La Gran Salina
Ricardo Zelarayán
La locomotora ilumina la sal inmensa,
los bloques de sal de los costados,
yuyos mezclados con sal que crecen
entre las vías.
Yo vacilo . . . .
y callo . . . .
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica
por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este
“poema”)
por lo que yo siento cuando pienso en los
trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La pera trepida en el plato.
La miel se despereza en el frasco cerrado,
para desesperación de las moscas que la acechan posadas en el vidrio.
Pero yo no me explico
y hasta ahora nadie ha podido explicarme
por qué me sorprendo pensando
en la Gran Salina.
El hombre de chaleco del salón comedor
se ha quitado los anteojos.
Los anteojos trepidan sobre el mantel de la
mesa tendida.
Todo trepida,
todo se estremece,
en el tren que pasa a mediodía por
la Gran Salina.
Yo me he sorprendido mirando
la sombra del avión que pasa por
la Gran Salina.
Pero eso no explica nada.
Es como una gota que se evapora enseguida.
Hay que distraerse, dicen.
Hay que distraerse mirando y recordando
para tapar el sueño
de la Gran Salina.
Un piano colgado como una araña del hilo
se ha detenido entre los pisos doce y trece . . .
Un camión pasa cargado
de ventiladores de pie
que mueven alegremente sus hélices.
En 1948, en Salta,
fuimos de noche a cazar vizcachas y ranas,
y la conversación se apagó con el fuego del
asado,
abrumados como estábamos por el cielo negro
y estrellado.
Nerviosamente encendíamos y apagábamos
las linternas
hasta quedarnos sin pilas.
Tampoco puedo explicarme por qué sueño
con pilas de linternas,
con pilas para radios a transistores.
Ni por qué sueño con lamparitas de luz,
delicadamente guardadas en sus cajas
respectivas.
Ni por qué me sorprendo mirando el
filamento roto
de una lamparita quemada.
Nunca he visto . . .
nunca he podido imaginarme
la lluvia cayendo sobre la Gran Salina.
Yo no tengo objetivos pero me gusta
objetivar.
Desde chico intenté cortar una gota de agua
en dos
(con una tijera).
Aún hoy intento,
apartando las cosas de la mesa
o ahuyentando amigos,
imitar, imaginarme, la lluvia sobre la
Gran Salina.
Tomo una plancha caliente y le salpico gotas
de agua.
Pero aunque pueda imaginarme todo,
nunca podré imaginarme
el olor a salina mojada.
Anoche llegué a mi casa a las tres de la
mañana.
En la oscuridad, tropecé con un mueble . . .
y allí nomás me quedé pensando
en lo que no quería pensar . . .
en lo que creía bien olvidado!
Pero en realidad me estaba escapando
del sueño estremecedor de la Gran Salina.
Y ahora me interrogo a mí mismo
como si estuviera preso y declarara:
La Gran Salina o Salina Grande
está situada al norte de Córdoba,
cerca (o dentro, no recuerdo)
del límite con Santiago del Estero.
Estoy mirando el mapa . . .
pero esto no explica nada.
La caja de fósforos queda vacía
a las cuatro de la mañana
y yo me palpo a mí mismo, desesperado,
con el cigarrillo en la boca . . .
Habría que inventar el fuego, pensarían
algunos.
Yo en cambio pienso en los reflejos del tren
que pasa de noche junto al río Salado.
No puedo dormir cuando viajando de noche
sé que tengo a mi derecha
el río Salado.
Paro aún así sigo escapando del gran
misterio . . .
del misterio de la sal inagotable de la
Gran Salina.
Recuerdo cuando arrojábamos impunemente
naranjas chupadas
al espejo ciego y enceguecedor de la
Gran Salina.
(A la siesta, cuando la resolana enceguece
más que el sol).
Esperábamos llegar a Tucumán a las siete
y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar
una rueda
junto a la Gran Salina.
Un diario volaba por el aire . . .
el sol calcinaba las arrugadas noticias del
mundo
del diario que caía sobre la Gran Salina.
Y vi pasar varios trenes
y hasta un jet . . .
