Lengua simple, nombre
Sergio Chejfec
Aunque usen frases largas, y los pensamientos complejos o los alardes técnicos sean su debilidad, en el fondo todos los escritores tienen la ilusión de esgrimir una lengua simple. No siempre para ejecutarla, o sea para escribir con ella y exhibirla, sino como ideal de expresión verbal que encierra una verdad más elemental o sumaria, una transparencia, vinculada con el pasado de cada uno, aun cuando sea difícil de representar. Esa ascendencia retórica en ocasiones se acerca a un mecanismo tautológico tramado por la memoria, como si cada objeto o idea llevados a la letra fueran tan solo su aislado nombre. Un escritor sabe que lo escrito está destinado a ser comprendido, pero que conserva una faceta de correspondencia privada con su pasado, muchas veces incontrolable.
Varios años atrás, se me ocurrió preguntar a algunos amigos escritores si no querían reflexionar sobre el propio apellido. Lo pensaba como un discurso literario especial, porque antes que cruzar elementos diferentes o muy alejados consistiría en discriminar lo cercano, lo parecido, lo que muchas veces está yuxtapuesto sin llamar la atención, y por sobre todo lo redundante. Se trataba de tomar el apellido como coartada para hablar de uno mismo: del origen y la descendencia, de la infancia y la formación, del significado y la resonancia, y por supuesto acerca de la literatura propia y la constitución del nombre como emblema de determinado contenido literario.
Entre las respuestas que obtuve algunas fueron entusiastas, la mayoría vacilantes. Una, rechazo elegante, expresó gran interés en escribir sobre los apellidos . . . siempre y cuando pertenecieran a otros. Aún no había terminado las consultas, pero viendo desde un principio que dominaban las reacciones tibias abandoné definitivamente la idea. Fue una claudicación antes de comenzar; podía culpar de ello a las respuestas cautelosas o a las que se demoraban, pero lo cierto es que me había faltado entusiasmo para insistir con la idea. Y como en mi caso es algo bastante frecuente, no me preocupó y me olvidé por largo tiempo del asunto.
Pienso que esa tarea, hablar sobre el propio nombre y representarse a través de él, contiene un ingrediente de trascendencia que nos acerca a la muerte. Insertamos una marca, que es nuestro emblema, o sea el comentario, en una serie indefinida de momentos bastante indistintos que se caracteriza precisamente por la ausencia de marcas. Me refiero a la continuidad de las generaciones y la única moneda que nos amarra a ellas, una moneda sin valor y sin rasgos, como gastada, que es la identidad pasajera provista por nuestro apellido. Porque la percepción que podemos tener de nuestro lugar en la sucesión familiar es siempre irrelevante comparada con la larga cadena de generaciones, a lo sumo llega a cuatro o cinco eslabones.
Esa moneda plana que es nuestro apellido, recibida a veces como un testigo, necesita de nosotros para lograr consistencia y, digamos, identidad. Porque como los retratos fotográficos que nada nos dicen si no conocemos de algún modo al retratado (Barthes), el apellido es mudo si no está asignado a un individuo (así como un individuo es indistinto si no tiene nombre). En realidad, a todo el mundo le da lo mismo cómo se llame el prójimo; en lo que todos coinciden es que existe una relación unívoca y permanente entre apellido e individuo.
Dejando de lado a Sarmiento, que supo trajinar muy bien su nombre, que yo recuerde dos autores argentinos hicieron un verdadero tema del asunto describiendo su enigmática relación con el apellido y cómo también ese vínculo los constituyó como individuos y escritores. Son de los relatos autobiográficos más elocuentes de nuestras letras. Se trata de La rueda de Virgilio de Luis Gusman y del breve texto de Roberto Arlt, "Qué hay en un nombre" (minuciosamente leído en su momento por Alan Pauls). Gusman y Arlt encuentran en sus apellidos una marca irregular que, como una ropa inesperada y forzosa, les otorga excepcionalidad, rareza. Leen sus nombres como una etimología de malentendidos y rechazos. Ese descubrimiento del apellido imperfecto es precoz pero definitivo como el mismo apellido, fatal y voluntario a la vez, sus efectos no se agotan, sino que, con el avance del tiempo, pero especialmente de la propia obra, se complejizan y superponen hasta tramar una equivalencia personal. Y demuestran que no toda autobiografía precisa partir de un nombre, pero que todo relato acerca del propio nombre es autobiográfico. Esto, quizá obvio, es bueno subrayarlo para lo que voy a explicar a continuación.
