de Cementerio de elefantes
Jeanne Karen
Aquí están las palabras que me dan cuerpo
Aquí está el dolor interminable
y la sombra de ese dolor
que me sacude
Aquí el corazón que estalla
y dicta el prodigio de la muerte
El corazón cómplice de los sepultureros
el músculo que arremete contra la sangre a la hora del placer
y la degusta y la hace suave como un pañuelo de seda
El corazón que se agita y llama
y reconoce el aullido del otro
El corazón de la bondad que se abre para que todo entre
La manzana que brilla entre los huesos
El corazón de la nada
El corazón que resplandece como un pez en el río
El corazón que escapa
y se disuelve como una cucharada de polvo rojo
El corazón que no ama
y el que no es amado
y se funde docílmente con otros blandos minerales
Cuando haya muerto
di que me dejaste sola
que dejaste en mí la cortina de tiniebla ondeando
que repartiste besos
lejos de mi tierra de nuestra patria lejos
que no volviste hasta que las provisiones de amor se terminaron
hasta que algo te sacudía y te volvía tormenta
di que te cansaste de esperar a que mis amarras cedieran
que no piqué con mi boca ningún anzuelo
que me quedé varada en una playa
desde donde se ve todo y todo pasa y no regresas
Que mi encierro fue necessario
para protegerme de mí misma
para protegerme de heredades de amor y de odio
para guadarme del mundo que sin más
deseaba romperme en todas mis partes brillantes
y en las pequeñas constelaciones que mi cuerpo guardaba
Di que te fuiste con la marea y que volverías
cuando estuviera domesticada y tranquila
que las aguas de los días traerían de vuelta
tus pupilas y sus presas
la sal
el encono
y que regresarías a ver
cómo tu monstruo había cambiado
cómo poco a poco dejó en paz a la ventana
y no se escuchó
por una noche
un solo vidrio roto
Creí que me faltaban partes
una cicatriz nocturna en la línea vertebral,
las limaduras entre las rodillas,
los libros de ciencia que se escondieron entre el muro y la escalera,
algún verso deshecho que desde la tierra hundida
vociferaba artefactos ridículos que robé todo el tiempo al mundo.
Entonces no era un pájaro todavía;
sólo recortes de materia y la casa estaba lejos ya,
en manos de otro silencio, en otro vacío que se conformaría,
definitivamente,
con la sala de mi cuerpo para estar.
Tierras fértiles para la nieve,
capas y capas de blanco sobre blanco con diferentes nombres.
Me escribiste de tu dolor en el riñon, en la espalda lo interminable,
de la soledad que pesa sobre todo en el sombrero,
en los guantes para el invierno,
en algunas palabras,
y de la mermelada y el pan que no mantienen el sabor.
Para mí todo es igual aquí adentro,
un frío provocado por la ausencia de uno mismo.
Ya no acerco el sillón para mirar hacia fuera por los huecos de los ojos,
estoy en otra parte ahogándome
y sin embargo tú caminas sobre los campos secos,
con la verdad de tu cuerpo, con la poesía por dentro
que se consume en un fuego denso y terrible que te permite seguir.
Hablamos de la oscuridad
o de las ballenas que cantan cerca de sus hijos
las canciones del océano más distante.
Algunas parejas están desnudas en la misma postal.
Pero también hablamos de la noche, de cuando alguien
enciende las luces de casa para distinguirla,
igual que un barco pequeño en alta mar.
Y no: yo no encendí ninguna luz,
ni siquiera esa que va por dentro
o la lámpara contra el alba.
Tú encendiste la luna algunas noches
para que se te borrara después con los años.
Sólo pensé: te seguiré contando esta historia,
te hablaré acerca de los cráteres y del conejo.
Acomodé mi oscuridad y te mostré
cómo era que me quedaba entre las ramas una lechuza más,
unos ojos desorbitados entre las hojas,
una bestia pequeña lista para herir, para aniquilar.
Sabía que iba a matarte un día; sin embargo
la puerta era lo único que había entre los dos.
Me protegiste de mí, me salvaste entre tus garras,
lejos de la desaparición de los otros, los que escudriñan,
los que se acercaban a mirarse en el pozo muerto.
