Tengo 11 años, ahora y para siempre.
Nací en el Barrio FendeSal de Soyapango,
cerca de San Salvador, pero a mí nadie,
nunca, me salvó.
Mi padre fue asesinado por pandilleros
de la Mara Salvatrucha,
le quitaron una soda y una cora; no tenía más,
ganaba tres dólares al día en el vertedero.
Yo le ayudaba jalando el carro
y a veces encontrábamos comida
en las bolsas de desechos que llegaban de Metrocentro
y regresábamos contentos a la casa.
Huí de Soyapango con Pablo, de quince años,
mi amigo de la calle.
Quería ser futbolista como yo y jugar
en la Selecta, iríamos a la MLS a probar suerte,
por eso intentamos llegar a Estados Unidos,
donde hay más dólares que pandillas.
En un local de tortas mexicanas,
en Coatepeque, Guatemala, miré en la tele
un bárbaro documental sobre el Mágico González:
jugando para el mejor Cádiz de la historia
le metió dos goles al Barcelona
el año en que nació mi padre: 1984;
lloré de la emoción.
Dos días hasta llegar a la frontera con México;
atravesamos el río y subimos al tren La Bestia
adelante de Tecún, en Ciudad Hidalgo.
Antes de Arriaga me quedé dormido
y todavía sigo cayendo.
Llevaré para siempre, como el Mágico,
un 11 tatuado en la espalda;
quizá por el número de bolsas en que guardaron,
todo partido, mi cuerpo;
tal vez porque traía puesta la camisa de la Selecta
con la misma cifra o porque la muerte lleva
el 11 infinito de las vías del tren grabado en el vientre.
Antes de caer, Pablo me contó este sueño:
Veía yo a Roque Dalton levantarse de entre los vivos
y venir de nuevo al mundo de los muertos.
A su diestra, el Mágico González driblaba a la muerte
y le hacía la “culebrita macheteada”
pateando cabezas decapitadas de pandilleros cuscatlecos,
haciéndole tremendo caño entre las piernas.
El estadio Flor Blanca estaba lleno, había un velorio inmenso
donde la muchedumbre velaba a todos los migrantes muertos.
Sé que Dios juega futbol allá en el cielo.
Pero aún no quiero estar en su equipo.
Me quedaré esperando en la banca
hasta que me llamen, sonriendo,
mi amigo Pablo y el Mágico González
para jugar con ellos.
Sermón del migrante (bajo una ceiba)
Declaro: Que mi amor a Centroamérica muere conmigo.
Francisco Morazan
Y Dios también estaba en exilio, migrando sin término;
viajaba montado en La Bestia y no había sufrido crucifixión
sino mutilación de piernas, brazos, mudo y cenizo todo Él
mientras caía en cruz desde lo alto de los cielos,
arrojado por los malandros desde las negras nubes del tren,
desde góndolas y vagones laberínticos, sin fin;
y vi claro cómo sus costillas eran atravesadas
por la lanza circular de los coyotes, por la culata de los policías,
por la bayoneta de los militares, por la lengua en extorsión
de los narcos, y era su sufrimiento tan grande
como el de todos los migrantes juntos, es decir,
el dolor de cualquiera; antes, mientras estaba Él en Centroamérica,
esa pequeña Belén hundida en la esquina rota del mundo,
nos decía en su sermón del domingo, mientras bautizaba
a los desterrados, a los expatriados, a los sin tierra,
a los pobres, en las aguas del agonizante río Lempa:
“El que quiera seguirme a Estados Unidos,
que deje a su familia y abandone las maras, la violencia,
el hambre, la miseria, que olvide a los infames
caciques y oligarcas de Centroamérica, y sígame”;
y aún mientras caía, antes aun de las mutilaciones,
antes de que lo llevaran al forense hecho pedazos
para ser enterrado en una fosa común como a cualquier otro
centroamericano, como a los cientos de migrantes
que cada año mueren asesinados en México,
mientras caía con los brazos y las piernas en forma de cruz,
antes de llegar al suelo, a las vías, antes de cortar Su carne
las cuadrigas de acero y los caballos de óxido de La Bestia,
antes de que Su bendita sangre tiñera las varias coronas de espinas
que ruedan sobre los rieles clavados con huesos
a la espalda del Imperio mexica, el Señor recordó en visiones
a su discípulo Francisco Morazán y le dio un beso en la mejilla,
y tomó un puñado de tierra centroamericana y ungió con ella
su corazón y su lengua, y recordó que Morazán le preguntó una vez,
mientras yacían bajo la sombre de una ceiba,
aquella en la que había hecho el milagro de multiplicar el aguardiente
y las tortillas: “Maestro, ¿qué debemos hacer si nos detienen
y nos deportan?”, a lo que Él respondió: “Deben migrar setenta
veces siete, y si ellos les piden los dólares y los vuelven a deportar,
denles todo, la capa, la mochila, la botella de agua, los zapatos,
y sacudan el polvo de sus pies, y vuelvan a migrar nuevamente
de Centroamérica y de México, sin voltear a ver más nunca, atrás...”
