El Padre Eterno está fabricando tinieblas en su laboratorio y trabaja para volver sordos a los ciegos. Tiene un ojo en la mano y no sabe a quién ponérselo. Y en un bocal tiene una oreja en cópula con otro ojo.
Estamos lejos, en el fin de los fines, en donde un hombre colgado por los pies de una estrella se balancea en el espacio con la cabeza hacia abajo. El viento que dobla los árboles, agita sus cabellos dulcemente.
Los arroyos voladores se posan en las selvas nuevas donde los pájaros maldicen el amanecer de tanta flor inútil.
Con cuánta razón ellos insultan las palpitaciones de esas cosas oscuras.
Si se tratara solamente de degollar al capitán de las flores y hacerle sangrar el corazón del sentimiento superfluo, el corazón lleno de secretos y trozos de universo.
La boca de un hombre amado sobre un tambor.
Los senos de la niña inolvidable clavados en el mismo árbol donde los picotean los ruiseñores.
Y la estatua del héroe en el polo.
Destruirlo todo, todo, a bala y a cuchillo.
Los ídolos se baten bajo el agua.
—Isolda, Isolda, cuántos kilómetros nos separan, cuántos sexos entre tú y yo.
Tú sabes bien que Dios arranca los ojos a las flores, pues su manía es la ceguera.
Y transforma el espíritu en un paquete de plumas y transforma las novias sentadas sobre rosas en serpientes de pianola, en serpientes hermanas de la flauta, de la misma flauta que se besa en las noches de nieve y que las llama desde lejos.
Pero tú no sabes por qué razón el mirlo despedaza el árbol entre sus dedos sangrientos.
Y este es el misterio.
Cuarenta días y cuarenta noches trepando de rama en rama como en el Diluvio. Cuarenta días y cuarenta noches de misterio entre rocas y picachos.
Yo podría caerme de destino en destino, pero siempre guardaré el recuerdo del cielo.
¿Conoces las visiones de la altura? ¿Has visto el corazón de la luz? Yo me convierto a veces en una selva inmensa y recorro los mundos como un ejército.
Mira la entrada de los ríos.
El mar puede apenas ser mi teatro en ciertas tardes.
La calle de los sueños no tiene árboles, ni una mujer crucificada en una flor, ni un barco pasando las páginas del mar.
La calle de los sueños tiene un ombligo inmenso de donde asoma una botella. Adentro de la botella hay un obispo muerto. El obispo cambia de colores cada vez que se mueve la botella.
Hay cuatro velas que se encienden y se apagan siguiendo un turno sucesivo. A veces un relámpago nos hace ver en el cielo una mujer despedazada que viene cayendo desde hace ciento cuarenta años.
El cielo esconde su misterio.
En todas las escalas se supone un asesino escondido. Los cantores cardíacos mueren sólo de pensar en ello.
Así las mariposas enfermizas volverán a su estado de gusanos del cual no debían haber salido nunca. El oído recaerá en infancia y se llenará de ecos marinos y de esas algas que flotan en los ojos de ciertos pájaros.
Solamente Isolda conoce el misterio. Pero ella recorre el arco-iris con sus dedos temblorosos en busca de un sonido especial.
Y si un mirlo le picotea el ojo ella le deja beber toda el agua que quiera con la misma sonrisa que atrae los rebaños de búfalos.
¿Sobre qué corazón hinchado de amargura podrías flotar tú en todos los océanos, en cualquier mar?
Porque debes saber que aferrarse a un corazón como a una boya es peligroso a causa de las grutas marinas que los atraen y en donde los pulpos que son nudos de serpientes o trompas de elefantes les cierran la salida para siempre.
Date cuenta de lo que es una montaña con los brazos levantados pidiendo perdón y piensa que es menos peligrosa que los mares y más asequible a la amistad.
Sin embargo tu destino es amar lo peligroso, lo peligroso que hay en ti y fuera de ti, besar los labios del abismo contando con ayudas tenebrosas para el triunfo final de todas tus empresas y tus sueños cubiertos de rocío en el amanecer.
De lo contrario agradece y retírate hasta el fondo de la memoria de los hombres.
—Isolda, Isolda, en la época glacial los osos eran flores. Cuando vino el deshielo se libertaron de sí mismos y salieron corriendo en todas direcciones.
Piensa en la resurrección.
