La elocuencia íntima sobradamente íntima de un año que termina en la vicisitud constante entre comprensión o penumbra. Aparecer en esta isla, recorrerla incluso en sus gangrenas, es como adjudicarle verosimilitud: a veces, sin embargo, se parece demasiado a una metáfora de toda humanidad que decae degradándose; otras, un museo perfecto de hasta el último pormenor de lo que no debe hacerse.
Comprar este cuaderno representó, en cierto modo, consentir necesidad de cauce, de punto de apoyo para alguna forma de preservación interior en principio no deducida. Por ahora ningún propósito concreto, salvo que escribiré en permanencia, por primera vez, con la mano izquierda.
Por ráfagas creo entender de nuevo que toda tentativa auténtica requeriría desprotección terminante. Pero de esta forma se agudiza la tendencia a percibir el avatar como misterioso, su supuesto lenguaje codificado. Hoy bajo la primera nieve recrudeció de improviso el tema haber nacido (su diametralidad) como conflicto sin retorno, y me prometí una nota. En cierta medida creo que descuidé su imponencia a causa del otro conflicto de la inevitabilidad de la muerte, e incluso porque de algún modo (¿sólo desde el instinto de preservación?), agradecí mis huesos. Haber nacido sobre todo si se tienen en cuenta los protagonistas inconscientes que generan su fatalidad (no otra cosa que un niñito llamado a mitigar sopor y sinsentido), se vuelve un tema de connotaciones desvariantes. En el caso de considerar que el niñito será adulto y, sobre todo, que se verá obligado a tomar conciencia (y aquí el resquemor encubierto), esmeraría en el rehén.
Abluciones de tilo, indicaría un mahometano pura sangre.
El gran estorbo de escribir con la mano izquierda parecería devolver el cuerpo a los cinco años, a una percepción casi intacta de aquella otra inhabilidad circunstancial. A través de unos pocos renglones (endeblez, casi el ridículo) aludió de manera inobjetable al asombro de base que por fortuna no se ha perdido. La frase por su parte cuesta, las palabras se delatan, brota una especie de crispación ineficaz y sin transigencia. Buen inicio. Buen inicio siempre y cuando se recuerde el convenio.
Por la noche
Las líneas rectas cuestan más que las letras.
Pienso ergo vuelve a escandalizarme la filosoficidad. De cualquier modo el término conciencia fue aludido sólo cuando se necesitó referir un fenómeno preciso. Conciencia de sí, de los otros, del mundo: ¿se volvería realmente, por largos momentos intrigados, algo cercano a una condena?
Primera irrupción del interrogante; nada mejor que mantenerlo en bandolera.
Ahora la nieve oculta en parte una fealdad general que, en algunas circunstancias redondeadas, llega a insinuarse como dolencia.
Es cierto que resulta imposible dar con un sitio (por lo menos una mesa en un rincón) donde no quede de inmediato en evidencia una forma dada de patología. De patología que se exhibe y demanda corifeos. Sumo unas pocas líneas, porque de nuevo urge partir: usura y egoísmo, subrayo dos factores implacables que, al analizarlos con frecuencia, se delatan siempre en todo doblez o recámara. Cada uno a su modo una isla (amurallada, agresiva) sin la menor posibilidad de intercambio afectivo con el exterior, sin margen de enmienda.
Pasar por alto, escabullirse, mandatos sin objeción.
La caravana incesante de los puentes que colma cada mañana la ciudad; la caravana desvariada que la vacía cada tarde con dos luces de frente, hacia los relámpagos sonoros del televisor. Cinco días de flujo y reflujo multitudinario en cuatro ruedas, acaso con el único motivo no del todo explícito de consumir petróleo en gran escala. El planeta, fatalidad en sí mismo, requiere ser vaciado, a su edad, del líquido negro. El está en otro argumento; papá y mamá por lo común también.
Y el sol una estrella, y doscientos cincuenta mil millones de estrellas (de soles) nada más en esta galaxia; con el punto en la luna.
Agregué la pierna izquierda; por ahora es la que sube y baja los cordones. ¿La atención tendería a circular en otra frecuencia?
