Acaso Borneo
Pura López-Colomé
...debo ser tu guía y quien te lleve
desde este sitio humilde hasta otro eterno...
—Dante, El Infierno, Canto I
Desde la madreperla de cualquier nombre
que va escorando, apuntalando
a uno entre muchos semejantes,
se abre un túnel
insondable,
y el atisbo
de su equivalente equidistante.
No su igual.
Digo
anturio o alstromelia
y se enciende alguna flor
de un infernal color de rosa
y otra de pétalos rayados
sobre fondo sin fin;
floresta,
y emerge
el Siglo de Oro,
su modo de bautizar
un bosque ameno.
Algo me secretea:
si cantaras en letanía
el entrevero de aquel huerto infantil,
caimito, nance, zaramullo, chinalima,
resonarían selvas interiores.
*
En nada de esto pensabas tú
en compañía del príncipe indonesio.
Lo innombrable
te mantuvo
a distancia, en reverencia.
Iba en busca de su niña,
natural de esos paisajes
como él mismo o su prosapia,
tanto así
que no podía extraviarse nunca
entre, cabe, sobre, cerca, a orillas de
aquellos manantiales, remolinos
como la palma de su mano.
Su vida,
filial apego a cierta geografía,
te mantuvo
lejos. No demasiado.
No para impedir que a ti llegara
el aullido bestial
del instrumento de aliento
de un corazón
que lo ha perdido todo.
Sollozaba el hombre
el monarca
el padre
ante un cadáver infantil
en la ribera.
La maleza, la maleza, la maleza
no lograba ensordecer la pena:
los nombres escondidos
en el milenario juncal
comenzaron a danzar
al ritmo de las lluvias
torrenciales, cadenciosas,
vueltos plegaria volátil,
cuerpo inconsútil,
endecha
que se eleva al polo norte
o a la Antártica en invierno,
rezumando entre las miles de maneras
de distinguir, en este mundo,
un color blanco de otro:
un color nieve tierna,
uno para el frío acumulado varios meses
-albo superlativo-,
un color hielo a punto,
todo tan sí mismo como caluroso el verde
al otro lado, al sur de las fronteras,
el verde intenso, verde sólo planta o malaquita,
musgo en la piedra, en el acantilado,
breña o tupido matorral,
qué más da,
y el que denota, connota, anota
un palidecer, un carecer, un prescindir
de tintes y matices poco a poco
hasta la saciedad de la nada
para ser más adelante
llamarada amarilla o color naranja,
fuego frutal
neozelandés
o de un Borneo no imaginario
de latitud malaya
alcanzable
con un grito. Un desgarramiento real.
Aguas unas y otras.
De caudaloso y nemoroso afluente
o de témpano diluido.
La misma historia.
Las mismas lágrimas
de alegría,
de congoja,
de afán
de escurrirse uno entero
por la piel, desde los poros y hasta el suelo,
quedar seco y luego
prolongarse entre la tierra,
reconocer su sangre de mi sangre
hasta la locura
o su equivalente equidistante.
De verbo en verbo
de selva en selva
de polo en polo
de tú a tú...
En lengua ngaju,
se entiende,
o por sabido
se calla.
Un dolor borroso, indefinido
te mantuvo
en vilo
en este globo
con un pie en cada hemisferio.
Tan absurdo cual humano.
Tan humano cual divino.
Tan humilde como eterno.
desde este sitio humilde hasta otro eterno...
—Dante, El Infierno, Canto I
Desde la madreperla de cualquier nombre
que va escorando, apuntalando
a uno entre muchos semejantes,
se abre un túnel
insondable,
y el atisbo
de su equivalente equidistante.
No su igual.
Digo
anturio o alstromelia
y se enciende alguna flor
de un infernal color de rosa
y otra de pétalos rayados
sobre fondo sin fin;
floresta,
y emerge
el Siglo de Oro,
su modo de bautizar
un bosque ameno.
Algo me secretea:
si cantaras en letanía
el entrevero de aquel huerto infantil,
caimito, nance, zaramullo, chinalima,
resonarían selvas interiores.
*
En nada de esto pensabas tú
en compañía del príncipe indonesio.
Lo innombrable
te mantuvo
a distancia, en reverencia.
Iba en busca de su niña,
natural de esos paisajes
como él mismo o su prosapia,
tanto así
que no podía extraviarse nunca
entre, cabe, sobre, cerca, a orillas de
aquellos manantiales, remolinos
como la palma de su mano.
Su vida,
filial apego a cierta geografía,
te mantuvo
lejos. No demasiado.
No para impedir que a ti llegara
el aullido bestial
del instrumento de aliento
de un corazón
que lo ha perdido todo.
Sollozaba el hombre
el monarca
el padre
ante un cadáver infantil
en la ribera.
La maleza, la maleza, la maleza
no lograba ensordecer la pena:
los nombres escondidos
en el milenario juncal
comenzaron a danzar
al ritmo de las lluvias
torrenciales, cadenciosas,
vueltos plegaria volátil,
cuerpo inconsútil,
endecha
que se eleva al polo norte
o a la Antártica en invierno,
rezumando entre las miles de maneras
de distinguir, en este mundo,
un color blanco de otro:
un color nieve tierna,
uno para el frío acumulado varios meses
-albo superlativo-,
un color hielo a punto,
todo tan sí mismo como caluroso el verde
al otro lado, al sur de las fronteras,
el verde intenso, verde sólo planta o malaquita,
musgo en la piedra, en el acantilado,
breña o tupido matorral,
qué más da,
y el que denota, connota, anota
un palidecer, un carecer, un prescindir
de tintes y matices poco a poco
hasta la saciedad de la nada
para ser más adelante
llamarada amarilla o color naranja,
fuego frutal
neozelandés
o de un Borneo no imaginario
de latitud malaya
alcanzable
con un grito. Un desgarramiento real.
Aguas unas y otras.
De caudaloso y nemoroso afluente
o de témpano diluido.
La misma historia.
Las mismas lágrimas
de alegría,
de congoja,
de afán
de escurrirse uno entero
por la piel, desde los poros y hasta el suelo,
quedar seco y luego
prolongarse entre la tierra,
reconocer su sangre de mi sangre
hasta la locura
o su equivalente equidistante.
De verbo en verbo
de selva en selva
de polo en polo
de tú a tú...
En lengua ngaju,
se entiende,
o por sabido
se calla.
Un dolor borroso, indefinido
te mantuvo
en vilo
en este globo
con un pie en cada hemisferio.
Tan absurdo cual humano.
Tan humano cual divino.
Tan humilde como eterno.