Televisión: las mil y una noches
Roberto Merino
1. Educación libidinal
Identifico el momento en que entré en “uso de razón” con la llegada de la televisión a mi casa. Mis recuerdos anteriores a ese momento son numerosos pero fragmentarios. Me veo en distintos estados emocionales, con distintas vestimentas, en distintos sectores de la casa, pero no logro establecer una continuidad entre los episodios. Incluso en los más remotos recuerdos simplemente me alcanzo a divisar, por ejemplo, parado en un patio de baldosas verdes, pero ni siquiera sé qué estaba haciendo ahí.
Aquella era una buena forma de vivir, algo así como unas vacaciones a las orillas de la irrealidad. Ejercía el yo sin tener mucha conciencia de esa categoría. Me suponía vagamente inscrito en la legión de los niños buenos. A veces llovía y me ponían adentro de la casa, junto a una estufa. De repente estaba en la playa junto a mi madre, de repente despertaba en Santiago siendo llevado en brazos por mi papá por unas calles de noche regresando de alguna parte. O estaba en mi cama, antes de dormir, revisando un libro con la historia ilustrada de unos gatos que guardaba bajo la almohada.
Acompañaba a mi mamá al centro, a dejar libretos a la radio Minería, y nunca trataba de entender qué era la radio Minería. Ahora sé que lo que ella llevaba eran libretos, pero entonces no sabía ni preguntaba a qué iba mi mamá a esa zona de la realidad llamada radio Minería. Todo esto era antes de la edad de los por qué. Simplemente me fijaba en cosas específicas, como el bronce: el bronce de los portones del edificio, el de las barandas, el de las manillas, el de la plaquita perforada con los números de los pisos sobre el ascensor. Definitivamente no había continuidad: luego ya no era el bronce sino el olor a cuero de unas oficinas acolchadas, con luz de lámpara en pleno día, y alguien abría una puerta de dos hojas y uno giraba la cabeza y se veía un escenario con instrumentos y cables y ajetreo.
El primer televisor lo vi en un departamento del centro en la derivación de una de estas excursiones. Nuevamente no sabía qué fue a hacer mi mamá a ese lugar. El televisor estaba apagado y no me produjo ninguna emoción en particular, como no fuera la de enterarme de que lo habían traído de Estados Unidos.
La televisión educó la atención de otra manera. Se trataba de algo que empezaba con la carta de ajuste, lo que equivalía a una espera larga, y terminaba con la imagen de Cristo con los brazos abiertos, la misma que yo había visto sobre el umbral de la Universidad Católica, en la Alameda, lo que equivalía a un adiós. De a poco el día empezó a medirse en programas, y los programas a subdividirse en réclames. Algunos de estos réclames no eran más que unos carteles fijos—con locución y música—y casi se podía percibir la mano que cambiaba un cartel por otro cada minuto y medio. Fue una adaptación progresiva a una nueva forma del tiempo, porque al principio la perplejidad todavía me acompañaba: creía que el señor que publicitaba los caramelos Yo-Yo, redondos, a diferencia de los Cri-Cri, era Walter Lantz, el creador de El pájaro loco. Y me desesperaba la tontera ajena cada vez que pasaban ese aviso en que alguien hacía un gol en un arco vacío mientras una voz en off decía: ¿y el arquero dónde está?: ¡comiendo galletas McKay!
La televisión para mí fue una forma de entender que el mundo era una cuestión muy amplia, y que no podía captarlo en su caótica simultaneidad. Acaso la primera noción que tuve de la distancia fue el aviso de Iberia: una secuencia de personas serias, hieráticas, que levantaban la vista hacia el cielo ante el inferido paso de un avión. Sensación de vértigo: un abismo invertido. Lo que se encarama tan alto es porque se va muy lejos.
Mis padres fueron mis profesores de televisión. Me gustaba mirar los programas que ellos veían, no por los programas mismos, sino porque podía cazar furtivamente los comentarios que hacían. A través de ese mecanismo aprendí que existía “la política,” y que algunos políticos de los debates eran payasos, fantasiosos, descriteriados, lateros, o bien serios, juiciosos, confiables, caballeros. En una película cuyo nombre he olvidado, quizás actuaban Gregory Peck y Sue Lyon o Carol Linley, me di cuenta de que las niñas preciosas podían ser muy malas: la trastocación del esquema habitual de la bruja mugrienta, encorvada, dueña de una nariz de gancho y de un lunar peludo.
