brutalmente, los pelos de su peluca.
—Carlos Díaz Dufoo (hijo)
Prólogo desorbitado
Si tuviera que elegir un objeto para describir el sentido de la vida en la Tierra, una postal para enviar a los marcianos sobre nuestras obsesiones más fieles, me inclinaría en primer lugar por la peluca. Mamífera y artificial, insignia del poder y al mismo tiempo cómplice de una idea maleable de belleza, remota pero siempre persistente, en esa cabellera falaz que parece encaminarse hacia la vida propia se reflejan nuestros excesos y nuestros temores, el despliegue del cuerpo entregado a la seducción así como los estragos psicológicos de ese sucedáneo del otoño conocido como calvicie.
Por lo que revela de nuestra propensión al doblez y la simulación, por la forma en que cristaliza, en una maraña que se antoja agazapada y cariciosa, el desvío, la exuberancia concertada, ese mundo dentro del mundo que hemos convenido en llamar “segunda naturaleza”—pero que también podría denominarse “teatro”—, por todo eso escogería la peluca como representante sideral, como carta de presentación cósmica. Me gusta imaginar la cabellera que atraviesa la indiferencia del espacio y llega después de muchos años a otra galaxia, el estupor alienígena de sostener entre sus manos, en sus extremidades quizá lampiñas y horrorizadas, esa pelambre liviana y acaso a punto de saltar que, pese a ser probablemente indescifrable, habla de un mundo hirsuto y estilizado, donde nada es lo que parece y el enrarecimiento, tal vez porque participa de una necesidad vital, de las demandas inacallables del deseo, no deja de ser convincente.
Más que una historia ilustrada y a decir verdad un tanto inconexa sobre el furor de los postizos—suerte de mosaico o tapiz reflexivo en torno a un tema que se diría de otro tiempo—, este es un libro personal, una galería íntima y tal vez demasiado insistente alrededor de un único objeto. En lugar de un museo horizontal, de una colección variopinta de debilidades y fetiches recurrentes, y sin importar el riesgo de monomanía y anacronismo que quizá comporte, opté por un recorrido al interior de uno solo de ellos, un descenso por la trenza de asociaciones y perplejidades en que me veo reflejado al meditar sobre la peluca, al dejarme enredar en sus incitaciones, en su espesura improbable mientras la convierto en objeto del pensamiento. Al fin y al cabo, si Baudelaire descubrió que hay un mundo en la cabellera, ¿por qué no dar un paso adelante y contar la historia del mundo a partir de la peluca, a partir de la cabellera que se sostiene por sí misma, desprendida del cuero cabelludo y por lo tanto del cuerpo, de la cabellera elevada a talismán, a pequeño pero inabarcable cosmos?
Aunque se trata de un libro a su manera autobiográfico, su germen no se ubica, o no que yo sepa—no hay que desaprovechar la ocasión para hacer un guiño al psicoanalista—, en alguna parafilia inconfesable o en una propensión más o menos controlada, más o menos domesticada al travestismo. Tampoco se originó—aunque sin duda algo tuvo que ver en todo esto—en la lectura del epigrama de Carlos Díaz Dufoo (hijo) que he colocado a modo de epígrafe, auténtica novela de una sola línea de la que estas páginas quizá no sean más que una nota al pie demasiado abultada, una rebaba tan desaforada como quizá excesiva. Sospecho que este libro comenzó, más bien, cuando todavía se estilaban las melenas, en aquellos tiempos no tan lejanos en que la cabellera podía ser un signo de rebeldía. Una tarde me di cuenta de que si encontramos cualidades libertarias en el pelo largo y suelto, o cierta estridencia en pintarlo de verde y moldearlo según la estética del alambre de púas, la peluca introduce una distorsión imprevista, un equívoco que se interna en la provincia del disfraz: más allá de la moda y los códigos de la cosmética, la peluca incorpora la paradoja de una libertad portátil y desechable, de una rebelión, por así decirlo, de pelos para afuera, festiva y extraordinaria a causa de su aura de carnaval, no por removible menos desestabilizadora.