Oracion del migrante
Levantar: solemos usar en el lenguaje noticioso “levantar” y palabras derivadas para referirnos al delito de privar a una persona de la libertad ilegalmente. En su aceptación hoy generalizada mediáticamente, tal vez dicha expresión provenga del argot delincuencial o policial que la acuñó para disimular la retención, secuestro o detención ilegal o arbitraria de personas (con frecuencia seguida de secuestro, tortura, asesinato o desaparición).
“LEVANTA” COMANDO A OCHO MIGRANTES
Un comando “levantó” a ocho migrantes centroamericanos, tres hombres y cinco mujeres, cuando rezaban en un templo de la Ranchería Buenavista del municipio de Macuspana, a 80 kilómetros al sur de Villahermosa, Tabasco, confirmó la policía local.
No quiero levantarme, padre.
No me levantes, madre.
Prefiero caer, prefiero caer,
en los filosos y amorosos brazos de La Bestia.
Nadie quiere ser levantado, madre.
Nadie quiere ser levantado, padre.
Me levantabas para ir al colegio, padre.
Me levantabas para ir a jugar, madre.
Me levantaba del sueño la caricia de tus manos,
madre, me levantaban de la mesa tus palabras,
padre, y yo levantaba la cara hacia el sol.
Una vez levantados íbamos a la milpa,
íbamos al bosque, a los yerbajes del tiempo.
Pero aquí en Tenosique, padre,
otros me han levantado, madre.
Con humillaciones, con torturas,
con violaciones, con masacre.
Me han levantado más temprano
y más tarde que usted, madre,
y para siempre, Padre.
No quiero ya que me levanten.
Nunca levantarme,
que nadie más me levante.
Las sábanas que cubren mi rostro
no son blancas, están teñidas de sangre.
Llévense mi cuerpo en andas, hasta Honduras.
Llévense mis lágrimas, mi cuerpo, a lomo de ataúd.
Llévense mis huesos negros y entiérrenlos en Tegus.
No quiero que vuelvan a levantarme, padre.
No quiero que regresen a levantarme, madre.
No quiero ser levantado. Díganles que no estoy.
Nunca me levantes, padre.
Nunca me levantes, madre.
Identifican restos de 8 migrantes hondureños asesinados en México
Era el tiempo de los decapitaciones,
de los bosques de renglones en blanco,
del aire oscurecido por parvadas de mudos pájaros.
La sangre había perdido su color
por la anemia del miedo,
pero la lluvia era más roja que la vergüenza
y ametrallaba sin piedad al corazón,
ese casquillo sin pólvora,
sílaba de carne percutida por el pánico.
La luna estaba muerta,
roja gota pisoteada contra el cielo
por las botas de los bárbaros
que habían derramado
sus vísceras de luz entre los rieles.