Sólo tú conoces el milagro. Tú has visto ejecutarse el milagro ante cien arpas maravilladas y todos los cañones apuntando al horizonte.
Había entonces un desfile de marineros ante un rey en un país lejano. Las olas esperaban impacientes la vuelta de los suyos. Entretanto el mar aplaudía.
El termómetro bajaba lentamente porque el mirlo había dejado de cantar y pensaba lanzarse de un trapecio al medio del mundo.
Ahora sólo una cosa temo y es que tú salgas de una lámpara o de algún florero y me hables en términos elocuentes como hablan las magnolias en la tarde. El cuarto se llenaría de libélulas agonizantes y yo tendría que sentarme para no caer al suelo sin conocimiento.
La muerte sería el pensamiento mismo. Reflejado en todas partes donde se vuelvan los ojos.
Sobre el castillo el esqueleto del general hará señas como un semáforo. Nosotros contaremos las calaveras que se arrastran por el campo atadas a través de una cuerda interminable a la cola del caballo sonámbulo que nadie reconoce como suyo.
Los esclavos negros aplaudirán sobre el vientre de las esclavas tan ebrias como ellos sin darse cuenta de que el viento es un fantasma y que los árboles allá lejos flotan sobre un cementerio.
¿Quién ha contado todos sus muertos?
¿Y si se abrieran todas las ventanas y si todas las lámparas se ponen a cantar y si se incendia el cementerio?
Por cada pájaro del cielo habrá un cazador en la tierra.
Sonarán los clarines y las banderas se convertirán en luces de bengala. Murió la fe, murieron todas las aves de rapiña que te roían el corazón.
Pasan volando las estatuas migratorias.
En la llanura inmensa se oye el suplicio de los ídolos entre los cantos de los árboles.
Las flores huyen despavoridas.
Se abren las puertas de una música desconocida y salen los años del mago que se queda sentado agonizando con las manos sobre el pecho.
Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué aferrarnos a nuestros muertos? ¿Por qué nos empeñamos en resucitar nuestros muertos? Ellos nos impiden ver la idea que nace. Tenemos miedo a la nueva luz que se presenta, a la que no estamos habituados todavía como a nuestros muertos inmóviles y sin sorpresa peligrosa. Hay que dejar lo muerto por lo que vive.
—Isolda, entierra todos tus muertos.
Piensa, recuerda, olvida. Que tu recuerdo olvide sus recuerdos, que tu olvido recuerde sus olvidos. Cuida de no morir antes de tu muerte.
Cómo dar un poco de grandeza a esta bestia actual que sólo dobla sus rodillas de cansancio a esas altas horas en que la luna llega volando y se coloca al frente.
Y, sin embargo, vivimos esperando un azar, la formación de un signo sideral en ese expiatorio más allá en donde no alcanza a llegar ni el sonido de nuestras campanas.
Así, esperando el gran azar.
Que el polo norte se desprenda como el sombrero que saluda.
Que surja el continente que estamos aguardando desde hace tantos años, aquí sentados detrás de las rejas del horizonte.
Que pase corriendo el asesino disparando balazos sin control a sus perseguidores.
Que se sepa por qué nació aquella niña y no el niño prometido por los sueños y anunciado tantas veces.
Que se vea el cadáver que bosteza y se estira debajo de la tierra.
Que se vea pasar el fantasma glorioso entre las arboledas del cielo.
Que de repente se detengan todos los ríos a una voz de mando.
Que el cielo cambie de lugar.
Que los mares se amontonen en una gran pirámide más alta que todas las babeles soñadas por la ambición.
Que sople un viento desesperado y apague las estrellas.
Que un dedo luminoso escriba una palabra en el cielo de la noche.
Que se derrumbe la casa de enfrente.
Para esto vivimos, puedes creerme, para esto vivimos y no para otra cosa. Para esto tenemos voz y para esto tenemos una red en la voz.
Y para esto tenemos ese correr angustiado adentro de las venas y ese galope de animal herido en el pecho.
Para esto enrojece la carne martirizada de las palabras y crece el pensamiento regado por los ríos subterráneos. Para esto el aullido del sobresalto heredado del abuelo más trágico.
Cortad la cabeza al monstruo que ruge en la puerta del sueño. Y luego que nadie prohíba nada.
Alguien habla y nace una amapola en la cumbre de la voz antes que brille el opio de la mirada futura.
—Paz en la tierra al marinero de la noche.
