1
Fui desde mi casa, a la casa de los abuelos, desde la chacra de mis padres a la chacra de los abuelos. Era una tarde gris, pero, suave, alegre. Como lo hacían las niñas de entonces, me disfracé para pasar desapercibida, me puse mi máscara de conejo, y así anduve entre los viejos peones y los nuevos peones, saltando crucé el prado y llegué a la antigua casa. Recorrí las habitaciones. Todos estaban felices. Era el cumpleaños de alguien. Por los cuatro lados habían puesto jarritas de almíbar y postales. En medio de la mesa, una exquisita ave, un muerto delicioso, rodeado de lucecillas. El abuelo que siempre estaba serio, esta vez se sonreía y se reía; y antes de que bajase la tarde, me dijo que fuera con él al jardín, y que iba a mostrarme algo. Ya allá arrojó al aire una moneda; yo la vi rebrillar, al caer se volvió un caramelo, del que, enseguida, salió una vara larga y florida como un gladiolo, a cuya sombra yo me erguí, y que creció aún más, después, y duró por varias semanas.
Yo soy de aquel tiempo,
los años dulces de la Magia.
2
Recuerdo mi casamiento, realizado remotamente; allá en los albores del tiempo.
Mi madre y mis hermanas se iban por los corredores. Y los viejos murciélagos –testigos en las nupcias de mis padres– salieron de entre las telarañas, a fumar, descreídos, sus pipas.
Todo el día surgió humo de la casa; pero, no vino nadie; sólo al atardecer empezaron a acudir animalejas e increíbles parientes, de las más profundas chacras; muchos de los cuales sólo conocíamos de nombre; pero, que habían oído la señal; algunos con todo el cuerpo cubierto de vello, no necesitaron vestirse, y, caminaban a trechos en cuatro patas. Traían canastillas de hongos de colores: verdes, rojos, dorados, plateados, de un luminoso amarillo, unos crudos; otros, apenas asados o confitados.
El ceremonial exigía que todas las mujeres se velasen –sólo les asomaban los ojos, y parecían iguales–; y que yo saliera desnuda, allí bajo las extrañas miradas.
Después, sobre nuestras cabezas, nuestros platos, empezaron a pasar carnes chisporroteantes y loco vino. Pero, bajo tierra, la banda de tamboriles, de topociegos, seguía sordamente.
A la medianoche, fui a la habitacion principal.
Antes de subir al coche, me puse el mantón de las mujeres casadas. Los parientes dormían, deliraban. Como no había novio me besé yo misma, mis propias manos.
Y partí hacia el sur.
3
Una tarde en que llovía misteriosamente sobre las cosas, y andaban por el jardín los cangrejos con su piel patética, y los hongos venenosos echaban un humo gris, y habían venido las vecinas, al través de las plantas todo mojadas, de los tártagos de ásperos perfumes, a visitar a mi madre, y estaban, de pie, riéndose, cada una con una langosta en el hombro, verde, brillante, recién caída del cielo, un caracol de azúcar; pero, sin darse cuenta de nada, se reían, y mi madre les contestaba riendo. Las vecinas con sus altas coronas de piedras de agua, parecían unas reinas salidas de la laguna, de lo hondo del pastizal.
Y yo, sin rumbo, allí, avanzaba, retrocedía, iba hasta la casa, salía, mirando pasar la lluvia, las nubes, la historia del jardín.
4
El carnaval nos llegó, apenas; allá en nuestro amado territorio.
Los arvejos ardían cargados de frutitas y de flores, y la papa de largo cuerno, y los boniatos rosados y peludos; y por el aire caminaban, tranquilas, las arañas; algunas como gotas de miel, pero, otras, de media negra y de plumón hasta piaban. Y la cala silvestre, con sus ojos y su barbijo. Y los grandes animales, de piedra y lana. Y estaba la casa. Sólo había dos hogares en la inmensa región. El nuestro y “el otro”. Nuestra familia y “la otra”; así nos denominábamos mutuamente.
A veces, cambiábamos un emisario, una liebre; o decíamos: Llueve “allá”.
Pero, pasaban años sin que nos viésemos. Los niños casaban bien pronto, con sus propias hermanas. Cuando la sed y el hambre eran terribles, se cercaba a un miembro de la familia, se le asaba; y la vida seguía.
Ahora era carnaval y el atardecer. Llegó un individuo de la otra casa. No se sabía si hombre o si mujer; pues, venía envuelto en un sayón y una máscara de cuernos largos como varas. Cenó, boniatos, arañas. Le preguntamos sobre lo que había ocurrido allá en esos últimos veinte años. Sacó un pliego, leía; pero, a veces, decía de memoria. Nos contó todos los velorios y los casamientos; las bodas y los asesinatos.
Bebió vino de raíces y durmió; luego, despertó, vívido, enamorado, y antes de que pudiéramos detenerle tomó a una de nuestras hermanas pequeñas, –Olavia, de nueve años–, y huyó con ella, tierra arriba; íbamos a buscar las flechas y las mazas; pero, él huía, la besaba, la abrazaba, le quitó la piel que la había abrigado casi desde su nacimiento; en un escondrijo la violó; ya en lo alto clavó una pica y una piedra, les puso su propio sayón y su máscara como techado.
Y así, comenzó la tercer casa.
5
Me acuerdo de la casa, –no sé por qué, de los días de tormenta–, cuando volvía de la escuela, casi huyendo, o no me dejaban ir a la escuela, y mamá, de pie, llamando a la pollada, las gallinas que cruzaban el jardín con las alas abiertas, seguidas por sus pollos de colores, rosados, celestes, amarillos, aquel alucinante pío-pío, y las nubes insólitas y grises, que, por un instante, barrían la huerta –los duraznos de mantón florido, los ciruelos de frío azúcar– y la devolvían enseguida, transparente bajo la lluvia, el arcoiris, casi al alcance de la mano, todo de menta, de pimpollos.