Unos siete meses después de publicada mi primera novela, en el año 90, mi padre murió. Había arribado al país siendo adulto, y desde otras lenguas y con una preparación inadecuada para lo que sería su vida, él hablaba, y especialmente leía, con dificultad. Aquella novela estuvo enteramente inspirada en mi padre, fue un modo de fabular unas preguntas personales y familiares que dejaba sin respuesta. En ese periodo de siete meses lo vi en muy pocas ocasiones, pero siempre lo encontraba con el libro frente suyo. Me decía que había pedido a otra persona que le leyera una parte. Sin embargo, como nunca me hizo comentario ni pregunta alguna sobre el libro, tengo la impresión de que murió sin conocerlo, y por supuesto sin saber qué significado podía tener. Mi padre siempre había dicho, seguramente como una forma de esconder sus vicisitudes europeas, que con su historia personal podía escribirse un libro entero. Era una especie de leit-motiv, quería decir que las desgracias de su pasado eran tantas que podía resultar edificante (en el sentido de instructivo) conocerlas en detalle. De esa historia casi no hablaba, cuando lo hacía era para reiterar las generalidades conocidas; daba a entender que no quería contar la truculencia –en esa medida supongo hoy que solo la truculencia era lo que él extraía de su pasado.
De un tiempo a esta parte también he pensado que con ese libro le di una forma concreta a la vida de mi padre. Una forma que él no esperaba, no conoció, probablemente no hubiese entendido, con la cual de todos modos no habría estado de acuerdo pero, también pienso, una forma que consintió con sabio desinterés. Esa trama de palabras representada en el libro significó asignarle un nombre, hacerlo visible y al mismo tiempo cristalizarlo. Probablemente yo había escrito sobre él porque, digamos, no quise escribir sobre mi apellido, lo que habría significado escribir sobre mí. Había rescatado un ser anónimo, tomaba prestada su vida para escribir sobre ella, y al hacerlo me daba vida a mí mismo. Me pregunto entonces si en parte no le habrá dado muerte ese libro, adelantándose a su recuerdo, haciéndole decir (a él mismo y a su memoria) cosas que no le eran propias. Porque yo le había asignado un nuevo apellido, transformándolo en socio cautivo de mi ardid. En lugar de escribir sobre mi nombre, escribí sobre él como si no lo tuviera; al hacerlo le endilgué uno, que no era el propio y tampoco el mío, sino otro abierto por el libro.
Ya dije que mi padre hablaba mal, o sea, que tenía dificultades con el castellano. También es cierto que hablaba muy poco. La lengua simple, escasa y mal pronunciada lo alejaba de su familia, porque teniendo el lugar de la autoridad, pero expresándose mal, reflejaba todo el tiempo una inadecuación fatal, porque al mismo tiempo demostraba tener una lengua más auténtica. Esos obstáculos, unidos a su incultura (o más bien a su cultura únicamente empírica, ya que había adquirido todos sus conocimientos por sí mismo), menguaban su capacidad para gran cantidad de cosas. Siendo pobre, entonces su única opción de redención, digamos, o de superación, pasaba por el dinero y el bienestar que podía brindar. Era la revancha que estaba en condiciones de pedirle a la vida. Pero dado que para ello también eran necesarias unas aptitudes de las que carecía, su progreso resultaba siempre difícil, accidentado y sembrado de amenazas y retrocesos. De manera que ejercía una autoridad bastante relativa; era la fuerza, el grito, el trabajo, pero casi no tenía voz.
Uno de los principales obstáculos de mi apellido es la J, que lo divide en dos mitades y entorpece una palabra a primera vista difícil. Esta letra confunde la grafía y provoca reiteradas dificultades en la dicción, la J y la F se articulan lejos como para decirlas juntas. Sin embargo esa fue siempre la prosodia adoptada en mi casa y aceptada como correcta (o sea, "chejfec"), la que provenía del sonido de las letras en castellano. Mi padre por su parte pronunciaba el apellido a su manera, siendo dueño del nombre no le preocupaba cómo lo dijeran sus hijos; del mismo modo como nosotros, sintiéndonos superiores a él en muchos aspectos, confiábamos en la existencia de una sola forma cierta de decirlo, que era la de la escuela, la de la calle, la de la correcta, aunque trabajosa, pronunciación.
