Visiones de infancia
María Flora Yáñez
El Primer Miedo
Retrocedo hacia la más lejana infancia, hacia esa zona de recuerdos que ha quedado detenida en un rincón de la mente, diáfana e imprecisa como aquellos paisajes envueltos en un velo de niebla.
Estamos en un cuarto de muebles sencillos y floreadas cretonas. Por la ventana abierta entra ancho rastro de sol que ilumina la alfombra. Sólo turba el silencio la suave presencia de mi madre mientras ejecuta gestos insignificantes y habituales. Los pliegues de su vestido, al moverse, rozan los bordes de la mesa o de las sillas. Sus manos corren presurosas sobre el claro tejido. Madejas de lana . . . Ovillar. Ovillar y después tejer. La vida transcurre inmóvil, en rica y pausada cadencia.
De pronto, un estremecimiento sacude el ambiente. El suelo se torna inseguro. Oscilan las lámparas; las paredes parecen girar y estrecharse. Ondas extrañas electrizan la atmósfera. Mi madre se levanta de su asiento bruscamente, nos coge de la mano y nos arrastra hacia la calle a la vez que de su garganta brota un grito angustioso: “¡Temblor!” Otros gritos, los de la servidumbre, le hacen eco desde el fondo de la casa. “¡Temblor!” Ignoro el sentido de tal palabra que parece siempre preceder cataclismos, pero mi imaginación sobreexcitada sabe que ella está unida estrechamente a algo insólito y terrible. Al oírla, mis ojos de niño ven una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo, y que desparece luego, no se sabe por dónde.
Nunca tuve tiempo de precisar si su rostro era de hombre o de pájaro. Tan fugaz es su aparición que apenas alcanzo a entrever la espectral palidez y las alas de muselina de aquella figura alucinante, incorpórea, y, sin embargo, enorme.
De cada casa sale gente a la calle. Y los umbrales, las veredas, contienen grupos inquietos. Voces entrecortadas y trémulas, agudos alaridos, desgarran como arañazos el espacio. Lo peor es que nuestro instinto presiente que no hay de quien esperar auxilio pues la angustia del grito que ha exhalado mi madre nos despoja de esperanzas. Nuestra fragilidad está fuera del mundo, en un clima de pánico. Sólo breves instantes. Pasa el temblor como un forastero temible, y entramos de nuevo a la casa. Pero aún se oyen gritos. “¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia, Señor!” Es la “mama” Ismaela que yace de hinojos sobre las piedras del patio, con los brazos en cruz y la frente humillada. “¡Misericordia, Señor!” balbucean sus labios histéricos, con acento más apagado cada vez, más débil cada vez, hasta imitar el sollozo contenido de un niño.
Luego todo se quieta. La casa y los rostros recobran su serenidad estática. La visión gris, siniestramente gris, se ha esfumado en el aire.
La calle de mi infancia
En pleno corazón de Santiago, tiene sin embargo el recogido y perezoso encanto de una calle de provincia y está poblada de mansiones bajas, macizas, que esconden en su regazo jardines olorosos a azahares y extensos patios con fuentes gemidoras. Es escaso el tráfico y no hay aún en ella ni tiendas ni restaurantes de lujos, sobre todo en las cuadras cercanas al Parque. La blanca calzada se extiende desnuda y amplia como una pista de patines. Y en ella patinamos, efectivamente, durante las tardes y las noches estivales, corriendo de una casa a otra casa mientras las ventanas vuelcan hacia afuera el reflejo del sol en sus cristales y luego la amarillenta luz de las lámparas encendidas.
No hay rascacielos que detengan la vista y los ojos van a posarse tranquilos sobre las nevadas crestas de la cordillera por encima de los tejados de esas mansiones bajas que forman una línea uniforme, interrumpida de pronto por la esbelta torre de una iglesia. Sólo los tranvías, a intervalos, turban el silencio. Y a la hora del crepúsculo, cantan las esquilas de los conventos vecinos, llenando la calle, estremeciendo el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios.