Los exploradores silenciosos levantan la cabeza y la aventura se desnuda de su traje de oro.
He aquí el sentido del ocaso.
Acaso el ocaso nos haga caso y entonces habréis comprendido los signos de la noche. Habréis comprendido los inventos del silencio. La mirada del sueño. El umbral del abismo. El viaje de los montes.
La travesía de la noche.
Isolda, Isolda, yo sigo mi destino.
¿En dónde has escondido el oasis que me habías prometido tantas veces?
La luz se cansó de andar.
¿A dónde lleva, dime, esa escalera que sale de tus ojos y se pierde en el aire?
¿Sabes tú que mi destino es andar? ¿Conoces la vanidad del explorador y el fantasma de la aventura?
Es una cuestión de sangre y huesos frente a un imán especial. Es un destino irrevocable de meteoro fabuloso.
No es una cuestión de amor en carne, es una cuestión de vida, una cuestión de espíritu viajante, de pájaro nómade.
Todas esas mujeres son árboles o piedras de reposo en el camino tal vez innecesarias.
Botellas de agua o toneles de embriaguez generalmente sin luz propia. Obedecen como las catedrales a un principio musical. Cada acorde tiene su correspondiente y todo consiste en saber tocar el punto del eco que ha de responder. Es fácil hacer tejidos de sones y construir una verdadera techumbre o magníficas cúpulas para los días de lluvia.
Si el destino lo permite podemos guarecernos por un tiempo y contar los dedos de aquella que nos tiende los brazos.
Luego el fantasma nos obligará a seguir la marcha. Saltaremos por encima de los senos palpitantes que son sus cúpulas porque ella tendida de espaldas imita un templo. Mejor dicho son los templos los que las imitan a ellas, con sus torres como senos, su cúpula central como cabeza y su puerta que quisiera imitar al sexo por donde se entra a buscar la vida que late en el vientre y por donde debe salir después la misma vida.
Pero nosotros no hemos de aceptar semejante imitación, ni podemos creer en la tal vida. En esa vida que sale con los ojos vendados y va estrellándose en todos los árboles del paisaje. Sólo creeremos en las flores que son cunas de gigantes, aunque sabemos que adentro de cada capullo duerme un enano.
Y al fondo las montañas de roca viva sonríen dulcemente.
Las montañas sonríen porque un ciego se ha sentado encima de ellas a oír redoblar los tambores del volcán. Pero lo que pasa en los llanos es más importante aún pues los árboles del bosque se han convertido en serpientes y se debaten rítmicamente a causa de una flauta especial.
Me olvidaba deciros que también hay un lago y que este lago se aleja según la dirección del viento. A veces llega hasta a perderse de vista, a veces pasa largos años ausente y vuelve de otro color. A veces tiene hambre y maldice a los hombres que no naufragan a la hora debida. Otras veces camina en cuatro patas y roe durante horas y horas los despojos de tanta tragedia acumulados en sus orillas o los reflejos de quién sabe qué tiempos secretos.
Si el pájaro del ojo se cae en el lago salta un geyser en la montaña. Un geyser hermoso como un árbol con una mujer que se equilibra en la punta.
También el lago puede equilibrarse en la punta del árbol. Todo depende de mi voluntad y del tambor que redoble a tiempo.
Todos esos espías escondidos tras los árboles no esperan el milagro como ellos quisieran hacer creer sino a la mujer desnuda y ciega que sale a pasear en las tardes su estatua perdida y puede estrellarse en ellos.
Estás malgastando el tiempo.
Mirad, mirad hay un incendio en la luna.
Vestida de blanco Isolda venía como una nube. Entonces la luna empezó a caer envuelta en llamas. En las playas danzaba un reflejo de fuego.
Los espectros salen uno a uno de cada ola que se levanta. Vosotros que estáis allí escondidos, llegó la hora de temblar ante la voracidad de la muerte.
El sol poniente hace una aureola sobre la cabeza del último náufrago que flota a la deriva sin oír más los cantos de la orilla.
Los lobos se pasean con los ojos brillantes entre las ramas de la noche, enlazados estrechamente y llorando sin causa precisa.
El hombre aquel, más grande que los otros, abre la boca en medio del jardín y empieza a tragar luciérnagas durante horas enteras.
Los árboles están retorcidos a causa de un dolor extraño. Y una cantidad de meteoros que caen del cielo forman espirales en la atmósfera nuestra como si fueran piedras en el agua.