Mi padre pronunciaba "cheifec". Y cuando se trataba de decir el verdadero apellido, que ya no estaba en los documentos porque con el cambio de continente había cambiado el sonido de esa palabra, cuando se trataba de decir el verdadero apellido decía "jeifetz". Este apellido Jeifetz lo aceptábamos; para un judío no hay nada más fácil que aceptar nombres distintos para las mismas cosas; cada niño judío tiene su nombre legal, y aparte su nombre familiar, religioso, con el que es bautizado y que lo acompañará siempre como una cédula secreta, que es el nombre que tiene ante Dios. Ese Jeifetz lo aceptábamos, era el apellido en idisch de nuestros nombres en idisch; pero que mi padre dijera "cheifec" lo tomábamos como uno más de sus inconvenientes errores de dicción.
Pasaron muchos años antes de corregirme. Fue cuando recibí argumentos, siendo ya casi adulto y despejada un poco mi ignorancia, que le daban la razón a él; que si era verdad el Jeifetz, decir "cheifec" no era solamente la concesión oportuna a una trabajosa pronunciación en castellano, sino que el sonido de esa J dicha como I sostenía la identidad antepasada del apellido. Así fue como durante un tiempo demasiado largo rechacé la versión paterna de mi apellido, y sólo la reconocí primero como válida, y tiempo después la adopté, cuando otro tipo de norma, cierta idea de la lengua o una forma menos literal de ver las cosas, me señalaron el buen argumento y la pertinencia del "cheifec".
No es raro que haya ocurrido así, en cierto modo fue completamente previsible y tampoco se esconde ninguna paradoja en ello. Por la época que adopto esta versión de mi padre es cuando me vuelco a escribir; es una decisión tardía, y ahora pienso que me lo permitió precisamente eso, reconocer y adoptar su nombre, o sea llamarlo como él lo decía, como si fuera un apellido extranjero. Pero a la vez el precio que debió pagarse fue la traición (o para desdramatizar, la trampa). Porque a través del apellido recuperaba el blasón más excéntrico de mi padre (extranjero en su vida civil, erróneo en su vida privada) para adoptarlo y naturalizarlo.
Recuerdo la firma que tenía. Una firma nerviosa, de letra apremiada y torpe, pero que mostraba ser resueltamente personal (tanto que parecía pertenecer a otra persona). En las antípodas de la de mi madre, que con su letra redonda, regular y convenientemente inclinada, como buena uruguaya tiene todas las cualidades escolares. Nunca vi una letra J tan insólitamente dibujada como la de mi padre en su firma. Si digo que era como un anzuelo a nadie le parecerá raro, pero era un anzuelo al revés, levemente inclinado y aplastado hacia la derecha. Una J que arranca a lo grande, con toda la intención ornamental disponible, pero que apenas comienza la pierde, o se arrepiente, y se desconcierta dibujando una curva descendente e imprecisa. Esta J era la primera letra de su nombre (José), en cambio la J del apellido era una incierta raya un poco oblicua, paralela, casi pegada e igual a la F de al lado.
Me he dado cuenta que a veces, cuando escribo mi nombre, no mi firma, el dibujo de mi apellido tiene un asombroso parecido con el de la firma de mi padre. Pese a ser tan personal, la firma de mi padre resultaba muy fácil de imitar, por lo menos para mí; quizá comparto con él esa sensación de que cualquier pluma o lápiz es demasiado pesado, o demasiado liviano para que una muñeca pesada y torpe lo pueda controlar, y por lo tanto tenemos una forma similar de lanzar los trazos.
Debo decir también que la firma era prácticamente lo único que él escribía sin equivocarse; no cometer errores le resultaba ajeno y lo poco que escribía era por lo general fonético y consistía en esos textos de la vida diaria como mensajes breves, advertencias o direcciones. Sin embargo cuando escribía en idisch su mano volaba, dibujando una letra estilizada, de trazos ágiles que mantenían el equilibrio y las proporciones; una grafía de una inclinación tan natural y apropiada que parecía una forma de exactitud, una letra que parecía estar escrita desde siempre.
