La rebelión de los niños
Cristina Peri Rossi
Vía Láctea
La noche en que Mauricio miró el cielo, descubrió la noción de infinito, sintió un vértigo y luego se desmayó. Posteriormente la vida le depararía otras emociones, preservadas desde antiguo por la tradición, tales como: la primera comunión, el colegio, la masturbación, el servicio militar, el juego del dominó, los exámenes, los partidos de fútbol, los conflictos generacionales, algunas enfermedades, el análisis de los sueños, la necesidad de conseguir empleo, la inflación, el voto obligatorio, el matrimonio y la sinusitis crónica, pero todos estos placeres estaban aguardándole en una región del tiempo llamada futuro; por ahora, lo más inmediato era el desmayo producido por la noción de infinito.
Había sido un día como cualquier otro. La madre de Mauricio había tenido el tacto de no enviarlo a ningún colegio, pretextando una cosa u otra. Cuando Mauricio cumplió tres años, dijo que era muy pequeño, y aunque algunas vecinas no estaban de acuerdo, consiguió imponer su criterio. Hizo todos los esfuerzos posibles para que Mauricio no creciera. Era su único hijo y no tenía ningún interés en que dejara de ser pequeño. Había comprobado lo que sucedía en la inmensa mayoría de los casos: en cuanto las madres se descuidaban, los niños dejaban de serlo, crecían, se convertían en hombres y pretendían llevar una vida independiente. De modo que en sus oraciones diarias incluía un ruego para que Mauricio permaneciera siempre de tres años, edad que le parecía ideal para ser conservada durante toda la vida. Como no estaba completamente segura de la eficacia de las oraciones, consultó a un médico especialista, quien le aseguro que pese al gran desarrollo experimentado por la ciencia en los últimos años, particularmente después de las experiencias realizadas durante las dos guerras mundiales y múltiples guerras locales, todavía no se contaba con un procedimiento adecuado para que un niño pudiera conservar indefinidamente los tres años.
—Entonces, ¿de qué sirven todas las experiencias realizadas con negros, indios, anarquistas, y demás presos políticos? –preguntó la mujer, que, aunque carecía de datos precisos, tenía idea de que en los gigantescos laboratorios norteamericanos del desierto de Nevada y Oklahoma se habían consumido, en pruebas científicas, miles de reservas de búfalos, chilenos, chimpancés, uruguayos y otros animales.
—Lamentablemente, la ciencia es lenta, señora mía; no avanza con tanta velocidad como quisiéramos—dijo el médico.
En cuanto al padre de Mauricio—se había vuelto escéptico luego de un viaje en que no pudo llegar a ser presidente de ningún Estado porque las presidencias estaban ocupadas de manera vitalicia por militares de carrera y otros advenedizos—opinó que la medicina no era una ciencia, sino una disciplina meramente empírica, incapaz, por lo tanto, de conservar los tres años de Mauricio para el resto de la vida.
—Tendrás que conformarte con tres años que duren solo trescientos sesenta y cinco días—le aseguró a su esposa—. Y ten en cuenta, querida, que cada día que pase, será un día menos de tres años y un día más de tres años—agregó, porque le gustaba enseñarle a su mujer los límites estrictos de la realidad.
Para él, la realidad era un cuadrado. Para ella, la realidad era una circunferencia. Habían discutido bastante acerca de esta concepción de la realidad antes de casarse. A él le parecía que el matrimonio de una persona para la cual la realidad estuviera representada de manera incontrovertible por un cuadrado, con otra para la cual la realidad fuera sin lugar a dudas una circunferencia, no podía dar buenos resultados. Salvo que el círculo o la esfera se sumiera dentro del cuadrado, con lo cual habría algunas zonas de coincidencia, manteniéndose, sin embargo, extensas superficies sin contacto, o que, por el contrario, el círculo absorbiera al cuadrado, quedando entonces lugares vacíos, sin comunicación, dentro de la esfera. La discusión concluyó cuando ella, que a veces era capaz de una lucidez extraordinaria, pese a concebir la realidad como una circunferencia, le dijo que los únicos resultados que podían esperarse de un matrimonio cualquiera –así fuera el de un rombo con un triángulo o el de un octaedro con una pirámide—eran un convivencia distante y pacífica—sin las dudosas exaltaciones de la pasión—y la procreación para la cual estaban fisiológicamente preparados, mucho antes de conocerse, y que gozaba del beneplácito de los generales, la bendición de la Iglesia, el crédito del Estado, la financiación privada, la bibliografía oficial, el apoyo de la tradición y el consenso del publico espectador. Él consideró que la maniobra de la fecundación podría realizarla sin mucho esfuerzo, con lo cual su cuadrado quedaría definitivamente inscrito dentro del infinito contexto de cuadrados paralelos de la realidad, y ella pensó que de ese modo su circunferencia se sumaba a la serie de esferas que rotaban indefinidamente en el espacio desde los orígenes del universo, en un movimiento perpetuo sin principio ni fin. Mauricio opinaba que la realidad no existía fuera de la percepción que tenemos de ella, por lo cual se negaba a representarla bajo alguna forma determinada. Nadie le había preguntado, de todos modos, hasta ahora, cuál era su particular visión de la realidad porque no estaba todavía en edad de casarse.