La homosexualidad militante que obliga a ostentarse sin descanso en tan gran escala parecería una proliferación de estandartes encargados de denunciar la perdición la más impía. Es probable que piensen en un Dios desatento, irresponsable, y requieran demostrarle en permanencia hasta qué límites hace llegar su desidia. El culto de lo depravado que domina por entero la vida americana exige aquí un tributo capital hacia la fealdad reinante ya aludida. Consiguen que no sea omitido un solo elemento para que la sesión aflictiva encaje en lo desmesurado. Raro espectáculo efusivo de un infantilismo ingenuo (¿mayor ingenuidad que la del sexo?), apremiado por encarnar la perdición, la falta irremisible. Traicionar al yin o al yang como principios inescrutables debe representar, no es tan difícil suponerlo, una emergencia culposa demasiado intensa, demasiado aciaga; y de ahí la denuncia.
Privarse por un momento leve de cruzar una pierna es enfrentarse con un impulso irrefrenable, fulmíneo, que se delata desde que tomo asiento; no parecería verdad las veces en que tiende a repetirse la tentación mecánica, con total independencia de algo, por mínimo que sea, capaz de decidir o, por lo menos, de participar con levedad en la demanda.
Sumo, porque anduvo varias horas de costado: nadie otra vez, en ninguna secuencia, en ninguna secuencia. Nadie para un encuentro mínimo, para una señal adecuada, fructífera. Pero llego a entender (era madrugada inhóspita hacia calles desiertas) que ya no se trata de melancolía o desacato del epicentro. Por fidelidad al del costado me arrepentí apenas de no añorar.
Hasta ahora bastante bien sólo algunos negros de actitud lumpen (la palabrota lumpen escarnecida) sin aditamentos, auténticos: atención concentrada, cadencia en la motricidad, sigilo, comportamiento hombre invisible. Pronto iré a Harlem; dormiré en Harlem.
Que la izquierda se irrite y los dedos parezcan entumecerse es justo; pero debo darme cuenta, mientras tanto, qué hace la derecha, cómo se apoya, si descansa, si se independiza.
A partir de hoy incluyo no cruzar las piernas, sin excepción admitible, por tiempo indefinido; observado en los demás se descubre ese automatismo desgarrante, parecido al de la gesticulación.
Central Park exotiza en su alarde psiquiátrico.
Lo supe antes de sentarme y abrir el cuaderno. Supe que no había una frase más adecuada, como síntesis de configuración inamovible, que la escuchada en París en aquellas circunstancias hoy más entrañables que nunca. De paso aprovecho para subrayar, dado que se vuelve lo más difícil: el dinero reemplaza a la conciencia.
A propósito, por unos pocos minutos, de aspirar con mayor constancia a un equilibrio que tiene sus propios interrogantes, cuando se establece, por lo general no equilibrados. Volví a suponer que podrían equilibrarse al desadmitir sus contrastes. Por qué motivo un interrogante niega al otro en lugar de convivir con sobriedad, y equilibrarse.
Releí la nota del miércoles catorce y debo extremar cautela, no irme detrás de la reflexión contenedora de grandes brújulas. Necesitaría, por contraste, agudizar rigor oponiéndome con más frecuencia a la queja.
Bien pierna izquierda en cordones; ya puedo sumar (por el indicio repentino de antes de ayer) que el cuerpo sólo gira en la dirección de ese flanco.
Subrayé queja por tratarse de la vieja batalla a veces campal. Queja es negatividad que se obtura obturando, lo supe y me consta; es no admitirse inaccesible a las dificultades—por grandes que parezcan—del desconocido en lo desconocido. Queja, en el plano que sea, es despreciarse antes de aprender a renunciar. Y la renuncia más incómoda señala siempre confort, seguridad, autotranquilización. Queja es una mujer histérica, destemplada, estúpida, que toma el control para sólo consagrar mensualidades, paseos vespertinos y estufas.
Por la tarde
Obsesión adquisitiva en franco recrudecimiento más ramas pequeñas de pino que semejan arbolitos, uno a uno, con los ojos en blanco, los pies en cualquier parte, por millones. En circunstancias tan exageradas deben desdibujarse hasta los tipos humanos; todo al extravío. Allá se decía la berreta. Le royaume du barratin. Al unísono, como de común acuerdo: rapiña casi criminal, usura perpetua, lo fraudulento.
Serenas, atentas, las dos mujeres negras en Central Station, ayer por la tarde temprano: ¿admitieron esa suerte de complicidad remotísima de la vergüenza natal?