Un humo espeso sale de todos lados. Ahora sólo brillan los ojos de los lobos y el hombre lleno de luciérnagas. Todo lo demás es penumbra.
La montaña abre sus puertas y el ciego entra con los brazos extendidos.
Hay un árbol, un árbol grueso que se retuerce en el fuego del crepúsculo.
Arriba Dios está meciendo un planeta recién nacido.
Caen aureolas sobre la tierra. Una detrás de otra van cayendo cientos de aureolas sobre la tierra, algunas sobre ciertas cabezas . . . ¿Y nada más?
Una isla de palmeras surge del mar para los novios que se pasean enlazados.
Algún día uno de ellos encontrará la cabeza que se le había perdido, inmóvil en el mismo sitio en que la perdiera.
¿Cuándo? ¿En dónde? ¿Cuál de ellos?
He ahí el suplicio, Isolda, detrás de la montaña. He allí el suplicio.
Las selvas migratorias no llegarán tan lejos.
Hay una sandalia sola en medio de la tierra.
La marcha de las tardes que pasan se siente en el fondo del mar. En el momento este en que todo se torna brillante de ebriedad.
Hay un sombrero más allá a la altura de una cabeza.
Hay un bastón clavado en el suelo y a la altura de una mano.
Y no hay nada más. Porque ninguno de vosotros puede ver el fantasma que sonríe al perro en este instante.
Ninguno sabe por qué se movieron las cortinas detrás de la cama.
Ni por qué se sonrojaron las mejillas de Isolda como dos cortinas que se corren.
Y por qué temblaron sus piernas como dos cortinas que se abren.
D’abord il faut savoir combien de fois nous devons abandonner notre fiancée et fuir de sexe en sexe jusqu’à la fin de la terre.
Là, où le vide passe son archet sur l’horizon et l’homme se transforme en oiseau et l’ange en pierre précieuse.
Le Père Éternel fabrique des ténèbres dans son laboratoire, il travaille pour rendre sourds les aveugles. Il a un œil dans la main et ne sait pas sur qui le visser. Dans un bocal il a une oreille faisant l’amour avec un autre œil.
Nous sommes loin, au bout des bouts, où un homme pendu par les pieds d’une étoile se balance dans l’espace, la tête en bas. Le vent qui penche les arbres agite doucement ses cheveux.
Les ruisseaux volants se posent sur les forêts nouvelles où les oiseaux maudissent le réveil de tant de fleurs inutiles.
Ils ont bien raison d’insulter les palpitations de ces choses obscures.
S’il s’agissait seulement d’égorger le capitaine des fleurs et faire saigner son cœur au sentiment superflu, le cœur plein de secrets et de morceaux d’univers.
La bouche d’un homme aimé sur un tambour.
Les seins de la jeune fille inoubliable cloués au même arbre où les rossignols peuvent les becqueter.
Et la statue du héros au pôle.
Il faut tout détruire, tout, au fusil et au couteau.
Les idoles se battent sous l’eau.
Iseult, Iseult, combien de kilomètres nous séparent, combien de sexes entre toi et moi.
Tu sais bien que Dieu arrache les yeux aux fleurs, car sa manie est la cécité.
Il transforme l’esprit en un paquet de plumes et transforme les fiancées assises sur des roses en serpents de pianola, en serpents sœurs de la flûte, de la même flûte qui s’embrasse dans les nuits de neige, et qui les appelle de loin.
Mais tu ne sais pas pour quelle raison le merle déchire l’arbre entre ses doigts saignants.
Et voilà le mystère.
Quarante jours et quarante nuits, grimpant de branche en branche comme pendant le déluge. Quarante jours et quarante nuits de mystère parmi les rochers et les montagnes.
Je peux tomber de destin en destin mais je garderai toujours le souvenir du ciel.
Connais-tu les visions de la hauteur ? As-tu vu le cœur de la lumière ? Parfois je deviens une forêt immense et je parcours les mondes comme une armée.
Regarde l’entrée des rivières.
La mer peut à peine être mon théâtre certains soirs.
La rue des rêves n’a pas d’arbres, ni une femme crucifiée dans une fleur, ni un bateau passant les pages de la mer.
La rue des rêves a un nombril immense, d’où surgit le goulot d’une bouteille. À l’intérieur de la bouteille il y a un évêque mort. L’évêque change de couleur chaque fois que la bouteille bouge.
