Puentes de Bosnia
Aitor Romero Ortega
Maybe Konjic, respondió el camarero con una sonrisa beatífica ante la que ella no supo muy bien cómo reaccionar. Él había cruzado la calle para inspeccionar las lápidas del pequeño cementerio improvisado que se extendía al otro lado, en un solar donde la hierba crecía sin control. Tardaron un rato en servirles los cafés, lo que le permitió pasear un poco más entre las tumbas, leyendo para sus adentros los apellidos de los que allí yacían. Se descubrió a sí mismo memorizando fechas, rastreando parentescos siempre hipotéticos: primos, hijos, hermanos muertos durante la guerra; a la vez que se entretenía buscando entre las tumbas a aquellos que habían nacido el mismo año que él. Muchachos que cuando estalló la guerra apenas tenían veinte años. Tal vez hubiese preferido que todos esos nombres que le resultaban tan exóticos estuvieran escritos en cirílico, así no se vería obligado a leerlos de forma automática en una susurrante letanía sin sentido. A ella le inquietaba esa manía que él tenía de levantarse en mitad de la cena para alejarse unos metros a fumar. Era una conducta que se había repetido durante todo el viaje en todas las comidas, como un rito secreto del que ninguno de los dos se atrevía a hablar abiertamente. Quizá más que inquietarle, le desconcertaba. Le provocaba una equívoca sensación entre la rabia contenida y un desahogo que en caso de reconocer sería como empezar a admitir su propia derrota.
En algún momento, tras pasar unos días en Dubrovnik, entraron en Bosnia. Después de Mostar continuarían su ruta hasta Sarajevo, pero como tenían la impresión de que les sobraban días, ella propuso detenerse en algún pueblo o ciudad pequeña a mitad de camino entre Mostar y Sarajevo para seguir conociendo el país, idea que él no tuvo problema alguno en aceptar de inmediato. A ella se le ocurrió entonces preguntar al camarero. El camarero era un hombre de alrededor de treinta años, flaco y con la cabeza rapada al uno, que sonreía con dulzura al final de cada frase pronunciada en un inglés aproximativo pero eficaz. Ella se vio obligada a pedirle que repitiera el nombre de esa ciudad y después de otros dos intentos fallidos le pidió que lo escribiera en su cuaderno. El camarero se inclinó para apoyarse sobre la mesa de la terraza, y a ella le vino de inmediato a la cabeza la imagen de un junco que se dobla por efecto del viento hasta límites insospechados sin llegar a quebrarse. Cuando él regresó de su breve paseo por el cementerio, ella abrió el cuaderno por la página donde el camarero había anotado con letra temblorosa la palabra “Konjic” y lo sostuvo en el aire para mostrárselo.
Hay que reconocer que parece como si la guerra hubiese terminado hace quince días, dijo él al descender del autobús. Ella sonrió con cierta desgana, todavía molesta por el sudor reseco que envolvía su cuerpo como una fina película. Nada más pisar el suelo se agachó para comprobar que su equipo fotográfico estaba al completo. La estación de Mostar era, en efecto, un lugar destartalado donde esperaban unas cuantas mujeres mayores que ofrecían habitaciones a los viajeros blandiendo unos cartones arrugados en los que habían escrito sus reclamos comerciales con rotulador negro. Ignoraron todas las ofertas y caminaron hacia el centro de la ciudad después de preguntar en una cafetería. Después de comer un hombre de unos cuarenta años se aproximó a ellos para ofrecerles alojamiento. Por algún motivo no lo rechazaron de inmediato y escucharon su propuesta, quizá porque empezaba a ser urgente resolver donde iban a dormir esa misma noche, o quizá porque aquel hombre tan sonriente— que vestía un polo de rayas, lucía un corte de pelo militar y se expresaba en un perfecto español—les pareció especialmente simpático y enseguida les transmitió confianza. Les condujo hasta su propia casa, una construcción amplia y con jardín, situada en un barrio residencial no demasiado lejos del centro, donde en un anexo había construido un pequeño apartamento equipado con todo lo necesario. Era allí donde alojaba a sus huéspedes. Decidieron quedarse. Era mucho mejor de lo que esperaban encontrar a esa hora. No les fue difícil acordar un precio tras una corta negociación. Se llamaba Ado y había trabajado muchos años como ayudante de cocina en la base del ejército español en Mostar. Durante el corto trayecto desde el centro hasta el apartamento él le hizo un par de preguntas de forma aparentemente descuidada. Ado no tuvo ningún inconveniente en presentarse como musulmán. No, nunca cruzo al otro lado. Antes sí iba de vez en cuando a tomar algo, hace años, cuando era joven, pero después de la guerra ya no. Ahora vivimos como en dos ciudades separadas, cada una a lo suyo, dijo Ado señalando al otro lado del puente, donde se extendía el barrio católico.
Durante los dos días y medio que estuvieron en Mostar ella fotografió el puente en varios momentos del día, bajo una luz distinta cada vez, así como varios cementerios (católicos y musulmanes) y también muros y fachadas perforadas todavía por la metralla que se repartían a lo largo de todo el casco urbano. Mientras ella se detenía en el emplazamiento escogido, estudiaba la luz y probaba distintos ángulos hasta dar con el más adecuado para plantar su trípode, él prefería esperar sentado en cualquier sitio, o se instalaba en una terraza cercana a beber sin prisa un café o una cerveza, leyendo o simplemente observando la escena de lejos, y dejaba transcurrir el tiempo necesario para que ella culminase su trabajo. Cenaron los dos días en el centro, e incluso tuvieron tiempo de tomar una última cerveza sentados junto a la orilla del río, cerca de la medianoche, bajo el puente iluminado. Esa última noche, al levantarse de la terraza, regresaron andando a casa de Ado. Ella llevaba un vestido vaporoso de tonos claros que se había puesto al final de la tarde, al terminar con sus fotografías, para salir de noche y que él solo tuvo que levantar suavemente, como quien retira un visillo para asomarse al otro lado, para penetrarla sobre el sofá del salón de ese pequeño apartamento turístico que Ado decía que conseguía alquilar casi todos los días del verano a turistas españoles, italianos, alemanes, austriacos o franceses. Él pensó fugazmente en Ado y en su familia, que dormían al otro lado del jardín, mientras ella jadeaba, como también jadeaba él, aunque no fuese muy consciente de su propio jadeo porque uno nunca termina de serlo. Y terminó cuando ella estaba sentada a horcajadas sobre sus piernas, rebotando como una ingrávida pelota repleta de aire: los ojos entornados, la boca entreabierta y temblorosa, los brazos rectos como dos cables en tensión. Poco después, ambos respiraban acompasados por una misma fatiga: los cuerpos adheridos a la tela del sofá por el pegamento del sudor y las manos suspendidas en el aire a escasos centímetros del suelo.