De la mano de sus antecedentes sólo en apariencia frívolos en los viejos salones franceses, advertí que la peluca era más bien apta para el libertinaje de noches licenciosas que para la libertad como valor revolucionario, y llevado por el atractivo de su artificio, por la fascinación de su superficialidad engañosa, empecé a preguntarme si la importancia simbólica de la guillotina durante la Revolución francesa no estaría en que acababa de tajo con el reinado de las pelucas; en que, con el pretexto un tanto drástico de la decapitación, le ponía un alto a esos penachos estrafalarios que apenas pueden disimular su condición de coronas y que durante un par de siglos, como ya lo habían hecho durante el antiguo Egipto, dominaron la vida en sociedad.
Desde el día en que caí en el embrujo de la peluca acaricié el proyecto de escribir un libro que, además de conducirme al examen de las costumbres de épocas distantes, me obligaría a reflexionar sobre una presencia extraña que en general ha sido desdeñada por superflua y expulsada olímpicamente del ámbito de lo pensable. Lenguaje en sí mismo, complemento de la máscara confeccionado con la propia materia de nuestras glándulas sebáceas, juguete de la identidad, pese a que la primera peluca conocida data del año 3000 a.C. y en distintos momentos de la historia se extendió como una hidra cuyas cabezas correspondían a las de la población que de buena gana la portaba, la cabellera postiza suele situarse en los márgenes de las investigaciones “serias”, incluso de las que versan sobre las alteraciones a las que se somete el cuerpo, aquellas que indagan por los límites entre lo orgánico y lo sintético, lo carnal y lo protésico, lo original y lo añadido en el ser humano.
Si una de las preguntas clave de la Modernidad versaba sobre la validez de la imagen de la mente como una hoja en blanco, como una superficie virgen sin predisposiciones ni improntas, apenas sorprende que la legión de filósofos de aquella época atildada y optimista, todos rendidos a la fiebre de los pelos impostados, a la distinción de los laureles capilares espolvoreados de blanco, no extendiera también su interrogación al propio cuerpo, a la otra mitad del dualismo devenido en escándalo, en uno de los principales problemas del pensamiento y, pese a la evidencia desmesurada que se posaba sobre sus cabezas, convinieran más bien en su neutralidad, en su mera condición de dato, como si el cuerpo pudiera situarse al margen de las inscripciones del poder y estuviera libre de las huellas simbólicas, de las configuraciones del lenguaje y aun de las enfermedades colectivas.
Ahora que apenas cabe duda de que vivimos en la era del cyborg, en un tiempo abierto a las ambigüedades y a la reinvención de lo humano en que la tecnología no ha dejado de violentar las fronteras entre lo biológico y lo artificial, la naturaleza y la cultura, lo propio y lo ajeno, me pareció advertir en la peluca, en ese entramado de pelos y prácticas rituales comprometidas con la idea de impresionar, un antecedente tal vez arcaico, tal vez embrionario, pero al cabo valiente y sugestivo, de las formas de superar las limitaciones del cuerpo y de alterar las contingencias de la identidad. Así como en el marco fugaz de una fiesta de pelucas—versión contemporánea y un tanto disminuida de las viejas celebraciones romanas, donde se intercambiaban los papeles sociales y las mujeres solían cubrirse con pelambres de animales salvajes—el rostro dislocado por el postizo se transforma en otro, en un representante ante el mundo en el que nos escondemos pero en el que al mismo tiempo nos proyectamos, quizá la primitiva costumbre de gastar peluca llevó en su momento a la reconsideración del cuerpo como herencia incuestionada y preparó el camino de la metamorfosis inducida, de esa subversión contra lo dado, contra lo que se presenta como inalterable, ya sea en la política de los sexos, ya en la consideración de lo que aceptamos como humano.
Tal vez todo esto suene un tanto desorbitado, pero en ese regalo conjetural a los marcianos con el que empecé estas páginas, en esa masa coqueta de pelo que viaja a los confines de la Vía Láctea en busca de un otro radical con quien confrontarnos, acaso estaría también uno de los primeros signos de nuestra mutación como especie. Un atisbo, no importa qué tan pasajero y desmontable, del poder de incidir en nosotros mismos, de cambiar el curso de las cosas que lucían inalterables, de lo que se erigía como fatalidad, como piedra de toque ante la cual sólo cabe la resignación y no, por ejemplo, la creatividad o la intervención plástica.