Frío demasiado intenso después de tanta nieve; de preferencia no al lamento.
Cito en la resonancia significativa: Y si un imbécil se ríe es porque es el Tao.
Muy de a poco fui siendo se diría cautivado, sobre todo al andar por las noches. La mayor parte de fruterías (abiertas las veinticuatro horas) están en manos de chinos. Verdaderos reductos a contraimagen. El comportamiento de hombre y mujer es lumpen, con la única diferencia, creo, que en vez de apoyarse en la astucia parecen apoyarse en la ingenuidad. Delicadeza inspirada, la palabra justa, aunque siempre en el distacco, en la consagración de la diferencia. Entre ellos, el pudor atinado como regla penitente.
Dada la actividad que eligieron, nada más adecuado que aquella otra frase de frases que tanto parecerían merecerse en su esencia: nunca jamás el fruto de la acción.
Se fuma (y se enciende) sólo con la mano izquierda.
El downtown huele un poco a mafia protectiva de segundo orden, se escucha con mucha frecuencia un italiano sectario, ramplón; hasta que de improviso vuelve a surgir la bestia de mirada transparente, hacedora de américas. Paralela, la ampulosidad semi snob de la semi cultura semi subterránea. Peste berreta. Las llamadas artes plásticas en manos de oligofrénicos, etcétera.
Del otro lado, a través de basurales y detritus, todo un barrio de paredes sombrías en holocausto de un alcoholismo infructuoso, vano.
Ya petardean, ya pasan de año. El rock como nunca por su propia cuenta delatando excitantes de farmacopea, la gran carencia de reciprocidades que salta a la cara en cada esquina, en cada plaza, en cada iglesia.
Y a partir de las cuatro de la mañana todo cubierto por un aluvión impensable de desperdicios. No al repudio, porque cuesta el regreso.
Enero
Chinos me hizo bien; al conjuro conquisté un sobretodo (habrá que reforzarle los botones, con la izquierda), y A separate reality. Don Juan Matus una presencia providencial; su guerrero impecable entre lo absolutamente mejor de este siglo. Otra vez la tentación en cuanto a la conducta iluminada en la marginalidad sin transigencia.
En lo que concierne a toda la tarde de ayer leyéndolo de cara al Hudson, al solcito, nada más apropiado que lo impuesto por la memoria, en un entreacto: y respiré un poco del aire incorruptible.
Por completo evidente, de todos modos, que él pierde el aliento (el aliento yaqui) sólo en los caminos que tienen corazón.
En especial para releerlo: no dejarse ganar por la eficacia inversa de lo escabroso horario. Controlar en todo lo posible el escándalo de lo que insiste en describir, y padece casi con saña los estímulos infames de todo orden. Dejar muchas veces en suspenso la crueldad estabilizada de tantas cosas que ya no podrían ni siquiera atemperarse. Se es testigo desconcertado que debe, literalmente, curarse de espanto. Y no integra una justificación.
Por la noche
A partir de mañana evitar en permanencia el hábito de las manos en los bolsillos; sospecho que establece una especie de postura interior capacitada para convocar, incluso, ciertas actitudes mal conocidas. Casi dos maneras de estar y de aparecer, casi dos maneras opósitas de recibir impresiones.
¿Puede acaso concebirse una suma mayor de iniquidades que las brindadas a diario por el masacote de publicidad a ser digerido en cada metro cuadrado, con constancia ya disuadida, funestamente sojuzgada?
De modo que decía el pobre Cesare durante aquellos años del bochorno premonitorio: esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento a un vicio absurdo. Juan Matus comparece (mejor reclama): ten la muerte como consejera. El subrayado debe significar algo parecido a la gratitud.
Casi veinte años, en mí, entre ambos.
Y a esta altura de la circunstancia individual (lo pensé mucho anoche, con fidelidad recrudecida) un sinfín de sospechas ya atacadas de fuero íntimo, de muy difícil participación con nadie. Cuando escuché que había vías despojadas por entero de condescendencia, no se produjo el mismo tipo de abatimiento. Si pecado es no dar en el blanco, el miedo a este pecado superaría, casi, el de faltar para siempre jamás, para siempre jamás.
El resto es energía transformándose, energía que se desconoce por entero y reimplanta el quid tumefacto: ¿Y si habría que merecerlo? Por supuesto, un enorme cartel inmediato: no está prohibida la caza; está permitido cazar cazadores.
