de El ángel fumador
Laura Campmany
Quien dice alegría
I
Llegó la primavera y, de su mano,
las tiernas hojas y la luz temprana,
el pálido estornudo del almendro
y un cielo azul radiante y cristalino.
Es la vida, que puja entre las ruinas
del olvidado Edén.
Voy mirando las cosas con los ojos alzados,
y canto la victoria
de los placeres súbitos,
y me digo que nunca,
nunca debiera un hombre confinar el perfume
del jazmín.
Para volar se hicieron los aromas.
Para estallar, intensos e insumisos,
y propagarse luego,
y evaporarse al punto,
y reír, y acabar.
A mis flores les pido
siempre una esencia breve, pero nueva,
y si no, las destruyo.
Donde la ausencia
I
Yo sé porque los hombres
venimos a este mundo con dos manos:
a dar con una de ellas, tristemente,
lo que tomó la otra con agrado.
A dejar el hogar de tus mayores,
sus felices cazuelas humeantes,
ese tul radical que te envolvía
y ese amor que jamás se terminaba,
para abrazar el culto y los trabajos
de una morada enferma de ladrillos,
perforada de surcos y palomas,
escéptica de besos,
y tan alzada al borde del invierno.
A subir esta cuesta que termina
donde se abre a tus pies una garganta,
donde es el corazón el que se cierra.
El camino es el mismo,
pero ya nadie canta.
Y a regresar al útero materno
que devuelve a los hombres a la tierra.
III
Se va mi juventud, y no lo entiendo.
¡Cómo si yo la hubiera maltratado!
Como si no me hubiera desvivido
por estúpidamente celebrarla,
por seguirla en sus órbitas morales,
por arder en su cera peligrosa,
y arroparla en su frío,
y asistirla en su parto de manzanas.
Se va mi juventud, y se diría
que solo me abandona por capricho,
pero tan decidida como siempre.
A mí, que la invité a cenar estrellas,
y a bailar en los pórticos del alba.
Me deja sin rencor y no tiene la culpa.
La culpa es de este siglo, que me pesa,
o de este cuerpo torpe, que me falla,
o de este plenitud en cautiverio.
Yo nunca le he pedido que se vaya,
pero cómo impedirlo, cuando nadir
se marcha tan despacio y tan en serio.
VII
Fumar no es un pecado.
Es solo una venganza
por las muchas maneras que ha tenido,
la vida, de dolerme.
Yo habría preferido ser una nube blanca,
ser dura como el hielo,
reinar en las alturas,
blindarme de cristales,
y no caer jamás en las marmitas
que recogen las lágrimas del cielo.
Yo habría preferido
no buscar mis cenizas en tus brasas,
ni donarle mis órganos al mundo.
Pero no sé si sabes
que hay hombres que entre herir y aniquilarse
prefieren lo segundo.
Yo he optado por llevar siempre conmigo
un coágulo de espuma en la garganta.
El ángel fumador,
me llamaba un amigo . . .
X
Ya estabais algo muertos
vosotros, los que hicisteis de mi vida
una fibrilación de soledades
y me dejasteis huérfana en aquella
habitación con vistas al vacío.
Ya no estabais allí cuando pensaba
que ante mí, torvamente, se extendía
una calamidad de cementerios,
una alfombra sin huellas,
un valle despoblado
y sordo como un campo de batalla.
En aquellos momentos de amargura,
no recuerdo el teléfono sonando.
Me dejasteis aquí sin una sola
pregunta o sugerencia.
Y os fuisteis apagando,
y erais como una sombra de perfiles inciertos,
cuando me desperté de vuestra ausencia.
Cuando supe que estabais
completamente muertos.
I
Llegó la primavera y, de su mano,
las tiernas hojas y la luz temprana,
el pálido estornudo del almendro
y un cielo azul radiante y cristalino.
Es la vida, que puja entre las ruinas
del olvidado Edén.
Voy mirando las cosas con los ojos alzados,
y canto la victoria
de los placeres súbitos,
y me digo que nunca,
nunca debiera un hombre confinar el perfume
del jazmín.
Para volar se hicieron los aromas.
Para estallar, intensos e insumisos,
y propagarse luego,
y evaporarse al punto,
y reír, y acabar.
A mis flores les pido
siempre una esencia breve, pero nueva,
y si no, las destruyo.
Donde la ausencia
I
Yo sé porque los hombres
venimos a este mundo con dos manos:
a dar con una de ellas, tristemente,
lo que tomó la otra con agrado.
A dejar el hogar de tus mayores,
sus felices cazuelas humeantes,
ese tul radical que te envolvía
y ese amor que jamás se terminaba,
para abrazar el culto y los trabajos
de una morada enferma de ladrillos,
perforada de surcos y palomas,
escéptica de besos,
y tan alzada al borde del invierno.
A subir esta cuesta que termina
donde se abre a tus pies una garganta,
donde es el corazón el que se cierra.
El camino es el mismo,
pero ya nadie canta.
Y a regresar al útero materno
que devuelve a los hombres a la tierra.
III
Se va mi juventud, y no lo entiendo.
¡Cómo si yo la hubiera maltratado!
Como si no me hubiera desvivido
por estúpidamente celebrarla,
por seguirla en sus órbitas morales,
por arder en su cera peligrosa,
y arroparla en su frío,
y asistirla en su parto de manzanas.
Se va mi juventud, y se diría
que solo me abandona por capricho,
pero tan decidida como siempre.
A mí, que la invité a cenar estrellas,
y a bailar en los pórticos del alba.
Me deja sin rencor y no tiene la culpa.
La culpa es de este siglo, que me pesa,
o de este cuerpo torpe, que me falla,
o de este plenitud en cautiverio.
Yo nunca le he pedido que se vaya,
pero cómo impedirlo, cuando nadir
se marcha tan despacio y tan en serio.
VII
Fumar no es un pecado.
Es solo una venganza
por las muchas maneras que ha tenido,
la vida, de dolerme.
Yo habría preferido ser una nube blanca,
ser dura como el hielo,
reinar en las alturas,
blindarme de cristales,
y no caer jamás en las marmitas
que recogen las lágrimas del cielo.
Yo habría preferido
no buscar mis cenizas en tus brasas,
ni donarle mis órganos al mundo.
Pero no sé si sabes
que hay hombres que entre herir y aniquilarse
prefieren lo segundo.
Yo he optado por llevar siempre conmigo
un coágulo de espuma en la garganta.
El ángel fumador,
me llamaba un amigo . . .
X
Ya estabais algo muertos
vosotros, los que hicisteis de mi vida
una fibrilación de soledades
y me dejasteis huérfana en aquella
habitación con vistas al vacío.
Ya no estabais allí cuando pensaba
que ante mí, torvamente, se extendía
una calamidad de cementerios,
una alfombra sin huellas,
un valle despoblado
y sordo como un campo de batalla.
En aquellos momentos de amargura,
no recuerdo el teléfono sonando.
Me dejasteis aquí sin una sola
pregunta o sugerencia.
Y os fuisteis apagando,
y erais como una sombra de perfiles inciertos,
cuando me desperté de vuestra ausencia.
Cuando supe que estabais
completamente muertos.