La primera historia que escribí, aparte de las fracasadas composiciones escolares, fue un texto para una postal, que quería mandar a mi madre como si estuviera expedida en el Paraguay. Esa postal la enviaría una hermana hasta ese momento desconocida, que se ponía de manifiesto después de haber llevado una vida oculta debido a una historia familiar secreta; había llegado el momento de conocer a mi madre, quería decirle la verdad sobre ciertos asuntos inconfesables, etc. No logré el cometido, cedí también al primer obstáculo, que fue no saber dónde conseguir postales del Paraguay. Pero me acuerdo del nombre asignado a la nueva hermana de mi madre, se llamaría Isabel Palau (había tenido que adquirir otro apellido). No sé porqué Isabel, quizá porque en esos años se hablaba mucho de Isabelita Perón, o clandestinamente de Isabel Sarli; sí sé los motivos para Palau, y era porque me parecía un apellido perfecto, que resumía una imagen de buen tono, simplicidad y al mismo tiempo personalidad. Me parecía, digamos, enfático y muy argentino. Era el tipo de apellidos que cuando los escuchaba en la escuela me parecían enteros, de indisputada personalidad.
Muchos años después supe que también fue el tipo preferido de apellido, en cierto modo neutro, de una considerable literatura argentina de los años 50 y primeros 60; ideal –pienso- según los autores, para reflejar personajes insulares pero cosmopolitas, argentinos pero singulares, cultos pero anónimos, frustrados pero sensibles, medianos. Era como si la clase media buscara una identidad onomástica separada de la masiva inmigración oceánica, de la incontenible llegada de pobladores del interior y de la endogámica oligarquía patricia. En cualquier caso hubo algo parecido a un canon imaginario que representaba un ideal cultural. Y supongo que en mi infancia pudo haber llegado hasta mí a través de los nombres ficticios de los actores, o los personajes de televisión, que siempre abrevan donde lo ha hecho la literatura. Ese canon de nombres tiene antecedentes, por ejemplo el Julio Narciso Dilon, héroe de "Una semana de holgorio" (Arturo Cancela), con un apellido sospechosamente no-marcado como para pertenecer a la Acción Patriótica y esos grupos nacionalistas. Quizá porque después se travestirá en Nicolás Dilonoff, notorio maximalista de la Semana Trágica. De algún modo, yo quería sonar como Dilon y no asumir las dificultades de Dilonoff.
Como es obvio a esta altura, en un momento decidí alejarme de lo que prefiguraba la escritura y el habla de mi padre, de esa lengua extraña, propia e incorrecta, para adaptarme a otra que consideré más viable. En realidad no había otra opción. Pero esa forma paterna de hablar era también la mía, igual que aquella escritura y esa desconfianza. El resultado fue una lengua artificial que me obligué a adoptar. Me volqué a escribir de una manera obsesivamente cerebral, como si a través de obstáculos y periodos largos, con variaciones mínimas, no solo quisiera poner de manifiesto cierta complejidad y preferencias literarias (esto era lo más explícito, también lo más evidente e ingenuo), sino construir una forma barroca y trabajosa que fuera todo aquello que el idioma limitado, pero verdadero, de mi padre no era. Un edificio similar, aunque en las antípodas de los medios y los instrumentos. Y el resultado fue una forma de escritura que no me resulta fácil dejar atrás.
Por eso tengo a veces la impresión de escribir una lengua que me pertenece sólo con intermitencia, que ha sido adquirida a costa de empeños y malentendidos y frente a la cual, cuando escribo, debo retroceder para tomar impulso como una manera de discriminar mejor lo que estoy queriendo decir. Pero también está el sentimiento contrario, que es un esfuerzo relativo y que, en un punto, escribir es algo natural, más allá de los resultados, cuando se es extraño o imperfecto. La literatura argentina resulta para ello ideal; es porosa en casi todos los aspectos, con varios corpus admitidos, ha albergado distintos idiomas, no tiene normas impuestas ni instituciones hegemónicas que dicten el gusto. Es una literatura de escritores que se construyen a sí mismos.
Esa sensación de extranjería, percibir la propia escritura como una forma ajena y que se escribe sola, frente a la cual mi tarea consiste en asignar ideas, es para mí constante. Una situación que ha encontrado su correlato en el terreno práctico: cuando me fui de la Argentina pensé, como ocurre con casi todos, que sería por pocos años. Ahora es algo que no me preocupa del mismo modo, porque advertí que desde cualquier sitio de ese gran espacio llamado "el extranjero" la imagen guardada del país se hace más nítida, y estando en el país es cuando se diluye y muchas veces se desmiente. Es entonces cuando la escritura comienza a impregnarse con los modos de la nostalgia, más allá de los materiales que uno quiera representar.