Cuando su madre no pudo evitarlo, Mauricio fue cumpliendo algunos años, que finalmente sumaron siete, pero todavía no lo había enviado al colegio alegando un pretexto u otro. Un invierno fueron las amígdalas, otro una epidemia, algún mes fue el anarquismo, otro la lucha de clases, pero siempre se las ingenió para retenerlo en casa. Los demás niños lo envidiaban y si lo veían por la calle le arrojaban piedras para olvidar que él no iba a la escuela. En cuanto a la noción de infinito, la adquirió de una manera casi espontánea, contemplando el cielo. Vio brillar un grupo de estrellas, un anochecer. Estaba sentado detrás de la verja puntada de barco, mientras su madre tejía un pulóver celeste para él, iluminada por la luz de la lámpara del jardín. Se sentía aburrido; ya había provocado un combate entre caracoles recogido de las plantas, y contemplado durante media hora la ruta de las hormigas, observado sus idas y venidas. Había arrojado piedras al pozo de agua estancada y comido dos o tres clases de hierbas que crecían a su alrededor, de gusto ácido y lechoso. Entonces vio brillar un grupo de estrellas y las contó. Eran quince, de Norte a Sur, y ocho, de Este a Oeste. Sin embargo, la segunda vez que las contó, resultaron diecisiete de Norte a Sur y doce de Este a Oeste. Pensó que se trataba de un error al sumar, por repetición de estrellas. No podía tocarlas y separarlas, dejando a un costado las que ya había sumado. Por eso, seguramente, se equivocaba. La tercer vez que contó, obtuvo las siguientes cifras: veinte estrellas de Norte a Sur (y un pequeño punto celeste de dudosa identificación, estrella o mota de polvo en la retina) y quince de Este a Oeste (aunque creyó distinguir otra diminuta, inocente, imprecisa, la numero dieciséis titilando entre la número ocho y la número nueve). Le pareció una inconsecuencia del firmamento.
—No te preocupes, hijo—le aclaró su padre—. Sean las que sean las que puedes distinguir, a miles de kilómetros de distancia de ellas, años luz, hijo mío, hay muchísimas más, invisibles para nosotros, pero detectables mediante aparatos adecuados. Telescopios y esas cosas.
—¿Y detrás de ellas?
—Más aún, hijo mío. Detrás de las estrellas hay muchas más estrellas, en enormes cantidades.
—¿Y detrás de ellas?
—Muchas más aún.
—¿Y detrás de las últimas?
—El espacio inabarcable —respondió el hombre.
Mauricio cerró los ojos. Los abrió de improviso, contempló la primer capa de estrellas, luego la segunda, después la tercera. Haciendo un enorme esfuerzo, pudo descubrir centenares, miles de pequeños puntos luminosos que destilaban su luz titilante en medio del espacio. Y el espacio, el azul, profundo espacio inabarcable, sin principio ni fin, que no concluyó jamás, y que todo junto no podía entrar en la retina de sus ojos. Entonces sintió un vértigo y se desmayó.
Cuando despertó, le pareció que el espacio era una entidad invisible, cálida y amistosa que rodeaba los objetos, las plantas y las cosas. Las casas, los muebles, los animales, los bancos, las plazas y los pulóveres que las madres tejían.
—Estoy rodeado de espacio —le dijo a su padre, satisfecho. Él era un astro pequeñito que tiembla al moverse y destilaba una luz celeste o dorada, pero a su alrededor el aire componía un espacio ilimitado, sin fronteras, y él giraba según unas leyes constantes, firmes, seguras y desconocidas. Era un placer, estarse quieto, en la noche cálida de verano, noche serena, y saber que a pesar de la aparente inmovilidad, él se desplazaba de una manera imperceptible según una órbita prevista, y con él daban vueltas las plantas, las hojas verdes y húmedas de la hiedra, las piedras brillantes del jardín, las ventanas blancas de marco de madera, los sofás afelpados y los pájaros que dormían en las ramas.
Su madre dibujaba esferas en una hoja de papel. Su padre siempre dibujaba cuadrados. Él no sabía por qué. El diccionario decía: "Infinito: Que no tiene ni puede tener fin ni término." Que no tiene. Ni puede. Tener. Fin. Ni término. Lo repitió varias veces. Decidió hacer la prueba. Se sentó detrás de la verja, al anochecer. El cielo estaba estrellado. Su madre tejía un pulóver celeste para él. No se sabía bien cuándo había comenzado, ni siquiera si alguna vez acabaría. No se le podía hacer preguntas. Sólo mirar, observar, el lento pasaje de la lana de una aguja a otra, tan lento, tan imperceptible que su tránsito bien podría ser al fin una estancia. La lana iba y venía, y cuando iba nadie sabía si en realidad estaba llegando o viniendo, y cuando venía, nadie sabía si en realidad no estaba yendo. Abrió bien los ojos y decidió computar sólo un fragmento del espacio. Eligió uno que no estuviera aparentemente muy poblado, por temor a equivocarse, a tener dudas después. Su padre leía el diario, no lejos de allí, en una mecedora blanca. El diario tenía principio y fin, no era infinito, sin embargo, muchas variaciones podían realizarse con él, de modo que el texto leído no fuera uno solo, sino que mediante combinaciones múltiples y variadas, diversos textos aparecieran, diferentes, nuevos, no concebidos todavía por el redactor y no fijados por el linotipista. La lana corría, y si no corría, la lana se quedaba estacionada en un lugar, celeste y cálida. La franja de espacio a observar debía ser cuidadosamente delimitada. Una vez elegida, buscó puntos de referencia para establecerla. Un estrella, al norte, solitaria y distante, de brillo casi fijo, podía ser un límite real. El espacio vacío, a la derecha, establecía un campo neutro, una zona de reposo, un rellano estelar donde aposentar la nave de los ojos cuando se cansara de bogar por el universo de estrellas titilantes. Al sur, buscó un límite, una baza, algo a qué aferrarse. Finalmente descubrió una oreja de perro compuesta por una pequeña formación estelar —grupo escultórico, podría decirse— que le serviría de referencia. La página cuatro del diario crujió, al doblarse, y se derramaron algunas letras sobre la superficie de la página diez. En cuanto al lado izquierdo, era fácil guiarse por tres estrellas montadas las unas casi sobre las otras. Eran pequeñas y parecían humanas.