La cosa empezó así: él fue a Madrid a participar en un tribunal de tesis. Trabaja como profesor de Cultura Visual y Creación Artística Contemporánea en la facultad de Bellas Artes de Barcelona y es habitual que algunos colegas de Madrid, con los que mantiene una fluida relación desde hace años, lo reclamen de vez en cuando para participar en los tribunales de las tesis que dirigen, a lo que él accede siempre encantado. Él estaba todavía casado cuando fue a Madrid, aunque su matrimonio atravesaba ya en ese momento un periodo de fuertes turbulencias. Turbulencias que él creía insalvables, como luego en efecto se comprobó, cuando apenas tres meses después se separó. Tal vez impulsado por todo ello decidió quedarse en Madrid ese fin de semana y no regresar el mismo viernes por la tarde, como solía hacer siempre que iba por trabajo. Aunque se negase a admitirlo abiertamente, prefería estar lejos de su casa y de su mujer, y quizás también de Barcelona. En definitiva, prefería estar lejos de su propia vida, y a ser posible también de sí mismo.
No tuvo reparo alguno, al contrario, en asistir ese mismo viernes por la noche a la celebración que organizó el ya antiguo estudiante al que habían investido con el título de doctor esa misma mañana. Algunos de sus colegas de la facultad de Bellas Artes de Madrid también estaban allí. De hecho, todo el tribunal fue cordialmente invitado después de comunicar la nota. Fue una celebración cualquiera, incluso vulgar, sin hechos o actitudes remarcables, sino fuese porque fue el lugar donde él y ella se encontraron por primera vez. Esa noche, sin embargo, no consiguieron o no quisieron hablar. Él no tardó en distinguirla, es decir, en aislarla con la vista del resto de los asistentes a la fiesta, convencido de que algo innombrable la hacía sobresalir, y rápidamente se descubrió siguiéndola con miradas cada vez más nerviosas, que él creía furtivas y que eran en realidad imprudentes, como si observara fascinado la trayectoria errática de una partícula incontrolada que se desplaza en el interior de un fluido viscoso y uniforme. Ella, al mismo tiempo, también reparó en su presencia y no tardó en sentirse observada por él, algo que no le molestó en absoluto, más bien al contrario, y aprovechó a su vez para estudiarlo con detenimiento, con miradas discretas de las que él apenas se dio cuenta. Al día siguiente, él asistió a la inauguración de la exposición de un amigo (uno de esos profesores de la facultad de Bellas Artes de Madrid, al que más allá de la complicidad profesional, le une también una sólida amistad). No tardó en darse cuenta de que ella también estaba entre los asistentes. Supo de inmediato que aquello no podía ser producto del simple azar y aprovechó un instante propicio para preguntarle a su amigo, y su amigo, que estaba lógicamente muy ocupado atendiendo todos los compromisos de la inauguración, la llamó a distancia alzando una mano en la que sostenía inclinada una copa de vino medio llena y le presentó a su viejo y fiel amigo, profesor de Cultura Visual de la Universidad de Barcelona, en una repentina maniobra que a los dos interesados les pareció un tanto brusca, y sin embargo muy cálida.
Pese a la diferencia de edad congeniaron enseguida, quizá porque ambos atravesaban periodos difíciles y eso, en lugar de aislarlos en sus respectivas soledades, les allanó el camino. En los siguientes meses él dejó atrás la última fase de su matrimonio y asimiló que todo lo que había vivido hasta entonces y que él creía el centro geométrico del infierno conyugal, no era más que un pobre contorno, un esbozo impreciso, apenas un arrabal de todo ese íntimo dolor que había de venir y que él tenía todavía que sufrir; un dolor salpicado de violentas discusiones donde afloró de forma definitiva todo lo que ellos ya sabían, aunque callaran, y que precisamente por ello llevaba años enterrado por toneladas de silencio. En todo ese tiempo las citas con ella se le ofrecieron como el único alivio posible, un oasis disponible. Aprovechó alguno de sus desplazamientos a Madrid para verla, hasta el punto de que lo profesional se fue convirtiendo con el tiempo en una mera excusa. También ella fue a Barcelona a verle y se quedó a dormir en el pequeño apartamento de soltero que él acababa de alquilar y que estaba todavía abarrotado de cajas de mudanza. En otras ocasiones decidieron verse en Zaragoza, a mitad de camino, más que nada por cambiar de escenario y olvidarse un poco de sus vidas en sus respectivas ciudades, cautivados por el juego de fingirse otros. Esa montaña rusa de emociones que transcurría a toda velocidad a lo largo del fin de semana lo rejuvenecía, o impedía al menos que envejeciera más rápido de la cuenta tras la ruptura de su matrimonio y el estado de congelación emocional en el que había vivido. Siempre volvían a su memoria escenas de esos domingos por la tarde en Zaragoza, cuando para hacer tiempo daban un paseo por los pabellones y las infraestructuras vacías y en desuso que se extendían alrededor de la estación, a las afueras de la ciudad. Y esa osamenta de hormigón y hierro golpeada por el sol y el cierzo, triste símbolo del turbocapitalismo español, se perfilaba en sus recuerdos con una claridad que borraba todo lo demás: caóticas habitaciones de hotel, barrios céntricos con olor a madrugada, librerías y bares, parques e iglesias, puentes y ríos, alcohol y deseo.
Cuando su amigo les presentó la noche de la exposición dijo de ella que era su mejor estudiante, su doctoranda más brillante, lo que a ella le sonrojó y a él, que conocía bien a su amigo y sabía lo reacio que era a soltar elogios gratuitos incluso en los instantes de euforia etílica, le puso inmediatamente en alerta. El tema de sus tesis era la destrucción de Europa o, mejor dicho, los discursos artísticos acerca de la destrucción de Europa. El entusiasmo que ella tenía por el tema de su trabajo rayaba a menudo la obsesión. Era el centro de muchas de sus conversaciones. Él, sin embargo, estaba habituado a ello, pues él mismo había vivido una obsesión similar en su época de estudiante de doctorado y la había revivido y la seguía reviviendo a diario en la relación con sus propios alumnos. Así que se resignó y en parte se congratuló, al fin y al cabo, podía considerarse afortunado de no haberse enamorado de una estudiante que realizaba una tesis, por ejemplo, sobre la crisis del espectador en la época de la pornografía, tema que además de desconocer por completo, apenas despertaba su interés y del que no tenía ánimos para discutir. Fue ella, por tanto, la que le propuso que la acompañara ese mismo verano a los Balcanes, donde pensaba fotografiar algunos emplazamientos para incluir en su investigación artística. Él consideró aquel viaje, como en general su relación con ella, como una oportunidad para seguir dando un giro a su vida, a la vez que escapaba del anquilosamiento en el que había caído. Gracias a ello recuperó la vieja costumbre de leer de forma compulsiva libros relacionados con el destino al que iba a viajar.
Los Balcanes son la alcantarilla de Europa, el desagüe donde se acumula la mierda de los demás, dijo ella mientras disfrutaban de una vista panorámica del casco antiguo de Mostar desde lo alto del minarete de la mezquita principal. El río cortando en canal las dos mitades de la ciudad y el puente de Mostar, por fin reconstruido, luciendo como un arco perfecto que une las dos almas de Herzegovina. A él la frase pronunciada en esas circunstancias le pareció un tanto afectada en la forma, como si estuviese concebida de antemano para ser enunciada con ese escenario tan dramático de fondo, pero sin embargo muy aproximada en el fondo. Está por ver, dijo él después de un rato, si esta suerte de turismo metafísico que queremos practicar es solo una forma truculenta de mirar por placer el horror de los demás, o es algo más noble, una llana curiosidad, por ejemplo. Con eso me daría por satisfecho.