La lengua se confunde con el pasado, pero escribir no es recordar; sino al contrario, delimitar lo que es imposible de recuperar. Esa tendencia a la reconstrucción imposible de una lengua diseña, creo, la forma que adopta la escritura, y es la circunstancia gracias a la cual el sentido adquiere una índole ambiguamente particular, oscilando entre la excusa para hacer hablar un idioma y el pensamiento mismo que precisa ser expresado. Por lo que a veces el resultado es de tal modo heterogéneo que imaginamos nuestro nombre desplegado a lo largo de las historias, cuando en la práctica está deshecho y por ello mismo nos consuela que no sea fácil de distinguir entre lo escrito.
Varios años atrás, se me ocurrió preguntar a algunos amigos escritores si no querían reflexionar sobre el propio apellido. Lo pensaba como un discurso literario especial, porque antes que cruzar elementos diferentes o muy alejados consistiría en discriminar lo cercano, lo parecido, lo que muchas veces está yuxtapuesto sin llamar la atención, y por sobre todo lo redundante. Se trataba de tomar el apellido como coartada para hablar de uno mismo: del origen y la descendencia, de la infancia y la formación, del significado y la resonancia, y por supuesto acerca de la literatura propia y la constitución del nombre como emblema de determinado contenido literario.
Entre las respuestas que obtuve algunas fueron entusiastas, la mayoría vacilantes. Una, rechazo elegante, expresó gran interés en escribir sobre los apellidos . . . siempre y cuando pertenecieran a otros. Aún no había terminado las consultas, pero viendo desde un principio que dominaban las reacciones tibias abandoné definitivamente la idea. Fue una claudicación antes de comenzar; podía culpar de ello a las respuestas cautelosas o a las que se demoraban, pero lo cierto es que me había faltado entusiasmo para insistir con la idea. Y como en mi caso es algo bastante frecuente, no me preocupó y me olvidé por largo tiempo del asunto.
Pienso que esa tarea, hablar sobre el propio nombre y representarse a través de él, contiene un ingrediente de trascendencia que nos acerca a la muerte. Insertamos una marca, que es nuestro emblema, o sea el comentario, en una serie indefinida de momentos bastante indistintos que se caracteriza precisamente por la ausencia de marcas. Me refiero a la continuidad de las generaciones y la única moneda que nos amarra a ellas, una moneda sin valor y sin rasgos, como gastada, que es la identidad pasajera provista por nuestro apellido. Porque la percepción que podemos tener de nuestro lugar en la sucesión familiar es siempre irrelevante comparada con la larga cadena de generaciones, a lo sumo llega a cuatro o cinco eslabones.
Esa moneda plana que es nuestro apellido, recibida a veces como un testigo, necesita de nosotros para lograr consistencia y, digamos, identidad. Porque como los retratos fotográficos que nada nos dicen si no conocemos de algún modo al retratado (Barthes), el apellido es mudo si no está asignado a un individuo (así como un individuo es indistinto si no tiene nombre). En realidad, a todo el mundo le da lo mismo cómo se llame el prójimo; en lo que todos coinciden es que existe una relación unívoca y permanente entre apellido e individuo.
Dejando de lado a Sarmiento, que supo trajinar muy bien su nombre, que yo recuerde dos autores argentinos hicieron un verdadero tema del asunto describiendo su enigmática relación con el apellido y cómo también ese vínculo los constituyó como individuos y escritores. Son de los relatos autobiográficos más elocuentes de nuestras letras. Se trata de La rueda de Virgilio de Luis Gusman y del breve texto de Roberto Arlt, "Qué hay en un nombre" (minuciosamente leído en su momento por Alan Pauls). Gusman y Arlt encuentran en sus apellidos una marca irregular que, como una ropa inesperada y forzosa, les otorga excepcionalidad, rareza. Leen sus nombres como una etimología de malentendidos y rechazos. Ese descubrimiento del apellido imperfecto es precoz pero definitivo como el mismo apellido, fatal y voluntario a la vez, sus efectos no se agotan, sino que, con el avance del tiempo, pero especialmente de la propia obra, se complejizan y superponen hasta tramar una equivalencia personal. Y demuestran que no toda autobiografía precisa partir de un nombre, pero que todo relato acerca del propio nombre es autobiográfico. Esto, quizá obvio, es bueno subrayarlo para lo que voy a explicar a continuación.