Una vez delimitado el perímetro a analizar, fijados los límites con precisión, establecidas las coordenadas de observación, era necesario contemplar con esmero pero sin fijar demasiado los ojos, de lo contrario, el esfuerzo realizado por la vista podía propiciar la aparición de puntos confusos, factibles de equívoco, de identidad siempre imprecisa. Sobre el texto leído, infinidad de otros textos podían leerse, al azar, mezclando los símbolos, las frases, como la lana que iba y venía construía, en su movimiento, pasos de danza diversos, estructuras del aire cambiantes, energía que se desplazaba sinuosamente, en formas múltiples. Comenzaría a contar de oeste a este, como si siguiera el movimiento de una nave. Luego lo haría de norte a sur, sin desplazarse, sin mover la cabeza, sin cerrar los ojos. ¿Qué clase de información podía suministrar un texto, si bastaba desplazar, cambiar una sola de las partes de la frase, o aún menos, si alcanzaba con modificar el lugar de uno de los símbolos escritos para que el mensaje fuera otro? Al fin su madre podía estar tejiendo un pulóver, una red un bolso o una bufanda, la lana iba y venía, movimiento pendular y perpetuo, una vez había comenzado, sí, había comenzado a tejer pero ya nadie recordaba cuándo, ni cómo fue; nadie sabía, tampoco, cuándo acabaría, ni qué forma al fin asumiría, después de haber sido sucesivamente ancla lazo timón sable y espuela. Designación de nuevo ministro de Economía. Doce, de oeste a este. Deportación de presos políticos. Catástrofe aérea. Quince de norte a sur. Quince. Quince estrellas seguras de sí mismas, brillando en el firmamento, desafiantes. Designación de presos políticos. Economía aérea. Catástrofe de ministro. ¿Qué había querido tejer ella, al principio? ¿En qué principio? ¿En el principio del infinito? La primera capa parecía definida. Doce de oeste a este, y quince de norte a sur. Renuncia del presidente de la federación ajedrecística mundial. Escándalo en la vía pública. Pero seguramente, detrás, había otras capas. Otras capas aparentemente invisibles, difíciles de detectar en una visión sencilla e inocente de la realidad.
—Si fuera un cuadrado—había dicho ella, antes de casarse, y muchas veces más, después de casada—, siempre existiría el riesgo de golpearse contra los bordes, de chocar contra ellos. Una línea lanzada desde cualquier punto del interior del cuadrado terminaría indefectiblemente por estrellarse contra un ángulo, contra una recta, y por más que insistiera, como insiste el pez atrapado en la pecera, golpeando, lamiendo el borde frío del cristal, no habría posibilidad de transgredir esos límites específicos marcados por no sé quién. La línea volvería, retrocedería, iniciaría la marcha hacia atrás, elegiría otro camino, como una saeta se lanzaría hacia otras superficies, otros campos, pero siempre se daría de lleno contra la indefectible rigidez de los lados del cuadrado.
—Si fuera un círculo —argumentaba él—, toda la vida giraría indefinidamente, sin retroceder ni avanzar, sin noción de progreso o de retraso, las diversas moléculas se mezclarían, en una terrible confusión, o sencillamente, los puntos del interior de la circunferencia, lanzados en diáspora, danzarían una danza inconclusa y sin sentido, perdidos en el espacio, flotantes y minúsculos, bien dispersos, bien acoplados en repugnante concubinato.
