de Cuaderno de edimburgo

Valerie Mejer Caso

Eco

Tras el oceáno ido, su cuenco se vuelve acero y barcos difícilmente apuntalados están por derrumabarse sobre ese plato vacío. Me falta un sol en este mundo, me falta un mar. ¿Qué hacer con esta pila de puñales que ocupa el sitio donde estuvo el monte? Hay en la historia algo que nos ha dejado temblando, un gran viento que mueve las aspas de una corona temible y que ha arrastrado lluvia y cascadas hasta una atmósfera remota. Está cautivo el tiempo del agua. En él, el novio cierra los ojos al absorber la noche de otro cuerpo y ese soplo ilumina intermitente la casucha, las palmeras y a los que beben en silencio. Se aclara así su rostro de planeta. Esa luz debería de reventar la esfera y derramar sus aguas calle abajo donde sigue el mar evaporado y el barco se tambalea sin asidero. Los árboles se agitan en su tarde de sangre, los cántaros se juntan en los caminos vacíos. Hay un monte de dientes. El agua que nos resta tiembla alrededor del rey, en su bañera. Ningún río se vacía ya en el mar. Sus cauces son ya pura escritura. Historias del agua, paraísos de juncos, ciudades circundadas de cursos fluviales. Relatos sobre desembocaduras. Y pensar que tú y yo estuvimos ahí, de pie, cuando estabas vivo, en Veracruz, en ese efluvio donde la arena brillaba en azul y la luna naranja tenía cara de buen presagio. Por aquel filón de roca que entra en la bahía, vimos a la novia fundida en la leche de las nubes y de las estrellas nuevas. Sobre el monte los árboles podían ejercer su papel de testigos.  Ahora está el eco. El paisaje es ya una gran cuchara y las palabras siguen buscándose, solas en el vendaval.





Riding the crocodile

Esta es mi sangre reciente: sus cuerpos.
Mi esposo entrando en ella. La cubre, la espesa,
le desata el cabello, la boca.
            Aúllo
por los pasillos de su casa nueva. Mi niña y su madre sin mente
compran dos boletos para el fin del mundo.
Un cocodrilo sostiene a una mujer sobre las olas.
(Es una pintura de Kobayashi Kiyochika)
Sube una frase mía hasta algún punto de la atmósfera.
Hasta la noche sin Dios donde los perros mascan
mariposas en reposo.
Baja Dios mío. Afloja los dientes y sopla, empuja las nubes.
Empuja las olas. Que alcancemos la playa. Que pare la sangre.
O que el mar la disuelva en su tarde.
                           Y que en una ventana futura una vieja perdone.





Paulina

Leía el Portrait d’une Femme y escuchaba a Janet Barker
cuando pensé en tus ojos
y en otras fugitivas de mentes ultramarinas.
Leer y oír fue tu escenario cuando el proscenio
se cubrió de canicas (pisabas con cuidado)
que rodaban como mundos.
                                                   Pero tú avanzabas.
El telón recién se había levantado y el público era de padres y madres
como si fuera una obra del colegio.
En la escena Ezra Pound te decía “Eres paciente,
estás al acecho de lo que salga a flote”
y los padres no entendían, pero soltaban mínimas lágrimas
que se limpiaban con el dorso de la mano. Al verlos Pound se levantó
y duró mudo el resto de la obra,
mirando el cielo de la escenografía.
Hizo bien porque el resto del poema no te hace justicia
y el aire se puso índigo y la acumulación de lágrimas
acabó en que estábamos bajo el mar.
Las canicas se habían disuelto en él como terrones de azúcar.
Cuando braceaste hasta la superficie me acordé
de las novelas que te gustan y me dije
qué bien, qué bien, qué azul su inteligencia. Y la canción se terminó.
Tus hijos entraron a secar el teatro
mientras tú salías a una calle francesa, a llorar los mares surcados,
los manteles tristes con sus enmohecidos cubiertos de plata
y con un paso dejaste atrás
a aquel público que brillaba como el oro de los muertos.





Sexto Movimiento (la noche transfigurada)

“I assume this is the closest I’ll ever be to a dragon.”
—Oriana

El meteoro verde había cruzado el amanecer. Los que lucharon en una vida real por la igualdad y la libertad habían ya envejecido. Uno de ellos estaba en el hospital. El otro escribía libros. Habían hecho vidas aparte pero de tanto en tanto recordaban una camisa, una bebida, una canción como si fueran emblemas de una valentía con la que habían atado sus pies a la otra orilla. Habían hecho ese más allá marchando sobre el agua, trazando peces. Alguien los traicionó y perdieron su batalla. Al perder uno se convirtió en paloma y el otro fue a dar a la cárcel. Al paso de los años, la plaza en la que habían sido valientes se fue llenando de propaganda política y de animales domésticos. El meteoro en su largo trayecto volvía a pasar por nuestro cielo cada tanto y la paloma volaba otra vez en la noche anterior a la de la traición. El prisionero pasaba entonces del crepúsculo al amanecer atrayéndola con pedacitos de pan. El fulgor verde ocupaba el espacio de las constelaciones y los hábitos de la cobardía eran pospuestos hasta la mañana siguiente. Yo sabía bien de esta ronda interminable de la presencia efímera del meteoro y siempre me marchaba a casa diciéndome ¿no te cansas de ver esto y de que esta visión alimente tu dolorosa esperanza? ¿no quisieras que la paloma y el prisionero dibujaran en el cielo el nombre de todos los valientes, hasta que esa luminosa lista desplazara el sitio de las estrellas? Sin embargo la llama verde limón era de una luminosidad inolvidable y cuando estaba por llegar a mi casa, justo antes de abrir la puerta, el brillo ya había ocupado mi mente por completo.