El autobús se detuvo en mitad de una carretera rodeada de montañas y el conductor les avisó que habían llegado a Konjic. Fueron los únicos que descendieron en esa parada, donde ni siquiera había estación, solo una marquesina donde colgaba un cartel en el que podía leerse en cirílico y en alfabeto latino el nombre de la ciudad. Caminaron intuitivamente, hasta que encontraron un restaurante abierto tras cruzar el río por un puente moderno. No tardaron en intuir que el inglés no iba serles de gran utilidad en Konjic. Finalmente se hicieron entender y lograron pedir la comida. Era un mediodía muy soleado, con ese sol de montaña que ilumina todo con una pálida claridad y que calienta, pero no abrasa. Después de comer buscaron un lugar donde dormir. Encontraron un hotel al otro lado del río – una construcción de madera decorada con motivos tiroleses por todas partes, donde les recibió una mujer también disfrazada de tirolesa – que les pareció caro. Siguieron buscando. Preguntaron a unos muchachos del pueblo que en ese momento pasaban por ahí y que chapurreaban un inglés más que decente. Les explicaron que había otro hotel más económico al principio del pueblo, no demasiado lejos de donde les había dejado el autobús. Les condujeron hasta allí. Mientras caminaban en fila de dos por uno de los bordes de la carretera, él les preguntó por unos grafitis en tinta roja que había visto en Mostar y que se repetían con cierta frecuencia en las columnas y en las fachadas de edificios destartalados. Pertenecían a un grupo radical de aficionados de un equipo de fútbol. Eso son cosas de croatas, dijo uno de los muchachos con una mueca que parecía oscilar entre el desdén y la náusea. Les dejaron en la puerta del Motel Konjic, una vieja construcción que había sido concebida bajo los presupuestos estéticos de la arquitectura socialista y que actualmente parecía en estado de abandono. Los muchachos les aseguraron que el motel seguía en funcionamiento y continuaron su camino, como si de pronto les hubiera entrado mucha prisa por marcharse. La puerta de cristal, polvorienta y en apariencia inservible, se abrió con una facilidad pasmosa, y de detrás de un mostrador de madera surgió sonriente un hombre canoso que acompañaba cada una de sus frases (en serbocroata) de ostensibles gestos con las manos que pretendían hacerlas comprensibles para ellos, pero que en realidad no eran más que una inútil coreografía. Llevaba el pelo corto y ligeramente hacia atrás, con un poco de volumen, en un peinado algo anticuado, propio quizá de los años sesenta o setenta. También la ropa parecía de otra época. Él fantaseó de inmediato con la posibilidad (remota y sugerente) de que se tratara de un viejo yugoslavo que había quedado atrapado en el tiempo congelado de ese decrépito motel.
Aquella primera noche, después de intercambiar animosamente impresiones en una esquina, decidieron abandonar cuanto antes la galería para escapar de aquella fiesta de inauguración en la que ambos se sentían ajenos. Tras andar un poco entraron en varios pubs y la noche fue transcurriendo en su conjunto como una larga sucesión de copas que bebieron con entereza y lentitud; y de conversaciones truncadas que nunca terminaban de alcanzar el núcleo central de su infelicidad, pero que a ambos les permitían percibir el malestar del otro hasta palparlo; y fue también, aquella noche originaria, una serie de caminatas fortuitas, siempre por el Madrid más señorial, en el que los dos se sentían igualmente extraños y que decidieron recorrer entregados a la casualidad. Del barrio de la Justicia hasta Chamberí y después al barrio Salamanca— el bar de copas parpadeando en la noche como un faro o un apeadero—, cruzando el caudal nocturno de la Castellana por los pasos de peatones que ofician como puentes pintados en el suelo.
Ella venía entonces de perder a su hermana hacía apenas dos meses, tras una trágica enfermedad, y estaba aún reponiéndose, buscando su nuevo lugar en el mundo, tratando tal vez de reconciliarse con la vida y de aparcar su inútil enfado con la muerte. Naturalmente, prefirió no contar su historia aquella noche por temor a abrumarle con el relato de su fatalidad. Tampoco él hizo alusión alguna a su mujer ni a otros aspectos concretos de su vida, más allá de su condición de profesor de Bellas Artes, que aderezó con tres o cuatro anécdotas banales salpimentadas con un humor típicamente académico, lo que les sirvió a ambos para reconocerse en un territorio común, el de esa burbuja eterna de la universidad que como una amable ficción daba sentido y coherencia a sus vidas. Había entre ambos un pacto tácito, como si ambos prefiriesen no contar demasiado y estuviesen en el fondo conformes con esas omisiones, con esas presencias fantasmales que flotaban en el aire sin llegar a nunca concretarse. Y sobre esas derrotas recientes de las que apenas tenían fuerzas para hablar, empezaron a edificar una relación discontinua que se sustentaba más sobre el silencio (sobre el vacío mismo), que sobre palabras o hechos concretos, como si el aire fuese siempre más inmune a la erosión que los cuerpos sólidos y el deseo la forma más perfecta de antimateria.
Aquella noche se despidieron al amanecer en la boca del metro. Tras contemplar como ella se alejaba escaleras abajo, él empezó a caminar hasta su hotel por una Gran Vía cuyo asfalto brillaba aún, húmedo, tras los manguerazos que purifican cada día la ciudad al final de la madrugada. El perfil de los edificios se recortaba en un cielo azul metálico. Se habían intercambiado los teléfonos poco antes de despedirse. Cuando llegó al hotel ya era muy tarde. Aun así, consiguió dormir tres horas con la ropa puesta. Soñó que viajaba en barco por un río muy caudaloso. Fue él quien dio el primer paso, una vez comprobó que ella no iba a darlo, y la llamó después de tres semanas. Respondió al tercer tono. Hola, dijo con tranquilidad, como si estuviera esperando su llamada. Hola, respondió él.
Como ya se ha dicho, también en Konjic hay un río y un puente que lo atraviesa, construido íntegramente de piedra, con varios arcos de medio punto que separan los pilares que lo elevan sobre el Neretva, el mismo río que pasa por Mostar. Como en casi todas las poblaciones de Bosnia, por otra parte, donde siempre hay ríos y puentes de piedra que unen las dos orillas donde viven comunidades religiosas y nacionales distintas, y que durante las múltiples guerras que asolaron la región a lo largo del último siglo saltaron muchas veces por los aires.
