Riding the crocodile
Esta es mi sangre reciente: sus cuerpos.
Mi esposo entrando en ella. La cubre, la espesa,
le desata el cabello, la boca.
Aúllo
por los pasillos de su casa nueva. Mi niña y su madre sin mente
compran dos boletos para el fin del mundo.
Un cocodrilo sostiene a una mujer sobre las olas.
(Es una pintura de Kobayashi Kiyochika)
Sube una frase mía hasta algún punto de la atmósfera.
Hasta la noche sin Dios donde los perros mascan
mariposas en reposo.
Baja Dios mío. Afloja los dientes y sopla, empuja las nubes.
Empuja las olas. Que alcancemos la playa. Que pare la sangre.
O que el mar la disuelva en su tarde.
Y que en una ventana futura una vieja perdone.
Paulina
Leía el Portrait d’une Femme y escuchaba a Janet Barker
cuando pensé en tus ojos
y en otras fugitivas de mentes ultramarinas.
Leer y oír fue tu escenario cuando el proscenio
se cubrió de canicas (pisabas con cuidado)
que rodaban como mundos.
Pero tú avanzabas.
El telón recién se había levantado y el público era de padres y madres
como si fuera una obra del colegio.
En la escena Ezra Pound te decía “Eres paciente,
estás al acecho de lo que salga a flote”
y los padres no entendían, pero soltaban mínimas lágrimas
que se limpiaban con el dorso de la mano. Al verlos Pound se levantó
y duró mudo el resto de la obra,
mirando el cielo de la escenografía.
Hizo bien porque el resto del poema no te hace justicia
y el aire se puso índigo y la acumulación de lágrimas
acabó en que estábamos bajo el mar.
Las canicas se habían disuelto en él como terrones de azúcar.
Cuando braceaste hasta la superficie me acordé
de las novelas que te gustan y me dije
qué bien, qué bien, qué azul su inteligencia. Y la canción se terminó.
Tus hijos entraron a secar el teatro
mientras tú salías a una calle francesa, a llorar los mares surcados,
los manteles tristes con sus enmohecidos cubiertos de plata
y con un paso dejaste atrás
a aquel público que brillaba como el oro de los muertos.
Sexto Movimiento (la noche transfigurada)
El meteoro verde había cruzado el amanecer. Los que lucharon en una vida real por la igualdad y la libertad habían ya envejecido. Uno de ellos estaba en el hospital. El otro escribía libros. Habían hecho vidas aparte pero de tanto en tanto recordaban una camisa, una bebida, una canción como si fueran emblemas de una valentía con la que habían atado sus pies a la otra orilla. Habían hecho ese más allá marchando sobre el agua, trazando peces. Alguien los traicionó y perdieron su batalla. Al perder uno se convirtió en paloma y el otro fue a dar a la cárcel. Al paso de los años, la plaza en la que habían sido valientes se fue llenando de propaganda política y de animales domésticos. El meteoro en su largo trayecto volvía a pasar por nuestro cielo cada tanto y la paloma volaba otra vez en la noche anterior a la de la traición. El prisionero pasaba entonces del crepúsculo al amanecer atrayéndola con pedacitos de pan. El fulgor verde ocupaba el espacio de las constelaciones y los hábitos de la cobardía eran pospuestos hasta la mañana siguiente. Yo sabía bien de esta ronda interminable de la presencia efímera del meteoro y siempre me marchaba a casa diciéndome ¿no te cansas de ver esto y de que esta visión alimente tu dolorosa esperanza? ¿no quisieras que la paloma y el prisionero dibujaran en el cielo el nombre de todos los valientes, hasta que esa luminosa lista desplazara el sitio de las estrellas? Sin embargo la llama verde limón era de una luminosidad inolvidable y cuando estaba por llegar a mi casa, justo antes de abrir la puerta, el brillo ya había ocupado mi mente por completo.