Igualmente, las diferencias sociales se hicieron evidentes primero que nada en la televisión. Un niño de muy corta edad es esencialmente democrático: sólo ve personas y no se le ocurriría hacer diferencias de calidad entre una y otra (sabe que existen seres terribles y degradados: los ladrones, pero éstos son habitantes de la noche, nunca vistos, casi imaginarios). Un niño que empieza a formar su conciencia del mundo es un clasista feroz. En la televisión confluían todos los representantes del bestiario nacional. La gente se reía de los futbolistas porque no sabían hablar. Los humoristas hacían chistes de “rotitos,” incurriendo en un largo repertorio de solecismos. En un momento me interesó determinar si el tipo que aparecía entrevistado era o no “decente.” Pongo la palabra entre comillas porque le daba entonces un uso muy técnico. Ya cerca de las elecciones presidenciales del 70, empecé a ver con perplejidad que en el lado de la UP había gente decente, cuestión que a mi abuela le irritaba profundamente. El modelo de decencia en aquel mundo en el que crecí correspondía a Jorge Alessandri Rodríguez. Cuando entré más tarde al Instituto Nacional se me reforzó la imagen del ex presidente como un modelo de referencia. Debía imitar el ejemplo de Alessandri, el mejor alumno que pasó alguna vez por el colegio. A pesar de que tenía nueve años viajaba solo en micro, en liebre, en bus o en trolley. Una vez iba en un trolley por la Avenida Ossa y un señor muy viejo me habló. Supo el colegio en donde yo estaba y se largó a hablar de Jorge Alessandri, de quien había sido compañero, haciendo un elogio similar a los muchos que yo había escuchado. Pero ya el hecho mismo de esa conversación se dio en el plano de la decencia. Más tarde supe que esa palabra fue sustituida por otros por el vocablo “burguesía,” espetado casi como un escupitajo.
Creo, a la luz de estas evocaciones, que las familias normales eran más activamente conservadoras hace cuarenta y tantos años. Hasta los Beatles eran recusados por sus extravagancias, antes incluso de que derivaran en el hippismo, las drogas y las disciplinas orientales. Bastaba que apareciera en la pantalla un cantante de moda que jugaba con el elástico que sostenía su guitarra para que uno de mis tíos exclamara: “¡Ah, cambia a ese imbécil!” Era gente que no estaba para payaseos, como no fueran los de Los Perlas o de Los Caporales.
Mi aversión actual por el folklore nació en esos días remotos, ya que no podía conciliar la propaganda y el autobombo de los folkloristas con la realidad propia. Se daba a entender, principalmente en los programas especiales de las fiestas patrias, que esa faramalla compuesta por esquinazos, juegos tradicionales y canciones chovinistas de corte operático era algo fundamental en nuestras vidas de chilenos. Pero no era capaz de refrendar la proposición en la vida misma. Una mañana nublada de septiembre, con chiflones en la casa, mostraron una competencia de palo ensebado. Subían los pícaros con gran esfuerzo por los postes, y la pecastilla de la pillería se les caía de los bolsillos.
Tempranamente desprecié el concepto de “trampa,” sobre todo por lo menguado de los propósitos: ganarse media docena de empanadas y un litro de chicha. Y esos jurados actuando con una seriedad fuera de lugar, con una severidad que sólo podía verse en las películas de juicios. Era algo ridículo. La rayuela era igualmente incomprensible, lenta, y sus participantes carecían de carisma, con su gordura de garbanzos con longaniza, sus sombreros jibarizados y sus bigotillos de otra época.