Durante largos tiempos, los “entierros” son para nosotros visiones de infancia, porque la calle San Antonio es la calle de los funerales. Los hay humildes y grandiosos, tristes y alegres. Junto con el desayuno, la niñera nos trae la noticia: “Hoy habrá entierro grande, con música, y militares a caballo . . . ” Nos vestimos llenos de alborozo y pegamos nuestras caras al enrejado de las ventanas. La calle sonríe, repleta de muchedumbre que aguarda impaciente el cortejo. Se dejan oír los tambores y empieza el desfile de caballos enlutados y cascos con penachos. Viene más atrás el difunto, seguido de las carrozas cubiertas de flores. Y así la muerte, a nuestros ojos infantiles, se reviste de esplendor, de atónitas multitudes, de galones dorados.
Casi todos los “acompañamientos” de Santiago cruzan la calle San Antonio y dan vida al recogido sueño de sus calzadas y de sus mansiones. Pero son acontecimientos matinales y aislados. En las horas corrientes, el flojo ritmo de la calle, sus pulsaciones apacibles, nos pertenecen por entero. Y, desde las ventanas, hacemos farsas a los transeúntes y, al salir de paseo, vamos tocando sin necesidad las campanillas de las altivas viviendas del vecindario.
Oscurece. Soledad, silencio, bajo los altos faroles que, súbitamente, cobran vida. Se abren los salones para las veladas nocturnas, porque una placentera amistad une a casi todas las familias del barrio. Afuera se extingue el lento rodar de algún carruaje tardío. Medianoche. Todo rumor se apaga. Y sólo de tarde en tarde corta el sueño de la calle dormida, el silbido agudo, prolongado y triste del guardián de punto cuyo pito, como señal o como alarma, atraviesa la atmósfera para llegar hasta el guardián de la calle vecina quién responde con otro silbido desmesurado y quejumbroso.
Así era la calle San Antonio, la calle de mi infancia . . .
El niño del retrato
Sobre la cabecera del lecho de mi padre había un gran retrato al óleo que representaba a un niño de tres años, vestido de terciopelo azul. Sus ojos, anegados en luz, parecían seguir la trayectoria de las personas que cruzaban el cuarto. Era nuestro hermano mayor, Lolito, muerto poco antes de cumplir los tres años. Tan radiante y expresivo era su rostro que, aún prisionero en su marco, se sentía el anhelo de acariciarlo, de rozar levemente con los dedos sus cabellos oscuros y la cálida tela de su traje. A veces—cuando a causa de alguna riña con mis compañeros de juego—mi corazón de criatura se apretaba, yo solía ir a apoyarme contra un pilar del patio, frente al dormitorio de mi padre, y sujetando apenas el raudal de llanto que la reciente riña formara detrás de mis párpados, miraba hacia adentro. Desde la penumbra del cuarto me sonreía el niño del retrato. Y su figura azul cobraba vida, pareciendo desprenderse del marco para venir a mí y brindarme una muda, ferviente, protección.
Entonces, con el alma liviana, habría deseado interrogarlo, saber algo de su breve paso por la tierra. O indagar con mis padres detalles de esa etapa sonriente y ya lejana. Pero nunca tuve el coraje de hacer ni el gesto ni la pregunta necesarios, porque el solo nombre, la sola evocación del niño del retrato, aún después de tantos años, removía en la atmósfera demasiado dolor. Se sabían trozos sueltos del drama, frases cogidas por azar: el regocijado viaje a Quilpué en busca de felices vacaciones y sin asomos de presentimiento . . . la escarlatina . . . el médico rural que desconoce el mal y mata al niño lentamente con fuertes dosis de antipirina . . . el retorno a Santiago, trayendo al único hijo dentro de un ataúd . . .
Trozos sueltos de aquella silenciosa tragedia. Porque de él mismo, del niño esplendoroso que perduraba en el gran retrato al óleo, vestido de terciopelo azul, no sabíamos nada.
Y era preciso ¡ay! resignarse a que sólo nos contemplara desde arriba, inalcanzable y enigmático, en su altar polvoriento sobre el lecho de mi padre.
