Me crecieron alas, blanquísimas, me crecío el vestido. Eché a volar. No quería volver, más. Llegué a un tejado; creyeron que era una cigüeña, un gran ángel; las mujeres gritaban; los hombres rondaron con intenciones ocultas.
No podía volver, ya.
Ando, ando.
Las gentes retornan de las fiestas, se desvelan;
Y yo vuelvo a pasar volando.
Resolvimos seguir robando. Pero separadas. Estrella, por su cuenta; yo, por la mía. Hay noches propicias. El cielo queda anaranjado, rosa cyclamen. Los naranjos, absolutamente negros. Vuelven las aves; hay que tener cuidado porque silban, revoletean. Sé qué rama elijo. No sé por dónde andará Estrella. Pasan los amos de los huertos. Con sus bolsas y bandejas. Llevan un corderillo recién nacido o recién sacrificado. Peras y manzanas, ramos de lilas. ¡Habrá una boda? A la medianoche, todo queda inmóvil. Desciendo. Busco un caminito mirando si, por el siguiente, viene Estrella. Paso junto a las hojas anchas de los tártagos y a las hojas redondas de violeta. Entro a la casa; no hay que vacilar. Prosigo levemente sobre aparadores y roperos, robo en las cajas. Alguien da un grito; otros gritan. Huyo. No sé si, allá, quedan con las hachas, o fue sólo un grito.
La luna deja todo blanco, y los escondrijos, más negros.
Estrella pasa, veloz, con su carga.
Y desaparecemos en el suelo.
…Vino su madre, María-Ana, Ana-María, venía desde la Lusana, del bosque natal. Con manto azul y canastita de fresas. Como se murió a los cuarenta años, es una niña, una niña vino a verle. Y contó, cómo allá, antaño, se formó el ejército de los lobos—eso, yo ya lo sabía—y comandaba todo la región, cómo tuvo tenientes, soldados y coroneles; y el primo Ugo que le declaró la guerra y le venció. Y la nieve, de la que emergían lirios dulcímisimos, que llamaban ¨pájaros¨ o ¨pañuelos¨.
La miré más y le brotaban frutillas desde la mano; ella, también, era milagrosa.
Dijo: —Me lo voy a llevar.
Dije: —¿Cómo?
Contestó:
—Volando…
Y se esfumó.
Se parecía a él y a mí.
Sólo esa vez, (cuando él murió), la vi.
Cuando nací había muchísimos higos. No puede ser, me dirán, si era invierno y hacía frío.
Sin embargo, fue así; estaban en todos los árboles, aún los que no eran higueras, y en medio de las flores. Oscuros, celeste o rosados; algunos desde el origen, traían adherida una violeta o una mosca. O en el punto central entresacaban una perla (nunca la dieron del todo). O se desprendían girando como astros envueltos en anillos de colores, hasta que casi exánimes tornaban al lugar.
Se sentía un aroma a almíbar y azucenas.
Yo, en medio de mi primer lloro, pues era a los pocos minutos de nacer, dije a mi madre: Hay higos.
Y mi madre miró sonriendo a mi Rosa abuela, y le dijo: Mira lo que dice.
Y mi abuela se aproximó, demasiado, con los ojos bajos, la sonrisa fija, y una tremenda corono de higos negros, gruesos y atormentados.
Anoche, llegaron murciélagos.
Si no los llamo, ellos, igual, vienen.
Venían con las alas negras y el racimo.
Cayeron adentro de mi vestido blanco. De todas las rosas y camelias que he reunido en estos años. Y en la canasta de claveles y de fresias. La Virgen María dio un grito y atravesó todas las salas; con el pelo hasta el suelo y las dalias.
Las perlas, almendras y pastillas, las frutas de cristal y almíbar, que vivián en fruteras y cajas de porcelana, quedaron negras, y volvieron a ser claras, pero como muertas.
Yo me erguí. Goteaban sangre mi pañuelo blanco y mi garganta.
Yo, de chica, —no ahora—veía en la oscuridad. Por la noche mis ojos eran dos turquesas, dos brillantes uvas, y salíame del lecho. Mamá, ya dormida, desde su profundísimo sueño, decía en voz alta ¨No saltes, cazadora¨. Pero, yo me iba sobre los ovillos de lana, los árboles y nidos. Con finos dientecillos mordía un pequeño huevo, amarillo como un caramelo, y otros árboles y nidos. Mas, nunca hice mucho daño. Por la alacena, un poquito de queso, celeste o color rosa, retornando al lecho. Y en la aurora, mamá, ya de pie cerca de mí, o del cristal, decía: —No sé…Anoche, soñaba que…
Papá, tengo fiebre, calor, frío; cuida las cosas de la casa, los animalillos, ratones, (negros, blancos, marrones, grises), déjales alimento, pan, almíbar, papel picado.
… Pero, tú sigues cavando en el jardín de los naranjos.
Te miro a través de la inmensa ventana.
Sigues y sigues en el impresionante jardín de las naranjas.
No viene a ver si duermo, mejoro, me caso, me muero, caigo de la cama.
Pasan días, meses, años.
Las cometas cuelgan del techo, finas y celestes, colas de gasa, ojos dorados.
Y hay diamelas en el altar. (Un canastito). Mamá está hablando cosas muy extrañas acerca de ellas.
Y tú no dices nada,
¿no vienes a escuchar?
Me senté entre los pensamientos. Las carillas negras, color uva; negras, blancas, rosadas y amarillas, superpuestas.
Era de noche y quedé sentada entre los pensamientos. No podía irme. El pelo me empezó a crecer, corrió por todo el jardín, el campo, se fue lejísimo, hasta el bosque, de donde mandaba mensajes oscuros, que sonaban en mi oído como si me hablasen por teléfono.
Y en torno las mascarillas endiabladas, las flores enmascaradas, negras, color uva…Me levanté casi; me iba. No sé cómo recogiendo la pequeña falda y el fantástico cabello.
Dalias atravesando toda la existencia. Rojas, negras, redondas como platos. Sangre espesa, perfumada. Vino lunático.
Podrían ser blancas o amarillas. Pero, las verdaderas son rojas, eran negras.
Un día pasó alguien con una dalia azul. Y la llevaba entre las dos manos.
Dalias en el centro de la mesa y al costado de la cama. Espiaron los connubios de mis padres, la canasta del nacimiento; las mujeres, al casarse, se vestían de dalia, y al morir llevaron dalias.
Fueron campanas, relojes: los retorcidos minuteros dieron las doce de cada noche y cada día.
La voz del viento dice: Dalias…Delias.
Y bajan los encapuchados las últimas colinas.
Me dicen que mamá mi dío a luz debajo de un diamelo, que tenía abiertas sus rositas de marfil, (en mi comarca ese arbusto es sagrado, y todas las que nacíamos allí, en secreto éramos también diamelas), y esto me marcó para siempre. Y que, cerca, hacían aparecer hijos, las raposas, una comadreja bicolor, otros bichos.
Y una corona de canarios, dorados como el oro, giraba en torno de la cabeza de mi madre, perturbándole y realzándola, mientras ella me daba luz.
Y que el cielo producía pavor con todas sus velas tan bajas y parpadeantes, la tarde que siguió a mi nacimiento.