Sé que la vanidad es una condición natural, pero la televisión la acicateó para nuestra generación. Estábamos más grandes, es cierto, y ya en nosotros la libido se desperezaba antes de despertar definitivamente, pero ahí estaban nuestros modelos: aquellos adolescentes de Música libre que parecían tan musicales y tan libres. Curiosamente, se trataba de una juventud que no trataba de hacer una fuerza política de sí misma. Me imagino que entre los bailarines había jóvenes de izquierda, otros neutrales y otros momios. Es decir, no carecían de opción. Pero a nadie se le hubiera ocurrido pensar que el hecho de ser joven constituía una fuerza colectiva. Hoy día son políticos todos: los travestis, los ciclistas, los amantes de los animales, los automovilistas. Hasta los apedreadores de vitrinas y de autos en las carreteras podrían unirse para exigir reconocimiento de sus derechos.
El caso es que la vanidad—empezar a vestirse como nuestros héroes light de la coreografía diaria—y la libido se dieron en un solo movimiento. Ser cool (la palabra no se usaba por entonces, más bien habría que decir “estar in”) era el conducto lógico para acceder a la proximidad de esas maravillosas mujeres casi niñas de pelo largo siempre y de irrenunciables minifaldas. Nadie que esté próximo hoy a los cincuenta años puede refutar su fantasía fetichista con las minifaldas. Nos tocó quedar embobados con las minifaldas tableadas de Mary Hopkin, y no menos con aquellas fabricadas con sacos de harina de Caritas. Twiggy fue como la versión protozoica de aquella realidad erótica. No nos interesaba Twiggy sino sus versiones chilenas, muy alejadas de su aspecto de esqueleto. Diría que una sesión dominical del programa Tugar, tugar, antecedente del sucedáneo Baila domingo, redundaba en un prolongado sufrimiento sexual. Ah, qué ocres atardeceres imaginando escenas en que uno esperaba a la más bella de las concursantes a la salida del Manuel Plaza, y se alejaba con ella abrazándola con descuido, sintiendo esa deseable mezcla de olores: el perfume que mi madre hubiera despreciado por barato, el sudor, el humo del cigarro impregnado en la chaqueta de mezclilla (jeans), la dulzura desvanecida del chicle Adams o Bazooka en los besos impúdicos.
2. Ni afuera ni adentro
Recuerdo un anochecer de un sábado de primavera, probablemente en 1967: con mi papá y mi mamá nos paramos un rato en la calle Lira, cerca de Marcoleta, a esperar la salida de los cantantes de Sábados gigantes. Había una aglomeración vibrante ahí afuera, pero respetuosa de los límites puestos por la gente del canal. Fue mucha la espera y pocos los resultados. Sólo pudimos ver a una sonriente Luz Eliana y también a Don Francisco. Nada de eso me produjo emoción—lo que me indica que mi configuración personal de la realidad no estaba del todo concluida por entonces—. No había para mí, a causa de mi escuálida edad, ese abismo que uno establece después entre las zonas que divide la pantalla: el mundo real, propio, cotidiano, y ese otro, el de los artistas, animadores y en general figuras estables o fugaces de la televisión. Miré a Luz Eliana y a Don Francisco y sólo me llamó la atención el vestido de gala de la primera y el chaleco “de fantasía” del segundo.
Claro, hay un momento inicial de nuestra larga vida de telespectadores en el que no alcanzamos a distinguir nítidamente el acá en relación al allá, o el adentro en relación al afuera. Otro recuerdo: estaba en el piso del living (en mi casa se decía “hall”) viendo un programa infantil, a cargo de una niña de pelo largo y rubio conocida como tía Daniela. Todas las tardes la tía Daniela, antes de la despedida, tenía la delicadeza de mirar a través de un espejo y decía los nombres de los niños que se le aparecían: Francisco, Pedro, Carlos, nombres de esa época. En esa ocasión dijo “estoy viendo a Roberto” y yo partí corriendo hacia el fondo de la casa, con el corazón palpitante, a contarle a mi mamá que la tía Daniela me había visto. Eso no era para mí representación, ilusión, escenificación. Era la realidad no más: no me cabía duda de que la hermosa niña didáctica había obtenido en su espejo la escena del living de mi casa, conmigo en el punto central. La mía era una identidad rudimentaria pero suficiente en su espesor. No conocía a otros niños que se llamaran Roberto, sólo a algunos viejos. Una vez, precisamente en la televisión, en un programa histórico, hablaron de una señora chilena del pasado de nombre Roberta, lo que originó las burlas de mis parientes y mi consiguiente vergüenza e impotencia.