Il y a quatre bougies qui s’allument et s’éteignent l’une après l’autre. Parfois un éclair nous fait voir dans le ciel une femme déchiquetée qui tombe depuis cent quarante ans.
Le ciel cache son mystère.
Dans tous les escaliers on soupçonne un assassin caché. Les chanteurs cardiaques meurent à cette seule pensée.
Ainsi les papillons maladifs reviendront à leur état de ver d’où ils n’auraient jamais dû sortir. L’ouïe retombera en enfance et se remplira d’échos marins et de ces algues qui flottent dans les yeux de certains oiseaux.
Seulement Iseult connaît le mystère. Mais elle parcourt l’arc-en-ciel avec ses doigts tremblants à la recherche d’un son spécial.
Et si un merle becquète son œil elle le laisse boire tout l’eau qu’il veut avec ce même sourire qui attire les troupeaux de buffles.
Sur quel cœur gonflé d’amertume pourrais-tu flotter dans tous les océans, dans n’importe quelle mer ?
Parce que tu dois savoir que s’agripper à un cœur comme à une bouée est dangereux à cause des grottes marines qui les attirent et dont les poulpes qui sont des nœuds de serpents ou des trompes d’éléphants leur ferment la sortie pour toujours.
Rends-toi compte de ce qu’est une montagne les bras levés, demandant pardon, et pense qu’elle est moins dangereuse que les mers, et plus accessible à l’amitié.
Cependant ton destin est d’aimer le danger, le danger qui est en toi et en dehors de toi, de baiser les lèvres de l’abîme, en comptant sur des aides ténébreuses pour le succès final de toutes tes entreprises et de tes rêves couverts de rosée au point du jour.
Si non, remercie et retire-toi jusqu’au fond de la mémoire des hommes.
—Iseult, Iseult, à l’époque glaciaire les ours étaient des fleurs. Lorsqu’arriva le dégel ils se libérèrent d’eux-mêmes et s’échappèrent en courant dans toutes les directions.
Pense à la résurrection et recueille-toi un moment.
Toi seule tu connais le miracle. Tu as vu le miracle se réaliser devant cent harpes émerveillées et tous les canons pointant vers l’horizon.
Il y avait alors un défilé de matelots devant un roi dans un pays lointain. Les vagues attendaient impatientes le retour des siens. Pendant ce temps la mer applaudissait.
Le thermomètre descendait, lentement, parce que le merle avait cessé de chanter et il pensait s’élancer d’un trapèze au milieu du monde.
Maintenant je ne crains qu’une chose, que tu sortes d’une lampe ou d’un fleurier et que tu me parles en termes éloquents comme les magnolias parlent le soir. La chambre se remplirait de libellules agonisantes et je devrais m’asseoir pour ne pas tomber sans connaissance.
La mort serait la pensée même. Reflétée par tout où se posent les yeux.
Sur le château le squelette du général fera des signaux comme un sémaphore. Nous compterons les têtes de morts trainées à travers le champ par une corde interminable attachée à la queue d’un cheval somnambule que personne ne reconnaît comme sien.
Les noirs applaudiront sur les ventres des esclaves aussi ivres qu’eux sans se rendre compte que le vent est un fantôme et que les arbres loin là-bas flottent sur un cimetière.
Qui a compté tous ses morts ?
Et si on ouvrait toutes les fenêtres, et si toutes les lampes se mettaient à chanter et si le cimetière prenait feu ?
Pour chaque oiseau dans le ciel il y aura un chasseur sur la terre.
Les clairons sonneront et les drapeaux deviendront des feux de bengale. Morte la foi, morts les oiseaux de proie qui te rongeaient le cœur.
Les statues migratrices passent en volant. Dans la plaine immense on entende le supplice des idoles au milieu des chants des arbres.
Les fleurs fuient épouvantées.
Les portes d’une musique inconnue s’ouvrent, les années du mage sortent et il reste assis agonisant, les mains sur la poitrine.
Combien de choses sont mortes en nous. Combien de morts nous portons en nous. À quoi bon nous agripper à nos morts ? Pourquoi nous obstinons-nous à ressusciter nos morts ? Ils nous empêchent de voir l’idée qui naît. Nous avons peur de la nouvelle lumière qui se présente, à laquelle nous ne sommes pas encore habitués comme à nos morts immobiles et sans surprise dangereuse. Il faut abandonner ce qui est mort pour ce qui est vivant.