Unos siete meses después de publicada mi primera novela, en el año 90, mi padre murió. Había arribado al país siendo adulto, y desde otras lenguas y con una preparación inadecuada para lo que sería su vida, él hablaba, y especialmente leía, con dificultad. Aquella novela estuvo enteramente inspirada en mi padre, fue un modo de fabular unas preguntas personales y familiares que dejaba sin respuesta. En ese periodo de siete meses lo vi en muy pocas ocasiones, pero siempre lo encontraba con el libro frente suyo. Me decía que había pedido a otra persona que le leyera una parte. Sin embargo, como nunca me hizo comentario ni pregunta alguna sobre el libro, tengo la impresión de que murió sin conocerlo, y por supuesto sin saber qué significado podía tener. Mi padre siempre había dicho, seguramente como una forma de esconder sus vicisitudes europeas, que con su historia personal podía escribirse un libro entero. Era una especie de leit-motiv, quería decir que las desgracias de su pasado eran tantas que podía resultar edificante (en el sentido de instructivo) conocerlas en detalle. De esa historia casi no hablaba, cuando lo hacía era para reiterar las generalidades conocidas; daba a entender que no quería contar la truculencia –en esa medida supongo hoy que solo la truculencia era lo que él extraía de su pasado.
De un tiempo a esta parte también he pensado que con ese libro le di una forma concreta a la vida de mi padre. Una forma que él no esperaba, no conoció, probablemente no hubiese entendido, con la cual de todos modos no habría estado de acuerdo pero, también pienso, una forma que consintió con sabio desinterés. Esa trama de palabras representada en el libro significó asignarle un nombre, hacerlo visible y al mismo tiempo cristalizarlo. Probablemente yo había escrito sobre él porque, digamos, no quise escribir sobre mi apellido, lo que habría significado escribir sobre mí. Había rescatado un ser anónimo, tomaba prestada su vida para escribir sobre ella, y al hacerlo me daba vida a mí mismo. Me pregunto entonces si en parte no le habrá dado muerte ese libro, adelantándose a su recuerdo, haciéndole decir (a él mismo y a su memoria) cosas que no le eran propias. Porque yo le había asignado un nuevo apellido, transformándolo en socio cautivo de mi ardid. En lugar de escribir sobre mi nombre, escribí sobre él como si no lo tuviera; al hacerlo le endilgué uno, que no era el propio y tampoco el mío, sino otro abierto por el libro.
Ya dije que mi padre hablaba mal, o sea, que tenía dificultades con el castellano. También es cierto que hablaba muy poco. La lengua simple, escasa y mal pronunciada lo alejaba de su familia, porque teniendo el lugar de la autoridad, pero expresándose mal, reflejaba todo el tiempo una inadecuación fatal, porque al mismo tiempo demostraba tener una lengua más auténtica. Esos obstáculos, unidos a su incultura (o más bien a su cultura únicamente empírica, ya que había adquirido todos sus conocimientos por sí mismo), menguaban su capacidad para gran cantidad de cosas. Siendo pobre, entonces su única opción de redención, digamos, o de superación, pasaba por el dinero y el bienestar que podía brindar. Era la revancha que estaba en condiciones de pedirle a la vida. Pero dado que para ello también eran necesarias unas aptitudes de las que carecía, su progreso resultaba siempre difícil, accidentado y sembrado de amenazas y retrocesos. De manera que ejercía una autoridad bastante relativa; era la fuerza, el grito, el trabajo, pero casi no tenía voz.
Uno de los principales obstáculos de mi apellido es la J, que lo divide en dos mitades y entorpece una palabra a primera vista difícil. Esta letra confunde la grafía y provoca reiteradas dificultades en la dicción, la J y la F se articulan lejos como para decirlas juntas. Sin embargo esa fue siempre la prosodia adoptada en mi casa y aceptada como correcta (o sea, "chejfec"), la que provenía del sonido de las letras en castellano. Mi padre por su parte pronunciaba el apellido a su manera, siendo dueño del nombre no le preocupaba cómo lo dijeran sus hijos; del mismo modo como nosotros, sintiéndonos superiores a él en muchos aspectos, confiábamos en la existencia de una sola forma cierta de decirlo, que era la de la escuela, la de la calle, la de la correcta, aunque trabajosa, pronunciación.
Mi padre pronunciaba "cheifec". Y cuando se trataba de decir el verdadero apellido, que ya no estaba en los documentos porque con el cambio de continente había cambiado el sonido de esa palabra, cuando se trataba de decir el verdadero apellido decía "jeifetz". Este apellido Jeifetz lo aceptábamos; para un judío no hay nada más fácil que aceptar nombres distintos para las mismas cosas; cada niño judío tiene su nombre legal, y aparte su nombre familiar, religioso, con el que es bautizado y que lo acompañará siempre como una cédula secreta, que es el nombre que tiene ante Dios. Ese Jeifetz lo aceptábamos, era el apellido en idisch de nuestros nombres en idisch; pero que mi padre dijera "cheifec" lo tomábamos como uno más de sus inconvenientes errores de dicción.