Vía aérea, escándalo mundial, federación pública, renuncia ajedrecística. En cuanto a esa segunda capa, todo era más confuso. Las formas se hacían más vagas—como a lo lejos, se divisa una nave blanca, que puede ser, también, por qué no, una isla cubierta de nieve, una nube baja, un enorme animal echado (¿cuándo comenzaría ella a tejer?, ¿cuándo decidió cuál sería el movimiento de la lana, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda?)— y el brillo, cada vez más difuso. Le costaba un gran esfuerzo contar las estrellas de esta segunda capa, frecuentemente sufría vacilaciones, dudaba entre seguir adelante, con la próxima, o retroceder, para revisar el cómputo anterior. Ocho mineros muertos y veintitrés desaparecidos. Varios temblores de intensidad media han sacudido hoy la parte sudoriental del Irán. Se supone que la mayoría de los siete mil desaparecidos en lo que va de año—cifra parcial, pues se ha prohibido la denuncia de desapariciones—han sido ejecutados y sus cuerpos no fueron encontrados. Aumentan los precios de los subproductos de petróleo. A fin de mantener las relaciones profesionales con las Fuerzas Armadas, el Departamento de Estado piensa por el momento seguir ofreciendo su asistencia en materia de seguridad y torturas. ¿Teje o desteje? ¿Conduce la lana hacia el mar de puntos celestes o va desenhebrando los hilos cálidos, hundiéndolos en la marea de los mares? Se supone que la mayoría de los desaparecidos aumentan los subproductos del Departamento de Estado. Y de pronto, los límites elegidos con precisión, sabiamente estudiados, de pronto los límites y las guías establecidas se volvían confusos, oscilaban, se mezclaban con otros, la estrella solitaria y distante, al norte, aparecía rodeada de otras estrellas distantes y solitarias, ¿o es que no las había visto antes?, y el espacio vacío, el campo neutro a la derecha parecía sembrado de ojos, titilaban las pupilas, la oreja de perro se había fundido en una rueda de puntos giratorios, ya no ladraba el can y la página diez del diario estaba surcada de estrellas como letras. Piensa por el momento seguir ofreciendo su asistencia en materia de desapariciones y de torturas.
Había perdido por completo la visualización de los límites; las primeras estrellas se confundían con las segundas y con las últimas; si miraba—y si de algo estaba seguro era de que no podía dejar de mirar—los puntos plateados de las estrellas se reproducían, se multiplicaban, como si siempre hubieran estado allí, como si no se hubieran movido jamás, unas estrellas se juntaban con otras y cada vez era menor el espacio neutro que quedaba entre ellas, los astros eran ganados por la concupiscencia, se montaban unos sobre otros, cabalgaban, y había tantas estrellas que sintió que no sólo le entraban por los ojos, no sólo inundaban sus pupilas y su retina y sus iris y sus pestañas y el lago de las cejas, las estrellas de pronto lo invadían penetrándolo por las orejas, le asaltaban los oídos, le llenaban la cabeza, el pelo, el aire de la boca, tenía estrellas en los dedos y debajo de las unas y los bolsillos llenos de estrellas y si pisaba sus pies aplastaban astros titilantes.
—Circular como una esfera —había dicho su madre, con toda seguridad.
—Cuadrada como una caja —había contestado él, con firmeza.
Y después de veinte venía el veintiuno y luego el veintidós y después el veintitrés, tenía que apurarse para poder contar, tenía que correr para ganarle a las estrellas, infinito correr, infinito contar, me voy a morir antes de poder contarlas todas, pensó, porque las estrellas seguían apareciendo, ocupaban todo el espacio, llenaban el aire del cielo y el aire de la tierra y comenzaban a posarse en las ramas de los árboles y en los matorrales, en la torre del vigía y en los faroles, las estrellas que ya no encontraban lugar en el firmamento bajaban un poco, se deslizaban hasta penetrar en la atmósfera más próxima de las casas y me van a ocupar el cuarto la cama el ropero todos los muebles y trescientas cuarenta y ocho, ha devaluado su moneda en un 389 por ciento en un año, las gallinas comenzarían a chillar cuando les invadieran el gallinero, el diario lleno de puntas de estrellas, militares especializados matan de hambre a una rata durante varios días hasta que el animal se convierte en carnívoro, la lana yendo y viniendo, viniendo y yendo en un continuo balanceo; luego la introducen en el intestino de su víctima. Y si una se caía, de la rama más alta de un árbol, ¿qué pasaría? ¿dejaría de iluminar? ¿perdería su luz? ¿podría acercársele despacito a tocarla?, como no había tocado nunca el tejido celeste de la madre—a ella no le gustaba—como las letras del diario que parecían fijas se mezclaban. Por ese método acaba de morir, por ejemplo, el sacerdote Pable Gazzardi. Y al caer, ¿derrumbaría la casa? ¿La mecedora del padre? ¿Aplastaría las flores del jardín? Foto: Daniel Gluckmann. Copyright: Le Nouvel Observateur. Mil doscientos tres, mil doscientos cuatro, la vida es corta, una noche entera no alcanza, mil doscientos siete, mañana se irán, eso es seguro, esos es una tranquilidad, saber, saber que mañana se irán, y no estarán, no más, desaparecidos, siete mil, prohibido denunciar nuevas desapariciones, aunque él no tuviera tiempo de contarlas a todas y la vida no fuera lo bastante larga, tuvo ganas de, iba a seguir contando toda la noche pero igual, podía soportarlo porque mañana ya no más, con la luz del amanecer se irían y quizá no volvieran, no todas las noches, no todos los días, ir a decirle a su madre: "Mamá, ya no están, se han ido, no volverán, duerme tranquila, teje tu lana lee tu diario. No estarán más." No más ratas durante varios días comiéndose el intestino de. Cuatro mil ochocientos quince, cuatro mil ochocientos dieciséis, especializados en, método de morir, no le alcanzaban los números, le iban a faltar, pero de todos modos, aunque ahora tuviera que comenzar por 1A 2A mañana ya no iban a estar más y él podría dormir tranquilo.