Iseult, enterre tous tes morts.
Pense, souviens-toi, oublie. Que ton souvenir oublie ses souvenirs, que ton oubli se souvienne de ses oublis. Prends garde de ne pas mourir avant ta mort.
Comment donner un peu de grandeur à cette bête actuelle qui seulement plie ses genoux de fatigue à ces hautes heures quand la lune arrive en volant et se place en face.
Et pourtant nous vivons en attendant un hasard, la formation d’un signe sidéral, dans cet allégorique au-delà, où n’arrive même pas le son de nos cloches.
Ainsi, attendant le grand hasard.
Que le pôle nord se détache comme le chapeau qui salue.
Que surgisse le continent que nous attendons depuis tant d’années, assis derrière les grilles de l’horizon.
Que l’assassin passe en courant et tirant sans contrôle sur ses poursuivants.
Que l’on sache pourquoi es née cette fille et non le garçon promis par les rêves et annoncé tant de fois.
Que l’on voie le cadavre qui bâille et s’étire sous la terre.
Que l’on voie passer le fantôme glorieux dans les allées du ciel.
Que tout d’un coup s’arrêtent toutes les rivières à une voix de commandement.
Que le ciel change de place.
Que les mers s’amoncellent en une grande pyramide plus haute que toutes les tours rêvées par l’ambition.
Que souffle un vent désespéré, qui éteigne les étoiles.
Qu’un doigt lumineux écrive un mot dans le ciel de la nuit.
Que s’écroule la maison d’en face.
Pour cela nous vivons, tu peux me croire, c’est pour cela que nous vivons et non pour autre chose. Pour cela nous avons une voix et pour cela nous avons un filet dans la voix.
Pour cela nous avons ce courir angoissé dans les veines et ce galop d’animal blessé dans la poitrine.
Pour cela rougit la chair martyrisée des mots et pousse la pensée arrosée par les rivières souterraines. Pour cela le hurlement du sursaut hérité de l’aïeul le plus tragique.
Coupez la tête au monstre qui rugit à la porte du rêve. Et après que personne n’interdise rien.
Quelqu’un parle et il pousse un nénuphar au sommet de sa voix avant que brille l’opium du regard futur.
—Paix sur la terre au matelot de la nuit.
Les explorateurs silencieux lèvent la tête et l’aventure se dépouille de ses vêtements d’or.
Voici le sens du couchant.
Peut-être le couchant voudra nous écouter et alors vous comprendrez les signes de la nuit. Vous comprendrez les inventions du silence. Le regard du rêve. Le seuil de l’abîme. Le voyage des montagnes.
La traversée de la nuit.
—Iseult, Iseult, je suis mon destin.
Où as-tu caché l’oasis que tu m’avais promise tant de fois ?
La lumière s’est fatiguée de marcher.
Où conduit, dis-moi, cet escalier qui sort de tes yeux et se perd dans l’air ?
Sais-tu que mon destin est de marcher? Connais-tu la vanité de l’explorateur et le fantôme de l’aventure ?
C’est une question de sang et d’os devant un aimant spécial. C’est un destin irrévocable de météore fabuleux.
Ce n’est pas une question d’amour en chair c’est une question de vie, une question d’esprit voyageur, d’oiseau nomade.
Toutes ces femmes sont des arbres, ou des pierres de repos dans le chemin, peut-être pas nécessaires.
Des bouteilles d’eau ou des tonneaux d’ivresse, généralement sans lumière propre. Elles obéissent comme les cathédrales à un principe musical. Chaque accord a son correspondant et tout consiste à savoir toucher le point de l’écho qui doit répondre. Il est facile de faire des tissus de sons et de construire une véritable toiture ou de magnifiques coupoles pour les jours de pluie.
Si le destin le permet nous pouvons nous garer pour un temps et compter les doigts de celle qui nous tend les bras.
Après, le fantôme nous obligera à suivre la marche. Nous sauterons par dessus les seins palpitants qui sont des coupoles parce qu’elle, étendue sur le dos, imite un temple. Mieux dit, ce sont des temples qui les imitent, elles, avec leurs tours comme des seins, leur coupole centrale comme une tête, leur porte qui voudrait imiter le sexe, par où on entre chercher la vie qui palpite dans le ventre et par où doit sortir après la même vie.
