La dama de Shanghai
Roberto Echavarren
Si te azoto o me azotas, en el crimen de tu pañuelo rojo,
en el aire del pabellón iluminado por una antorcha,
en el jardín de rocas, redada del destino,
en la noche negra cerca del mar,
un remordimiento antiguo de haber matado al hermano
justamente por llevar un pañuelo rojo
tenazmente incrustado en la carne mate, quemada en la isla.
Hacia el paraíso de mis sueños: en la proa, él, corpulento,
con mirada melancólica hacia el diagonal cúmulo;
ella, con pelo de oro y gorro de navegante,
cuya visera corta el rostro en diagonal;
si te amo, no será por el timo ni por el remo;
en la próxima escena el ángel piensa en el suicidio.
Pero abandonemos el Caribe y vayamos al Golden Gate.
La mirada verde luce allí al contraluz de la lámpara,
y el lobo, con sus dientes, discrimina la presa.
Te pone rojo el mar como al rojo instrumento,
prepucio en avances, tiburón o corvina
se vuelven delfín del escudo; la ciudad y la ballena,
las líneas de la heráldica te sujetan al muro.
Pero, si entre un crepúsculo súbito como una interferencia
del clima y del horario nos decimos adiós,
el abismo ciudadano hará que la vida
sea cuestión de tos o hielo, el tipo virgen
ahondado por hambres de cuchillo.
En amparo y en delicia busca el ciego su sazón;
aunque turbe la razón
un dineral en codicia.
Ciego el mirar, el hoyo hueco
y donde busco el oro médulas de húmeros
me han empeñado hasta las cachas.
Así la lección de anatomía parte del músculo y del nervio,
adoba entre los dedos cordones secantes de los clavos
que sobre el tablón gris o la carne del cerdo sufrir hemos mañana.
Sufrirlos como un préstamo hecho por el estado,
según la ley de la mayor ganancia,
o la abstracta ley del mayor número,
infinito con una pica de buey.
Así el agonizante de un costado,
y de otro a quien mataron el novillo o revocaron la cosa.
Estudiar las estrellas con el método de la geometría
o espesar el arrastre de los pies.
Si te subes la corbata a la garganta,
o, si no usas corbata, haces de nuez luminosa
el toronjil al costado del espejo, fosforescente, en el foyer de tu desnudo,
en ambos casos has de salir triunfante.
Porque no se ha decidido la batalla con tu propia cremación.
Al final, sabiendo que los robos ocurren en la noche,
que los rayos sólo doran los finales de sentido,
tú ya en la madrugada te habrás fugado.
A tu pene un pez se agarra, a tu cuello un gancho,
a tu cinto un reino, a tu estirpe la riada de los dientes,
al agujero la cal del suplicio,
a los ojos la agujeta de jade,
al hilo el bolsón de tu cuerpo,
el árbol al flamear de tu hilo,
a tu nueva consistencia, las matas que el viento rompe,
el pasto a la caída de tu cuerpo.
en el aire del pabellón iluminado por una antorcha,
en el jardín de rocas, redada del destino,
en la noche negra cerca del mar,
un remordimiento antiguo de haber matado al hermano
justamente por llevar un pañuelo rojo
tenazmente incrustado en la carne mate, quemada en la isla.
Hacia el paraíso de mis sueños: en la proa, él, corpulento,
con mirada melancólica hacia el diagonal cúmulo;
ella, con pelo de oro y gorro de navegante,
cuya visera corta el rostro en diagonal;
si te amo, no será por el timo ni por el remo;
en la próxima escena el ángel piensa en el suicidio.
Pero abandonemos el Caribe y vayamos al Golden Gate.
La mirada verde luce allí al contraluz de la lámpara,
y el lobo, con sus dientes, discrimina la presa.
Te pone rojo el mar como al rojo instrumento,
prepucio en avances, tiburón o corvina
se vuelven delfín del escudo; la ciudad y la ballena,
las líneas de la heráldica te sujetan al muro.
Pero, si entre un crepúsculo súbito como una interferencia
del clima y del horario nos decimos adiós,
el abismo ciudadano hará que la vida
sea cuestión de tos o hielo, el tipo virgen
ahondado por hambres de cuchillo.
En amparo y en delicia busca el ciego su sazón;
aunque turbe la razón
un dineral en codicia.
Ciego el mirar, el hoyo hueco
y donde busco el oro médulas de húmeros
me han empeñado hasta las cachas.
Así la lección de anatomía parte del músculo y del nervio,
adoba entre los dedos cordones secantes de los clavos
que sobre el tablón gris o la carne del cerdo sufrir hemos mañana.
Sufrirlos como un préstamo hecho por el estado,
según la ley de la mayor ganancia,
o la abstracta ley del mayor número,
infinito con una pica de buey.
Así el agonizante de un costado,
y de otro a quien mataron el novillo o revocaron la cosa.
Estudiar las estrellas con el método de la geometría
o espesar el arrastre de los pies.
Si te subes la corbata a la garganta,
o, si no usas corbata, haces de nuez luminosa
el toronjil al costado del espejo, fosforescente, en el foyer de tu desnudo,
en ambos casos has de salir triunfante.
Porque no se ha decidido la batalla con tu propia cremación.
Al final, sabiendo que los robos ocurren en la noche,
que los rayos sólo doran los finales de sentido,
tú ya en la madrugada te habrás fugado.
A tu pene un pez se agarra, a tu cuello un gancho,
a tu cinto un reino, a tu estirpe la riada de los dientes,
al agujero la cal del suplicio,
a los ojos la agujeta de jade,
al hilo el bolsón de tu cuerpo,
el árbol al flamear de tu hilo,
a tu nueva consistencia, las matas que el viento rompe,
el pasto a la caída de tu cuerpo.