La noche en que Mauricio miró el cielo, descubrió la noción de infinito, sintió un vértigo y luego se desmayó. Posteriormente la vida le depararía otras emociones, preservadas desde antiguo por la tradición, tales como: la primera comunión, el colegio, la masturbación, el servicio militar, el juego del dominó, los exámenes, los partidos de fútbol, los conflictos generacionales, algunas enfermedades, el análisis de los sueños, la necesidad de conseguir empleo, la inflación, el voto obligatorio, el matrimonio y la sinusitis crónica, pero todos estos placeres estaban aguardándole en una región del tiempo llamada futuro; por ahora, lo más inmediato era el desmayo producido por la noción de infinito.
Había sido un día como cualquier otro. La madre de Mauricio había tenido el tacto de no enviarlo a ningún colegio, pretextando una cosa u otra. Cuando Mauricio cumplió tres años, dijo que era muy pequeño, y aunque algunas vecinas no estaban de acuerdo, consiguió imponer su criterio. Hizo todos los esfuerzos posibles para que Mauricio no creciera. Era su único hijo y no tenía ningún interés en que dejara de ser pequeño. Había comprobado lo que sucedía en la inmensa mayoría de los casos: en cuanto las madres se descuidaban, los niños dejaban de serlo, crecían, se convertían en hombres y pretendían llevar una vida independiente. De modo que en sus oraciones diarias incluía un ruego para que Mauricio permaneciera siempre de tres años, edad que le parecía ideal para ser conservada durante toda la vida. Como no estaba completamente segura de la eficacia de las oraciones, consultó a un médico especialista, quien le aseguro que pese al gran desarrollo experimentado por la ciencia en los últimos años, particularmente después de las experiencias realizadas durante las dos guerras mundiales y múltiples guerras locales, todavía no se contaba con un procedimiento adecuado para que un niño pudiera conservar indefinidamente los tres años.
—Entonces, ¿de qué sirven todas las experiencias realizadas con negros, indios, anarquistas, y demás presos políticos? –preguntó la mujer, que, aunque carecía de datos precisos, tenía idea de que en los gigantescos laboratorios norteamericanos del desierto de Nevada y Oklahoma se habían consumido, en pruebas científicas, miles de reservas de búfalos, chilenos, chimpancés, uruguayos y otros animales.
—Lamentablemente, la ciencia es lenta, señora mía; no avanza con tanta velocidad como quisiéramos—dijo el médico.
En cuanto al padre de Mauricio—se había vuelto escéptico luego de un viaje en que no pudo llegar a ser presidente de ningún Estado porque las presidencias estaban ocupadas de manera vitalicia por militares de carrera y otros advenedizos—opinó que la medicina no era una ciencia, sino una disciplina meramente empírica, incapaz, por lo tanto, de conservar los tres años de Mauricio para el resto de la vida.
—Tendrás que conformarte con tres años que duren solo trescientos sesenta y cinco días—le aseguró a su esposa—. Y ten en cuenta, querida, que cada día que pase, será un día menos de tres años y un día más de tres años—agregó, porque le gustaba enseñarle a su mujer los límites estrictos de la realidad.
Para él, la realidad era un cuadrado. Para ella, la realidad era una circunferencia. Habían discutido bastante acerca de esta concepción de la realidad antes de casarse. A él le parecía que el matrimonio de una persona para la cual la realidad estuviera representada de manera incontrovertible por un cuadrado, con otra para la cual la realidad fuera sin lugar a dudas una circunferencia, no podía dar buenos resultados. Salvo que el círculo o la esfera se sumiera dentro del cuadrado, con lo cual habría algunas zonas de coincidencia, manteniéndose, sin embargo, extensas superficies sin contacto, o que, por el contrario, el círculo absorbiera al cuadrado, quedando entonces lugares vacíos, sin comunicación, dentro de la esfera. La discusión concluyó cuando ella, que a veces era capaz de una lucidez extraordinaria, pese a concebir la realidad como una circunferencia, le dijo que los únicos resultados que podían esperarse de un matrimonio cualquiera –así fuera el de un rombo con un triángulo o el de un octaedro con una pirámide—eran un convivencia distante y pacífica—sin las dudosas exaltaciones de la pasión—y la procreación para la cual estaban fisiológicamente preparados, mucho antes de conocerse, y que gozaba del beneplácito de los generales, la bendición de la Iglesia, el crédito del Estado, la financiación privada, la bibliografía oficial, el apoyo de la tradición y el consenso del publico espectador. Él consideró que la maniobra de la fecundación podría realizarla sin mucho esfuerzo, con lo cual su cuadrado quedaría definitivamente inscrito dentro del infinito contexto de cuadrados paralelos de la realidad, y ella pensó que de ese modo su circunferencia se sumaba a la serie de esferas que rotaban indefinidamente en el espacio desde los orígenes del universo, en un movimiento perpetuo sin principio ni fin. Mauricio opinaba que la realidad no existía fuera de la percepción que tenemos de ella, por lo cual se negaba a representarla bajo alguna forma determinada. Nadie le había preguntado, de todos modos, hasta ahora, cuál era su particular visión de la realidad porque no estaba todavía en edad de casarse.