3. El solaz de los cansados
Parafraseando aquel título de Mario Praz, “Música escuchada desde una estancia vecina,” se podría considerar el concepto “televisión escuchada desde la pieza de al lado,” en la medida en que esa situación es uno de los factores del tono de nuestra vida actual. El ruido del televisor prendido en la pieza de al lado, cuya catódica luz inestable podemos percibir indirectamente proyectada en el cielo raso o filtrada por las rendijas, muchas veces es motivo de exasperación—sensación de intimidad invadida—, pero en otras lo recibimos como la última compañía del cansancio antes del sueño. Saber que por ahí cerca hay gente despierta: transformamos esa circunstancia doméstica en una especie de cálido apoyo para apurar el desvanecimiento de nuestra vigilia.
Claro, en algún verano en que vivía en una boscosa casa interior, aledaña a una fábrica de pasteles árabes, y en que no disponía de televisor, recuerdo esa maravillosa rutina nocturna: empezar a dormirme con las ventanas abiertas al jardín, sintiendo la fresca humedad de la tierra regada y el vaho de los pasteles horneados, pero por sobre todo tengo presente el noticiero del cierre sintonizado dos casas más allá, la audición lejana de los hechos del día.
El cine ha recogido, más que la literatura, este ruido de fondo, y aun el momento en que las imágenes televisivas aparecen como imágenes de fondo, como un continuo indeterminado y absurdo que tiene una relación paralela con el dramatismo del argumento.
En la película Buffalo 66, de Vincent Gallo, el televisor permanentemente encendido en la casa de los padres del protagonista es como la implosión del vacío extendido de los paisajes externos. Ya no la desolación de los campos pelados y escarchados, de los pavimentos húmedos de los pequeños pueblos de paso, sino el leitmotiv bullanguero para un puñado de vidas fracasadas o tardíamente suspendidas. Muchas veces, en las escenas de cine dramáticas o existenciales, las imágenes televisivas del segundo plano funcionan como el automatismo indiferente de la vida misma: un personaje acorralado sentado en un sillón con la cabeza entre las manos, y en el televisor, por detrás, un oso de peluche que asoma su carota por las ventanas de una casa de muñecas. Acaso la imagen más irreconciliable de esta especie se da en 24 Hour Party People, de Michael Winterbottom, cuando el cuerpo de Ian Curtis—vocalista de Joy Division—se balancea colgado de una viga frente a un televisor con dibujos animados. Curiosamente, en esa historia la redención emotiva se da precisamente de un modo televisivo. El productor de Joy Division—periodista de un noticiero—se encuentra entrevistando a un heraldo vestido a la antigua usanza en el momento en que le informan de la muerte de Curtis. Logra que el turístico heraldo vocee la funesta novedad a través de la televisión como podría haberse hecho en el siglo XVII. Pausadamente, con una potente voz gastada, el viejo grita dos o tres veces, agitando una campanilla:
—Ha muerto Ian Curtis, cantante de Joy Division. Oyez, oyez, oyez, ha muerto Ian Curtis, autor de la canción “Love Will Tear Us Apart.”
Pero no quisiera ir ni medianamente lejos. Para hablar de la televisión se me ocurre que habría que implementar una especie de fenomenología. Lo más distante de la experiencia diaria que tenemos de la televisión—finalmente no está hecha para otra cosa que para la experiencia diaria—son los análisis y las advertencias de los expertos.
A mi entender vale hoy principalmente como compañía, y para necesitar compañía es condición inicial estar con la guardia baja. Es decir, en un estado de casi convalecencia, con la conciencia aletargada ante el estrujamiento de la vida diaria. Son esos momentos, en los que no soportaríamos que nos comuniquen un problema más, cuando caemos rendidos frente a la pantalla. La compañía que ésta ofrece es discreta, o al menos podemos transformar la andanada de signos en una discreta comunicación. Un debate de candidatos presidenciales, en tales circunstancias, no nos interesará por la información objetiva transada en la polémica, sino por la proliferación de gestos, tics, retóricas. A un programa cómico y vulgar aplicaremos cierta profunda comprensión: veremos la precariedad del telón de boca, las repisas con las botellas del alcohólico auspicio, los peinados, las corbatas; entenderemos profundamente la progenie de los chistes fáciles.