La motricidad del americano medio (marcado a fuego por alimentación artificial y un deporte de violencia y crueldad sin límites) ha perdido todo atisbo sensitivo. En su rudeza de base, en su guaranguería, se delata la presión del furor egoísta que signa la vida comunitaria. El sexo, en su nivel animal más bajo ¿participa en aniquilarles la emoción?
Por el mismo motivo, la gran mayoría brinda la certeza de que nunca podrían presentirse sus asociaciones estables, sus preocupaciones más simples. Aparece un estado de ruminación hosca, intrigante, que parcela en el acto. Han renunciado por completo al interés por el prójimo.
Escarnecen las librerías con su iluminismo misérrimo: toneladas de papel impreso nada más al servicio de la atrofia del discernimiento colectivo. Cantidad en lugar de calidad; el como si. Olor a tinta ácida, libros huecos, sin peso; ni siquiera el cuidado relativo de la edición para atemperar en algo lo epidémico. Y en cada local la evidencia ominosa, funesta, de un psiquismo que se autogestiona y adquiere en complicidad.
Mientras tanto los mass media llegan a producir el deber instantáneo de aullar.
Todo lo hará a partir de ahora el flanco izquierdo, incluyendo afeitarse. Pero es preciso procurar, durante cada actividad concreta, la percepción constante (en lo posible equilibrada) de por lo menos la mano derecha. Lo mejor, por el momento, es que los dedos de esa mano se apoyen con levedad contra la palma, hasta la pausa. En cuanto a cordones, lo mismo durante el cruce de cada calle.
Más atención en lo relacionado con las piernas, que ya no desesperarían por montarse. Al estar sentado, el énfasis debe recaer sobre el ángulo recto de las rodillas, la distensión y, muy en particular, el contacto justo entre pies y suelo.
Por la tarde
Dado que la resistencia de la mano pierde por lo menos crispación, es preciso tender a que mejore, palabra a palabra, su caligrafía. Además, un elemento presentido como primordial: durante cada nota, la lengua puede permanecer apoyada contra el paladar. Si se piensa que las plantas de los pies, etcétera.
Debo anotar en una hoja aparte todos los elementos del flanco izquierdo que hacen ya a una tarea general, y mantener su práctica cotidiana hasta el momento de dejar la isla.
Para el futuro podría preverse la alternancia de flancos, aunque lo más justo sería repugnar el menor asomo de apremio. No al tumulto.
Signos de fragilidad de entendimiento, como ayer al encarar a sabiendas el tema de la dedicación a pesar de las dudas, de las dudas que se acreditan o se diluyen. Ese cambio brusco de plano en cuanto a la continuidad que se preserva: parecería alterarse, incluso, el protagonista de por sí. Y retomarse después de diez o veinte cuadras, casi ileso pero entristecido, en ese nuevo cambio brusco de plano.
Fui a Harlem; dormí en Harlem.
La fábula consabida del repudio al blanco se acartonó, como todo aquí ha tendido a perder autenticidad. El rechazo es grande pero la manera de vivir (y muy en especial la suma de aberraciones) es la misma.
Imposible, claro, no pensar en el jazz: fue reemplazado por la brutalidad eléctrica con sistema de parlantes. Sólo se trata de fomentar aturdimiento fanático a partir del beat de un levantador de pesas, por lo menos. Entonces, como en el caso de los blancos, alguien ulula en la irredención estética.
En cuanto a la marginalidad (es decir a la conducta en el peligro), tendió a verificarse lo ya presentido: únicos capaces de atención sobre sí, de continuidad coherente. Como adiestrados para algún día acceder a otro plano de ser.
Me protegí por un rato en la naturaleza (helada, de Central Park) pensando en New Orleans y el spiritual, en aquella religiosidad después de la esclavitud, en la aristocracia de servicio que cada tanto se insinuaría en algunas excepciones, sobre todo mujeres, sobre todo cuando sonríen desde tan lejos.
Hasta en los sitios casi sin acceso, a cada instante, la circulación contundente de los automóviles de la policía. Sacerdotes por lo general gigantescos, temibles, del dios dólar omnipresente mencionado en cada diálogo, en cada amago de diálogo.
También custodian, según parece: tráfico de drogas, prostitución, travestismo profesional, ciertos robos, el crimen permanente, la impiedad.