Los pasajeros de los Caravelle
o de los Bac One-Eleven,
no saben que esa mancha azulada,
que a lo mejor están viendo en este mismo
momento,
desde ocho mil metros de altura,
esa mancha azulada que permanece durante
escasos minutos,
es la Gran Salina,
la Salina Grande.
Pero el jet anda muy alto.
La Gran Salina no conoce su sombra que
pasa.
Los pasajeros del jet duermen . . .
se sienten muy seguros.
En el jet no hay paracaídas.
Los jets no caen. Explotan.
Hace unos años,
un avión que no era un jet volaba, creo,
sobre Santa Fe.
De pronto se abrió una puerta
y una camarera tuvo que obedecer calladita
a las sagradas leyes de la física,
y demostrar su inequívoco apego a la ley
de la gravedad.
Una ley dura como las piedras metidas en la
boca de Demóstenes
que, según dicen, hablaba mucho.
Aquí hay que hacer un minuto de silencio.
Primero, por la dócil camarera sin cama del
avión.
Después, por las palabras muertas,
muertas por no decir nada . . .
misterio, por ejemplo,
que sirve para no explicar lo inexplicable,
lo que yo siento cuando pienso en
la Gran Salina,
lo que traté de no pensar un día
que caminaba por la Gran Salina
tratando de distraerme y de no pensar dónde
estaba,
escuchando una canción de Leo Dan
que pasaba LV12 Radio Aconquija
y el Concierto en sol de Ravel por la filial de
Radio Nacional.
¿Qué pensaría Ravel, el finado,
si caminara como yo en ese momento
por la Gran Salina . . . ?
Ravel, púdico sentimental,
te imagino tocando el piano que hoy vi
colgado
entre el piso 12 y el piso 13.
Sí, pobre Ravel de 1932
con un tumor en la cabeza que ya
no lo dejaba componer.
Ravel tocando solo,
de noche (pero eso sí, absolutamente solo)
los “Valses nobles y sentimentales” en medio de
la Gran Salina.
Estoy seguro que se hubiera interrumpido
al escuchar el silbato lejano de la locomotora,
para ver el haz de luz a la distancia
y la penumbra sobre la Gran Salina.
Días pasados fui al Hospital.
Hace años yo andaba por allí,
despreocupado y con mi guardapolvo blanco.
Pero ahora, de simple paciente,
sentí el ruidito angustioso
¡Trank!
de la máquina de sacar radiografías.
¡Y que pase otro! gritó el enfermero.
Pero el otro no podrá explicarme
por qué tengo sed,
por qué voy detrás del agua cautiva de la
botella
y de la sal capturada en el salero,
yo, tan luego yo,
capturado en el sueño de la Gran Salina.
Un amigo, alto funcionario estatal,
me ofreció su pase libre para viajar por todo el
país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar . . .
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró
como la marca de la cubierta que leí y releí
cuando cambiábamos la rueda junto a la
Gran Salina.
Pero después pensé en Tucumán
(mi segunda provincia)
y en las vértebras azules del Aconquija
horadando las nubes blancas.
Ahora me entero que mi amigo,
el del pase sin nombre,
se separó de la mujer.
Aquí me callo . . .
Pero el silencio me hace pensar ahora
en lo que no quise pensar cuando miré el pase
sin nombre que me ofrecían,
en lo que dejé de pensar hace un momento . . .
cuando vi pasar el ascensor con una mujer
silenciosa
que no me quiso llevar.
Olvidemos el ascensor perdido
y pensemos de nuevo, de frente, en la sal
(cloruro de sodio)
y en el misterio . . .
Pero como nada es misterio
hagamos una traducción de apuro:
miss Terio
o miss Tedio
o chica rodeada de teros asustados
o algo por el estilo.
Pero no hay distracción que valga.
El ayudante de cocina del vagón comedor
se rasca la cabeza de tanto en tanto
pero sigue pelando papas sin distraerse
en el tren que se acerca a la Gran Salina.
Y el ascensor perdido con la mujer silenciosa
sigue recorriendo kilómetros entre la
planta baja
y el piso quince.
El sastre de enfrente que ya comió
se asoma a tomar aire con el metro colgado
en el cuello.