Ella, por supuesto, piensa de inmediato en fotografiar el puente para incluirlo en su proyecto. Esta vez no andan por el pueblo en busca de cementerios de los años de la guerra. Tampoco prestan demasiada atención a las fachadas agujereadas por la metralla o a los edificios en ruina. En Mostar ha reunido bastante material y piensa seguir haciéndolo en Sarajevo. Los cementerios de Sarajevo son imponentes, dice ella mientras clava el trípode en las piedras y a él automáticamente se le aparecen explanadas en cuesta cubiertas de tumbas de personas que murieron entre 1992 y 1995. Por un momento tiene la impresión de repetir una versión cruelmente aumentada del paisaje que presenció ayer en Mostar, cuando en mitad de la cena cruzó la calle para pasear por el cementerio y se encontró rodeado de lápidas en las que estaban inscritos los nombres de personas de su edad. Una época en la que su ciudad, Barcelona, festejaba la vida con un optimismo desbordante y en la que él era aún un estudiante universitario que se esforzaba en parecer infeliz y desesperado, porque la alegría que le circundaba le parecía entonces—lo que son las cosas—la mueca vulgar de una ciudad ebria de autosatisfacción. Algo en lo que apenas había reparado en todo este tiempo, pero que ahora de pronto, al recorrer todos esos emplazamientos, regresaba para recordarle los años en los que mientras él estaba muy ocupado en la vana tarea de ser joven y de serlo además a su manera, otros muchachos de ese mismo continente se mataban en la televisión del salón de sus padres, donde él trataba de recuperarse con discreción de sus colosales resacas.
Al terminar con el puente, se quita la ropa hasta quedarse únicamente en ropa interior. Él declina la posibilidad de bañarse en calzoncillos y espera sentado en las piedras de la orilla. Hay dos chicos al fondo, cerca del puente. Ella se introduce muy lentamente en el río, tratando de esquivar el frío. Permanece un largo rato de rodillas, rígida, antes de zambullirse. Él la observa de lejos, enmarcada por el puente y la blancura de la tarde, en una escena quieta y perfecta que le retrotrae a los días que pasaron al principio de esa misma semana en Dubrovnik y que ahora le parecen lejanísimos, cuando ambos se bañaban en un mar de un azul tan intenso que causaba una impresión de irrealidad. La luz amarilla de esos días soleados también se le ofrece ahora como un engaño de la memoria. Cuando ella sale temblando del agua para envolverse en su toalla, él le habla de una película que vio semanas antes de emprender el viaje. Al principio de la película el narrador dice una frase que es la que él quiere evocar ahora. ¿Qué frase?, pregunta ella, secándose mientras la tarde empieza a declinar y quedarse a la orilla del río empieza a no ser tan agradable. Nací en Yugoslavia, repite él, un país que ya no existe.
Encuentran una terraza no demasiado lejos de la orilla donde comen algo y beben varias cervezas hasta que se hace de noche. Después regresan andando al motel. Al llegar les recibe en recepción el mismo hombre canoso de antes. Sonríe entusiasmado como si por un momento hubiese pensado que no iban a regresar. Intenta de nuevo intercambiar unas palabras con ellos, pero solo habla serbocroata y no entiende nada de lo que ellos dicen en inglés, solo algunas palabras básicas de uso internacional, pero, en cualquier caso, cuando intentan hilar una frase, por sencilla que sea, vuelven a perderlo. Él insiste con el serbocroata y pronuncia frases bastante largas que tanto a ella como a él les dejan estupefactos porque resulta obvio que no hay manera de que puedan entenderlas, pero el recepcionista insiste y por un momento parece pensar que a fuerza de repetir esas mismas frases con ligeras variaciones va a lograr hacerse entender. Incluso añade lo que parecen aclaraciones y acotaciones en su propio idioma, como si eso fuese a servirle de algo. Están los tres de pie, en medio de ese hall decadente, amueblado como en los años setenta u ochenta, como si allí no hubiesen pasado los años, o sí hubiesen pasado, lo que es peor, mucho peor, porque todo está viejo y a punto de ser abandonado, y el motel permanece ahí, como un resto del naufragio de una época, como una ruina al borde del derrumbe. De pronto él le dice a ella: ¿cuánta gente habrá alojada en este motel? ¿Seremos los únicos? Aquí no parece que haya nadie más. No sé, dice ella. Vete a saber, pero no, no creo que haya nadie más. No tiene mucha pinta. Pero él siente de pronto la imperiosa necesidad de saber con total exactitud cuántos van a dormir allí esa noche e intenta formular la pregunta. Obviamente el inglés es inútil. El recepcionista fija mucho la mirada y contrae el rostro como si estuviese en mitad de un gran esfuerzo, pero al rato se relaja y termina sonriendo con amabilidad y negando con la cabeza. Él dibuja entonces al azar unas cuantas cantidades con los dedos: cinco, tres, siete, ocho. El recepcionista afirma muy contento, con una carcajada feliz, como si por fin hubiesen logrado entenderse y ambos coinciden en siete, la cantidad es siete: hay siete personas durmiendo esa noche en el motel, según ese intercambio mímico.
Un par de horas más tarde, cuando ella está a punto de dormirse, él baja a la recepción con la idea de fumarse un cigarrillo. En el hall solo hay una luz tenue. No encuentra al recepcionista por ningún lado, así que sale a la calle y fuma frente a la puerta de cristal, a pocos metros de la carretera, ahora borrada por la noche. Al entrar de nuevo en el motel escucha un leve sonido. En una de las alas del hall, algo escondido, hay un pequeño salón con un sofá y un viejo televisor. Al asomarse con discreción observa de refilón el televisor del que surgen luces parpadeantes de las imágenes que él, desde su posición esquinada, solo puede intuir. Un tenue hilo de voz acompaña los destellos. En el sofá, descalzo y con la misma ropa, duerme acurrucado el recepcionista con las manos como almohada. Vuelve a pensar de inmediato en la disparatada idea de un viejo yugoslavo que se ha quedado allí atrapado. Guardián y recluso de un naufragio del que ese motel es sólo un último baluarte.
Cuando a las siete de la mañana los despiertan unos golpes constantes y cada vez más insistentes sobre la puerta de la habitación y él se levanta a abrir y se encuentra al recepcionista canoso al otro lado, sonriente, casi eufórico, dibujando el número siete con los dedos de sus manos y afirmando histéricamente con la cabeza, como si buscara un gesto de aprobación por su parte, comprende que no eran siete los huéspedes del motel aquella noche, sino la hora a la que involuntariamente habían solicitado ser despertados.
Consiguen dormir un par de horas más después de ese incidente que la somnolencia arrastra hasta mezclarlo por completo con el sueño y que al despertar tiene algo de suceso onírico. En el hall se encuentran con varias mesas ocupadas por huéspedes frente a unos enormes ventanales por donde se derrama la luz de la mañana. Se acomodan en una de las pocas mesas libres, donde les atiende un joven camarero que habla un inglés sorprendentemente fluido. Piden café y tostadas. Él busca con la mirada al recepcionista de anoche, pero no lo encuentra. Es posible que sólo trabaje de noche, piensa. En su trayectoria su mirada se topa con varios trabajadores del servicio del motel. Dos o tres camareros jóvenes y una mujer en la cincuentena que actúa como si fuera la encargada. Están en plena actividad. La mayoría de las mesas están ocupadas por familias de alemanes o austriacos. Otras por franceses, ingleses e incluso italianos. Familias y grupos de jóvenes. Algún jubilado. Es cierto que todo cuanto sucede a su alrededor esa mañana tiene la blanda textura de los sueños. Aunque también, puestos a jugar, podría ser que la ensoñación fuese el día o la noche de ayer. De todas formas, en el fondo saben o creen saber que esa extraña sensación de irrealidad que flota en el aire es en gran parte producto de ese estado aún frágil de la vigilia, muy próximo todavía al sueño. Qué raro todo esto, ¿verdad?, pregunta él. El motel ayer parecía vacío y abandonado, sino fuese por ese loco que en algún momento creí que fingía ser el recepcionista. Ella sonríe mientras juega con la cámara, y responde: sí, es bastante raro. Afuera, al otro lado de los amplios ventanales, en una terraza que da a la parte de atrás y en cuya existencia ayer ni siquiera repararon, un grupo de jóvenes ingleses beben cerveza a buen ritmo sin importarles que sea aún por la mañana. Sobre su mesa se extiende un nutrido paisaje de botellas vacías cuyos cristales verdes brillan al sol produciendo insólitos reflejos. Podrías fotografiar todo esto, dice él. Sí, dice ella.