Conquisté un par de guantes de lana.
Febrero
Fue preciso un silencio; la mano izquierda, mientras tanto, dibujó. Todos estos días de andar casi impasible procurando perfeccionar la tarea de flanco, me impusieron como nunca (sobre todo cuando impera multitud en las grandes avenidas) la noción planeta, su primacía siempre relegada. Reviví y prolongué en parte aquella especie de certidumbre experimentada en el norte de Italia a propósito de la tendencia inexplicable del psiquismo humano a apropiarse de lo que no le corresponde (franjas de planeta, en el colmo) para establecer fronteras de intransigencia que a su vez contendrán nuevas fronteras de intransigencia apropiativa. Se sería, en todo caso, habitante muy transitorio de una tierra que gira incomprensiblemente en un espacio incomprensible, no de un país, o una ciudad, o un municipio, o un jardincito con alero.
Viejo argumento que renace intacto y desmantela como ninguno la atrofiedad del conjunto risible.
Por la noche
Seguí en el hilo: a causa de la ceguera egoísta, las dos grandes hecatombes que se imponen en forma constante a quien argumente: devastación ecológica (una capacidad rapaz de contaminar y destruir tanto la naturaleza como cada océano, cada mar, cada río, cada valle); el crecimiento demográfico en escala de demencia colectiva (toda muchacha inexperta procrea sin remedio antes de volverse responsable). Ambas tendencias del caos darían forzosamente a la tercera hecatombe signadora de la historia bochornosa en su apogeo: guerra (o guerras parciales), nueva devastación.
El crecimiento demográfico alucinante (horizontalidad; idiotismo de miras) devuelve a la nota de diciembre siete, aunque obliga a padecer la propia circunstancia en un punto todavía más bajo de la conejera sanguinaria. Se nace, diríase, a causa del efecto de la cerveza impasable en un muchacho cargado de taras.
Sólo cemento burdo devorándose las suelas, insultando a las piernas. El peatón no cuenta, cuenta la máquina más el negocio de duración a expensas de cualquier otra inquietud más o menos humana.
Todo aquí es fanático, en fidelidad extrema hacia lo peor. Con las actividades de cualquier índole pasa lo mismo: grandilocuencia, brutalidad, desprecio del ritmo. La soberanía inconsciente de la violencia como única condición de éxito. Como aditamento, el mal gusto militado se vuelve, a su debido tiempo, agresión.
Quinta avenida y el turismo que por fin llega, por fin mira, por fin constata: desfile cifrado de un gentío sugestionándose entre edificios esperpénticos, incapaz ya de diferenciar.
Una única vez por un rato en la atmósfera y de repente esto. No deja de volverse otra estafa de reparación imposible, como de costumbre.
En cambio a través de las zonas de gangrena, allí a pocos pasos, sólo el ambular de alcohólicos y drogadictos agónicos: nada mejor que la omisión, diríase, para volver a equivocarse en todo.
Tendió a imponerse con exigencia durante toda la noche: ¿por qué tan alucinante?
Si me viese obligado a comparecer, ya me consta, entre otros factores, la inutilidad denigrante de lo que llamamos cultura, el despropósito que se nombra educación.
Cinco elementos primordiales aparecerían, creo, como de eficacia impostergable (en caso de componerse) para una supuesta regeneración del dilema. Y los enumero para releerlos, para no seguir adelante:
I. rescatar de lo ordinario el conocimiento de tipos humanos (conocerse, conocer al otro en especial a partir del sello cósmico.)
II. estudio activo del inconsciente, en base a evidencias que se protagonizan.
III. que el cuerpo, en su organización diversa y complicadísima, pueda contar con un instrumento objetivo de aprendizaje iniciático; arquería Zen como mejor ejemplo.
IV. simultáneamente, siempre, estudio de cosmos, de universo. O sea: estudio correlativo de tipos, inconsciente, cuerpo instrumento, y leyes que rigen, a su vez, psiquismo, cosmos y universo.
V. ética activa. Rigor sin consideraciones de tolerancia. La conducta como oración cotidiana.
Entonces sí religión; entonces sí re-ligarse.
En este sentido, a pesar de algunos casos relativamente favorables, me parece que la práctica del cristianismo tendería más bien a la fe de la emoción que a la fe de la conciencia. ¿Por eso resulta demasiado cómodo, demasiado complaciente?