Yo pienso en comer, como se ve . . .
Son exactamente las 14 horas, 8 minutos,
30 segundos.
Y también, no sé por qué,
pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee
que en los comienzos de la última guerra
se suicidó antes que su capitán
frente a Punta del Este.
El Graf Spee yace a treinta metros
de profundidad.
Ya nadie se acuerda de él.
Ni siquiera los hombres-rana
que bajaron a explorar sus entrañas.
Pero hasta los hombre-rana
salen a comer a mediodía.
Y a veces, para comer,
sólo se quitan las antiparras y los
tubos de oxígeno.
Todavía hay gente que se asombra viendo
comer a esos hombres . . .
con patas de rana.
¡Los hombres-rana reclaman al mozo la sal que
se olvidó!
Dale! . . . Dale!
Hoy almuerzo con amigos
(si es que no se fueron).
Miraré de costado la sal y pediré pimienta
en vez,
porque tengo miedo de quedarme callado,
ya se sabe por qué.
No quiero quedarme callado
ni distraerme,
ya se sabe por qué.
En realidad no se sabe nada
del sueño de la pilas,
de la lluvia sobre la sal,
de la chica del ascensor,
del sastre asomado con el metro colgado
o del tren que pasa de noche indiferente
junto a lo que ya se sabe
y no se sabe
*
Hace años creía
que “después del almuerzo es otra cosa” . . .
es decir que las cosas son otras
después del almuerzo.
Este poema (llamémoslo así),
partido en dos por el almuerzo
y reanudado después, me contradice.
No comí postre.
¡Siento la boca salada!
Pero no voy a insistir.
El domingo pasado,
en casa de un amigo poeta,
conocí a un chileno novelista e izquierdista
que se fue a Pekín y que, posiblemente,
no vuelva a ver en mi vida.
Tímidamente, entre cinco porteños y un
chileno izquierdista
metí una frase de Lautréamont
que como buen franchute es uruguayo
y si es uruguayo es entrerriano.
Una frase (salada) para terminar
(o interrumpir) este poema:
“Toda el agua del mar no bastaría para lavar
una mancha de sangre intelectual”.
los bloques de sal de los costados,
yuyos mezclados con sal que crecen
entre las vías.
Yo vacilo . . . .
y callo . . . .
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica
por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este
“poema”)
por lo que yo siento cuando pienso en los
trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La pera trepida en el plato.
La miel se despereza en el frasco cerrado,
para desesperación de las moscas que la acechan posadas en el vidrio.
Pero yo no me explico
y hasta ahora nadie ha podido explicarme
por qué me sorprendo pensando
en la Gran Salina.
El hombre de chaleco del salón comedor
se ha quitado los anteojos.
Los anteojos trepidan sobre el mantel de la
mesa tendida.
Todo trepida,
todo se estremece,
en el tren que pasa a mediodía por
la Gran Salina.
Yo me he sorprendido mirando
la sombra del avión que pasa por
la Gran Salina.
Pero eso no explica nada.
Es como una gota que se evapora enseguida.
Hay que distraerse, dicen.
Hay que distraerse mirando y recordando
para tapar el sueño
de la Gran Salina.
Un piano colgado como una araña del hilo
se ha detenido entre los pisos doce y trece . . .
Un camión pasa cargado
de ventiladores de pie
que mueven alegremente sus hélices.
En 1948, en Salta,
fuimos de noche a cazar vizcachas y ranas,
y la conversación se apagó con el fuego del
asado,
abrumados como estábamos por el cielo negro
y estrellado.
Nerviosamente encendíamos y apagábamos
las linternas
hasta quedarnos sin pilas.
Tampoco puedo explicarme por qué sueño
con pilas de linternas,
con pilas para radios a transistores.
Ni por qué sueño con lamparitas de luz,
delicadamente guardadas en sus cajas
respectivas.
Ni por qué me sorprendo mirando el
filamento roto
de una lamparita quemada.
Nunca he visto . . .
nunca he podido imaginarme
la lluvia cayendo sobre la Gran Salina.
Yo no tengo objetivos pero me gusta
objetivar.
Desde chico intenté cortar una gota de agua
en dos
(con una tijera).
