El espacio entre las lenguas
Herta Müller
Herta Müller, premio Nobel de Literatura, pronunció este discurso en Praga, en abril de 2012, para honrar a su compañera escritora, Radka Denemarková, quien recibió un importante premio literario, el Magnesia Litera 2011, por su traducción al checo de Die Atemschaukel (El ángel del hambre), así convirtiéndose en la única autora checa que ha recibido el premio tres veces (por ficción, no-ficción y traducción). Podrás encontrar un análisis más detallado de los desafíos que la obra de Herta Müller representa para los traductores en el ensayo de Radka Denemarková, publicado en nuestra sección de Crítica.
Señoras y señores:
Estoy aquí hoy porque el año pasado Radka Denemarková recibió el premio Magnesia Litera por la traducción de mi novela Die Atemschaukel (El ángel del hambre). Eso me hizo muy feliz. Creo que es maravilloso que exista un premio Magnesia Litera para traductores. La traducción es un arte por derecho propio. Yo no me atrevería a traducir, aunque domino el rumano. La traducción no sólo es reemplazar, esto es, encontrar una palabra conocida en tu propia lengua y sustituirla por una palabra en una lengua extranjera. La palabra debe coincidir, lo cual es mucho más difícil. Un traductor tiene que recrear el sonido del original. El arte de la traducción consiste en mirar a las palabras para ver cómo éstas ven el mundo. La traducción requiere de una urgencia interior capaz de convertir aquello que es diferente en algo tan cercano al original como sea posible. Lograr este encuentro de miradas es sumamente difícil. Es un gran arte.
Aprendí rumano tarde en mi vida, cuando dejé mi pequeño pueblo y partí a la ciudad a los quince años, para hacer la secundaria. Sin embargo, fue sólo años después que el rumano se volvió algo natural. Era estudiante universitaria y trabajaba en una fábrica donde tenía que traducir manuales sobre máquinas importadas, del alemán al rumano, sin tener idea de cómo funcionaban. Lo hacía mecánicamente, palabra por palabra. Pero también tenía que hablar rumano todo el día porque nadie a mi alrededor hablaba alemán.
Cada vez que el objeto se desplazaba de una lengua a otra, ocurría una transformación. Eso hizo que me diera cuenta de que la lengua materna nos llega sin necesidad de realizar ningún esfuerzo. Es una dote de la que te haces dueño sin que te des cuenta. Luego, es juzgada por otra lengua que se añadió más tarde y que viene de otro lugar. Tu lengua materna se siente tan directa e incondicional como tu propia piel, y es igual de vulnerable si es infravalorada, tratada con desprecio o incluso prohibida por otros. Como crecí en un pueblo donde se hablaba un dialecto y en la secundaria aprendí alemán estándar, se me hizo difícil arreglármelas con el rumano oficial que se hablaba en la capital. Durante los primeros dos años en la ciudad, me era más fácil encontrar la calle correcta en una parte de la ciudad que no conocía que encontrar la palabra correcta en el idioma nacional. Mi noción del rumano era como las monedas que uno lleva en el bolsillo. Tan pronto como era tentada por una cosa que veía en alguna vitrina, descubría que no tenía el dinero suficiente para comprarla. Había tantas palabras que no conocía y aquellas que sí conocía no se me venían a la mente tan rápido como las necesitaba. Hoy sé, sin embargo, que este avance lento en otra lengua, las vacilaciones que me obligaban a estar por debajo de mi nivel intelectual, me dieron también la oportunidad de maravillarme con la manera en que los objetos eran transformados por la lengua rumana. Sé que tengo suerte de haber tenido esta experiencia. Repentinamente, la palabra golondrina se presentaba bajo una luz distinta en rumano; en esta lengua, el ave se llama rindunica, que significa "sentarse en una fila." El nombre del ave hace alusión a cómo las golondrinas se posan sobre el tendido eléctrico, en filas, una al lado de la otra. Solía verlas en mi pueblo cada verano, antes de conocer la palabra en rumano. Me sorprendió que una golondrina pudiese tener un nombre tan hermoso. Estaba cada vez más consciente de que la lengua rumana tenía palabras más intensas y más en sintonía con mi percepción que mi lengua materna. No querría vivir ahora sin esta serie de transformaciones, en el habla o en la escritura. En mis libros, no hay ni una oración en rumano. Sin embargo, el rumano está siempre conmigo cuando escribo porque forma parte de mi manera de ver el mundo.