Por algo el Dios (Os dí) de consumo más estable resulta casi tonto en su tolerancia patriarcal; no advertiría la carnestolenda interior impenetrable que se le escamotea en permanencia.
Nada más que un agregado para la tarea de flanco izquierdo: establecer en detalle dos maneras distintas de caminar, incluyendo pasos más largos y más cortos, en un caso las manos cerradas, en el otro abiertas (se sabe nunca bolsillos). Cambiar cada día, sin excepción alguna, a las cuatro de la tarde.
Y a los temas en apariencia inevitables de discernimiento que parecen imponerse (y hasta conspirar contra el equilibrio), oponerles, entre otras, aquella consigna nunca en descrédito, que también subrayo: recuérdese a sí mismo, siempre y en todas partes.
To fack; facking, cada treinta segundos, en todas las bocas, como dólar.
El latinoamericano a su modo en el cénit, dans le royaume, ganando posiciones, motorizándose. Millones que mimetizan hasta sus últimas instancias toda la gama de lo aberrante americano. Mientras se pasa, cada día, un slang agresivo, gutural, sin ingenio, sórdido. Y de nuevo la evidencia perentoria, dado que se está en la cuerda: cada esposa agobiada por la carga sin devolución de niñitos azorados, al borde del desacuerdo por una invitación tan poco decente.
Y vuelve a parecer mentira poder afirmarlo en este planeta vergonzante: imposible algo más fácil que otorgar vida. Nada menos que vida.
Ha mejorado bastante la caligrafía.
Logré y leí de un tirón Life is Real Only Then, When I Am, tercero y último de la serie de George Ivanovich Gurdjieff (el otro que bien baila de este siglo). Libro diáfano y sobrecogedor: parecería quedar pendiente, fuera de alcance, a partir de tres raros puntos suspensivos.
Es oportunamente apropiado acordarse de que alguien no exento de derecho me dijo en cierta ocasión en París: Gurdjieff llevó a cabo un trabajo sobrehumano. Al influjo, recapitulando sus venidas a esta isla con una legión de personas a su cargo, volvió a especificarse su noción cuarto camino como la vía seca, la vía árida por excelencia. El bar donde escribía (y recibía interesados de todas partes del mundo), ya no está.
Agrego por asociación: buscar certidumbre no querría decir que a la vuelta de la esquina se encuentra certidumbre. Gurdjieff sigue vinculado en permanencia a la obligación apremiante de enfrentarse con dificultades inmensas; pensando en él todo esfuerzo personal, por sincero que aparezca, no pasa de un juego complaciente.
Además, por si acaso, la belleza siempre contrastada de amante de la esencia, que sin duda requeriría subrayarse: cuando un hombre empieza a trabajar en sí mismo, todo le habla.
Y si no te dieran un arco zen, energúmeno del gran descuido en el reinado de la obviedad, por lo menos recibiste un cuerpo que algunas noticias aportaría (dado el caso de ser requeridas) a propósito de la delicadeza y la gracia.
El sol sucio ayer contra la nieve seca y sucia durante el largo mediodía. Y todo ese espeluznamiento si se quiere repentino de ausencias.
Me autoricé releer sinuoso, de un saque: ahora creo que hasta admití admitiéndome, por un rato sin vacilaciones ni atajos; los pies helados.
Por lo veraz volví, casi en dignidades.
Se hace mucho más difícil escribir sobre la falda.
Encaré la empresa desatinada de atestiguar por una vez al menos el significado estremeciente de la edición dominical del New York Times. Primeros oprobios: su volumen, su peso, su olor, su tizne. No se concibe trasladarlo durante unos pocos metros. La urdimbre descomunal de todos los simulacros, de todos los engaños. Usura de ratas. Un único ejemplo: cualquiera sabe que se fornica masivamente, todos contra todos en consigna frontal, los viernes por la noche, con la gama completa de estimulantes al alcance de veinte dólares; eso también está.
Mientras que la mano izquierda dibuja (y siempre y cuando se ponga empeño en una decontracción sosegada), es posible constatar un triple equilibrio paulatino, endeble, que requiere tiempo interior y ningún sobresalto asociativo: dedos contra la palma derecha; lengua contra el paladar; relación plantas de los pies y el piso (temperatura, calidad de piso). Cuando los tres contactos pueden, a su vez, contactarse, y los trazos siguen: ¿se empieza a existir?