Identifico el momento en que entré en “uso de razón” con la llegada de la televisión a mi casa. Mis recuerdos anteriores a ese momento son numerosos pero fragmentarios. Me veo en distintos estados emocionales, con distintas vestimentas, en distintos sectores de la casa, pero no logro establecer una continuidad entre los episodios. Incluso en los más remotos recuerdos simplemente me alcanzo a divisar, por ejemplo, parado en un patio de baldosas verdes, pero ni siquiera sé qué estaba haciendo ahí.
Aquella era una buena forma de vivir, algo así como unas vacaciones a las orillas de la irrealidad. Ejercía el yo sin tener mucha conciencia de esa categoría. Me suponía vagamente inscrito en la legión de los niños buenos. A veces llovía y me ponían adentro de la casa, junto a una estufa. De repente estaba en la playa junto a mi madre, de repente despertaba en Santiago siendo llevado en brazos por mi papá por unas calles de noche regresando de alguna parte. O estaba en mi cama, antes de dormir, revisando un libro con la historia ilustrada de unos gatos que guardaba bajo la almohada.
Acompañaba a mi mamá al centro, a dejar libretos a la radio Minería, y nunca trataba de entender qué era la radio Minería. Ahora sé que lo que ella llevaba eran libretos, pero entonces no sabía ni preguntaba a qué iba mi mamá a esa zona de la realidad llamada radio Minería. Todo esto era antes de la edad de los por qué. Simplemente me fijaba en cosas específicas, como el bronce: el bronce de los portones del edificio, el de las barandas, el de las manillas, el de la plaquita perforada con los números de los pisos sobre el ascensor. Definitivamente no había continuidad: luego ya no era el bronce sino el olor a cuero de unas oficinas acolchadas, con luz de lámpara en pleno día, y alguien abría una puerta de dos hojas y uno giraba la cabeza y se veía un escenario con instrumentos y cables y ajetreo.
El primer televisor lo vi en un departamento del centro en la derivación de una de estas excursiones. Nuevamente no sabía qué fue a hacer mi mamá a ese lugar. El televisor estaba apagado y no me produjo ninguna emoción en particular, como no fuera la de enterarme de que lo habían traído de Estados Unidos.
La televisión educó la atención de otra manera. Se trataba de algo que empezaba con la carta de ajuste, lo que equivalía a una espera larga, y terminaba con la imagen de Cristo con los brazos abiertos, la misma que yo había visto sobre el umbral de la Universidad Católica, en la Alameda, lo que equivalía a un adiós. De a poco el día empezó a medirse en programas, y los programas a subdividirse en réclames. Algunos de estos réclames no eran más que unos carteles fijos—con locución y música—y casi se podía percibir la mano que cambiaba un cartel por otro cada minuto y medio. Fue una adaptación progresiva a una nueva forma del tiempo, porque al principio la perplejidad todavía me acompañaba: creía que el señor que publicitaba los caramelos Yo-Yo, redondos, a diferencia de los Cri-Cri, era Walter Lantz, el creador de El pájaro loco. Y me desesperaba la tontera ajena cada vez que pasaban ese aviso en que alguien hacía un gol en un arco vacío mientras una voz en off decía: ¿y el arquero dónde está?: ¡comiendo galletas McKay!
La televisión para mí fue una forma de entender que el mundo era una cuestión muy amplia, y que no podía captarlo en su caótica simultaneidad. Acaso la primera noción que tuve de la distancia fue el aviso de Iberia: una secuencia de personas serias, hieráticas, que levantaban la vista hacia el cielo ante el inferido paso de un avión. Sensación de vértigo: un abismo invertido. Lo que se encarama tan alto es porque se va muy lejos.
Mis padres fueron mis profesores de televisión. Me gustaba mirar los programas que ellos veían, no por los programas mismos, sino porque podía cazar furtivamente los comentarios que hacían. A través de ese mecanismo aprendí que existía “la política,” y que algunos políticos de los debates eran payasos, fantasiosos, descriteriados, lateros, o bien serios, juiciosos, confiables, caballeros. En una película cuyo nombre he olvidado, quizás actuaban Gregory Peck y Sue Lyon o Carol Linley, me di cuenta de que las niñas preciosas podían ser muy malas: la trastocación del esquema habitual de la bruja mugrienta, encorvada, dueña de una nariz de gancho y de un lunar peludo.