La inglesa
La veo llegar una noche, a las nueve, enjuta, apergaminada y rubia, con esa edad indefinida de algunas inglesas que fluctúan entre los veinticinco y los sesenta años. Llevaba en la mano una maleta vieja y sobre los rizos, recién salidos del bigudí, un sombrero pasado de moda, amarillento y marchito.
—Miss Hutchinson . . . Soy Miss Emily Hutchinson . . . , balbuceó en inglés, con una pobre voz cohibida cuando, tras el campanillazo nervioso, nos precipitamos todos a la puerta de entrada. Sacudió la mano de mis padres en un “shake hand” vigoroso y mirándome con simpatía me preguntó mi nombre. Guardé silencio:
—Conteste, ordenó mi padre, severo. Es la institutriz inglesa que llega de Europa.
—Nunca le contestaré, respondí tímidamente. No me gusta . . .
Mis padres se miraron aterrados. Hoy pienso que los ojos de él decían: “He hecho un gran sacrificio pecunario. La niñera ha venido en un barco caletero, barato, es cierto, pero de todos modos demasiando costoso para mis entradas. Un gran sacrificio. Y esta niñita empecinada . . . ”
—Tiene demasiado sueño, explicó mi madre. Mañana será ya otra cosa . . .
Pasaron los días, los meses, un año. Y yo continué encastillada en mi actitud rebelde. “¿No entiende que es por su bien?” exclamaba mi padre. “¿No ve el beneficio que trato de hacerle? ¿No siente que es necesaria, indispensable, saber inglés? Una lengua más es como un alma más.” Y ante mi cabeza gacha y mi expresión taimada, se cogía la cabeza a dos manos murmurando: “¡Hay niños que son asnos! ¡Asnos!” Yo, entretanto, envidiaba la suerte de mi hermano que, después del colegio y en compañía de dos primos, daba lecciones con Mr. Bingle, inglés exuberante, juguetón y pintoresco, quien casi enseguida, fue también mi profesor.
—Bien, advirtió un día mi padre, mirándome tercamente. Se quedará sin postre mientras no cambie de conducta.
—Si quieren contestaré “yes,” pero nada más que “yes,” transigí, exhalando uno de esos hondos suspiros que en los niños preceden al llanto.
Aquel “yes” fue el único vínculo entre mi personita y la inglesa que cada día se fue sintiendo en la casa más desorientada, más sola, con esa tremenda soledad del destierro, a la que se unía al aislamiento de no poder hablar y de no poder oír. Ella no sabía español y nadie en la familia hablaba inglés. Terrible forma de prisión. Hasta que un día, viendo la inutilidad de su presencia en nuestro hogar, mi padre la embarcó de regreso a su patria.
Pobre Emily Hutchinson. Hoy, cuando pienso en ti, algo vibra y se remueve en el fondo de mi corazón. Saliste un día de viaje, muy lejos, llevada por el urgente apremio de tu destino oscuro, dejando atrás los mínimos objetos y los recuerdos sin grandeza que hasta entonces te hicieron llevadera la vida. El cañamazo con su punto de cruz y su aguja, quedó inconcluso en el viejo cajón del armario. Y el tosco reloj de sobremesa, heredado de la abuela, cantó solitario las horas en la casa de pensión. Partiste hacia ambientes y climas hostiles y tu historia se entrelazó a la de todos los seres malogrados y anónimos cuya insignificancia se arrastra muriente y escondida. Son almas que nunca realizan la gran esperanza. Y—tú lo sabes, Emily Hutchinson—entre afanes y desarraigos, la vida pasa y se deshoja lentamente como un árbol olvidado del agua.
Los niños hacen sufrir sin saberlo. Más tarde, a través de un vidrio de aumento, miran el mal que causaron en su inconciencia. Y daría un mundo por remediarlo. Pero no siempre pueden tocar las cenizas del pasado.
Hoy, no sé por qué, veo llegar desde el fondo de mi infancia a la inglesa errabunda con su absurdo sombrero y su figura enjuta. Y una inmensa piedad, un anhelo de pronunciar la palabra que mis labios de niño no supieron decir, sube en precipitados latidos desde mi corazón.