Mientras contemplo el vuelo imaginario de la peluca por el firmamento, cómo surca la noche estrellada a un costado de su gemela celeste, la constelación de la Cabellera de Berenice, no dejo de pensar que ese adminículo vetusto, esa prenda incierta acusada tantas veces de falsedad, de ridiculez e injusticia, esa rarificación de nuestros encantos de primate, significó un eslabón rudimentario en el largo proceso de extender la vida humana más allá de sus límites, más allá de sus moldes considerados fijos, estables, sacrosantos. Aun antes de que se avizorara el arribo de la peluca “inteligente”, ese dispositivo ya patentado que es al mismo tiempo un instrumento de navegación y una terminal de análisis médicos al instante, un haz de sensores filiformes y una interfaz portátil de comunicación, la peluca, la rancia y descocada peluca, que en sus mejores tiempos se elaboraba con una cantidad fantástica de pelo que ninguna cabeza humana podría gestar por sí sola, ya había puesto al hombre en el camino de su autotransformación, ya había cimbrado, desde el único lugar en que podría hacerlo—desde lo aparencial, desde esa zona tachada como prescindible y fútil en donde reinan los efectos—, las viejas nociones sustancialistas de la identidad, el género y el cuerpo.
Teoría del disfraz
Adminículo recurrente del engaño, santo y seña para pasar inadvertidos, la peluca es un ardid capaz de despistar incluso a quien la porta. El cabello, que sabe ponerse del lado de la belleza o del ocultamiento, es la parte más maleable del cuerpo, y en la rueda de la fortuna de sus mutaciones no sólo compromete nuestro aspecto, sino la noción misma de lo que somos. Según la antropología, el rostro humano perdió pelo a lo largo de las generaciones y así permitió que se pudiera leer en él. Una vez que la actividad de los músculos se convirtió en surtidor de señales—en un auténtico lenguaje—, era de esperarse que, en forma de postizos adheribles y pelucas entendidas como capuchas, el pelo regresara al rostro con la intención de confundir.
Para hacer menos antojadizo el caso de “delincuencia marital” de Wakefield, Nathaniel Hawthorne lo imagina en una tienda de pelucas. No sabe aún si su resolución de no volver a casa es una travesura de un par de días o un autoexilio de veinte años, pero Wakefield toma la precaución de cambiar su apariencia: se viste como un judío, con ropa discreta de segunda mano, y se procura una melena rojiza, que en muchas ciudades llamaría la atención, pero en la abigarrada Londres tiene el efecto de la invisibilidad. (Por los mismos años, el osado Edgar Allan Poe postulaba que la mejor forma de desaparecer algo es dejarlo a la vista de todos.) Aunque se ha mudado a pocos metros de su esposa—quien no sabe si aceptarse ya como viuda—, el autodesterrado Wakefield, gracias a una transformación que se diría superficial, más que vivir al sesgo se transfigura en otro individuo. Ni siquiera la tarde azarosa en que, en medio del tráfago de la urbe, los ríos humanos hacen que marido y mujer se encuentren y se toquen por un instante, se romperá el hechizo de su incógnito.
Como anota Hawthorne, es verosímil que en la larga broma de vivir al margen participara en grado importante la vanidad—el morbo acaso patológico de ver cómo se las arreglaría el mundo sin él—; con el paso del tiempo, sin embargo, el cuerpo embozado terminará por hacer suya la máscara, y no es impensable que, al despertar, en el sobresalto de verse reflejado cada mañana sin peluca, Wakefield creyera sorprender a un impostor.
Construida en parte ante el espejo de los otros, esculpida a diario con los haces de cómo nos ven los demás, los cambios cosméticos comprometen también la imagen que nos formamos de nosotros mismos, desdibujando, en nuestra propia cara, las fronteras de lo propio e impropio. Si la ropa y el peinado, además de expresar lo que somos, permiten acercarnos a aquel que entrevemos o imaginamos, entonces ajustarse la peluca o maquillarse, más que artimañas de la simulación o el doblez, forman parte de un ritual cotidiano de restitución.