En algún momento, tras pasar unos días en Dubrovnik, entraron en Bosnia. Después de Mostar continuarían su ruta hasta Sarajevo, pero como tenían la impresión de que les sobraban días, ella propuso detenerse en algún pueblo o ciudad pequeña a mitad de camino entre Mostar y Sarajevo para seguir conociendo el país, idea que él no tuvo problema alguno en aceptar de inmediato. A ella se le ocurrió entonces preguntar al camarero. El camarero era un hombre de alrededor de treinta años, flaco y con la cabeza rapada al uno, que sonreía con dulzura al final de cada frase pronunciada en un inglés aproximativo pero eficaz. Ella se vio obligada a pedirle que repitiera el nombre de esa ciudad y después de otros dos intentos fallidos le pidió que lo escribiera en su cuaderno. El camarero se inclinó para apoyarse sobre la mesa de la terraza, y a ella le vino de inmediato a la cabeza la imagen de un junco que se dobla por efecto del viento hasta límites insospechados sin llegar a quebrarse. Cuando él regresó de su breve paseo por el cementerio, ella abrió el cuaderno por la página donde el camarero había anotado con letra temblorosa la palabra “Konjic” y lo sostuvo en el aire para mostrárselo.
Hay que reconocer que parece como si la guerra hubiese terminado hace quince días, dijo él al descender del autobús. Ella sonrió con cierta desgana, todavía molesta por el sudor reseco que envolvía su cuerpo como una fina película. Nada más pisar el suelo se agachó para comprobar que su equipo fotográfico estaba al completo. La estación de Mostar era, en efecto, un lugar destartalado donde esperaban unas cuantas mujeres mayores que ofrecían habitaciones a los viajeros blandiendo unos cartones arrugados en los que habían escrito sus reclamos comerciales con rotulador negro. Ignoraron todas las ofertas y caminaron hacia el centro de la ciudad después de preguntar en una cafetería. Después de comer un hombre de unos cuarenta años se aproximó a ellos para ofrecerles alojamiento. Por algún motivo no lo rechazaron de inmediato y escucharon su propuesta, quizá porque empezaba a ser urgente resolver donde iban a dormir esa misma noche, o quizá porque aquel hombre tan sonriente— que vestía un polo de rayas, lucía un corte de pelo militar y se expresaba en un perfecto español—les pareció especialmente simpático y enseguida les transmitió confianza. Les condujo hasta su propia casa, una construcción amplia y con jardín, situada en un barrio residencial no demasiado lejos del centro, donde en un anexo había construido un pequeño apartamento equipado con todo lo necesario. Era allí donde alojaba a sus huéspedes. Decidieron quedarse. Era mucho mejor de lo que esperaban encontrar a esa hora. No les fue difícil acordar un precio tras una corta negociación. Se llamaba Ado y había trabajado muchos años como ayudante de cocina en la base del ejército español en Mostar. Durante el corto trayecto desde el centro hasta el apartamento él le hizo un par de preguntas de forma aparentemente descuidada. Ado no tuvo ningún inconveniente en presentarse como musulmán. No, nunca cruzo al otro lado. Antes sí iba de vez en cuando a tomar algo, hace años, cuando era joven, pero después de la guerra ya no. Ahora vivimos como en dos ciudades separadas, cada una a lo suyo, dijo Ado señalando al otro lado del puente, donde se extendía el barrio católico.
Durante los dos días y medio que estuvieron en Mostar ella fotografió el puente en varios momentos del día, bajo una luz distinta cada vez, así como varios cementerios (católicos y musulmanes) y también muros y fachadas perforadas todavía por la metralla que se repartían a lo largo de todo el casco urbano. Mientras ella se detenía en el emplazamiento escogido, estudiaba la luz y probaba distintos ángulos hasta dar con el más adecuado para plantar su trípode, él prefería esperar sentado en cualquier sitio, o se instalaba en una terraza cercana a beber sin prisa un café o una cerveza, leyendo o simplemente observando la escena de lejos, y dejaba transcurrir el tiempo necesario para que ella culminase su trabajo. Cenaron los dos días en el centro, e incluso tuvieron tiempo de tomar una última cerveza sentados junto a la orilla del río, cerca de la medianoche, bajo el puente iluminado. Esa última noche, al levantarse de la terraza, regresaron andando a casa de Ado. Ella llevaba un vestido vaporoso de tonos claros que se había puesto al final de la tarde, al terminar con sus fotografías, para salir de noche y que él solo tuvo que levantar suavemente, como quien retira un visillo para asomarse al otro lado, para penetrarla sobre el sofá del salón de ese pequeño apartamento turístico que Ado decía que conseguía alquilar casi todos los días del verano a turistas españoles, italianos, alemanes, austriacos o franceses. Él pensó fugazmente en Ado y en su familia, que dormían al otro lado del jardín, mientras ella jadeaba, como también jadeaba él, aunque no fuese muy consciente de su propio jadeo porque uno nunca termina de serlo. Y terminó cuando ella estaba sentada a horcajadas sobre sus piernas, rebotando como una ingrávida pelota repleta de aire: los ojos entornados, la boca entreabierta y temblorosa, los brazos rectos como dos cables en tensión. Poco después, ambos respiraban acompasados por una misma fatiga: los cuerpos adheridos a la tela del sofá por el pegamento del sudor y las manos suspendidas en el aire a escasos centímetros del suelo.
La cosa empezó así: él fue a Madrid a participar en un tribunal de tesis. Trabaja como profesor de Cultura Visual y Creación Artística Contemporánea en la facultad de Bellas Artes de Barcelona y es habitual que algunos colegas de Madrid, con los que mantiene una fluida relación desde hace años, lo reclamen de vez en cuando para participar en los tribunales de las tesis que dirigen, a lo que él accede siempre encantado. Él estaba todavía casado cuando fue a Madrid, aunque su matrimonio atravesaba ya en ese momento un periodo de fuertes turbulencias. Turbulencias que él creía insalvables, como luego en efecto se comprobó, cuando apenas tres meses después se separó. Tal vez impulsado por todo ello decidió quedarse en Madrid ese fin de semana y no regresar el mismo viernes por la tarde, como solía hacer siempre que iba por trabajo. Aunque se negase a admitirlo abiertamente, prefería estar lejos de su casa y de su mujer, y quizás también de Barcelona. En definitiva, prefería estar lejos de su propia vida, y a ser posible también de sí mismo.