Cuando su madre no pudo evitarlo, Mauricio fue cumpliendo algunos años, que finalmente sumaron siete, pero todavía no lo había enviado al colegio alegando un pretexto u otro. Un invierno fueron las amígdalas, otro una epidemia, algún mes fue el anarquismo, otro la lucha de clases, pero siempre se las ingenió para retenerlo en casa. Los demás niños lo envidiaban y si lo veían por la calle le arrojaban piedras para olvidar que él no iba a la escuela. En cuanto a la noción de infinito, la adquirió de una manera casi espontánea, contemplando el cielo. Vio brillar un grupo de estrellas, un anochecer. Estaba sentado detrás de la verja puntada de barco, mientras su madre tejía un pulóver celeste para él, iluminada por la luz de la lámpara del jardín. Se sentía aburrido; ya había provocado un combate entre caracoles recogido de las plantas, y contemplado durante media hora la ruta de las hormigas, observado sus idas y venidas. Había arrojado piedras al pozo de agua estancada y comido dos o tres clases de hierbas que crecían a su alrededor, de gusto ácido y lechoso. Entonces vio brillar un grupo de estrellas y las contó. Eran quince, de Norte a Sur, y ocho, de Este a Oeste. Sin embargo, la segunda vez que las contó, resultaron diecisiete de Norte a Sur y doce de Este a Oeste. Pensó que se trataba de un error al sumar, por repetición de estrellas. No podía tocarlas y separarlas, dejando a un costado las que ya había sumado. Por eso, seguramente, se equivocaba. La tercer vez que contó, obtuvo las siguientes cifras: veinte estrellas de Norte a Sur (y un pequeño punto celeste de dudosa identificación, estrella o mota de polvo en la retina) y quince de Este a Oeste (aunque creyó distinguir otra diminuta, inocente, imprecisa, la numero dieciséis titilando entre la número ocho y la número nueve). Le pareció una inconsecuencia del firmamento.
—No te preocupes, hijo—le aclaró su padre—. Sean las que sean las que puedes distinguir, a miles de kilómetros de distancia de ellas, años luz, hijo mío, hay muchísimas más, invisibles para nosotros, pero detectables mediante aparatos adecuados. Telescopios y esas cosas.
—¿Y detrás de ellas?
—Más aún, hijo mío. Detrás de las estrellas hay muchas más estrellas, en enormes cantidades.
—¿Y detrás de ellas?
—Muchas más aún.
—¿Y detrás de las últimas?
—El espacio inabarcable —respondió el hombre.
Mauricio cerró los ojos. Los abrió de improviso, contempló la primer capa de estrellas, luego la segunda, después la tercera. Haciendo un enorme esfuerzo, pudo descubrir centenares, miles de pequeños puntos luminosos que destilaban su luz titilante en medio del espacio. Y el espacio, el azul, profundo espacio inabarcable, sin principio ni fin, que no concluyó jamás, y que todo junto no podía entrar en la retina de sus ojos. Entonces sintió un vértigo y se desmayó.
Cuando despertó, le pareció que el espacio era una entidad invisible, cálida y amistosa que rodeaba los objetos, las plantas y las cosas. Las casas, los muebles, los animales, los bancos, las plazas y los pulóveres que las madres tejían.
—Estoy rodeado de espacio —le dijo a su padre, satisfecho. Él era un astro pequeñito que tiembla al moverse y destilaba una luz celeste o dorada, pero a su alrededor el aire componía un espacio ilimitado, sin fronteras, y él giraba según unas leyes constantes, firmes, seguras y desconocidas. Era un placer, estarse quieto, en la noche cálida de verano, noche serena, y saber que a pesar de la aparente inmovilidad, él se desplazaba de una manera imperceptible según una órbita prevista, y con él daban vueltas las plantas, las hojas verdes y húmedas de la hiedra, las piedras brillantes del jardín, las ventanas blancas de marco de madera, los sofás afelpados y los pájaros que dormían en las ramas.
Su madre dibujaba esferas en una hoja de papel. Su padre siempre dibujaba cuadrados. Él no sabía por qué. El diccionario decía: "Infinito: Que no tiene ni puede tener fin ni término." Que no tiene. Ni puede. Tener. Fin. Ni término. Lo repitió varias veces. Decidió hacer la prueba. Se sentó detrás de la verja, al anochecer. El cielo estaba estrellado. Su madre tejía un pulóver celeste para él. No se sabía bien cuándo había comenzado, ni siquiera si alguna vez acabaría. No se le podía hacer preguntas. Sólo mirar, observar, el lento pasaje de la lana de una aguja a otra, tan lento, tan imperceptible que su tránsito bien podría ser al fin una estancia. La lana iba y venía, y cuando iba nadie sabía si en realidad estaba llegando o viniendo, y cuando venía, nadie sabía si en realidad no estaba yendo. Abrió bien los ojos y decidió computar sólo un fragmento del espacio. Eligió uno que no estuviera aparentemente muy poblado, por temor a equivocarse, a tener dudas después. Su padre leía el diario, no lejos de allí, en una mecedora blanca. El diario tenía principio y fin, no era infinito, sin embargo, muchas variaciones podían realizarse con él, de modo que el texto leído no fuera uno solo, sino que mediante combinaciones múltiples y variadas, diversos textos aparecieran, diferentes, nuevos, no concebidos todavía por el redactor y no fijados por el linotipista. La lana corría, y si no corría, la lana se quedaba estacionada en un lugar, celeste y cálida. La franja de espacio a observar debía ser cuidadosamente delimitada. Una vez elegida, buscó puntos de referencia para establecerla. Un estrella, al norte, solitaria y distante, de brillo casi fijo, podía ser un límite real. El espacio vacío, a la derecha, establecía un campo neutro, una zona de reposo, un rellano estelar donde aposentar la nave de los ojos cuando se cansara de bogar por el universo de estrellas titilantes. Al sur, buscó un límite, una baza, algo a qué aferrarse. Finalmente descubrió una oreja de perro compuesta por una pequeña formación estelar —grupo escultórico, podría decirse— que le serviría de referencia. La página cuatro del diario crujió, al doblarse, y se derramaron algunas letras sobre la superficie de la página diez. En cuanto al lado izquierdo, era fácil guiarse por tres estrellas montadas las unas casi sobre las otras. Eran pequeñas y parecían humanas.