Es del espacio entre las lenguas que emergen las imágenes. Cada oración supone una forma de mirar las cosas, un modo de ver particular forjado por los hablantes. Cada lengua ve el mundo de distinta manera, inventa todo su vocabulario desde una perspectiva única y lo teje en la red de su gramática de manera singular. Cada lengua tiene ojos diferentes dentro de las palabras.
Otra razón por la cual no puedo traducir es mi desconfianza hacia el lenguaje. Cuando mi mejor amiga vino a despedirse de mí el día anterior a mi exilio (nos abrazamos pensando que nunca nos volveríamos a ver porque nunca me permitirían volver a Rumania y ella nunca podría dejar el país), no podíamos soportar la idea de separarnos. Tres veces salió por la puerta y tres veces volvió. Sólo después de la tercera pudo dejarme y se alejó por la calle. Yo podía ver cómo su chaqueta clara se iba haciendo cada vez más pequeña, y de una manera extraña, cada vez más brillante, a medida que crecía la distancia entre nosotras. No sé si fue la luz del sol invernal de ese día de febrero o las lágrimas que hacían brillar mis ojos o quizás su chaqueta era de una tela brillante, pero de una cosa sí estoy segura: mientras la miraba alejarse, su espalda relucía como una cuchara de plata. De esta manera, intuitivamente, pude describir su partida. Es también la mejor descripción de ese momento. Pero ¿qué tiene que ver una cuchara de plata con una chaqueta? Absolutamente nada. Tampoco se relaciona en nada con una despedida. Sin embargo, como imagen poética, la cuchara y la chaqueta se necesitan la una a la otra.
Esta es la razón por la cual desconfío del lenguaje. Sé, por experiencia propia, que para que la lengua sea precisa siempre debe tomar algo que no le pertenece. Sigo preguntándome qué hace a las imágenes verbales tan ladronas, por qué la comparación más adecuada se apropia de cualidades que no le pertenecen. Para acercarnos a la realidad necesitamos atrapar a la imaginación desprevenida. Sólo cuando una percepción saquea a otra, cuando un objeto arrebata material que le pertenece a otro y comienza a explotarlo, sólo cuando las cosas que en la realidad son mutuamente exclusivas se vuelven verosímiles en una oración, la oración logra afirmarse frente la realidad.
Soy feliz cuando logro hacer esto.
Señoras y señores:
Estoy aquí hoy porque el año pasado Radka Denemarková recibió el premio Magnesia Litera por la traducción de mi novela Die Atemschaukel (El ángel del hambre). Eso me hizo muy feliz. Creo que es maravilloso que exista un premio Magnesia Litera para traductores. La traducción es un arte por derecho propio. Yo no me atrevería a traducir, aunque domino el rumano. La traducción no sólo es reemplazar, esto es, encontrar una palabra conocida en tu propia lengua y sustituirla por una palabra en una lengua extranjera. La palabra debe coincidir, lo cual es mucho más difícil. Un traductor tiene que recrear el sonido del original. El arte de la traducción consiste en mirar a las palabras para ver cómo éstas ven el mundo. La traducción requiere de una urgencia interior capaz de convertir aquello que es diferente en algo tan cercano al original como sea posible. Lograr este encuentro de miradas es sumamente difícil. Es un gran arte.
Aprendí rumano tarde en mi vida, cuando dejé mi pequeño pueblo y partí a la ciudad a los quince años, para hacer la secundaria. Sin embargo, fue sólo años después que el rumano se volvió algo natural. Era estudiante universitaria y trabajaba en una fábrica donde tenía que traducir manuales sobre máquinas importadas, del alemán al rumano, sin tener idea de cómo funcionaban. Lo hacía mecánicamente, palabra por palabra. Pero también tenía que hablar rumano todo el día porque nadie a mi alrededor hablaba alemán.
