de Cuaderno de los sueños

Manuel Iris


Mía,

hoy me he plantado
al centro de la hoja
para dejarle surcos
que se abren al acento
para que surjas tú:

Olor de miel, abierta cicatriz.

Estar aquí, Amor
es contemplar
cómo te sales de mis venas
interminablemente
por esta línea, flor y verso
en que te nombro.







Por encontrarte      Mía      por decirte
anduve solo de Catulo al alba
de Lautremont al pájaro
de Rilke hasta el grafiti
                              visité
las camas de los viejos el amor del asesino
los muslos intocados y la lengua que los lame
por la fuerza

y fui la herida y el golpe
el narrador y el diablo fui
la descripción de todo lo que existe
la fealdad      el que la bebe
con placer
de dos hermanos bellos

pero tu cuerpo Amor no ha sido dicho      No estás
en Bonifaz ni tus mejillas se encendieron
por la luz de Caravaggio      el amor
de Fra Filipo
tú no estás en Mingus
ni en la rumba
ni en la sangre que se agolpa
cuando el sudor se apaga.

               Tu belleza no existía.

Es la primera vez que alguien te dice
y soy el que ama por primera vez. 





Aparición

           No creas que te estoy requiriendo,
               Ángel. Aún si lo pretendiese, nunca vendrías;
               pues mi llamado queda siempre lejos.
                              Rilke, Elegías, IV.


I

Desprecias destruirme. Tu carne
adquiere —frente a mí— un calor
menos mortal. Afirma
el corazón su doble miedo
de mirarte y de abstenerse. Temor
de ojos mortales.

Suelto la voz
y agradezco tu vestido: que no ilumines
con tu piel terrible
mis defectos todos,
que no me arrastres a morir de luz.

II

Deviene tu presencia, acude
a sílaba de carne y de lamento
para insinuar tus pies
cuando te invoco
                             atrevimiento
concebido desde antes
de que sepas
      —hermosa más que el Ángel
y como él terrible—
que vas a marchitarte.

III

Quizá estás confundida, quizá
perenne, el ruido de tus pies
ha hecho callar las tardes
y tu vientre al ocultarse
provocó la noche.

De cualquier forma, Ángel de carne
Luz de carne, Piel de carne
no puedo resistir
tu desnudez de antes
y después de todo: Lo eterno es demasiado.
Tu presencia, si mortal, es una flama
que todo lo consume: Desnuda eres letal,

y no me escuchas.

IV

No estoy llamándote, flama clarísima
porque no canto en tono necesario para tocar tu oído
y porque mis palabras—las mejores—
se calcinan al rozarte
                              y aunque sé
por la verdad
por la distancia
por lo cruel
de nuestras dos naturalezas
que este poema jamás va a llegar a ti
lo arrojo hacia tu piel,

lo doy al fuego. 







No seas ridículo, hablante. ¿A quién le gustaría
que la llamen Mía?      Me pertenezco
de maneras menos obvias
y mi nombre es Inés.      Me llamo Inés
y tengo voz en este asunto.

Este libro no es tuyo
y no me importa lo que diga ella, tu lectora
(ciertamente es tu lectora) que no había
llegado a esta línea
porque no la habías escrito
cuando dijo eso: ni tu lectora soy.

Este verso no es tuyo, Manuel Iris, no seas infantil.

No sabes escribir y no tienes derecho
de nombrarme. 







Los ángeles no existen. Yo soy de letras
y no puedo vulnerarte,
aunque lo hago.

No paras de mentir, malabarear
esa retórica fundada en nuestras dos naturalezas
y alejarme, quitarme voluntad.

¿Qué pasaría si quiero caminar desnuda?

Cuando me vaya al parque de los adolecentes
no quiero verte allí porque no puedes resistirme
y la verdad
no estoy para esas cosas.

Mi carne, aunque palabra
pide carne. Los ángeles no existen.

Me llamo Inés
y tengo voz en este asunto. 





Mirándola dormir

           He leído en tu oreja que la recta no existe
                              Gilberto Owen


Como esta voz, mi lengua busca
el laberinto de tu oreja
y yo te escribo y sé muy bien
que hay algo —hay un lugar— más bello
que tu vientre
aunque jamás lo he visto.

En cambio se revelan
—entrega de la espuma, oseznos de la luz—
tus pies de pan de dulce.

Y no saber el cómo apareciste, no haber vivido
en el momento que tu espalda fue la rosa, abierta luz
de lo que significas.

Afuera escucho algo.

Afuera del poema algo te dice un canto
más hermoso que la piel
pero también más vivo: una caricia: lengua bajo lengua,
sonido bajo letra
en acto de buscarte.

¿En qué momento me has atravesado? ¿Cuándo
tu luz—incendio, llamarada—se clavó en mi pecho?

Hoy puedo hacer un verso en que no mueras nunca.

Un cáliz, un jarrón, un algo que contenga
vino enloquecido, danza, fruta
lenta
            carne en movimiento
para entrar en otra carne.

Creyente de tu forma, en mi oración
he decidido no ceder al verbo de tu ombligo, a la floresta
del verano en tus pezones, a todos tus aromas.

Hoy no quiero morir: No quiero ver el río
que se duerme en tus muñecas. No quiero andar
la forma en que te extiendes de tu piel hasta la piel
de todo lo que existe.