Igualmente, las diferencias sociales se hicieron evidentes primero que nada en la televisión. Un niño de muy corta edad es esencialmente democrático: sólo ve personas y no se le ocurriría hacer diferencias de calidad entre una y otra (sabe que existen seres terribles y degradados: los ladrones, pero éstos son habitantes de la noche, nunca vistos, casi imaginarios). Un niño que empieza a formar su conciencia del mundo es un clasista feroz. En la televisión confluían todos los representantes del bestiario nacional. La gente se reía de los futbolistas porque no sabían hablar. Los humoristas hacían chistes de “rotitos,” incurriendo en un largo repertorio de solecismos. En un momento me interesó determinar si el tipo que aparecía entrevistado era o no “decente.” Pongo la palabra entre comillas porque le daba entonces un uso muy técnico. Ya cerca de las elecciones presidenciales del 70, empecé a ver con perplejidad que en el lado de la UP había gente decente, cuestión que a mi abuela le irritaba profundamente. El modelo de decencia en aquel mundo en el que crecí correspondía a Jorge Alessandri Rodríguez. Cuando entré más tarde al Instituto Nacional se me reforzó la imagen del ex presidente como un modelo de referencia. Debía imitar el ejemplo de Alessandri, el mejor alumno que pasó alguna vez por el colegio. A pesar de que tenía nueve años viajaba solo en micro, en liebre, en bus o en trolley. Una vez iba en un trolley por la Avenida Ossa y un señor muy viejo me habló. Supo el colegio en donde yo estaba y se largó a hablar de Jorge Alessandri, de quien había sido compañero, haciendo un elogio similar a los muchos que yo había escuchado. Pero ya el hecho mismo de esa conversación se dio en el plano de la decencia. Más tarde supe que esa palabra fue sustituida por otros por el vocablo “burguesía,” espetado casi como un escupitajo.
Creo, a la luz de estas evocaciones, que las familias normales eran más activamente conservadoras hace cuarenta y tantos años. Hasta los Beatles eran recusados por sus extravagancias, antes incluso de que derivaran en el hippismo, las drogas y las disciplinas orientales. Bastaba que apareciera en la pantalla un cantante de moda que jugaba con el elástico que sostenía su guitarra para que uno de mis tíos exclamara: “¡Ah, cambia a ese imbécil!” Era gente que no estaba para payaseos, como no fueran los de Los Perlas o de Los Caporales.
Mi aversión actual por el folklore nació en esos días remotos, ya que no podía conciliar la propaganda y el autobombo de los folkloristas con la realidad propia. Se daba a entender, principalmente en los programas especiales de las fiestas patrias, que esa faramalla compuesta por esquinazos, juegos tradicionales y canciones chovinistas de corte operático era algo fundamental en nuestras vidas de chilenos. Pero no era capaz de refrendar la proposición en la vida misma. Una mañana nublada de septiembre, con chiflones en la casa, mostraron una competencia de palo ensebado. Subían los pícaros con gran esfuerzo por los postes, y la pecastilla de la pillería se les caía de los bolsillos.
Tempranamente desprecié el concepto de “trampa,” sobre todo por lo menguado de los propósitos: ganarse media docena de empanadas y un litro de chicha. Y esos jurados actuando con una seriedad fuera de lugar, con una severidad que sólo podía verse en las películas de juicios. Era algo ridículo. La rayuela era igualmente incomprensible, lenta, y sus participantes carecían de carisma, con su gordura de garbanzos con longaniza, sus sombreros jibarizados y sus bigotillos de otra época.
Sé que la vanidad es una condición natural, pero la televisión la acicateó para nuestra generación. Estábamos más grandes, es cierto, y ya en nosotros la libido se desperezaba antes de despertar definitivamente, pero ahí estaban nuestros modelos: aquellos adolescentes de Música libre que parecían tan musicales y tan libres. Curiosamente, se trataba de una juventud que no trataba de hacer una fuerza política de sí misma. Me imagino que entre los bailarines había jóvenes de izquierda, otros neutrales y otros momios. Es decir, no carecían de opción. Pero a nadie se le hubiera ocurrido pensar que el hecho de ser joven constituía una fuerza colectiva. Hoy día son políticos todos: los travestis, los ciclistas, los amantes de los animales, los automovilistas. Hasta los apedreadores de vitrinas y de autos en las carreteras podrían unirse para exigir reconocimiento de sus derechos.
