de Diario cómplice
Luis García Montero
I, IX
Quizás sólo nos falte
ser algo menos jóvenes, sentir en otro tono
más distante la vida
sin abusos
con nuestra inevitable humanidad.
De nuevo el paraíso.
Otra vez en la suerte de una casa
no demasiado grande, bajo el sol de los viernes,
un refugio sincero en la colina
donde mirar la tierra con forma de caricia,
mientras marzo se va y abril levanta
la frente de los campos heredados,
a dos horas de viaje.
Junto al cristal dolido de la puerta,
me gusta comprobar que te desean
las raíces por mí, cuando se ciñen
con sus dedos salvajes a tu cuerpo,
a tus enormes días de pezones pequeños,
como sombras de olivo.
Igual que lo hace un sueño, bajas por la pendiente
para dormir conmigo,
incendiando
el encubierto reino de la luz retirada,
que no calla los pleitos de la carne
ni le pone distancia
al ruido mundanal de su vocabulario,
heredado también con estas piedras.
Aunque es más blanco el humo de los leños
y flota en son de paz
sobre el envejecido silencio de estos montes,
aunque los himnos de atardecer
debilitan las voces, acercándolas,
no conozco la senda que me aparte
de un cuerpo al que pedirle dignidad,
un cuerpo no invitado a sus aniversarios, ese calor litúrgico
de los antepasados
y los bailes antiguos
con los hombros desnudos
parecidos al mar.
Es imposible retirarse a tiempo.
Es imposible,
mientras yo me aventuro a sorprendernos,
decirte, conocerte,
tener un privilegio.
Y de nada nos sirven esas horas
que no son de tu edad ni de la mía.
I, XIII
Los pinos han alzado su frente pensativa.
Tu soledad, tan mal documentada,
ignora que va un poco más desnuda
la gente por la calle
y que la piel se abre con el cielo
de azul tumultuoso,
mitad canción, mitad moneda falsa.
Más que sobre los campos,
volvió la primavera
bajo la transparencia de un vestido
o en el jardín ambiguo
que se apoya
—alarmado de mirlos y vencejos—
con más vida en el muro de la casa.
Sólo en ti, como sombras, se levantan
los cuerpos intuidos,
la huella inacabada de los pájaros,
lo que tienen de ajeno
sus juegos en el aire navegable.
Y los miras surgir,
o desaparecidos,
intrigando en las ramas donde el amor intriga
para escribir los versos
que de nosotros nacen
como del mar los restos de un naufragio.
Dos cosas representas:
tristeza y hermosura,
limitación
y alas para un sueño.
I, XX
Se descalzan los días
para pasar de largo sin que nos demos cuenta.
Son casi despedidas, casi encuentros
—felices pero incómodos—
de cuerpos que se miran
y que aplazan la cita.
Aunque detrás,
suelen quedarnos huellas que no son los recuerdos.
De aquel jardín inculto yo conservo
el hombre que venía a desearte,
a caminar sin ti,
silvestre y solo.
Porque de ti le hablaban las adelfas,
con sus ramas difíciles como muchachas jóvenes,
y las palmeras altas igual que tu desnudo,
y aquel cielo corrido
que buscaba
la luz con que el amor te distingue los ojos.
No envejecemos nunca. Tal vez no envejecemos.
Y ahora puedo decírtelo,
cuando tú me recuerdas las adelfas,
y tu desnudo en arco dibuja una palmera,
y los ojos se nublan
sobre el jardín silvestre de los enamorados.
Tal vez no envejecemos. O es acaso que el tiempo
se quitó los tacones para no molestarnos.
O es acaso el deseo
que camina en los labios todavía descalzo.
Quizás sólo nos falte
ser algo menos jóvenes, sentir en otro tono
más distante la vida
sin abusos
con nuestra inevitable humanidad.
De nuevo el paraíso.
Otra vez en la suerte de una casa
no demasiado grande, bajo el sol de los viernes,
un refugio sincero en la colina
donde mirar la tierra con forma de caricia,
mientras marzo se va y abril levanta
la frente de los campos heredados,
a dos horas de viaje.
Junto al cristal dolido de la puerta,
me gusta comprobar que te desean
las raíces por mí, cuando se ciñen
con sus dedos salvajes a tu cuerpo,
a tus enormes días de pezones pequeños,
como sombras de olivo.
Igual que lo hace un sueño, bajas por la pendiente
para dormir conmigo,
incendiando
el encubierto reino de la luz retirada,
que no calla los pleitos de la carne
ni le pone distancia
al ruido mundanal de su vocabulario,
heredado también con estas piedras.
Aunque es más blanco el humo de los leños
y flota en son de paz
sobre el envejecido silencio de estos montes,
aunque los himnos de atardecer
debilitan las voces, acercándolas,
no conozco la senda que me aparte
de un cuerpo al que pedirle dignidad,
un cuerpo no invitado a sus aniversarios, ese calor litúrgico
de los antepasados
y los bailes antiguos
con los hombros desnudos
parecidos al mar.
Es imposible retirarse a tiempo.
Es imposible,
mientras yo me aventuro a sorprendernos,
decirte, conocerte,
tener un privilegio.
Y de nada nos sirven esas horas
que no son de tu edad ni de la mía.
I, XIII
Los pinos han alzado su frente pensativa.
Tu soledad, tan mal documentada,
ignora que va un poco más desnuda
la gente por la calle
y que la piel se abre con el cielo
de azul tumultuoso,
mitad canción, mitad moneda falsa.
Más que sobre los campos,
volvió la primavera
bajo la transparencia de un vestido
o en el jardín ambiguo
que se apoya
—alarmado de mirlos y vencejos—
con más vida en el muro de la casa.
Sólo en ti, como sombras, se levantan
los cuerpos intuidos,
la huella inacabada de los pájaros,
lo que tienen de ajeno
sus juegos en el aire navegable.
Y los miras surgir,
o desaparecidos,
intrigando en las ramas donde el amor intriga
para escribir los versos
que de nosotros nacen
como del mar los restos de un naufragio.
Dos cosas representas:
tristeza y hermosura,
limitación
y alas para un sueño.
I, XX
Se descalzan los días
para pasar de largo sin que nos demos cuenta.
Son casi despedidas, casi encuentros
—felices pero incómodos—
de cuerpos que se miran
y que aplazan la cita.
Aunque detrás,
suelen quedarnos huellas que no son los recuerdos.
De aquel jardín inculto yo conservo
el hombre que venía a desearte,
a caminar sin ti,
silvestre y solo.
Porque de ti le hablaban las adelfas,
con sus ramas difíciles como muchachas jóvenes,
y las palmeras altas igual que tu desnudo,
y aquel cielo corrido
que buscaba
la luz con que el amor te distingue los ojos.
No envejecemos nunca. Tal vez no envejecemos.
Y ahora puedo decírtelo,
cuando tú me recuerdas las adelfas,
y tu desnudo en arco dibuja una palmera,
y los ojos se nublan
sobre el jardín silvestre de los enamorados.
Tal vez no envejecemos. O es acaso que el tiempo
se quitó los tacones para no molestarnos.
O es acaso el deseo
que camina en los labios todavía descalzo.