Reiterar entonces el intento cada día, sin creerse nada.
Poco aconsejable meterse con la respiración, aunque sin barrer del todo con el interrogante.
Es problemática la consigna de confiar más allá (y más acá) de un requisito consecuente, que no se parcela. ¿Lo persuadido es prudencia acuartelándose?
En el futuro procuraré insistir hacia un centro de gravedad más duradero, en la dirección obturadísima de admitir lo inadmisible.
Lo entrevisto en el pasado en cuanto a la fluctuación de los estados de ánimo, sigue en pie. No obstante, apenas se insinuaría una apoyatura física estable y riesgosa, reaparece intacta la posibilidad de no identificarse con ellos, el distacco interior protectivo. Asistir, en lugar de creerles. Negarles hasta la más leve cuota de energía.
En varias ocasiones, durante lo que va de la semana, cierta presión casi externa, intensa e indefinible, que aludiría más bien a inminencia.
Ese clochard que pareció seguirme durante más de treinta cuadras, a medianoche, sumó tal vez la inquietud que faltaba. Mejor no romperse la crisma contra la verificación de abismo tal cual abismo, encuesta clausurada por la tenacidad comunitaria.
Marzo
Nieva sin sosiego desde hace más de una semana.
Releí la nota de febrero cinco por la noche, y me ceñiré a esos puntos cuando rebroten cuestionamientos a propósito del avatar terrestre sin ton ni son. Sin embargo tipos humanos, por algún motivo que no alcanzo a dilucidar, se me impone como nunca. Volví a tomar en cuenta el psicoanálisis (único ritual profano reverenciable de este siglo), y volvió a llamarme la atención la impunidad con que ignora el tema, tanto en lo silvestre como en lo ortodoxo. ¿Cómo no tomarlo a manera de único punto de partida en todo encuadre de conocimiento concreto del paciente, previo al discurso? Jung, de los pocos casos, lo intelectualizó tontamente. Ni siquiera se lo alude en sexología, o por lo menos en el conflicto irresoluble de la pareja humana.
Por eso, me dije, todo confluyendo a diálogos entre sordos, a mala literatura. Cada persona al hablar de sí misma, al describirse, ni siquiera se sospecha en trance de aludir al aspecto grosero de su circunstancia zodiacal sin atenuantes. Me gusta, no me gusta; quiero, detesto; porque yo, porque yo: nada más que la ignorancia del tipo que se ilustra.
Esta isla en su conjunto, de extremo a extremo, parecería una probeta ejemplar del espanto al respecto. Eso debe sucederme. Los locos egipcios embalsamadores de profesión, por lo menos confiaban en sus astrólogos para organizar matrimonios no tan patéticos. Incluso tal vez lograban que un tauro no se dedicase por entero a la música.
Llegué a corroborarlo y me prometí tomar nota: sólo después de perfeccionar este instrumento de evidencias inigualables contra toda ceguera subjetiva, podría hablarse de esencia-personalidad, lo innato y lo oprobioso adquirido, para pasar a la criminalidad con que educación y cultura (lo que se adquiere) pulverizan la esencia (aquello relegado al desinterés).
Por la noche
A primeras horas de la tarde encontré una billetera junto al umbral de una frutería inmaculada del down town: trescientos setenta y pico de dólares, más un cheque con el que no intentaré. De nuevo obligado a razonar Providencia. Y si un imbécil se ríe es porque sería Providencia.
Desde adentro un chino alto, muy sobrio, miró en un relámpago, lo vio todo; de inmediato fue dedicándose a olvidar (¿se repetiría algún axioma del Libro de los Cambios?), mientras lustraba con franeleta amarilla, una a una, cierta pirámide estricta de manzanas carasucia. Acababa de tomarla con la izquierda, en cuclillas apenas, en la doble opción nunca presentida; pero también es cierto, mi querido don Genaro, que hasta los pómulos se tomaron su tiempo en aquietarse. Me quedé mirándolo hacer, a media distancia, hasta pagar uvas en la caja.
Nada menos: la vertiginosidad de los estados de ánimo. A pesar de todo se asocia, por pretexto continental, algo tal vez acorde con el señor frutero y su accionar atinadísimo: tanto depende de una carretilla roja, mojada por el agua de la lluvia, junto a las gallinas blancas.