No tuvo reparo alguno, al contrario, en asistir ese mismo viernes por la noche a la celebración que organizó el ya antiguo estudiante al que habían investido con el título de doctor esa misma mañana. Algunos de sus colegas de la facultad de Bellas Artes de Madrid también estaban allí. De hecho, todo el tribunal fue cordialmente invitado después de comunicar la nota. Fue una celebración cualquiera, incluso vulgar, sin hechos o actitudes remarcables, sino fuese porque fue el lugar donde él y ella se encontraron por primera vez. Esa noche, sin embargo, no consiguieron o no quisieron hablar. Él no tardó en distinguirla, es decir, en aislarla con la vista del resto de los asistentes a la fiesta, convencido de que algo innombrable la hacía sobresalir, y rápidamente se descubrió siguiéndola con miradas cada vez más nerviosas, que él creía furtivas y que eran en realidad imprudentes, como si observara fascinado la trayectoria errática de una partícula incontrolada que se desplaza en el interior de un fluido viscoso y uniforme. Ella, al mismo tiempo, también reparó en su presencia y no tardó en sentirse observada por él, algo que no le molestó en absoluto, más bien al contrario, y aprovechó a su vez para estudiarlo con detenimiento, con miradas discretas de las que él apenas se dio cuenta. Al día siguiente, él asistió a la inauguración de la exposición de un amigo (uno de esos profesores de la facultad de Bellas Artes de Madrid, al que más allá de la complicidad profesional, le une también una sólida amistad). No tardó en darse cuenta de que ella también estaba entre los asistentes. Supo de inmediato que aquello no podía ser producto del simple azar y aprovechó un instante propicio para preguntarle a su amigo, y su amigo, que estaba lógicamente muy ocupado atendiendo todos los compromisos de la inauguración, la llamó a distancia alzando una mano en la que sostenía inclinada una copa de vino medio llena y le presentó a su viejo y fiel amigo, profesor de Cultura Visual de la Universidad de Barcelona, en una repentina maniobra que a los dos interesados les pareció un tanto brusca, y sin embargo muy cálida.
Pese a la diferencia de edad congeniaron enseguida, quizá porque ambos atravesaban periodos difíciles y eso, en lugar de aislarlos en sus respectivas soledades, les allanó el camino. En los siguientes meses él dejó atrás la última fase de su matrimonio y asimiló que todo lo que había vivido hasta entonces y que él creía el centro geométrico del infierno conyugal, no era más que un pobre contorno, un esbozo impreciso, apenas un arrabal de todo ese íntimo dolor que había de venir y que él tenía todavía que sufrir; un dolor salpicado de violentas discusiones donde afloró de forma definitiva todo lo que ellos ya sabían, aunque callaran, y que precisamente por ello llevaba años enterrado por toneladas de silencio. En todo ese tiempo las citas con ella se le ofrecieron como el único alivio posible, un oasis disponible. Aprovechó alguno de sus desplazamientos a Madrid para verla, hasta el punto de que lo profesional se fue convirtiendo con el tiempo en una mera excusa. También ella fue a Barcelona a verle y se quedó a dormir en el pequeño apartamento de soltero que él acababa de alquilar y que estaba todavía abarrotado de cajas de mudanza. En otras ocasiones decidieron verse en Zaragoza, a mitad de camino, más que nada por cambiar de escenario y olvidarse un poco de sus vidas en sus respectivas ciudades, cautivados por el juego de fingirse otros. Esa montaña rusa de emociones que transcurría a toda velocidad a lo largo del fin de semana lo rejuvenecía, o impedía al menos que envejeciera más rápido de la cuenta tras la ruptura de su matrimonio y el estado de congelación emocional en el que había vivido. Siempre volvían a su memoria escenas de esos domingos por la tarde en Zaragoza, cuando para hacer tiempo daban un paseo por los pabellones y las infraestructuras vacías y en desuso que se extendían alrededor de la estación, a las afueras de la ciudad. Y esa osamenta de hormigón y hierro golpeada por el sol y el cierzo, triste símbolo del turbocapitalismo español, se perfilaba en sus recuerdos con una claridad que borraba todo lo demás: caóticas habitaciones de hotel, barrios céntricos con olor a madrugada, librerías y bares, parques e iglesias, puentes y ríos, alcohol y deseo.
Cuando su amigo les presentó la noche de la exposición dijo de ella que era su mejor estudiante, su doctoranda más brillante, lo que a ella le sonrojó y a él, que conocía bien a su amigo y sabía lo reacio que era a soltar elogios gratuitos incluso en los instantes de euforia etílica, le puso inmediatamente en alerta. El tema de sus tesis era la destrucción de Europa o, mejor dicho, los discursos artísticos acerca de la destrucción de Europa. El entusiasmo que ella tenía por el tema de su trabajo rayaba a menudo la obsesión. Era el centro de muchas de sus conversaciones. Él, sin embargo, estaba habituado a ello, pues él mismo había vivido una obsesión similar en su época de estudiante de doctorado y la había revivido y la seguía reviviendo a diario en la relación con sus propios alumnos. Así que se resignó y en parte se congratuló, al fin y al cabo, podía considerarse afortunado de no haberse enamorado de una estudiante que realizaba una tesis, por ejemplo, sobre la crisis del espectador en la época de la pornografía, tema que además de desconocer por completo, apenas despertaba su interés y del que no tenía ánimos para discutir. Fue ella, por tanto, la que le propuso que la acompañara ese mismo verano a los Balcanes, donde pensaba fotografiar algunos emplazamientos para incluir en su investigación artística. Él consideró aquel viaje, como en general su relación con ella, como una oportunidad para seguir dando un giro a su vida, a la vez que escapaba del anquilosamiento en el que había caído. Gracias a ello recuperó la vieja costumbre de leer de forma compulsiva libros relacionados con el destino al que iba a viajar.
Los Balcanes son la alcantarilla de Europa, el desagüe donde se acumula la mierda de los demás, dijo ella mientras disfrutaban de una vista panorámica del casco antiguo de Mostar desde lo alto del minarete de la mezquita principal. El río cortando en canal las dos mitades de la ciudad y el puente de Mostar, por fin reconstruido, luciendo como un arco perfecto que une las dos almas de Herzegovina. A él la frase pronunciada en esas circunstancias le pareció un tanto afectada en la forma, como si estuviese concebida de antemano para ser enunciada con ese escenario tan dramático de fondo, pero sin embargo muy aproximada en el fondo. Está por ver, dijo él después de un rato, si esta suerte de turismo metafísico que queremos practicar es solo una forma truculenta de mirar por placer el horror de los demás, o es algo más noble, una llana curiosidad, por ejemplo. Con eso me daría por satisfecho.