Mais nous ne devons pas accepter une semblable imitation et nous ne pouvons pas croire à une telle vie. À cette vie qui sort avec les yeux bandés et va se heurtant à tous les arbres du paysage. Seulement nous croirons aux fleurs qui sont berceaux de géants, bien que nous sachions qu’en dedans de chaque bouton dort un nain moqueur.
Et au fond les montagnes de roche vivante sourient doucement.
Les montagnes sourient parce qu’un aveugle s’est assis sur elles pour entendre rouler le tambour du volcan. Mais ce qui se passe dans les plaines est encore beaucoup plus important, car les arbres du bois sont devenus serpents et se débattent rythmiquement à cause d’une flute spéciale.
J’oubliais de vous dire qu’il y a aussi un lac et que ce lac s’éloigne suivant le souffle du vent. Parfois on arrive jusqu’à le perdre de vue, parfois il passe de longues années absent et revient d’une autre couleur. Parfois il a faim et il maudit les hommes qui ne font pas naufrage à l’heure due. D’autres fois il marche à quatre pattes et ronge pendant des heures et des heures, les épaves de tant de tragédies accumulées sur ses rives ou les reflets de certains temps secrets.
Si l’oiseau de l’œil tombe dans ses eaux il saute un geyser dans la montagne. Un geyser beau comme un arbre avec une femme en équilibre au bout.
Aussi le lac pourrait s’équilibrer sur la pointe de l’arbre. Tout dépend de ma volonté et du tambour qui roule à temps.
Tous ces espions cachés derrière les arbres n’attendent pas le miracle comme ils voudraient le faire croire, mais la femme nue et aveugle qui sort les soirs promener sa statue perdue et qui pourrait se heurter à eux.
Tu gaspilles ton temps.
Regardez, regardez, il y a un incendie dans la lune.
Vêtue de blanc Iseult venait comme un nuage.
Alors la lune commença à tomber entourée de flammes. Dans les plages dansait un reflet de feu.
Les spectres sortent un à un de chaque vague qui se lève. Vous qui êtes là cachés, l’heure de trembler devant la voracité de la mort est arrivée.
Le soleil couchant fait une auréole sur la tête du dernier naufragé qui flotte à la dérive, sans entendre les chants du rivage.
Les loups se promènent les yeux brillants parmi les branches de la nuit, enlacés étroitement et pleurants sans cause précise.
Cet homme-là plus grand que les autres ouvre la bouche au milieu du jardin et commence à avaler des lucioles pendant de longues heures.
Les arbres sont tordus à cause d’une douleur étrange. Et une quantité de météores qui tombent du ciel forment des spirales dans notre atmosphère comme si c’étaient des pierres dans l’eau.
Une fumée épaisse sort de partout. Maintenant seuls brillent les yeux des loups et l’homme plein de lucioles. Tout le reste est pénombre.
La montagne ouvre ses portes et l’aveugle rentre les bras tendus.
Il y a un arbre gros qui se tord dans le feu du crépuscule.
En haut, Dieu berce un astre nouveau-né.
Il tombe des auréoles sur la terre. L’une après l’autre elles tombent, des centaines d’auréoles sur la terre, quelques-unes sur certaines têtes . . . Et rien de plus ?
Une île de palmiers jaillit de la mer pour les fiancés qui se promènent embrassés.
Un jour peut-être l’un d’eux retrouvera la tête qu’il avait perdue, immobile, à la même place où il la perdit.
Quand ? où ? lequel d’entre eux ?
Voici le supplice, Iseult, derrière la montagne. Voilà le supplice.
Les forêts migratrices n’arriveront pas si loin.
Il y a une sandale seule au milieu de la terre.
La marche des soirs qui passent s’entend au fond de la mer, à ce moment où tout devient brillant d’ivresse.
Il y a un chapeau plus haut, à la hauteur d’une tête.
Il y a une canne clouée dans le sol à la hauteur d’une main.
Et il n’y a rien de plus. Parce que personne parmi vous ne peut voire le fantôme qui sourit au chien en cet instant.
Personne ne sait pourquoi les rideaux derrière le lit remuèrent.
Ni pourquoi rougirent les joues d’Iseult comme deux rideaux qui s’écartent.
Et pourquoi tremblèrent ses jambes comme deux rideaux qui s’ouvrent.