Pasaron muchos años antes de corregirme. Fue cuando recibí argumentos, siendo ya casi adulto y despejada un poco mi ignorancia, que le daban la razón a él; que si era verdad el Jeifetz, decir "cheifec" no era solamente la concesión oportuna a una trabajosa pronunciación en castellano, sino que el sonido de esa J dicha como I sostenía la identidad antepasada del apellido. Así fue como durante un tiempo demasiado largo rechacé la versión paterna de mi apellido, y sólo la reconocí primero como válida, y tiempo después la adopté, cuando otro tipo de norma, cierta idea de la lengua o una forma menos literal de ver las cosas, me señalaron el buen argumento y la pertinencia del "cheifec".
No es raro que haya ocurrido así, en cierto modo fue completamente previsible y tampoco se esconde ninguna paradoja en ello. Por la época que adopto esta versión de mi padre es cuando me vuelco a escribir; es una decisión tardía, y ahora pienso que me lo permitió precisamente eso, reconocer y adoptar su nombre, o sea llamarlo como él lo decía, como si fuera un apellido extranjero. Pero a la vez el precio que debió pagarse fue la traición (o para desdramatizar, la trampa). Porque a través del apellido recuperaba el blasón más excéntrico de mi padre (extranjero en su vida civil, erróneo en su vida privada) para adoptarlo y naturalizarlo.
Recuerdo la firma que tenía. Una firma nerviosa, de letra apremiada y torpe, pero que mostraba ser resueltamente personal (tanto que parecía pertenecer a otra persona). En las antípodas de la de mi madre, que con su letra redonda, regular y convenientemente inclinada, como buena uruguaya tiene todas las cualidades escolares. Nunca vi una letra J tan insólitamente dibujada como la de mi padre en su firma. Si digo que era como un anzuelo a nadie le parecerá raro, pero era un anzuelo al revés, levemente inclinado y aplastado hacia la derecha. Una J que arranca a lo grande, con toda la intención ornamental disponible, pero que apenas comienza la pierde, o se arrepiente, y se desconcierta dibujando una curva descendente e imprecisa. Esta J era la primera letra de su nombre (José), en cambio la J del apellido era una incierta raya un poco oblicua, paralela, casi pegada e igual a la F de al lado.
Me he dado cuenta que a veces, cuando escribo mi nombre, no mi firma, el dibujo de mi apellido tiene un asombroso parecido con el de la firma de mi padre. Pese a ser tan personal, la firma de mi padre resultaba muy fácil de imitar, por lo menos para mí; quizá comparto con él esa sensación de que cualquier pluma o lápiz es demasiado pesado, o demasiado liviano para que una muñeca pesada y torpe lo pueda controlar, y por lo tanto tenemos una forma similar de lanzar los trazos.
Debo decir también que la firma era prácticamente lo único que él escribía sin equivocarse; no cometer errores le resultaba ajeno y lo poco que escribía era por lo general fonético y consistía en esos textos de la vida diaria como mensajes breves, advertencias o direcciones. Sin embargo cuando escribía en idisch su mano volaba, dibujando una letra estilizada, de trazos ágiles que mantenían el equilibrio y las proporciones; una grafía de una inclinación tan natural y apropiada que parecía una forma de exactitud, una letra que parecía estar escrita desde siempre.
La primera historia que escribí, aparte de las fracasadas composiciones escolares, fue un texto para una postal, que quería mandar a mi madre como si estuviera expedida en el Paraguay. Esa postal la enviaría una hermana hasta ese momento desconocida, que se ponía de manifiesto después de haber llevado una vida oculta debido a una historia familiar secreta; había llegado el momento de conocer a mi madre, quería decirle la verdad sobre ciertos asuntos inconfesables, etc. No logré el cometido, cedí también al primer obstáculo, que fue no saber dónde conseguir postales del Paraguay. Pero me acuerdo del nombre asignado a la nueva hermana de mi madre, se llamaría Isabel Palau (había tenido que adquirir otro apellido). No sé porqué Isabel, quizá porque en esos años se hablaba mucho de Isabelita Perón, o clandestinamente de Isabel Sarli; sí sé los motivos para Palau, y era porque me parecía un apellido perfecto, que resumía una imagen de buen tono, simplicidad y al mismo tiempo personalidad. Me parecía, digamos, enfático y muy argentino. Era el tipo de apellidos que cuando los escuchaba en la escuela me parecían enteros, de indisputada personalidad.