Visiones en la oscuridad
Los niños estamos embriagados de júbilo porque nos van a llevar al circo, en la noche, a mirar la gran farándula de payasos y animales. El solo hecho de salir de noche es ya un acontecimiento cuando se tienen apenas once años. Y además sabemos que en aquel gran escenario de arenas y luces, hay zebras, perros amaestrados y elefantes. Sin contar a esos extraños seres, vestidos de mallas, que toman pesos desorbitantes con los dientes y que dan saltos mortales en el aire. De antemano saboreamos la fiesta. Se apagan las luces de la casa y nos disponemos a partir. Es tal el atolondramiento presuroso que . . .
—¿No ha olvidado algo, niñita?—pregunta mi padre, antes de cerrar la mampara, posando los ojos en el alboroto de mis cabellos.
Sólo entonces recuerdo: mi sombrero de paja, mi gran sombrero de paja Italia, adornado con espigas y girasoles y que un moño de cintas ata al cuello, quedó sobre la mesa de sala. No puedo dejar de llevarlo porque hace juego con el organdí celeste del vestido y con los flamantes zapatitos de charol.
—Vuelva a buscarlo, vuelva sola, murmura mi padre.
Yo vacilo, temerosa, y él agrega con acento benévolo: “No hay que tenerle miedo a la oscuridad.”
Avanzo por el zaguán, apenas iluminada por la débil lucecilla de un farol y me sumerjo en las sombras de la casa vacía y oscura. Desde afuera, aprisionadas en un anillo de plata, llegan las voces familiares. Avanzo y me parece que penetro a un pozo embrujado. Lo peor es tener que atravesar el patio, negro bajo un cielo sin estrellas. Mis pies van marcando en golpes secos los latidos del corazón. Entro a la sala y me siento perdida entre objetos hostiles. Felpas rojas caen pesadamente como cuerpos dormidos. Ojos adustos me observan desde el misterio de la pared. No me atrevo a estirar el brazo porque mi mano, en el trayecto, puede encontrar la blandura de otra mano. Permanezco inmóvil, temblando.
Hay en la pieza un soplo de presencia. Estoy sujeta a lo desconocido, a lo pavoroso. Miro a la mesa de centro: allí está el sombrero, agrandado como un quitasol. Su mancha clara se desparrama sobre la mesa formando una laguna de espigas y girasoles. Allí está. Pero no me decido a tocarlo. Ya no viene desde fuera el sonido de las voces amigas y sólo unas flores, desde su vaso de agua me echan encima su aliento turbio y me miran con las bocas abiertos de sus corolas. Rumores persistentes cruzan la atmósfera. A mi alrededor hay marcos vacíos y ceniceros que parecen insectos. Ruedan libros y retratos, macizos sillones y cojines de pluma. Respiran quedamente sapitos y grillos, de esos que se esconden en los rincones cuando hay luz y que salen, tomados del brazo, en la oscuridad. De la pieza contigua llegan resonancias de botellas. Voy a gritar, no puedo más. Temo sobre todo el roce de un ser frío y afilado como lámina de cuchillo. ¿Dónde he visto ya seres así?
Súbitamente, todo se inmoviliza. Detienen sus punteros los relojes, su rodar los cojines, su crujir las maderas. Y me hundo pesadamente en un silencio negro. Gotitas de sudor perlean en mi frente mientras alcanzo a percibir a las arañas presurosas dejándose caer desde el techo a lo largo de sus frágiles hebras. Para sostenerme, palpo los bordes de la mesa. De pronto cojo el sombrero y me precipito hacia el patio. ¡Si una mano fuera a asirme de las trenzas! Despavorida, corro hasta el dintel de la mampara. Descubro la zona de luz y los rostros amigos. Antes de aproximarme a ellos, a la bienhechora claridad que ellos emanan, me detengo. Y entro a su atmósfera, sosegada, con el sombrero en la mano.
—¡No tardó un segundo!—exclama uno de los niños.
Lo miro con asombro. Sé que he estado muchas horas en la casa vacía. Mi padre me mira afectuoso.
—¿Ve como en la oscuridad no pasa nada?—afirma mientras me ata las cintas del sombrero.
Un momento, mis pestañas aletean. Luego respondo con calma:
—No, no pasa nada.