Una vez delimitado el perímetro a analizar, fijados los límites con precisión, establecidas las coordenadas de observación, era necesario contemplar con esmero pero sin fijar demasiado los ojos, de lo contrario, el esfuerzo realizado por la vista podía propiciar la aparición de puntos confusos, factibles de equívoco, de identidad siempre imprecisa. Sobre el texto leído, infinidad de otros textos podían leerse, al azar, mezclando los símbolos, las frases, como la lana que iba y venía construía, en su movimiento, pasos de danza diversos, estructuras del aire cambiantes, energía que se desplazaba sinuosamente, en formas múltiples. Comenzaría a contar de oeste a este, como si siguiera el movimiento de una nave. Luego lo haría de norte a sur, sin desplazarse, sin mover la cabeza, sin cerrar los ojos. ¿Qué clase de información podía suministrar un texto, si bastaba desplazar, cambiar una sola de las partes de la frase, o aún menos, si alcanzaba con modificar el lugar de uno de los símbolos escritos para que el mensaje fuera otro? Al fin su madre podía estar tejiendo un pulóver, una red un bolso o una bufanda, la lana iba y venía, movimiento pendular y perpetuo, una vez había comenzado, sí, había comenzado a tejer pero ya nadie recordaba cuándo, ni cómo fue; nadie sabía, tampoco, cuándo acabaría, ni qué forma al fin asumiría, después de haber sido sucesivamente ancla lazo timón sable y espuela. Designación de nuevo ministro de Economía. Doce, de oeste a este. Deportación de presos políticos. Catástrofe aérea. Quince de norte a sur. Quince. Quince estrellas seguras de sí mismas, brillando en el firmamento, desafiantes. Designación de presos políticos. Economía aérea. Catástrofe de ministro. ¿Qué había querido tejer ella, al principio? ¿En qué principio? ¿En el principio del infinito? La primera capa parecía definida. Doce de oeste a este, y quince de norte a sur. Renuncia del presidente de la federación ajedrecística mundial. Escándalo en la vía pública. Pero seguramente, detrás, había otras capas. Otras capas aparentemente invisibles, difíciles de detectar en una visión sencilla e inocente de la realidad.
—Si fuera un cuadrado—había dicho ella, antes de casarse, y muchas veces más, después de casada—, siempre existiría el riesgo de golpearse contra los bordes, de chocar contra ellos. Una línea lanzada desde cualquier punto del interior del cuadrado terminaría indefectiblemente por estrellarse contra un ángulo, contra una recta, y por más que insistiera, como insiste el pez atrapado en la pecera, golpeando, lamiendo el borde frío del cristal, no habría posibilidad de transgredir esos límites específicos marcados por no sé quién. La línea volvería, retrocedería, iniciaría la marcha hacia atrás, elegiría otro camino, como una saeta se lanzaría hacia otras superficies, otros campos, pero siempre se daría de lleno contra la indefectible rigidez de los lados del cuadrado.
—Si fuera un círculo —argumentaba él—, toda la vida giraría indefinidamente, sin retroceder ni avanzar, sin noción de progreso o de retraso, las diversas moléculas se mezclarían, en una terrible confusión, o sencillamente, los puntos del interior de la circunferencia, lanzados en diáspora, danzarían una danza inconclusa y sin sentido, perdidos en el espacio, flotantes y minúsculos, bien dispersos, bien acoplados en repugnante concubinato.