El caso es que la vanidad—empezar a vestirse como nuestros héroes light de la coreografía diaria—y la libido se dieron en un solo movimiento. Ser cool (la palabra no se usaba por entonces, más bien habría que decir “estar in”) era el conducto lógico para acceder a la proximidad de esas maravillosas mujeres casi niñas de pelo largo siempre y de irrenunciables minifaldas. Nadie que esté próximo hoy a los cincuenta años puede refutar su fantasía fetichista con las minifaldas. Nos tocó quedar embobados con las minifaldas tableadas de Mary Hopkin, y no menos con aquellas fabricadas con sacos de harina de Caritas. Twiggy fue como la versión protozoica de aquella realidad erótica. No nos interesaba Twiggy sino sus versiones chilenas, muy alejadas de su aspecto de esqueleto. Diría que una sesión dominical del programa Tugar, tugar, antecedente del sucedáneo Baila domingo, redundaba en un prolongado sufrimiento sexual. Ah, qué ocres atardeceres imaginando escenas en que uno esperaba a la más bella de las concursantes a la salida del Manuel Plaza, y se alejaba con ella abrazándola con descuido, sintiendo esa deseable mezcla de olores: el perfume que mi madre hubiera despreciado por barato, el sudor, el humo del cigarro impregnado en la chaqueta de mezclilla (jeans), la dulzura desvanecida del chicle Adams o Bazooka en los besos impúdicos.
2. Ni afuera ni adentro
Recuerdo un anochecer de un sábado de primavera, probablemente en 1967: con mi papá y mi mamá nos paramos un rato en la calle Lira, cerca de Marcoleta, a esperar la salida de los cantantes de Sábados gigantes. Había una aglomeración vibrante ahí afuera, pero respetuosa de los límites puestos por la gente del canal. Fue mucha la espera y pocos los resultados. Sólo pudimos ver a una sonriente Luz Eliana y también a Don Francisco. Nada de eso me produjo emoción—lo que me indica que mi configuración personal de la realidad no estaba del todo concluida por entonces—. No había para mí, a causa de mi escuálida edad, ese abismo que uno establece después entre las zonas que divide la pantalla: el mundo real, propio, cotidiano, y ese otro, el de los artistas, animadores y en general figuras estables o fugaces de la televisión. Miré a Luz Eliana y a Don Francisco y sólo me llamó la atención el vestido de gala de la primera y el chaleco “de fantasía” del segundo.
Claro, hay un momento inicial de nuestra larga vida de telespectadores en el que no alcanzamos a distinguir nítidamente el acá en relación al allá, o el adentro en relación al afuera. Otro recuerdo: estaba en el piso del living (en mi casa se decía “hall”) viendo un programa infantil, a cargo de una niña de pelo largo y rubio conocida como tía Daniela. Todas las tardes la tía Daniela, antes de la despedida, tenía la delicadeza de mirar a través de un espejo y decía los nombres de los niños que se le aparecían: Francisco, Pedro, Carlos, nombres de esa época. En esa ocasión dijo “estoy viendo a Roberto” y yo partí corriendo hacia el fondo de la casa, con el corazón palpitante, a contarle a mi mamá que la tía Daniela me había visto. Eso no era para mí representación, ilusión, escenificación. Era la realidad no más: no me cabía duda de que la hermosa niña didáctica había obtenido en su espejo la escena del living de mi casa, conmigo en el punto central. La mía era una identidad rudimentaria pero suficiente en su espesor. No conocía a otros niños que se llamaran Roberto, sólo a algunos viejos. Una vez, precisamente en la televisión, en un programa histórico, hablaron de una señora chilena del pasado de nombre Roberta, lo que originó las burlas de mis parientes y mi consiguiente vergüenza e impotencia.