Y las noches de los días de borrasca, con el aire diáfano, cuando se hacían visibles los animales del monte, la zorra que ladraba y se reía, la comadreja y su canasto de hijos, que llegaban adentro mismo de la casa y nos robaban un bicho, un pedazo de cuero.
Y las horas deslizándose, mudas, después.
Y yo, allí, de pie, inmóvil, en el umbral, esperando no sé qué, que algo cayese del cielo, está en llamas el jardín natal.
6
Pasaban las nubes, cándidas, lanares, sobre el cielo azul y casi negro. Y ella en el bosque de manzanos; había huido de la casa sin quererlo, como una sonámbula. Los manzanos ardían con un aroma de antiguo azúcar, de miel de lilas. Y ella con esa malla pequeña, esa túnica que no le cubría un seno, que se le asomaba como un hongo comestible, que se pudiera comer crudo. Pero, el corazón estaba helado, latía apenas. Rememoró todo lo de la casa. El padre, rey pastor: la madre y las hermanas, un poco rosadas, bajo la diadema, las espigas; ella aún no tenía veinte años y nunca se había casado. Cómo empezó todo; aquella tarde, mientras cenaban en el jardín, de pronto, vino el pájaro negro, cayó el vencejo, justo sobre su hombro, todos la miraron aterrorizados, del cielo había caído el mandato, y en el aire se vio bien patente el sacrificio.
Ahora, las nubes rodaban sobre la tierra, dejó el manzano, empezó a andar ella también como una nube, entre las plantas, como un sahumerio, vio las tumbas, rodeadas de flores, de fragantes espárragos; caminó ciegamente, con los ojos bien abiertos. Llegó al altar, el dios la miró con su rostro eterno, se reclinó, veía arder la miel, la leche, la manteca.
El padre vino, al través de toda la tierra, de todas las plantas, se arrodilló, la besó casi. Ella aún podría huir, al fin y al cabo, los límites eran casi precisos, y más allá había otros prados y otros reyes, que, tal vez, la cobijaran dulcemente, y para toda la vida. Pero, de una cosa estaba bien segura; jamás iba a dar un solo paso más allá de la propiedad familiar. El padre la abrazó, recordó la noche en que la había engendrado, el pequeño grito de la entraña en que ella empezó a nacer, miró las estrellas de donde había manado la orden, la besó casi como a una novia, en los labios, en el seno desnudo como un hongo, y la mató.
7
Aquella mañana de junio, de mi cumpleaños, no sé si ocho o nueve años, cálida como de primavera, venía la fragancia de los árboles; algunas de las arañas de mi madre le tejían otro par de medias de plata; andaba el gigante; de tanto verle, casi no le hacía caso. En cierto modo custodiaba la huerta, molestaba poco, casi siempre en su pequeño predio dentro del nuestro, en su trabajo de hornos; estaba allí desde tiempos inmemoriales; a veces, recibía visitas, porque había otras chacras con otros gigantes; ese día se acercó demasiado, me miró, creo que hasta dijo algunas palabras
como golpes dados con las ramas. Yo me azoré, le seguí alrededor del jardín. Cuando entré vi que estaba la abuela, hablaba con mamá, de plantas, de copas, de cocina. Fui a espiar, otra vez, el canasto de masas que había llegado del pueblo, levanté el velo. Allí seguían los extraños seres, rojos, granates, celestes, con sus ojos de licor, sus dientes de purísima almendra, esos pocitos de miel, esos castillitos de azúcar; se me ocurrían cosas muy raras, me daba por ponerles nombres, hablarles, ponerles números, parecían bichitos de colores, cajitas de nácar, lamparillas. Mamá
dijo: –Ven acá, Rosamaría, no toques eso.
Y yo no iba a hacerlo. Me acerqué, a mi madre, a mi abuela. (Yo sólo era una pequeña niña con una corona de trenzas). Ellas hablaban de cosas remotas, siempre las mismas, con el mismo entusiasmo.
Salí otra vez al jardín. El gigante ya se había ido; una araña audaz tejía cerca de los claveles. Estaban las otras chacras y la soledad.
8
Antes de que cayese la chimenea vieja y el viento se transformara en huracán, cuando todavía vivían las dalias en torno de la casa, negras y rosadas, (a veces, entraban al comedor y seguían allí, por varios días), una noche, oí en sueños, que llamaban, y desperté, y vi todas las puertas y las ventanas abiertas; otra vez, me había olvidado de cerrar la casa. El corazón quería huírseme; pero, estaba helado. No podría ocultarme bajo la manta, porque mi cabello aparecía siempre desde cualquier parte; fui en puntas de pie, hasta el ropero; pero, no iba a poder vivir allí, como las
ratas, o las polillas de ojos negros y verdes alas, que yo conocía tan bien.
Y no me era posible volar; alguna vez, logré izarme sobre los árboles y descender en otra parte; pero, en ese instante, los brazos se me caían inertes. Pensé desesperadamente, en papá, en mamá, en mi hermana, que me habían abandonado allí hacía tanto tiempo, sin que yo supiese por qué; pasé la ventana bajísima, salí al jardín; pero, quien había llamado estaba atento a todo; las dalias notaban su extraña presencia, y rugían, se topaban, como perros, le ladraban. Yo empecé a huir, a esconderme tras de las flores, los troncos, las matas, empecé a llamar a mi padre, a mi madre, desaforadamente; pero, mi voz no tenía sonido. Corrí un poco, caí de rodillas, de bruces. Se oía el ladrido de las dalias, un paso impresionante.