En unas saturnales de buró, secretas y melancólicas, Wakefield alteró su apariencia para desaparecer, pero también con el arduo cometido de reinventarse. Una vez que la atareada y egoísta Londres le confirmó que, por más extravagante que fuera su plan, se había convertido en nadie, pudo desenvolverse con la naturalidad de un fantasma. Lo que había comenzado como un juego oblicuo produjo finalmente su conversión interior, al punto de que durante mucho tiempo no supo dar marcha atrás. Su odisea a la vuelta de la esquina se prolongó tanto como la de Ulises, “el de los muchos trucos”, el embaucador sin par. Al igual que él, volvería a casa veinte años más tarde como quien regresa de un mundo paralelo, deshaciéndose de su disfraz. Pero antes de convertirse de nueva cuenta en Wakefield, descubrió que gracias a la alteración de una de las partes más llamativas del cuerpo—y, significativamente, acaso la más prescindible—, no sólo se manipula la forma del rostro, sino también la personalidad.
Cuando pesaba sobre Salman Rushdie la sentencia asesina de la fatwa, la recomendación del departamento de policía de Londres parecía inspirada en Wakefield y en la mente detectivesca de Poe: cubrirse el rostro atraería de inmediato las miradas, así que lo indicado era dejarlo al descubierto y confiar en los poderes de la peluca, tal como antaño solían hacer los salteadores de caminos y los generales de campañas militares como Aníbal Barca. En lugar de encerrarse en un búnker, podría desplazarse alegremente por las calles como si la persecución por injuriar a Dios perteneciera a una era enterrada. La policía, partidaria de la economía del disfraz—basta alterar los rasgos decisivos para volverse irreconocible—, no contaba con que, más que disimular a un hombre, su misión consistía en borrar del mapa a una figura, a un repentino símbolo.
La policía también insistió en que adoptara un alias; así al menos podría firmar cheques sin correr peligro. El sortilegio de las palabras fue más poderoso que el de la mistificación capilar: Rushdie, un escritor de raza aun en la forma de ocultarse, no sólo cambió de nombre, sino que se acopló a su nueva identidad con la disposición de un personaje ficticio. A la hora de escribir sobre los años blasfemos en que se llamó Joseph Anton—un tributo tal vez demasiado evidente a sus autores favoritos, Joseph Conrad y Anton Chejov—, Rushdie eligió la tercera persona del singular, como si contara en realidad la historia de otro hombre, de alguien que no es, que no fue él.
Pese a que no hay postizo que alcance para embozar un emblema o para distraer un fanatismo, cabe adjudicar el fracaso de la peluca de Rushdie a su propio descreimiento. En vez de concebir el disfraz como el primer paso de su metamorfosis, cayó en el error vulgar de tomarlo por un velo, por una pantalla. Pasaba de los cuarenta, su frente se empeñaba en extender sus dominios a nuevos hemisferios, y no hay que descartar la interferencia de cierto inconsecuente orgullo juvenil. Cuando abrió la caja en que se encontraba la peluca, hecha a imagen y semejanza de su cabello y acorde a su tono de piel, la confundió con un pequeño animal dormido. ¿Cómo podía desdoblarse en otro si temía parecerse a Daniel Boone?
En el paseo de prueba por Loane Street las risitas no se hicieron esperar. El acabose llegó con un grito: “¡Miren, allá va el maldito de Rushdie con peluca!”
Cuentan que Menefrón fue uno de los hombres más libres ya que nunca vio reflejado su rostro. Jamás encontró aguas suficientemente apacibles como para saber de sí, para atisbar siquiera fugazmente sus facciones. Wakefield, que se miraba todos los días al espejo para estar a la altura de su disfraz, conoció la libertad de quien ha renunciado por una temporada a su rostro, esa libertad contrahecha de quien, todavía atado a su mundo, ya no puede participar en él. Durante el tiempo en que se bifurcó en Joseph Anton, Rushdie vivió en carne propia lo que había logrado tantas veces por escrito, pero no atinó jamás a inventarse un rostro nuevo. A costa de su libertad, calcó sus rasgos en el otro en el que debía convertirse, le confirió su terca apariencia de siempre—a la que, por lo visto, no estaba dispuesto a renunciar. En los años terribles del ocultamiento, cuando aún pendía sobre él la amenaza fanática, hubo dos hombres con el mismo rostro: el rostro de un perseguido.