Aún hoy intento,
apartando las cosas de la mesa
o ahuyentando amigos,
imitar, imaginarme, la lluvia sobre la
Gran Salina.
Tomo una plancha caliente y le salpico gotas
de agua.
Pero aunque pueda imaginarme todo,
nunca podré imaginarme
el olor a salina mojada.
Anoche llegué a mi casa a las tres de la
mañana.
En la oscuridad, tropecé con un mueble . . .
y allí nomás me quedé pensando
en lo que no quería pensar . . .
en lo que creía bien olvidado!
Pero en realidad me estaba escapando
del sueño estremecedor de la Gran Salina.
Y ahora me interrogo a mí mismo
como si estuviera preso y declarara:
La Gran Salina o Salina Grande
está situada al norte de Córdoba,
cerca (o dentro, no recuerdo)
del límite con Santiago del Estero.
Estoy mirando el mapa . . .
pero esto no explica nada.
La caja de fósforos queda vacía
a las cuatro de la mañana
y yo me palpo a mí mismo, desesperado,
con el cigarrillo en la boca . . .
Habría que inventar el fuego, pensarían
algunos.
Yo en cambio pienso en los reflejos del tren
que pasa de noche junto al río Salado.
No puedo dormir cuando viajando de noche
sé que tengo a mi derecha
el río Salado.
Paro aún así sigo escapando del gran
misterio . . .
del misterio de la sal inagotable de la
Gran Salina.
Recuerdo cuando arrojábamos impunemente
naranjas chupadas
al espejo ciego y enceguecedor de la
Gran Salina.
(A la siesta, cuando la resolana enceguece
más que el sol).
Esperábamos llegar a Tucumán a las siete
y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar
una rueda
junto a la Gran Salina.
Un diario volaba por el aire . . .
el sol calcinaba las arrugadas noticias del
mundo
del diario que caía sobre la Gran Salina.
Y vi pasar varios trenes
y hasta un jet . . .
Los pasajeros de los Caravelle
o de los Bac One-Eleven,
no saben que esa mancha azulada,
que a lo mejor están viendo en este mismo
momento,
desde ocho mil metros de altura,
esa mancha azulada que permanece durante
escasos minutos,
es la Gran Salina,
la Salina Grande.
Pero el jet anda muy alto.
La Gran Salina no conoce su sombra que
pasa.
Los pasajeros del jet duermen . . .
se sienten muy seguros.
En el jet no hay paracaídas.
Los jets no caen. Explotan.
Hace unos años,
un avión que no era un jet volaba, creo,
sobre Santa Fe.
De pronto se abrió una puerta
y una camarera tuvo que obedecer calladita
a las sagradas leyes de la física,
y demostrar su inequívoco apego a la ley
de la gravedad.
Una ley dura como las piedras metidas en la
boca de Demóstenes
que, según dicen, hablaba mucho.
Aquí hay que hacer un minuto de silencio.
Primero, por la dócil camarera sin cama del
avión.
Después, por las palabras muertas,
muertas por no decir nada . . .
misterio, por ejemplo,
que sirve para no explicar lo inexplicable,
lo que yo siento cuando pienso en
la Gran Salina,
lo que traté de no pensar un día
que caminaba por la Gran Salina
tratando de distraerme y de no pensar dónde
estaba,
escuchando una canción de Leo Dan
que pasaba LV12 Radio Aconquija
y el Concierto en sol de Ravel por la filial de
Radio Nacional.
¿Qué pensaría Ravel, el finado,
si caminara como yo en ese momento
por la Gran Salina . . . ?
Ravel, púdico sentimental,
te imagino tocando el piano que hoy vi
colgado
entre el piso 12 y el piso 13.
Sí, pobre Ravel de 1932
con un tumor en la cabeza que ya
no lo dejaba componer.
Ravel tocando solo,
de noche (pero eso sí, absolutamente solo)
los “Valses nobles y sentimentales” en medio de
la Gran Salina.
Estoy seguro que se hubiera interrumpido
al escuchar el silbato lejano de la locomotora,
para ver el haz de luz a la distancia
y la penumbra sobre la Gran Salina.