Muchos años después supe que también fue el tipo preferido de apellido, en cierto modo neutro, de una considerable literatura argentina de los años 50 y primeros 60; ideal –pienso- según los autores, para reflejar personajes insulares pero cosmopolitas, argentinos pero singulares, cultos pero anónimos, frustrados pero sensibles, medianos. Era como si la clase media buscara una identidad onomástica separada de la masiva inmigración oceánica, de la incontenible llegada de pobladores del interior y de la endogámica oligarquía patricia. En cualquier caso hubo algo parecido a un canon imaginario que representaba un ideal cultural. Y supongo que en mi infancia pudo haber llegado hasta mí a través de los nombres ficticios de los actores, o los personajes de televisión, que siempre abrevan donde lo ha hecho la literatura. Ese canon de nombres tiene antecedentes, por ejemplo el Julio Narciso Dilon, héroe de "Una semana de holgorio" (Arturo Cancela), con un apellido sospechosamente no-marcado como para pertenecer a la Acción Patriótica y esos grupos nacionalistas. Quizá porque después se travestirá en Nicolás Dilonoff, notorio maximalista de la Semana Trágica. De algún modo, yo quería sonar como Dilon y no asumir las dificultades de Dilonoff.
Como es obvio a esta altura, en un momento decidí alejarme de lo que prefiguraba la escritura y el habla de mi padre, de esa lengua extraña, propia e incorrecta, para adaptarme a otra que consideré más viable. En realidad no había otra opción. Pero esa forma paterna de hablar era también la mía, igual que aquella escritura y esa desconfianza. El resultado fue una lengua artificial que me obligué a adoptar. Me volqué a escribir de una manera obsesivamente cerebral, como si a través de obstáculos y periodos largos, con variaciones mínimas, no solo quisiera poner de manifiesto cierta complejidad y preferencias literarias (esto era lo más explícito, también lo más evidente e ingenuo), sino construir una forma barroca y trabajosa que fuera todo aquello que el idioma limitado, pero verdadero, de mi padre no era. Un edificio similar, aunque en las antípodas de los medios y los instrumentos. Y el resultado fue una forma de escritura que no me resulta fácil dejar atrás.
Por eso tengo a veces la impresión de escribir una lengua que me pertenece sólo con intermitencia, que ha sido adquirida a costa de empeños y malentendidos y frente a la cual, cuando escribo, debo retroceder para tomar impulso como una manera de discriminar mejor lo que estoy queriendo decir. Pero también está el sentimiento contrario, que es un esfuerzo relativo y que, en un punto, escribir es algo natural, más allá de los resultados, cuando se es extraño o imperfecto. La literatura argentina resulta para ello ideal; es porosa en casi todos los aspectos, con varios corpus admitidos, ha albergado distintos idiomas, no tiene normas impuestas ni instituciones hegemónicas que dicten el gusto. Es una literatura de escritores que se construyen a sí mismos.
Esa sensación de extranjería, percibir la propia escritura como una forma ajena y que se escribe sola, frente a la cual mi tarea consiste en asignar ideas, es para mí constante. Una situación que ha encontrado su correlato en el terreno práctico: cuando me fui de la Argentina pensé, como ocurre con casi todos, que sería por pocos años. Ahora es algo que no me preocupa del mismo modo, porque advertí que desde cualquier sitio de ese gran espacio llamado "el extranjero" la imagen guardada del país se hace más nítida, y estando en el país es cuando se diluye y muchas veces se desmiente. Es entonces cuando la escritura comienza a impregnarse con los modos de la nostalgia, más allá de los materiales que uno quiera representar.
La lengua se confunde con el pasado, pero escribir no es recordar; sino al contrario, delimitar lo que es imposible de recuperar. Esa tendencia a la reconstrucción imposible de una lengua diseña, creo, la forma que adopta la escritura, y es la circunstancia gracias a la cual el sentido adquiere una índole ambiguamente particular, oscilando entre la excusa para hacer hablar un idioma y el pensamiento mismo que precisa ser expresado. Por lo que a veces el resultado es de tal modo heterogéneo que imaginamos nuestro nombre desplegado a lo largo de las historias, cuando en la práctica está deshecho y por ello mismo nos consuela que no sea fácil de distinguir entre lo escrito.