Casanova, la peluca y la máscara
La melena como fuerza vital, lo mismo que la calvicie como abundancia de andrógenos, se rinden ante la estampa elusiva y operística de Casanova con peluca. Justo a la mitad de esa vieja disputa que divide al género masculino, acerca de la cual las mujeres creen tener siempre la última palabra, el libertino se atraviesa de puntitas como un Moisés travieso y socarrón tras haber peinado de raya en medio las aguas agitadas del debate.
De un refinamiento que remite a la fiesta de disfraces, beneficiado por un attrezzo que lo mismo invita al beso robado que a la payasada, ligero por más que lleve sobre sus hombros la saturación del rococó, Casanova irrumpe en la sala y deja en suspenso la discusión envuelto en una capa que hace pensar en la muerte y sólo después en el amor. Su esplendor escarlata, su donaire moteado de equívocos—¿quién podría presentarse como enamorado a falta de vacilaciones y balbuceos?—, su sentido prosaico de la oportunidad y su porfía galante, que no excluye lo lacrimoso ni le teme al ridículo, todo ello sería poca cosa para ganarse a las mujeres de no ser porque forma parte de una pantomima intrincada, de un lento baile acordado en que, más que la verdad o la mentira de los sentimientos, lo decisivo es la máscara, el carácter teatral de la seducción.
Si hoy puede parecer inverosímil la idea de la melena apócrifa como afrodisíaco es porque nos olvidamos del encanto dieciochesco de la impostura. Cambiar de identidad a cada vuelta de carnaval, hacerse pasar por otro—por un aristócrata cándido o un cura luciferino—o, mejor, consentir que los demás se dejen llevar por la duda y el hechizo, es ya poner el pie en una pendiente, en el plano inclinado de la transgresión.
Para repensar a Casanova nunca se insistirá demasiado en que pertenecía a una familia de actores y se sentía a su aire entre los artistas de la estafa. Aunque el título de nobleza se lo saca de la manga de encaje, no por ello lo merecía menos ni se amilanaba ante la perspectiva de que el traje le quedara demasiado grande. Después de todo, por más diferenciada que fuera entonces la sociedad, era permisiva y hospitalaria y favorecía la movilidad interna, los ascensos y las ruinas meteóricas, la gloria y los escándalos que se suceden como la espuma. En el edificio altamente estratificado y sin embargo poroso del Barroco, alguien sin patria y sin linaje podía muy bien abrirse paso por los salones y boudoirs hasta alcanzar el trono gracias a su estimación y apariencia, al tiempo que otro, a pesar de sus títulos y alta posición, se desbarrancaba hacia la nada de la deshonra o terminaba en la cárcel. La fortuna era quizá más veleidosa que nunca y había que adaptar el carácter a tanta fugacidad e inconstancia.
Si en el amor todo es ambiente y ocasión propicia, una alineación de elementos que conspiran a favor (comenzando por la estancada e íntima Venecia, ciudad que suele regalarle a los amantes el paso más difícil—el primero—, el de la disponibilidad y los sobreentendidos), en la lógica teatral de Giacomo no sólo hay que dar vida a personajes muy distintos, sino hacerlo con tanto esmero como al cabo desaprensión, a la manera de quien sortea obstáculos y emboscadas por espíritu deportivo. No es que para colarse a las habitaciones de las doncellas se disfrace de abad; durante una temporada efectivamente lo es, pero su entrega—¿su vocación?—no deja de lado el descreimiento, así que no le supone mayor problema reinventarse más tarde, con toda la parafernalia del caso, como soldado o violinista, abogado o médico, cabalista o tahúr, y, a la postre, como reliquia de una era enterrada, en el papel lánguido y lastimero de quien se resigna, ya en la otra orilla de la euforia y la diversión, simplemente al recuerdo y la escritura.
