Sirena
Llevaban años alimentando la esperanza de pescar una sirena, o de avistarla al menos.
Hay los que aseguran que todos los marineros han soñado alguna vez que follan con una sirena, porque ellos también acaban siendo un poco anfibios.
(El arrojado Ulises, como saben, impidió a sus marineros la consumación fatídica de aquella perversión sexual con el pretexto de que las sirenas son asesinas, a pesar de que él no tuvo reparos en dejarse acoger por Circe, la hechicera que transformaba a los hombres en bestias.)
Cuando apareció por fin la sirena en cuestión, comprobaron que no se ajustaba ni de lejos al patrón iconográfico fijado por las leyendas que circulaban en torno a ellas en boca de los amigos de los quimerismos y las mitologías, de modo que, tras superar la decepción, lograron imponer en su ánimo el pragmatismo y acabaron vendiendo la sirena como pescado.
La Plaza de la Magistratura fue siempre un lugar apacible, salvo para los reos, claro está, que la cruzaban con una incertidumbre pesimista. Hasta que un día apareció la iguana, dispuesta a establecerse en aquel espacio público como si fuera su cubil, aunque hay que decir en su favor que con gran respeto por el mobiliario público.
Las cosas empezaron a enrarecerse el día en que la iguana devoró a Monsieur Pigot cuando éste se encaminaba a los juzgados para intentar librarse de una acusación de delito contra la seguridad nacional, ya que le había vendido una escopeta de caza a un escocés.
En las semanas siguientes, la iguana devoró a diversos acusados, a los que parecía elegir de manera aleatoria, hasta que los miembros de la judicatura llegaron a la conclusión de que la iguana había sido enviado por Dios para que impartiera justicia en su nombre y que sólo devoraba a los culpables, lo que aligeró los trámites judiciales y, en contrapartida, los ingresos de los abogados, que se dedicaban a observar desde los zaguanes y tejados, con resentimiento indisimulable, los juicios sumarísimos de la iguana.
La Prisionera
A la señorita Kazlauskas la llevaron presa porque tenía la cabeza demasiado gorda incluso para ser lituana.
En su país natal nunca había tenido problemas por aquella peculiaridad suya. (Ni siquiera con el quisquilloso sombrerero Kipras). Pero, al poco de emigrar a Varsovia para trabajar como mecanógrafa en una empresa textil, la detuvieron, acusada de asustar a los niños del presidente electo, con los que coincidió una tarde en una confitería.
Fue encerrada en una mazmorra, con grilletes en los pies y con la sola compañía de una serpiente arrestada por escaparse de un circo. La señorita Kazlauskas hizo lo que cualquiera: rezar. Tanto rezó, que un día se le apareció un ángel. “Vengo a liberarte de este encierro cruel,” le anunció. De modo que la prisionera fue conducido por aquel espíritu celeste a través de un pasillo en el que los carceleros dormían profundamente a causa de un hechizo angélico y fue devuelta, por arte de teletransportación, a su país, donde al poco se casó con el neurocirujano Andriulis, que, tras muchos experimentos infructuosos, consiguió rebajar el diámetro de la cabeza de su esposa en un 8,3%.
La Sirena
Llevaban años alimentando la esperanza de pescar una sirena, o de avistarla al menos.
Hay los que aseguran que todos los marineros han soñado alguna vez que follan con una sirena, porque ellos también acaban siendo un poco anfibios.
(El arrojado Ulises, como saben, impidió a sus marineros la consumación fatídica de aquella perversión sexual con el pretexto de que las sirenas son asesinas, a pesar de que él no tuvo reparos en dejarse acoger por Circe, la hechicera que transformaba a los hombres en bestias.)
Cuando apareció por fin la sirena en cuestión, comprobaron que no se ajustaba ni de lejos al patrón iconográfico fijado por las leyendas que circulaban en torno a ellas en boca de los amigos de los quimerismos y las mitologías, de modo que, tras superar la decepción, lograron imponer en su ánimo el pragmatismo y acabaron vendiendo la sirena como pescado.