Tres poemas

Néstor Perlongher

Érase un animal
 
Érase un animal sangrante y dulce
de rostros numerosos
de cuyas heridas manaba la música y el sudor
sangraba en sus deslices
Era como una especie de extinción
muriente y mansa
pero en cuyas cabriolas advirtiérase a veces un retozo
            quizás una nostalgia —
de su gallardo apresto
Érase un animal huyente y fósil, pero sus felonías
delataban el mismo sentido de los pétalos
en cuyas encías hedía, apelotonada, la angustia
ensartada, cual un invasor joven
en sus destellos latía insumiso un perdido pavor
Cuántos adverbios y adjetivos atrapara su estela,
la envolvente
Mala vida la suya
Mal sosiego su terquedad
en una desventurada abertura
Oh instrumentos de viento donde se agitan los pezones
aullados, ululados a la luz de una música china
galpones desfondados donde no halló resuello la virtud
estambres desprolijos
Erase y érase: galanes rubios
arrastraron como estandarte su fulgor
pisándole los flecos
Erase un animal atado y turbio
de fervientes desdichas
alimentado por el polvillo de los rubíes
y el sonido de las colinas





Vapores
 
lo que en esa goteja raspadura
de barba humedecida el azulejo, o azul-
ejo de barba amanecida, lo
rociado de esa puntillez, el punto de
            esa toca en el rocío
de esa puntilla que se raspa, o gota
que lamina: porque la mano que ávida raspa, como una barba el ejo
            azul de esas axilas, o esos muslos – se divisan los muslos en
                        la bruma
de humo, en el vapor de esa
corrida: toca rozada, rosa
el lamé, el “por un quítame de allá esas pajas”, o manotazo
                                    de mojado, papas
de loma en la fundidad, o el resbalón
de esas acaloradas mangas, como fleca
            de sudo: o esa transpiración de la que toca, tocada, ese tocado
ese tocado de manuelitas y ese jabón de las vencidas, sofocadas esa
                        respiración entrecortada, como de ninfas
venéreas, en el lago de un cuadro, cuadriculan; cuadran, culan
en el kuleo de ese periplo: porque en esas salas, acalambradas
            de lagartos que azules ejos ciñen, o arrastran, babeándose
por los corredores de cortina, atrapalhada como una toalla que se
                        desliza, o se deja caer, en los tablones
de madera, mad, que toca, madra, toca lo madrastral de ese tocado
                        casi gris; pero que en su puntilla, a-
caso deja ver algo? se trasluce esa herida de manteca que el gollo,
                        o ese fólego, fuellante, en una oreja que no se ve
o no se sabe de qué cara          es, en ese surco
            que no se ve, esa arruga
                        de la transpiración: azoteas de lama,
donde el deseo, en suave irrisión, se hace salpicadura . .





El mal de sí
 
Detente, muerte:
                        tu infernal chorreado
escampar hace las estanterías
la purulenta salvia los baldíos
de cremoso torpor tiñe y derrite,
ausentando los cuerpos en los campos:
los cuerpos carcomidos en los campos barridos por la lepra.
Ya no se puede disertar.

Ve muerte, a tí.
Encónchate sin disparar el estallido de la cápsula.
Escondida que no seas descubierta.
Pues una vez presente todo lo vuelves ausencia.
Ausencia gris, ausencia chata, ausencia dolorosa del que falta.

No es lo que falta, es lo que sobra, lo que no duele.
Aquello que excede la austeridad taimada de las cosas
o que desborda desdoblando la mezquindad del alma prisionera.
Mientras estamos dentro de nosotros duele el alma,
duele ese estarse sin palabras suspendido en la higuera
como un noctámbulo extraviado.