El autobús se detuvo en mitad de una carretera rodeada de montañas y el conductor les avisó que habían llegado a Konjic. Fueron los únicos que descendieron en esa parada, donde ni siquiera había estación, solo una marquesina donde colgaba un cartel en el que podía leerse en cirílico y en alfabeto latino el nombre de la ciudad. Caminaron intuitivamente, hasta que encontraron un restaurante abierto tras cruzar el río por un puente moderno. No tardaron en intuir que el inglés no iba serles de gran utilidad en Konjic. Finalmente se hicieron entender y lograron pedir la comida. Era un mediodía muy soleado, con ese sol de montaña que ilumina todo con una pálida claridad y que calienta, pero no abrasa. Después de comer buscaron un lugar donde dormir. Encontraron un hotel al otro lado del río – una construcción de madera decorada con motivos tiroleses por todas partes, donde les recibió una mujer también disfrazada de tirolesa – que les pareció caro. Siguieron buscando. Preguntaron a unos muchachos del pueblo que en ese momento pasaban por ahí y que chapurreaban un inglés más que decente. Les explicaron que había otro hotel más económico al principio del pueblo, no demasiado lejos de donde les había dejado el autobús. Les condujeron hasta allí. Mientras caminaban en fila de dos por uno de los bordes de la carretera, él les preguntó por unos grafitis en tinta roja que había visto en Mostar y que se repetían con cierta frecuencia en las columnas y en las fachadas de edificios destartalados. Pertenecían a un grupo radical de aficionados de un equipo de fútbol. Eso son cosas de croatas, dijo uno de los muchachos con una mueca que parecía oscilar entre el desdén y la náusea. Les dejaron en la puerta del Motel Konjic, una vieja construcción que había sido concebida bajo los presupuestos estéticos de la arquitectura socialista y que actualmente parecía en estado de abandono. Los muchachos les aseguraron que el motel seguía en funcionamiento y continuaron su camino, como si de pronto les hubiera entrado mucha prisa por marcharse. La puerta de cristal, polvorienta y en apariencia inservible, se abrió con una facilidad pasmosa, y de detrás de un mostrador de madera surgió sonriente un hombre canoso que acompañaba cada una de sus frases (en serbocroata) de ostensibles gestos con las manos que pretendían hacerlas comprensibles para ellos, pero que en realidad no eran más que una inútil coreografía. Llevaba el pelo corto y ligeramente hacia atrás, con un poco de volumen, en un peinado algo anticuado, propio quizá de los años sesenta o setenta. También la ropa parecía de otra época. Él fantaseó de inmediato con la posibilidad (remota y sugerente) de que se tratara de un viejo yugoslavo que había quedado atrapado en el tiempo congelado de ese decrépito motel.
Aquella primera noche, después de intercambiar animosamente impresiones en una esquina, decidieron abandonar cuanto antes la galería para escapar de aquella fiesta de inauguración en la que ambos se sentían ajenos. Tras andar un poco entraron en varios pubs y la noche fue transcurriendo en su conjunto como una larga sucesión de copas que bebieron con entereza y lentitud; y de conversaciones truncadas que nunca terminaban de alcanzar el núcleo central de su infelicidad, pero que a ambos les permitían percibir el malestar del otro hasta palparlo; y fue también, aquella noche originaria, una serie de caminatas fortuitas, siempre por el Madrid más señorial, en el que los dos se sentían igualmente extraños y que decidieron recorrer entregados a la casualidad. Del barrio de la Justicia hasta Chamberí y después al barrio Salamanca— el bar de copas parpadeando en la noche como un faro o un apeadero—, cruzando el caudal nocturno de la Castellana por los pasos de peatones que ofician como puentes pintados en el suelo.
Ella venía entonces de perder a su hermana hacía apenas dos meses, tras una trágica enfermedad, y estaba aún reponiéndose, buscando su nuevo lugar en el mundo, tratando tal vez de reconciliarse con la vida y de aparcar su inútil enfado con la muerte. Naturalmente, prefirió no contar su historia aquella noche por temor a abrumarle con el relato de su fatalidad. Tampoco él hizo alusión alguna a su mujer ni a otros aspectos concretos de su vida, más allá de su condición de profesor de Bellas Artes, que aderezó con tres o cuatro anécdotas banales salpimentadas con un humor típicamente académico, lo que les sirvió a ambos para reconocerse en un territorio común, el de esa burbuja eterna de la universidad que como una amable ficción daba sentido y coherencia a sus vidas. Había entre ambos un pacto tácito, como si ambos prefiriesen no contar demasiado y estuviesen en el fondo conformes con esas omisiones, con esas presencias fantasmales que flotaban en el aire sin llegar a nunca concretarse. Y sobre esas derrotas recientes de las que apenas tenían fuerzas para hablar, empezaron a edificar una relación discontinua que se sustentaba más sobre el silencio (sobre el vacío mismo), que sobre palabras o hechos concretos, como si el aire fuese siempre más inmune a la erosión que los cuerpos sólidos y el deseo la forma más perfecta de antimateria.
Aquella noche se despidieron al amanecer en la boca del metro. Tras contemplar como ella se alejaba escaleras abajo, él empezó a caminar hasta su hotel por una Gran Vía cuyo asfalto brillaba aún, húmedo, tras los manguerazos que purifican cada día la ciudad al final de la madrugada. El perfil de los edificios se recortaba en un cielo azul metálico. Se habían intercambiado los teléfonos poco antes de despedirse. Cuando llegó al hotel ya era muy tarde. Aun así, consiguió dormir tres horas con la ropa puesta. Soñó que viajaba en barco por un río muy caudaloso. Fue él quien dio el primer paso, una vez comprobó que ella no iba a darlo, y la llamó después de tres semanas. Respondió al tercer tono. Hola, dijo con tranquilidad, como si estuviera esperando su llamada. Hola, respondió él.
Como ya se ha dicho, también en Konjic hay un río y un puente que lo atraviesa, construido íntegramente de piedra, con varios arcos de medio punto que separan los pilares que lo elevan sobre el Neretva, el mismo río que pasa por Mostar. Como en casi todas las poblaciones de Bosnia, por otra parte, donde siempre hay ríos y puentes de piedra que unen las dos orillas donde viven comunidades religiosas y nacionales distintas, y que durante las múltiples guerras que asolaron la región a lo largo del último siglo saltaron muchas veces por los aires.
Ella, por supuesto, piensa de inmediato en fotografiar el puente para incluirlo en su proyecto. Esta vez no andan por el pueblo en busca de cementerios de los años de la guerra. Tampoco prestan demasiada atención a las fachadas agujereadas por la metralla o a los edificios en ruina. En Mostar ha reunido bastante material y piensa seguir haciéndolo en Sarajevo. Los cementerios de Sarajevo son imponentes, dice ella mientras clava el trípode en las piedras y a él automáticamente se le aparecen explanadas en cuesta cubiertas de tumbas de personas que murieron entre 1992 y 1995. Por un momento tiene la impresión de repetir una versión cruelmente aumentada del paisaje que presenció ayer en Mostar, cuando en mitad de la cena cruzó la calle para pasear por el cementerio y se encontró rodeado de lápidas en las que estaban inscritos los nombres de personas de su edad. Una época en la que su ciudad, Barcelona, festejaba la vida con un optimismo desbordante y en la que él era aún un estudiante universitario que se esforzaba en parecer infeliz y desesperado, porque la alegría que le circundaba le parecía entonces—lo que son las cosas—la mueca vulgar de una ciudad ebria de autosatisfacción. Algo en lo que apenas había reparado en todo este tiempo, pero que ahora de pronto, al recorrer todos esos emplazamientos, regresaba para recordarle los años en los que mientras él estaba muy ocupado en la vana tarea de ser joven y de serlo además a su manera, otros muchachos de ese mismo continente se mataban en la televisión del salón de sus padres, donde él trataba de recuperarse con discreción de sus colosales resacas.