Retrocedo hacia la más lejana infancia, hacia esa zona de recuerdos que ha quedado detenida en un rincón de la mente, diáfana e imprecisa como aquellos paisajes envueltos en un velo de niebla.
Estamos en un cuarto de muebles sencillos y floreadas cretonas. Por la ventana abierta entra ancho rastro de sol que ilumina la alfombra. Sólo turba el silencio la suave presencia de mi madre mientras ejecuta gestos insignificantes y habituales. Los pliegues de su vestido, al moverse, rozan los bordes de la mesa o de las sillas. Sus manos corren presurosas sobre el claro tejido. Madejas de lana . . . Ovillar. Ovillar y después tejer. La vida transcurre inmóvil, en rica y pausada cadencia.
De pronto, un estremecimiento sacude el ambiente. El suelo se torna inseguro. Oscilan las lámparas; las paredes parecen girar y estrecharse. Ondas extrañas electrizan la atmósfera. Mi madre se levanta de su asiento bruscamente, nos coge de la mano y nos arrastra hacia la calle a la vez que de su garganta brota un grito angustioso: “¡Temblor!” Otros gritos, los de la servidumbre, le hacen eco desde el fondo de la casa. “¡Temblor!” Ignoro el sentido de tal palabra que parece siempre preceder cataclismos, pero mi imaginación sobreexcitada sabe que ella está unida estrechamente a algo insólito y terrible. Al oírla, mis ojos de niño ven una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo, y que desparece luego, no se sabe por dónde.
Nunca tuve tiempo de precisar si su rostro era de hombre o de pájaro. Tan fugaz es su aparición que apenas alcanzo a entrever la espectral palidez y las alas de muselina de aquella figura alucinante, incorpórea, y, sin embargo, enorme.
De cada casa sale gente a la calle. Y los umbrales, las veredas, contienen grupos inquietos. Voces entrecortadas y trémulas, agudos alaridos, desgarran como arañazos el espacio. Lo peor es que nuestro instinto presiente que no hay de quien esperar auxilio pues la angustia del grito que ha exhalado mi madre nos despoja de esperanzas. Nuestra fragilidad está fuera del mundo, en un clima de pánico. Sólo breves instantes. Pasa el temblor como un forastero temible, y entramos de nuevo a la casa. Pero aún se oyen gritos. “¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia, Señor!” Es la “mama” Ismaela que yace de hinojos sobre las piedras del patio, con los brazos en cruz y la frente humillada. “¡Misericordia, Señor!” balbucean sus labios histéricos, con acento más apagado cada vez, más débil cada vez, hasta imitar el sollozo contenido de un niño.
Luego todo se quieta. La casa y los rostros recobran su serenidad estática. La visión gris, siniestramente gris, se ha esfumado en el aire.
La calle de mi infancia
En pleno corazón de Santiago, tiene sin embargo el recogido y perezoso encanto de una calle de provincia y está poblada de mansiones bajas, macizas, que esconden en su regazo jardines olorosos a azahares y extensos patios con fuentes gemidoras. Es escaso el tráfico y no hay aún en ella ni tiendas ni restaurantes de lujos, sobre todo en las cuadras cercanas al Parque. La blanca calzada se extiende desnuda y amplia como una pista de patines. Y en ella patinamos, efectivamente, durante las tardes y las noches estivales, corriendo de una casa a otra casa mientras las ventanas vuelcan hacia afuera el reflejo del sol en sus cristales y luego la amarillenta luz de las lámparas encendidas.
No hay rascacielos que detengan la vista y los ojos van a posarse tranquilos sobre las nevadas crestas de la cordillera por encima de los tejados de esas mansiones bajas que forman una línea uniforme, interrumpida de pronto por la esbelta torre de una iglesia. Sólo los tranvías, a intervalos, turban el silencio. Y a la hora del crepúsculo, cantan las esquilas de los conventos vecinos, llenando la calle, estremeciendo el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios.