Recaí en el tabaco negro de la dulce Francia, me introduje en una peluquería confortable y hoy, con tarea en regla y cierto paso atrás, puedo permitirme esta mesa de coffee-shop junto a la ventana: desayuno del ancestro británico, flores de plástico, el perfume de la muchacha que atiende por completó ausente, sin la más leve intención o por lo menos nostalgia de presencia, por supuesto en minifalda extremísima. Sus padres deben ser de provincias (diez horas de televisión cotidiana, aseguran las estadísticas), y ella debe estudiar administración de empresas, por lo menos, dada la zona universitaria, la seriedad parca y los lentes.
Una algarabía de rumbos que debo atemperar, hasta que la cuerda única sea el instinto sin intermediario.
El vandalismo, sobre todo en niños y jóvenes, es comentado con frecuencia como muy grave problema nacional. Ninguna duda: al visitar ayer la universidad sobrecogió el espectáculo de la eficacia destructiva en todo, de nuevo el alarde de fealdad aunque sumando una grosería ruin de leyendas (enormes, suntuosas) que se quedan con todas las paredes, aparte la reiteración de los emblemas homosexuales duchos en sadomasoquismo.
Más de las dos terceras partes, como Tom Mix o su prometida, coloca sin excepción alguna los pies sobre mesas o sillas o sillones, arroja los libros, se desgarra la ropa, guturaliza a los gritos, tiende a brillar en el alarde de torpeza guaranga, fundado en lo más brutal como mérito. Lo anti lumpen deleznable, casi premeditado a manera de antítesis.
Se reimpuso la sospecha de partida próxima. Buen material de observación, en estas circunstancias, el cambio de manera de caminar cada cuatro de la tarde. Fluye una gama potencial tan necesitada de justo medio.
En la misma dirección, creo esperaba y tendió a cumplirse sin nada que indicase reprimirlo: anoche canté bajito un fragmento de tango (casi tres años sin sucederme) y preferí dejarlo que se repitiera y repitiera. El segundo Fiorentino (el más maduro, el diáfano) sometido a la pierna izquierda y las nieves. Fui encontrándole, diríase, su perfil sereno, sin recordar el autor: como un fantasma gris llegó el hastío (pausa reflexiva sobre el subrayado) hasta tu corazón que aún era mío (doble pausa autocrítica) y poco a poco te fue envolviendo (pausa ontológica) y poco a poco te fuiste yendo. Ni una sílaba más.
Ante la inconstancia neurótica, ninfómana, de la mujer americana, un cantor de tangos algo responsable tendría que suicidarse en escena.
Para qué más por hoy, letra a letra, con casi todo a cero en cuanto anecdotario, si al frecuentar lo único que interesaría la memoria resultó tan libre del menor asomo de exorcismos intrínsecos, hasta imponerse: Encontrar su sitio en la escala del Ser (¿y ser con mayúscula, the first time?)
Por la tarde
Desconcierta, como antes, aunque vuelve a resonar su idiosincrasia: el que se asombra sería como atraído por una realidad independiente de sí mismo. El dolor, por su parte, corrompe lo banal. Verticalidad o indigencia, por consiguiente.
Otra vez el favor subrepticio de un cuaderno de notas: tres días con sus noches para revisarse, para criticarse antes de saber adónde da. Resulta incómodo escribir con este traqueteo. Puentes oscuros, siniestros, de la ponderada civilización industrial; y ya mucho más allá todas las luces de la probeta. El escarnio y las luces. Unreal city, exclamó el monje Eliot (¿o era Yeats?). Extenso trayecto hasta California y una nota pendiente sobre la naturaleza angélica. Debe ser que bajo en Los Angeles. En algún momento cruzaremos el Mississippi. Vendrán zonas áridas con sombrerudos rígidos, botas de taco diagonal y patadas a las puertas (los boys de las vacas; el entretenimiento de los caballos), pero también se verán indios lánguidos, repletos de silencio, perfectamente derrotados, como corresponde. En alguna medida este ómnibus célebre es el colectivo digamos ciento diez, de colores vivos, en tren de conducirme a la matinée del cine veinticinco de mayo.
El centro de gravedad futuro será, en las entrañas, admitir lo inadmisible, tanto en la nieve como en el mar, tanto en la comprensión como en la penumbra.
Cada instante perdido estaría perdido para siempre.