Si las máscaras propician el enredo, también conducen a la aceptación de las tensiones internas. Cambiante e intersticial, el falaz Caballero de Seingalt es un advenedizo con talento; su idea de aventura comporta el escepticismo y el descalabro gracias a que se ha desprendido del pathos de la gravedad, lo que le permite deslizarse por los palacios y los calabozos, las alcobas y los palcos de toda Europa, con ese impulso volátil y a la vez apasionado de quien comprende que la comedia ha de vivirse al límite. Reverso del don Juan que colecciona trofeos, compendio de postizos que se estremece hasta la médula, Casanova se las arregla para entregarse en cuerpo y alma a cada una de sus innumerables conquistas. Es mucho más que un actor itinerante: es un actor de tiempo completo, dotado para la farsa y la improvisación que, como pocos, supo hacer de la máscara un trasunto festivo de la piel.
Con frecuencia salía encubierto o con antifaz, aun si no se avecinaba la cuaresma. Al contrario de la máscara cotidiana, hecha de peluca, terciopelo e ingenio, que le abría las puertas de los palacios, las piernas de las mujeres y el abrazo del mismo papa, las de tipo veneciano le servían para huir de su personaje en turno, para cometer villanías y estropicios, para vengarse a palos de un rival (en la Roma antigua, Nerón se valía de pelucas para repartir palizas a los desconocidos y así gozar a sus anchas del placer de lo arbitrario). Si una presencia con máscara tiene algo de emisario de la muerte, el solo gesto de cubrirse con careta hace del rostro una calavera y de la piel un hueso. Desplazada como por un juego de muñecas rusas, debajo de esa primera máscara—de lo que convenimos en llamar persona—, no hay sino otra máscara y otra más, cada cual asumida, si no se trata de una redundancia, con versátil nihilismo.
Con su habilidad de embaucador y su genio kitsch para los efectos especiales, Casanova postula que si se ha de prosperar en el teatro del mundo, si se ha de encandilar al sexo opuesto, es preciso maquillar el vacío. Es verdad que nunca se arrepiente de nada y recuerda su larga cauda de engaños con detalle y deleite asombrosos; pero aquí no se trata de cinismo: las circunstancias lo orillaron a hacer suyo cada papel, a seguir el juego hasta el final. La vida no es sueño, sino teatro, y nunca hay tiempo suficiente para ensayar.
No extraña que para alguien que ignora la posibilidad de remansos en la representación, de bastidores detrás del artificio, el cuerpo desnudo sea casi una superstición, un despojo privado de encanto, pasto de enfermedades venéreas y gusanos. No es sólo que la falta de afeites y vestuario sea una condición efímera, a veces incómoda y degradante del cuerpo, sino que entonces se reduce a anatomía, a un burdo entramado de órganos que se obstinan en cumplir decorosamente su función. Para el intrépido lacayo de Venus, el cuerpo del enamoramiento—quizá la palabra que más se resista a la interpretación y la que sin embargo se repita más veces en Historia de mi vida—es ese cuerpo entrevisto, un tanto abstracto e imaginario, que asoma por debajo de la falda o está por desbordarse del escote.
La peluca, ingrediente crucial de su atuendo—por no decir de su psicología—, llegó a su cabeza muy pronto, cuando aún era niño y tuvieron que raparlo por mugroso. A partir de entonces su apariencia pasará por más fases que la luna, y de la tonsura al pelo largo y de los peinados estrafalarios a las coletas, pasando por múltiples modelos de peluca, el cuidado de su cabellera será tan ostentoso y alucinado que motivó que en cierta ocasión un cura lo censurara diciéndole que “el diablo lo había cogido por los pelos”.
Uno de sus más fervorosos lectores, el escritor Miklós Szentkuthy, amante de la irrealidad y de la orgía, quien soñó reunir su obra con el título desfachatado y genial de Autorretratos con máscara, gustaba de enfundarse una peluca blanca, de largos tubos sobre las orejas y montaña pilosa frontal, para disfrazarse de Casanova, a tal grado compartía la afición del veneciano por el desenfreno, el manierismo y su rara metafísica.