Durante largos tiempos, los “entierros” son para nosotros visiones de infancia, porque la calle San Antonio es la calle de los funerales. Los hay humildes y grandiosos, tristes y alegres. Junto con el desayuno, la niñera nos trae la noticia: “Hoy habrá entierro grande, con música, y militares a caballo . . . ” Nos vestimos llenos de alborozo y pegamos nuestras caras al enrejado de las ventanas. La calle sonríe, repleta de muchedumbre que aguarda impaciente el cortejo. Se dejan oír los tambores y empieza el desfile de caballos enlutados y cascos con penachos. Viene más atrás el difunto, seguido de las carrozas cubiertas de flores. Y así la muerte, a nuestros ojos infantiles, se reviste de esplendor, de atónitas multitudes, de galones dorados.
Casi todos los “acompañamientos” de Santiago cruzan la calle San Antonio y dan vida al recogido sueño de sus calzadas y de sus mansiones. Pero son acontecimientos matinales y aislados. En las horas corrientes, el flojo ritmo de la calle, sus pulsaciones apacibles, nos pertenecen por entero. Y, desde las ventanas, hacemos farsas a los transeúntes y, al salir de paseo, vamos tocando sin necesidad las campanillas de las altivas viviendas del vecindario.
Oscurece. Soledad, silencio, bajo los altos faroles que, súbitamente, cobran vida. Se abren los salones para las veladas nocturnas, porque una placentera amistad une a casi todas las familias del barrio. Afuera se extingue el lento rodar de algún carruaje tardío. Medianoche. Todo rumor se apaga. Y sólo de tarde en tarde corta el sueño de la calle dormida, el silbido agudo, prolongado y triste del guardián de punto cuyo pito, como señal o como alarma, atraviesa la atmósfera para llegar hasta el guardián de la calle vecina quién responde con otro silbido desmesurado y quejumbroso.
Así era la calle San Antonio, la calle de mi infancia . . .
El niño del retrato
Sobre la cabecera del lecho de mi padre había un gran retrato al óleo que representaba a un niño de tres años, vestido de terciopelo azul. Sus ojos, anegados en luz, parecían seguir la trayectoria de las personas que cruzaban el cuarto. Era nuestro hermano mayor, Lolito, muerto poco antes de cumplir los tres años. Tan radiante y expresivo era su rostro que, aún prisionero en su marco, se sentía el anhelo de acariciarlo, de rozar levemente con los dedos sus cabellos oscuros y la cálida tela de su traje. A veces—cuando a causa de alguna riña con mis compañeros de juego—mi corazón de criatura se apretaba, yo solía ir a apoyarme contra un pilar del patio, frente al dormitorio de mi padre, y sujetando apenas el raudal de llanto que la reciente riña formara detrás de mis párpados, miraba hacia adentro. Desde la penumbra del cuarto me sonreía el niño del retrato. Y su figura azul cobraba vida, pareciendo desprenderse del marco para venir a mí y brindarme una muda, ferviente, protección.
Entonces, con el alma liviana, habría deseado interrogarlo, saber algo de su breve paso por la tierra. O indagar con mis padres detalles de esa etapa sonriente y ya lejana. Pero nunca tuve el coraje de hacer ni el gesto ni la pregunta necesarios, porque el solo nombre, la sola evocación del niño del retrato, aún después de tantos años, removía en la atmósfera demasiado dolor. Se sabían trozos sueltos del drama, frases cogidas por azar: el regocijado viaje a Quilpué en busca de felices vacaciones y sin asomos de presentimiento . . . la escarlatina . . . el médico rural que desconoce el mal y mata al niño lentamente con fuertes dosis de antipirina . . . el retorno a Santiago, trayendo al único hijo dentro de un ataúd . . .
Trozos sueltos de aquella silenciosa tragedia. Porque de él mismo, del niño esplendoroso que perduraba en el gran retrato al óleo, vestido de terciopelo azul, no sabíamos nada.
Y era preciso ¡ay! resignarse a que sólo nos contemplara desde arriba, inalcanzable y enigmático, en su altar polvoriento sobre el lecho de mi padre.
La inglesa
La veo llegar una noche, a las nueve, enjuta, apergaminada y rubia, con esa edad indefinida de algunas inglesas que fluctúan entre los veinticinco y los sesenta años. Llevaba en la mano una maleta vieja y sobre los rizos, recién salidos del bigudí, un sombrero pasado de moda, amarillento y marchito.