De la tierra de nuestras manos
nace la sal
la entraña de un día que nos pertenece
un momento en que la palabra pinta
cordeles que nos aprietan para apearnos
y subir al cuerpo
la montura de la luz
Algo nos recorre para no desaparecer
en medio del cuadro
una arcada
y toda la melancolía se desprende con el agua
Aquí está el dolor interminable
y la sombra de ese dolor
que me sacude
Aquí el corazón que estalla
y dicta el prodigio de la muerte
El corazón cómplice de los sepultureros
el músculo que arremete contra la sangre a la hora del placer
y la degusta y la hace suave como un pañuelo de seda
El corazón que se agita y llama
y reconoce el aullido del otro
El corazón de la bondad que se abre para que todo entre
La manzana que brilla entre los huesos
El corazón de la nada
El corazón que resplandece como un pez en el río
El corazón que escapa
y se disuelve como una cucharada de polvo rojo
El corazón que no ama
y el que no es amado
y se funde docílmente con otros blandos minerales
Cuando haya muerto
di que me dejaste sola
que dejaste en mí la cortina de tiniebla ondeando
que repartiste besos
lejos de mi tierra de nuestra patria lejos
que no volviste hasta que las provisiones de amor se terminaron
hasta que algo te sacudía y te volvía tormenta
di que te cansaste de esperar a que mis amarras cedieran
que no piqué con mi boca ningún anzuelo
que me quedé varada en una playa
desde donde se ve todo y todo pasa y no regresas
Que mi encierro fue necessario
para protegerme de mí misma
para protegerme de heredades de amor y de odio
para guadarme del mundo que sin más
deseaba romperme en todas mis partes brillantes
y en las pequeñas constelaciones que mi cuerpo guardaba
Di que te fuiste con la marea y que volverías
cuando estuviera domesticada y tranquila
que las aguas de los días traerían de vuelta
tus pupilas y sus presas
la sal
el encono
y que regresarías a ver
cómo tu monstruo había cambiado
cómo poco a poco dejó en paz a la ventana
y no se escuchó
por una noche
un solo vidrio roto
Creí que me faltaban partes
una cicatriz nocturna en la línea vertebral,
las limaduras entre las rodillas,
los libros de ciencia que se escondieron entre el muro y la escalera,
algún verso deshecho que desde la tierra hundida
vociferaba artefactos ridículos que robé todo el tiempo al mundo.
Entonces no era un pájaro todavía;
sólo recortes de materia y la casa estaba lejos ya,
en manos de otro silencio, en otro vacío que se conformaría,
definitivamente,
con la sala de mi cuerpo para estar.
Tierras fértiles para la nieve,
capas y capas de blanco sobre blanco con diferentes nombres.
Me escribiste de tu dolor en el riñon, en la espalda lo interminable,
de la soledad que pesa sobre todo en el sombrero,
en los guantes para el invierno,
en algunas palabras,
y de la mermelada y el pan que no mantienen el sabor.
Para mí todo es igual aquí adentro,
un frío provocado por la ausencia de uno mismo.
Ya no acerco el sillón para mirar hacia fuera por los huecos de los ojos,
estoy en otra parte ahogándome
y sin embargo tú caminas sobre los campos secos,
con la verdad de tu cuerpo, con la poesía por dentro
que se consume en un fuego denso y terrible que te permite seguir.
Hablamos de la oscuridad
o de las ballenas que cantan cerca de sus hijos
las canciones del océano más distante.
Algunas parejas están desnudas en la misma postal.
Pero también hablamos de la noche, de cuando alguien
enciende las luces de casa para distinguirla,
igual que un barco pequeño en alta mar.
Y no: yo no encendí ninguna luz,
ni siquiera esa que va por dentro
o la lámpara contra el alba.
Tú encendiste la luna algunas noches
para que se te borrara después con los años.
Sólo pensé: te seguiré contando esta historia,
te hablaré acerca de los cráteres y del conejo.
Acomodé mi oscuridad y te mostré
cómo era que me quedaba entre las ramas una lechuza más,
unos ojos desorbitados entre las hojas,
una bestia pequeña lista para herir, para aniquilar.
Sabía que iba a matarte un día; sin embargo
la puerta era lo único que había entre los dos.
Me protegiste de mí, me salvaste entre tus garras,
lejos de la desaparición de los otros, los que escudriñan,
los que se acercaban a mirarse en el pozo muerto.
De la tierra de nuestras manos
nace la sal
la entraña de un día que nos pertenece
un momento en que la palabra pinta
cordeles que nos aprietan para apearnos
y subir al cuerpo
la montura de la luz
Algo nos recorre para no desaparecer
en medio del cuadro
una arcada
y toda la melancolía se desprende con el agua