En Szentkuthy, como en todo trasnochado que se ajusta al cuerpo la utilería casanovesca, la masa barroca de pelos no obra el milagro de convertirlo en galán, pero muestra que la peluca por sí sola, aunque deje las facciones al descubierto, es una variedad de la máscara, un juguete instantáneo del yo, que facilita la caracterización de un personaje lo mismo que superar inhibiciones. El rostro aún podrá delatarnos, pero la nueva apariencia, que bordea las fronteras de lo ilícito y lo extravagante, induce un comportamiento inusitado, propicia que la sensualidad se suelte el pelo y se entregue al extravío. Antes que un dispositivo de ocultamiento, la peluca es un antifaz mental, una contraseña para la metamorfosis, velo invisible y paradójico que excita a que nos reinventemos, a que nos repongamos de un rechazo y lo intentemos de nuevo.
Liberado de la carga incómoda de la moral, Casanova no era afecto a dar lecciones. Pero de entre las muchas que pueden inferirse de sus memorias entresaco la siguiente, referida a la utilidad de la peluca en los dominios de Cupido: con la identidad revuelta y despojada de su pesantez por un toque de fantasía, por ese desfase facial que nos lleva a estar, así sea levemente, fuera de nosotros mismos, en un estado propicio para cometer locuras, sólo han de añadirse las fórmulas consabidas del amor, el arsenal de frases rígidas como cartón pero espolvoreadas con la brillantina del momento, para completar la conquista.
Loba de noche: Mesalina
Mesalina esperaba reclinada a que su esposo, el emperador Claudio, se durmiera para escapar del lecho y acudir al lupanar. Oculta en una capucha, recorría las calles de Roma hasta llegar a los suburbios, al barrio rojo de la Suburra. En el trayecto, la peluca encendida completaba su transformación: dejaba de ser la emperatriz, la todopoderosa matrona de espesos cabellos negros, para convertirse en la meretriz augusta, según el verso avieso de Juvenal. En el burdel todos la conocen como Licisca, nombre griego que significa “lobezna” y estaba reservado a las perras. Allí, en un cuartito ardiente, con los ojos embellecidos con antimonio y los labios exageradamente bermejos, ofrece sus pechos bañados en polvo de oro y desde luego cobra.
Valeria Mesalina, emperatriz adolescente con pelambre de loba, bárbara que invocó el desorden en el seno de la civilización, no recurría a la peluca como disfraz, sino como símbolo: para ella ese postizo comportaba un ritual de propiciación. En Roma, donde se reglamentaba el vestido, las prostitutas estaban obligadas a teñirse o a llevar una peluca rubia a manera de distintivo; la suya al parecer era rojiza, un tanto azafranada, signo de que no se ganaba la vida con el cuerpo, sino de que más bien compraba su libertad vendiéndolo sobre la estera del burdel.
Las veces en que, de vuelta al Palatino, “cansada de los hombres pero no saciada”, llegaba a olvidar la crin de su metamorfosis, invariablemente se la devolvían, aún impregnada del hedor a encierro y sexo, pues nadie ignoraba que sin ella, sin la peluca gracias a la cual se deschongaba, la embustera e inestable Mesalina, la emperatriz versátil de mirada negra y penetrante, la niña consorte aburrida en el centro del mundo, se sentía incompleta, de alguna manera demediada.
Su ambición y lujuria eran tan desorbitadas que ingresó al diccionario como sustantivo, condena de la mujer dominante y al mismo tiempo disoluta. Por lo demás, tuvo dos grandes pasiones, la jardinería y el senador Cayo Silio, “el más bello de los jóvenes romanos” a decir de Tácito. A la postre ambas pasiones se entrecruzarían en su hora final. Desde luego no amaba a Claudio, el autoproclamado dios, quien era mucho mayor que ella, tartamudo, contrahecho e imán de la animadversión. Una vez que le dio dos hijos y, más importante, un candidato legítimo al trono (Británico, al que Nerón mandaría envenenar), Mesalina se entregó a la infidelidad. Era muy joven e incitante, adoraba a Príapo—dios al que ofrendaba constantes coronas de mirto—, y de una belleza que la suavidad de su nombre permite adivinar.