Al terminar con el puente, se quita la ropa hasta quedarse únicamente en ropa interior. Él declina la posibilidad de bañarse en calzoncillos y espera sentado en las piedras de la orilla. Hay dos chicos al fondo, cerca del puente. Ella se introduce muy lentamente en el río, tratando de esquivar el frío. Permanece un largo rato de rodillas, rígida, antes de zambullirse. Él la observa de lejos, enmarcada por el puente y la blancura de la tarde, en una escena quieta y perfecta que le retrotrae a los días que pasaron al principio de esa misma semana en Dubrovnik y que ahora le parecen lejanísimos, cuando ambos se bañaban en un mar de un azul tan intenso que causaba una impresión de irrealidad. La luz amarilla de esos días soleados también se le ofrece ahora como un engaño de la memoria. Cuando ella sale temblando del agua para envolverse en su toalla, él le habla de una película que vio semanas antes de emprender el viaje. Al principio de la película el narrador dice una frase que es la que él quiere evocar ahora. ¿Qué frase?, pregunta ella, secándose mientras la tarde empieza a declinar y quedarse a la orilla del río empieza a no ser tan agradable. Nací en Yugoslavia, repite él, un país que ya no existe.
Encuentran una terraza no demasiado lejos de la orilla donde comen algo y beben varias cervezas hasta que se hace de noche. Después regresan andando al motel. Al llegar les recibe en recepción el mismo hombre canoso de antes. Sonríe entusiasmado como si por un momento hubiese pensado que no iban a regresar. Intenta de nuevo intercambiar unas palabras con ellos, pero solo habla serbocroata y no entiende nada de lo que ellos dicen en inglés, solo algunas palabras básicas de uso internacional, pero, en cualquier caso, cuando intentan hilar una frase, por sencilla que sea, vuelven a perderlo. Él insiste con el serbocroata y pronuncia frases bastante largas que tanto a ella como a él les dejan estupefactos porque resulta obvio que no hay manera de que puedan entenderlas, pero el recepcionista insiste y por un momento parece pensar que a fuerza de repetir esas mismas frases con ligeras variaciones va a lograr hacerse entender. Incluso añade lo que parecen aclaraciones y acotaciones en su propio idioma, como si eso fuese a servirle de algo. Están los tres de pie, en medio de ese hall decadente, amueblado como en los años setenta u ochenta, como si allí no hubiesen pasado los años, o sí hubiesen pasado, lo que es peor, mucho peor, porque todo está viejo y a punto de ser abandonado, y el motel permanece ahí, como un resto del naufragio de una época, como una ruina al borde del derrumbe. De pronto él le dice a ella: ¿cuánta gente habrá alojada en este motel? ¿Seremos los únicos? Aquí no parece que haya nadie más. No sé, dice ella. Vete a saber, pero no, no creo que haya nadie más. No tiene mucha pinta. Pero él siente de pronto la imperiosa necesidad de saber con total exactitud cuántos van a dormir allí esa noche e intenta formular la pregunta. Obviamente el inglés es inútil. El recepcionista fija mucho la mirada y contrae el rostro como si estuviese en mitad de un gran esfuerzo, pero al rato se relaja y termina sonriendo con amabilidad y negando con la cabeza. Él dibuja entonces al azar unas cuantas cantidades con los dedos: cinco, tres, siete, ocho. El recepcionista afirma muy contento, con una carcajada feliz, como si por fin hubiesen logrado entenderse y ambos coinciden en siete, la cantidad es siete: hay siete personas durmiendo esa noche en el motel, según ese intercambio mímico.
Un par de horas más tarde, cuando ella está a punto de dormirse, él baja a la recepción con la idea de fumarse un cigarrillo. En el hall solo hay una luz tenue. No encuentra al recepcionista por ningún lado, así que sale a la calle y fuma frente a la puerta de cristal, a pocos metros de la carretera, ahora borrada por la noche. Al entrar de nuevo en el motel escucha un leve sonido. En una de las alas del hall, algo escondido, hay un pequeño salón con un sofá y un viejo televisor. Al asomarse con discreción observa de refilón el televisor del que surgen luces parpadeantes de las imágenes que él, desde su posición esquinada, solo puede intuir. Un tenue hilo de voz acompaña los destellos. En el sofá, descalzo y con la misma ropa, duerme acurrucado el recepcionista con las manos como almohada. Vuelve a pensar de inmediato en la disparatada idea de un viejo yugoslavo que se ha quedado allí atrapado. Guardián y recluso de un naufragio del que ese motel es sólo un último baluarte.
Cuando a las siete de la mañana los despiertan unos golpes constantes y cada vez más insistentes sobre la puerta de la habitación y él se levanta a abrir y se encuentra al recepcionista canoso al otro lado, sonriente, casi eufórico, dibujando el número siete con los dedos de sus manos y afirmando histéricamente con la cabeza, como si buscara un gesto de aprobación por su parte, comprende que no eran siete los huéspedes del motel aquella noche, sino la hora a la que involuntariamente habían solicitado ser despertados.
Consiguen dormir un par de horas más después de ese incidente que la somnolencia arrastra hasta mezclarlo por completo con el sueño y que al despertar tiene algo de suceso onírico. En el hall se encuentran con varias mesas ocupadas por huéspedes frente a unos enormes ventanales por donde se derrama la luz de la mañana. Se acomodan en una de las pocas mesas libres, donde les atiende un joven camarero que habla un inglés sorprendentemente fluido. Piden café y tostadas. Él busca con la mirada al recepcionista de anoche, pero no lo encuentra. Es posible que sólo trabaje de noche, piensa. En su trayectoria su mirada se topa con varios trabajadores del servicio del motel. Dos o tres camareros jóvenes y una mujer en la cincuentena que actúa como si fuera la encargada. Están en plena actividad. La mayoría de las mesas están ocupadas por familias de alemanes o austriacos. Otras por franceses, ingleses e incluso italianos. Familias y grupos de jóvenes. Algún jubilado. Es cierto que todo cuanto sucede a su alrededor esa mañana tiene la blanda textura de los sueños. Aunque también, puestos a jugar, podría ser que la ensoñación fuese el día o la noche de ayer. De todas formas, en el fondo saben o creen saber que esa extraña sensación de irrealidad que flota en el aire es en gran parte producto de ese estado aún frágil de la vigilia, muy próximo todavía al sueño. Qué raro todo esto, ¿verdad?, pregunta él. El motel ayer parecía vacío y abandonado, sino fuese por ese loco que en algún momento creí que fingía ser el recepcionista. Ella sonríe mientras juega con la cámara, y responde: sí, es bastante raro. Afuera, al otro lado de los amplios ventanales, en una terraza que da a la parte de atrás y en cuya existencia ayer ni siquiera repararon, un grupo de jóvenes ingleses beben cerveza a buen ritmo sin importarles que sea aún por la mañana. Sobre su mesa se extiende un nutrido paisaje de botellas vacías cuyos cristales verdes brillan al sol produciendo insólitos reflejos. Podrías fotografiar todo esto, dice él. Sí, dice ella.