Días pasados fui al Hospital.
Hace años yo andaba por allí,
despreocupado y con mi guardapolvo blanco.
Pero ahora, de simple paciente,
sentí el ruidito angustioso
¡Trank!
de la máquina de sacar radiografías.
¡Y que pase otro! gritó el enfermero.
Pero el otro no podrá explicarme
por qué tengo sed,
por qué voy detrás del agua cautiva de la
botella
y de la sal capturada en el salero,
yo, tan luego yo,
capturado en el sueño de la Gran Salina.
Un amigo, alto funcionario estatal,
me ofreció su pase libre para viajar por todo el
país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar . . .
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró
como la marca de la cubierta que leí y releí
cuando cambiábamos la rueda junto a la
Gran Salina.
Pero después pensé en Tucumán
(mi segunda provincia)
y en las vértebras azules del Aconquija
horadando las nubes blancas.
Ahora me entero que mi amigo,
el del pase sin nombre,
se separó de la mujer.
Aquí me callo . . .
Pero el silencio me hace pensar ahora
en lo que no quise pensar cuando miré el pase
sin nombre que me ofrecían,
en lo que dejé de pensar hace un momento . . .
cuando vi pasar el ascensor con una mujer
silenciosa
que no me quiso llevar.
Olvidemos el ascensor perdido
y pensemos de nuevo, de frente, en la sal
(cloruro de sodio)
y en el misterio . . .
Pero como nada es misterio
hagamos una traducción de apuro:
miss Terio
o miss Tedio
o chica rodeada de teros asustados
o algo por el estilo.
Pero no hay distracción que valga.
El ayudante de cocina del vagón comedor
se rasca la cabeza de tanto en tanto
pero sigue pelando papas sin distraerse
en el tren que se acerca a la Gran Salina.
Y el ascensor perdido con la mujer silenciosa
sigue recorriendo kilómetros entre la
planta baja
y el piso quince.
El sastre de enfrente que ya comió
se asoma a tomar aire con el metro colgado
en el cuello.
Yo pienso en comer, como se ve . . .
Son exactamente las 14 horas, 8 minutos,
30 segundos.
Y también, no sé por qué,
pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee
que en los comienzos de la última guerra
se suicidó antes que su capitán
frente a Punta del Este.
El Graf Spee yace a treinta metros
de profundidad.
Ya nadie se acuerda de él.
Ni siquiera los hombres-rana
que bajaron a explorar sus entrañas.
Pero hasta los hombre-rana
salen a comer a mediodía.
Y a veces, para comer,
sólo se quitan las antiparras y los
tubos de oxígeno.
Todavía hay gente que se asombra viendo
comer a esos hombres . . .
con patas de rana.
¡Los hombres-rana reclaman al mozo la sal que
se olvidó!
Dale! . . . Dale!
Hoy almuerzo con amigos
(si es que no se fueron).
Miraré de costado la sal y pediré pimienta
en vez,
porque tengo miedo de quedarme callado,
ya se sabe por qué.
No quiero quedarme callado
ni distraerme,
ya se sabe por qué.
En realidad no se sabe nada
del sueño de la pilas,
de la lluvia sobre la sal,
de la chica del ascensor,
del sastre asomado con el metro colgado
o del tren que pasa de noche indiferente
junto a lo que ya se sabe
y no se sabe
*
Hace años creía
que “después del almuerzo es otra cosa” . . .
es decir que las cosas son otras
después del almuerzo.
Este poema (llamémoslo así),
partido en dos por el almuerzo
y reanudado después, me contradice.
No comí postre.
¡Siento la boca salada!
Pero no voy a insistir.
El domingo pasado,
en casa de un amigo poeta,
conocí a un chileno novelista e izquierdista
que se fue a Pekín y que, posiblemente,
no vuelva a ver en mi vida.
Tímidamente, entre cinco porteños y un
chileno izquierdista
metí una frase de Lautréamont
que como buen franchute es uruguayo
y si es uruguayo es entrerriano.
Una frase (salada) para terminar
(o interrumpir) este poema:
“Toda el agua del mar no bastaría para lavar
una mancha de sangre intelectual”.