Se conjetura que fue ninfómana, “con igual incontinencia en el apetito que en el menosprecio”, y los fisionomistas del siglo XIX no vacilaron en ubicarla en el tipo infamante de “la mujer criminal”. Abundan las noticias, algunas redactadas en hexámetros sin par, de que se acostó literalmente con toda Roma. Por el año 45 d.C. todos los caminos llevaban a su cubículo, a su pequeño reservado en el burdel. Gladiadores y nobles, guardias y conspiradores, soldados y cónsules, cualquiera podía satisfacer sus sueños de grandeza en brazos de la emperatriz perra, cuya imagen se reproducía en las monedas y bustos de todo el orbe civilizado, siempre con tocados castos que contenían su cabellera y eran emblema de su honor. Medio mundo sabía que al otro lado de la moneda Mesalina usaba peluca y, presa de una excitación continua (rigida volva), renegaba del papel marmóreo al que la ataba su cargo y se reía de sus obligaciones como matrona, desprendiéndose del vestido y el manto (la stolla y la palla) que la señalaban como ciudadana intocable. Según algunos, no pocas veces se valió de amenazas y tortuosos intríngulis a fin de obtener los favores de quienes se le resistían por temor a represalias. Era siempre la última en salir del lupanar.
Pero si hubo un tiempo en que nadie podía pronunciar el nombre de Mesalina sin escándalo no es a causa de su peluca ni de su sexualidad descontrolada. En aquel entonces la palabra “adulterio” podía ser una forma de referirse a la astucia política, y no hay que olvidar que sus antecesoras en el trono (las Julias, Livias y Agripinas) no se condujeron de manera muy diferente, haciendo del lecho una de las sedes naturales de la intriga. Como señala Pascal Quignard—y antes sugirió Heinrich Stadelmann—, la verdadera inmoralidad de Mesalina fue haberse enamorado locamente de Silio, falta imperdonable para una mujer de su rango, no tanto porque ya estuviera casada, sino porque ese sentimiento la colocaba en la delicada posición de sierva.
Mientras fuera loba de noche, mientras organizara torneos de resistencia amatoria con las prostitutas y llevara una doble vida gracias al hechizo de su peluca, no incidía en lo más sagrado, en la descendencia de la dinastía imperial. Pero el amor, eso sí lo trastorna todo. Así lo vio Tácito (Anales, XI, 28), que en contra de las interpretaciones pudibundas de la ira criminal que desató en Claudio su descarda boda con Silio, escribió: “Mientras Mesalina escondía a sus adúlteros industriosamente en los retretes del príncipe había deshonra a la verdad, pero no peligro.”
El peligro estaba en el amor, en lo que podía despertarse más allá de sus juegos con peluca. En abandonarse a otro hombre hasta el colmo de casarse con él, comprometiendo el linaje y el imperio. Tras la boda se celebraron las bacanales de la vendimia y Mesalina se enteró ebria, con el cabello suelto (crine fluxo) y un pecho al aire, mientras representaba el papel de Ariadna, de la venganza que se avecinaba. La astuta emperatriz, aventajada en el arte del engaño y el disfraz, había conseguido que Claudio creyera que la boda era fingida y contó increíblemente con su aprobación. Pero muchos entendieron el nuevo matrimonio como una bofetada al imperio y convencieron a Claudio de que la ejecutara de inmediato, sin que ella tuviera ocasión de engatusarlo de nuevo.
La muerte la alcanzó en su lugar favorito: la casa de placer de los jardines de Lúculo. Según ciertas versiones, le escribía una nueva carta a Claudio. Al descubrir que sus verdugos la cercaban, quiso suicidarse con la pluma (stilus), pero no lo logró. Un guardia la atravesó con la espada. Tenía apenas 23 años. Al poco tiempo se dio la orden de que se destruyera hasta la última estatua que la multiplicaba.
A pesar de que no figura en las páginas de Tácito o Plinio el Viejo, ni en las de Juvenal o Dión Casio, cabe imaginar la escena en que Claudio se dirige al barrio de la Suburra y, disfrazado, esforzándose porque no se note su cojera, sin abrir ni un instante la boca para que no lo delate su tartamudez, hace cola en el burdel con el propósito de yacer con la inigualable Licisca, la hermosa y esbelta desconocida con la que dormía todas las noches.