—Miss Hutchinson . . . Soy Miss Emily Hutchinson . . . , balbuceó en inglés, con una pobre voz cohibida cuando, tras el campanillazo nervioso, nos precipitamos todos a la puerta de entrada. Sacudió la mano de mis padres en un “shake hand” vigoroso y mirándome con simpatía me preguntó mi nombre. Guardé silencio:
—Conteste, ordenó mi padre, severo. Es la institutriz inglesa que llega de Europa.
—Nunca le contestaré, respondí tímidamente. No me gusta . . .
Mis padres se miraron aterrados. Hoy pienso que los ojos de él decían: “He hecho un gran sacrificio pecunario. La niñera ha venido en un barco caletero, barato, es cierto, pero de todos modos demasiando costoso para mis entradas. Un gran sacrificio. Y esta niñita empecinada . . . ”
—Tiene demasiado sueño, explicó mi madre. Mañana será ya otra cosa . . .
Pasaron los días, los meses, un año. Y yo continué encastillada en mi actitud rebelde. “¿No entiende que es por su bien?” exclamaba mi padre. “¿No ve el beneficio que trato de hacerle? ¿No siente que es necesaria, indispensable, saber inglés? Una lengua más es como un alma más.” Y ante mi cabeza gacha y mi expresión taimada, se cogía la cabeza a dos manos murmurando: “¡Hay niños que son asnos! ¡Asnos!” Yo, entretanto, envidiaba la suerte de mi hermano que, después del colegio y en compañía de dos primos, daba lecciones con Mr. Bingle, inglés exuberante, juguetón y pintoresco, quien casi enseguida, fue también mi profesor.
—Bien, advirtió un día mi padre, mirándome tercamente. Se quedará sin postre mientras no cambie de conducta.
—Si quieren contestaré “yes,” pero nada más que “yes,” transigí, exhalando uno de esos hondos suspiros que en los niños preceden al llanto.
Aquel “yes” fue el único vínculo entre mi personita y la inglesa que cada día se fue sintiendo en la casa más desorientada, más sola, con esa tremenda soledad del destierro, a la que se unía al aislamiento de no poder hablar y de no poder oír. Ella no sabía español y nadie en la familia hablaba inglés. Terrible forma de prisión. Hasta que un día, viendo la inutilidad de su presencia en nuestro hogar, mi padre la embarcó de regreso a su patria.
Pobre Emily Hutchinson. Hoy, cuando pienso en ti, algo vibra y se remueve en el fondo de mi corazón. Saliste un día de viaje, muy lejos, llevada por el urgente apremio de tu destino oscuro, dejando atrás los mínimos objetos y los recuerdos sin grandeza que hasta entonces te hicieron llevadera la vida. El cañamazo con su punto de cruz y su aguja, quedó inconcluso en el viejo cajón del armario. Y el tosco reloj de sobremesa, heredado de la abuela, cantó solitario las horas en la casa de pensión. Partiste hacia ambientes y climas hostiles y tu historia se entrelazó a la de todos los seres malogrados y anónimos cuya insignificancia se arrastra muriente y escondida. Son almas que nunca realizan la gran esperanza. Y—tú lo sabes, Emily Hutchinson—entre afanes y desarraigos, la vida pasa y se deshoja lentamente como un árbol olvidado del agua.
Los niños hacen sufrir sin saberlo. Más tarde, a través de un vidrio de aumento, miran el mal que causaron en su inconciencia. Y daría un mundo por remediarlo. Pero no siempre pueden tocar las cenizas del pasado.
Hoy, no sé por qué, veo llegar desde el fondo de mi infancia a la inglesa errabunda con su absurdo sombrero y su figura enjuta. Y una inmensa piedad, un anhelo de pronunciar la palabra que mis labios de niño no supieron decir, sube en precipitados latidos desde mi corazón.