3. El solaz de los cansados
Parafraseando aquel título de Mario Praz, “Música escuchada desde una estancia vecina,” se podría considerar el concepto “televisión escuchada desde la pieza de al lado,” en la medida en que esa situación es uno de los factores del tono de nuestra vida actual. El ruido del televisor prendido en la pieza de al lado, cuya catódica luz inestable podemos percibir indirectamente proyectada en el cielo raso o filtrada por las rendijas, muchas veces es motivo de exasperación—sensación de intimidad invadida—, pero en otras lo recibimos como la última compañía del cansancio antes del sueño. Saber que por ahí cerca hay gente despierta: transformamos esa circunstancia doméstica en una especie de cálido apoyo para apurar el desvanecimiento de nuestra vigilia.
Claro, en algún verano en que vivía en una boscosa casa interior, aledaña a una fábrica de pasteles árabes, y en que no disponía de televisor, recuerdo esa maravillosa rutina nocturna: empezar a dormirme con las ventanas abiertas al jardín, sintiendo la fresca humedad de la tierra regada y el vaho de los pasteles horneados, pero por sobre todo tengo presente el noticiero del cierre sintonizado dos casas más allá, la audición lejana de los hechos del día.
El cine ha recogido, más que la literatura, este ruido de fondo, y aun el momento en que las imágenes televisivas aparecen como imágenes de fondo, como un continuo indeterminado y absurdo que tiene una relación paralela con el dramatismo del argumento.
En la película Buffalo 66, de Vincent Gallo, el televisor permanentemente encendido en la casa de los padres del protagonista es como la implosión del vacío extendido de los paisajes externos. Ya no la desolación de los campos pelados y escarchados, de los pavimentos húmedos de los pequeños pueblos de paso, sino el leitmotiv bullanguero para un puñado de vidas fracasadas o tardíamente suspendidas. Muchas veces, en las escenas de cine dramáticas o existenciales, las imágenes televisivas del segundo plano funcionan como el automatismo indiferente de la vida misma: un personaje acorralado sentado en un sillón con la cabeza entre las manos, y en el televisor, por detrás, un oso de peluche que asoma su carota por las ventanas de una casa de muñecas. Acaso la imagen más irreconciliable de esta especie se da en 24 Hour Party People, de Michael Winterbottom, cuando el cuerpo de Ian Curtis—vocalista de Joy Division—se balancea colgado de una viga frente a un televisor con dibujos animados. Curiosamente, en esa historia la redención emotiva se da precisamente de un modo televisivo. El productor de Joy Division—periodista de un noticiero—se encuentra entrevistando a un heraldo vestido a la antigua usanza en el momento en que le informan de la muerte de Curtis. Logra que el turístico heraldo vocee la funesta novedad a través de la televisión como podría haberse hecho en el siglo XVII. Pausadamente, con una potente voz gastada, el viejo grita dos o tres veces, agitando una campanilla:
—Ha muerto Ian Curtis, cantante de Joy Division. Oyez, oyez, oyez, ha muerto Ian Curtis, autor de la canción “Love Will Tear Us Apart.”
Pero no quisiera ir ni medianamente lejos. Para hablar de la televisión se me ocurre que habría que implementar una especie de fenomenología. Lo más distante de la experiencia diaria que tenemos de la televisión—finalmente no está hecha para otra cosa que para la experiencia diaria—son los análisis y las advertencias de los expertos.
A mi entender vale hoy principalmente como compañía, y para necesitar compañía es condición inicial estar con la guardia baja. Es decir, en un estado de casi convalecencia, con la conciencia aletargada ante el estrujamiento de la vida diaria. Son esos momentos, en los que no soportaríamos que nos comuniquen un problema más, cuando caemos rendidos frente a la pantalla. La compañía que ésta ofrece es discreta, o al menos podemos transformar la andanada de signos en una discreta comunicación. Un debate de candidatos presidenciales, en tales circunstancias, no nos interesará por la información objetiva transada en la polémica, sino por la proliferación de gestos, tics, retóricas. A un programa cómico y vulgar aplicaremos cierta profunda comprensión: veremos la precariedad del telón de boca, las repisas con las botellas del alcohólico auspicio, los peinados, las corbatas; entenderemos profundamente la progenie de los chistes fáciles.