Cada vez que el objeto se desplazaba de una lengua a otra, ocurría una transformación. Eso hizo que me diera cuenta de que la lengua materna nos llega sin necesidad de realizar ningún esfuerzo. Es una dote de la que te haces dueño sin que te des cuenta. Luego, es juzgada por otra lengua que se añadió más tarde y que viene de otro lugar. Tu lengua materna se siente tan directa e incondicional como tu propia piel, y es igual de vulnerable si es infravalorada, tratada con desprecio o incluso prohibida por otros. Como crecí en un pueblo donde se hablaba un dialecto y en la secundaria aprendí alemán estándar, se me hizo difícil arreglármelas con el rumano oficial que se hablaba en la capital. Durante los primeros dos años en la ciudad, me era más fácil encontrar la calle correcta en una parte de la ciudad que no conocía que encontrar la palabra correcta en el idioma nacional. Mi noción del rumano era como las monedas que uno lleva en el bolsillo. Tan pronto como era tentada por una cosa que veía en alguna vitrina, descubría que no tenía el dinero suficiente para comprarla. Había tantas palabras que no conocía y aquellas que sí conocía no se me venían a la mente tan rápido como las necesitaba. Hoy sé, sin embargo, que este avance lento en otra lengua, las vacilaciones que me obligaban a estar por debajo de mi nivel intelectual, me dieron también la oportunidad de maravillarme con la manera en que los objetos eran transformados por la lengua rumana. Sé que tengo suerte de haber tenido esta experiencia. Repentinamente, la palabra golondrina se presentaba bajo una luz distinta en rumano; en esta lengua, el ave se llama rindunica, que significa "sentarse en una fila." El nombre del ave hace alusión a cómo las golondrinas se posan sobre el tendido eléctrico, en filas, una al lado de la otra. Solía verlas en mi pueblo cada verano, antes de conocer la palabra en rumano. Me sorprendió que una golondrina pudiese tener un nombre tan hermoso. Estaba cada vez más consciente de que la lengua rumana tenía palabras más intensas y más en sintonía con mi percepción que mi lengua materna. No querría vivir ahora sin esta serie de transformaciones, en el habla o en la escritura. En mis libros, no hay ni una oración en rumano. Sin embargo, el rumano está siempre conmigo cuando escribo porque forma parte de mi manera de ver el mundo.
Es del espacio entre las lenguas que emergen las imágenes. Cada oración supone una forma de mirar las cosas, un modo de ver particular forjado por los hablantes. Cada lengua ve el mundo de distinta manera, inventa todo su vocabulario desde una perspectiva única y lo teje en la red de su gramática de manera singular. Cada lengua tiene ojos diferentes dentro de las palabras.
Otra razón por la cual no puedo traducir es mi desconfianza hacia el lenguaje. Cuando mi mejor amiga vino a despedirse de mí el día anterior a mi exilio (nos abrazamos pensando que nunca nos volveríamos a ver porque nunca me permitirían volver a Rumania y ella nunca podría dejar el país), no podíamos soportar la idea de separarnos. Tres veces salió por la puerta y tres veces volvió. Sólo después de la tercera pudo dejarme y se alejó por la calle. Yo podía ver cómo su chaqueta clara se iba haciendo cada vez más pequeña, y de una manera extraña, cada vez más brillante, a medida que crecía la distancia entre nosotras. No sé si fue la luz del sol invernal de ese día de febrero o las lágrimas que hacían brillar mis ojos o quizás su chaqueta era de una tela brillante, pero de una cosa sí estoy segura: mientras la miraba alejarse, su espalda relucía como una cuchara de plata. De esta manera, intuitivamente, pude describir su partida. Es también la mejor descripción de ese momento. Pero ¿qué tiene que ver una cuchara de plata con una chaqueta? Absolutamente nada. Tampoco se relaciona en nada con una despedida. Sin embargo, como imagen poética, la cuchara y la chaqueta se necesitan la una a la otra.
Esta es la razón por la cual desconfío del lenguaje. Sé, por experiencia propia, que para que la lengua sea precisa siempre debe tomar algo que no le pertenece. Sigo preguntándome qué hace a las imágenes verbales tan ladronas, por qué la comparación más adecuada se apropia de cualidades que no le pertenecen. Para acercarnos a la realidad necesitamos atrapar a la imaginación desprevenida. Sólo cuando una percepción saquea a otra, cuando un objeto arrebata material que le pertenece a otro y comienza a explotarlo, sólo cuando las cosas que en la realidad son mutuamente exclusivas se vuelven verosímiles en una oración, la oración logra afirmarse frente la realidad.
Soy feliz cuando logro hacer esto.
Click here to read Radka Denemarkova's essay on translating Herta Müller, also from this issue.