Vía aérea, escándalo mundial, federación pública, renuncia ajedrecística. En cuanto a esa segunda capa, todo era más confuso. Las formas se hacían más vagas—como a lo lejos, se divisa una nave blanca, que puede ser, también, por qué no, una isla cubierta de nieve, una nube baja, un enorme animal echado (¿cuándo comenzaría ella a tejer?, ¿cuándo decidió cuál sería el movimiento de la lana, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda?)— y el brillo, cada vez más difuso. Le costaba un gran esfuerzo contar las estrellas de esta segunda capa, frecuentemente sufría vacilaciones, dudaba entre seguir adelante, con la próxima, o retroceder, para revisar el cómputo anterior. Ocho mineros muertos y veintitrés desaparecidos. Varios temblores de intensidad media han sacudido hoy la parte sudoriental del Irán. Se supone que la mayoría de los siete mil desaparecidos en lo que va de año—cifra parcial, pues se ha prohibido la denuncia de desapariciones—han sido ejecutados y sus cuerpos no fueron encontrados. Aumentan los precios de los subproductos de petróleo. A fin de mantener las relaciones profesionales con las Fuerzas Armadas, el Departamento de Estado piensa por el momento seguir ofreciendo su asistencia en materia de seguridad y torturas. ¿Teje o desteje? ¿Conduce la lana hacia el mar de puntos celestes o va desenhebrando los hilos cálidos, hundiéndolos en la marea de los mares? Se supone que la mayoría de los desaparecidos aumentan los subproductos del Departamento de Estado. Y de pronto, los límites elegidos con precisión, sabiamente estudiados, de pronto los límites y las guías establecidas se volvían confusos, oscilaban, se mezclaban con otros, la estrella solitaria y distante, al norte, aparecía rodeada de otras estrellas distantes y solitarias, ¿o es que no las había visto antes?, y el espacio vacío, el campo neutro a la derecha parecía sembrado de ojos, titilaban las pupilas, la oreja de perro se había fundido en una rueda de puntos giratorios, ya no ladraba el can y la página diez del diario estaba surcada de estrellas como letras. Piensa por el momento seguir ofreciendo su asistencia en materia de desapariciones y de torturas.
Había perdido por completo la visualización de los límites; las primeras estrellas se confundían con las segundas y con las últimas; si miraba—y si de algo estaba seguro era de que no podía dejar de mirar—los puntos plateados de las estrellas se reproducían, se multiplicaban, como si siempre hubieran estado allí, como si no se hubieran movido jamás, unas estrellas se juntaban con otras y cada vez era menor el espacio neutro que quedaba entre ellas, los astros eran ganados por la concupiscencia, se montaban unos sobre otros, cabalgaban, y había tantas estrellas que sintió que no sólo le entraban por los ojos, no sólo inundaban sus pupilas y su retina y sus iris y sus pestañas y el lago de las cejas, las estrellas de pronto lo invadían penetrándolo por las orejas, le asaltaban los oídos, le llenaban la cabeza, el pelo, el aire de la boca, tenía estrellas en los dedos y debajo de las unas y los bolsillos llenos de estrellas y si pisaba sus pies aplastaban astros titilantes.
—Circular como una esfera —había dicho su madre, con toda seguridad.
—Cuadrada como una caja —había contestado él, con firmeza.
Y después de veinte venía el veintiuno y luego el veintidós y después el veintitrés, tenía que apurarse para poder contar, tenía que correr para ganarle a las estrellas, infinito correr, infinito contar, me voy a morir antes de poder contarlas todas, pensó, porque las estrellas seguían apareciendo, ocupaban todo el espacio, llenaban el aire del cielo y el aire de la tierra y comenzaban a posarse en las ramas de los árboles y en los matorrales, en la torre del vigía y en los faroles, las estrellas que ya no encontraban lugar en el firmamento bajaban un poco, se deslizaban hasta penetrar en la atmósfera más próxima de las casas y me van a ocupar el cuarto la cama el ropero todos los muebles y trescientas cuarenta y ocho, ha devaluado su moneda en un 389 por ciento en un año, las gallinas comenzarían a chillar cuando les invadieran el gallinero, el diario lleno de puntas de estrellas, militares especializados matan de hambre a una rata durante varios días hasta que el animal se convierte en carnívoro, la lana yendo y viniendo, viniendo y yendo en un continuo balanceo; luego la introducen en el intestino de su víctima. Y si una se caía, de la rama más alta de un árbol, ¿qué pasaría? ¿dejaría de iluminar? ¿perdería su luz? ¿podría acercársele despacito a tocarla?, como no había tocado nunca el tejido celeste de la madre—a ella no le gustaba—como las letras del diario que parecían fijas se mezclaban. Por ese método acaba de morir, por ejemplo, el sacerdote Pable Gazzardi. Y al caer, ¿derrumbaría la casa? ¿La mecedora del padre? ¿Aplastaría las flores del jardín? Foto: Daniel Gluckmann. Copyright: Le Nouvel Observateur. Mil doscientos tres, mil doscientos cuatro, la vida es corta, una noche entera no alcanza, mil doscientos siete, mañana se irán, eso es seguro, esos es una tranquilidad, saber, saber que mañana se irán, y no estarán, no más, desaparecidos, siete mil, prohibido denunciar nuevas desapariciones, aunque él no tuviera tiempo de contarlas a todas y la vida no fuera lo bastante larga, tuvo ganas de, iba a seguir contando toda la noche pero igual, podía soportarlo porque mañana ya no más, con la luz del amanecer se irían y quizá no volvieran, no todas las noches, no todos los días, ir a decirle a su madre: "Mamá, ya no están, se han ido, no volverán, duerme tranquila, teje tu lana lee tu diario. No estarán más." No más ratas durante varios días comiéndose el intestino de. Cuatro mil ochocientos quince, cuatro mil ochocientos dieciséis, especializados en, método de morir, no le alcanzaban los números, le iban a faltar, pero de todos modos, aunque ahora tuviera que comenzar por 1A 2A mañana ya no iban a estar más y él podría dormir tranquilo.