Visiones en la oscuridad
Los niños estamos embriagados de júbilo porque nos van a llevar al circo, en la noche, a mirar la gran farándula de payasos y animales. El solo hecho de salir de noche es ya un acontecimiento cuando se tienen apenas once años. Y además sabemos que en aquel gran escenario de arenas y luces, hay zebras, perros amaestrados y elefantes. Sin contar a esos extraños seres, vestidos de mallas, que toman pesos desorbitantes con los dientes y que dan saltos mortales en el aire. De antemano saboreamos la fiesta. Se apagan las luces de la casa y nos disponemos a partir. Es tal el atolondramiento presuroso que . . .
—¿No ha olvidado algo, niñita?—pregunta mi padre, antes de cerrar la mampara, posando los ojos en el alboroto de mis cabellos.
Sólo entonces recuerdo: mi sombrero de paja, mi gran sombrero de paja Italia, adornado con espigas y girasoles y que un moño de cintas ata al cuello, quedó sobre la mesa de sala. No puedo dejar de llevarlo porque hace juego con el organdí celeste del vestido y con los flamantes zapatitos de charol.
—Vuelva a buscarlo, vuelva sola, murmura mi padre.
Yo vacilo, temerosa, y él agrega con acento benévolo: “No hay que tenerle miedo a la oscuridad.”
Avanzo por el zaguán, apenas iluminada por la débil lucecilla de un farol y me sumerjo en las sombras de la casa vacía y oscura. Desde afuera, aprisionadas en un anillo de plata, llegan las voces familiares. Avanzo y me parece que penetro a un pozo embrujado. Lo peor es tener que atravesar el patio, negro bajo un cielo sin estrellas. Mis pies van marcando en golpes secos los latidos del corazón. Entro a la sala y me siento perdida entre objetos hostiles. Felpas rojas caen pesadamente como cuerpos dormidos. Ojos adustos me observan desde el misterio de la pared. No me atrevo a estirar el brazo porque mi mano, en el trayecto, puede encontrar la blandura de otra mano. Permanezco inmóvil, temblando.
Hay en la pieza un soplo de presencia. Estoy sujeta a lo desconocido, a lo pavoroso. Miro a la mesa de centro: allí está el sombrero, agrandado como un quitasol. Su mancha clara se desparrama sobre la mesa formando una laguna de espigas y girasoles. Allí está. Pero no me decido a tocarlo. Ya no viene desde fuera el sonido de las voces amigas y sólo unas flores, desde su vaso de agua me echan encima su aliento turbio y me miran con las bocas abiertos de sus corolas. Rumores persistentes cruzan la atmósfera. A mi alrededor hay marcos vacíos y ceniceros que parecen insectos. Ruedan libros y retratos, macizos sillones y cojines de pluma. Respiran quedamente sapitos y grillos, de esos que se esconden en los rincones cuando hay luz y que salen, tomados del brazo, en la oscuridad. De la pieza contigua llegan resonancias de botellas. Voy a gritar, no puedo más. Temo sobre todo el roce de un ser frío y afilado como lámina de cuchillo. ¿Dónde he visto ya seres así?
Súbitamente, todo se inmoviliza. Detienen sus punteros los relojes, su rodar los cojines, su crujir las maderas. Y me hundo pesadamente en un silencio negro. Gotitas de sudor perlean en mi frente mientras alcanzo a percibir a las arañas presurosas dejándose caer desde el techo a lo largo de sus frágiles hebras. Para sostenerme, palpo los bordes de la mesa. De pronto cojo el sombrero y me precipito hacia el patio. ¡Si una mano fuera a asirme de las trenzas! Despavorida, corro hasta el dintel de la mampara. Descubro la zona de luz y los rostros amigos. Antes de aproximarme a ellos, a la bienhechora claridad que ellos emanan, me detengo. Y entro a su atmósfera, sosegada, con el sombrero en la mano.
—¡No tardó un segundo!—exclama uno de los niños.
Lo miro con asombro. Sé que he estado muchas horas en la casa vacía. Mi padre me mira afectuoso.
—¿Ve como en la oscuridad no pasa nada?—afirma mientras me ata las cintas del sombrero.
Un momento, mis pestañas aletean. Luego respondo con calma:
—No, no pasa nada.