2501 Migrantes de Alejandro Santiago
Cristina Rivera Garza
1
Hace miles de años, en lo que ahora es la provincia china de Xian, un emperador que se preparaba para morir, y para extender su reino a la otra vida, ordenó a sus artesanos que reprodujeran, en tamaño natural, a todos y cada uno de los miembros de su ejército. Con materiales locales y en bien organizados equipos de trabajo, los artistas no sólo dotaron a cada pieza de un rostro único, volviéndolas así personas, sino que también colocaron entre sus manos las armas que su jerarquía precisaba. El efecto de realidad de la pieza en su conjunto fue tanta que, años después de la muerte del odiado emperador de Qin, una horda de campesinos luchó cuerpo a cuerpo contra los soldados de terracota, despojándolos de su armamento e hiriendo, se diría de muerte, a muchos de ellos.
Caminar entre las piezas que Alejandro Santiago y un equipo de trenta y dos artistas-trabajadores han ido diseñando y produciendo en los últimos seis años en su rancho-taller El Zopilote, ubicado en Santiago Suchilquitongo, una comunidad cercana a la convulsa capital del estado de Oaxaca, produce una sensación similar: la sensación de hallarse entre seres extrañamente vivos que, de un momento a otro y de preferencia entre traguitos de mezcal, empezarán a contar historias de sus travesías entre éste y el otro lado de la línea. Fantasmagóricos y aterradores a la vez, frágiles como el material que los compone, pero ciertos en el aire que los envuelve y sólidos en el espacio que ocupan, los migrantes de Santiago cruzan sobre todo una frontera: la muy delgada y quebradiza línea de lo que con frecuencia se denomina como realidad.
“A veces los veo desde lejos”, dice Santiago con esa voz de paso que resbala con gran lentitud sobre un suelo de tierra, “y me da la impresión de que están platicando”. Emplazados en las lomas que franquean el rancho-taller o apostados a lo largo del camino de entrada al mismo, los migrantes, sin duda, observan todo con cautela. De dimensiones humanas y con rostros que no retratan sino que evocan una realidad tanto interna como externa, las piezas no sólo son parte del paisaje sino también de la incesante conversación que ellos mismos provocan. “Éste es un niño como de doce, sano él, pero se nos cayó”, medio susurra Santiago señalando, no sin gravedad, la pierna rota de una de las piezas. Con historias propias, es decir, con identidad, los cuerpos de barro podrían, incluso, causar temor. No es difícil imaginar al oficial de migración que, años antes de la muerte del odiado emperador, apunta su arma contra el migrante de barro que, con rostro alucinado y tatuajes de la virgen de Guadalupe sobre la espalda, intenta cruzar una vez más, siempre una vez más, esa línea tan móvil y equívoca que une y desune al país más rico del mundo y su vecino pobre del sur, a la pesadilla y al sueño, a lo que está y a lo que está a punto de irse, al ahora y al más allá.
2
Cada uno de los migrantes de barro de Alejandro Santiago lleva una firma: el aspecto de los pies. Cada una de esas firmas no es de Alejandro Santiago. Cada firma—una línea curva que se extiende hasta el astrágalo, una hendidura simétrica entre los dedos, el atisbo apenas de una uña—es una seña de identidad: la de los trenta y dos jóvenes mixes y mestizos que, gracias a que laboran en el rancho-taller de Santiago, no han tenido que emigrar, como tantos otros, hacia el norte. Ganando un promedio de 3,600 pesos mensuales, una cantidad nada despreciable en un entorno rural donde hasta el agua escasea, los trabajadores e incluso los familiares de Santiago aseguran a la menor provocación y sin ánimo adversativo que ésta o aquéllas son piezas suyas. Para comprobarlo no hay más que mirar con cuidado los pies.
En los Escritos Económico–Filosóficos de 1844, el entonces joven filósofo Karl Marx se explayaba con característica pasión acerca del proceso de trabajo en tiempos regidos por los avatares de esa relación de poder que es el capital. Decía el muchacho de temperamento abismal que el trabajo, al transformar la naturaleza en sociedad, era la única y verdadera fuente de nuestra humanidad. En una sociedad ideal, es decir, en aquélla en la que el trabajo y el objeto del trabajo todavía le pertenecen al trabajador, trabajar y crear serían una y la misma cosa, uno y el mismo proceso. En ese tipo de sociedad un trabajador podría enunciar, justo como la cuñada de Santiago frente un grupo de doce piezas a medio terminar: “éstas son mías”. Algo en el tono entre natural e irrevocable de su afirmación obliga a repensar los límites del concepto de autoría.
Más que productos del trabajo, los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, ante todo, trabajo, el proceso en sí y para sí. Regidos por las dotes administrativas de Zoila Santiago, esposa del artista, los artesanos ponen tanto esmero en construir los cuerpos de barro como en atender, todo a su tiempo, vacas y borregos y guajalotes que en su incesante ir y venir por entre las milpas no dejan de observar, sin asombro aparente, las piezas terminadas. Son ellos los que mezclan el material que yace en costales a un costado del taller y ellos los que, con base en el método de ensayo y error aunque siempre dirigidos por Santiago, fueron encontrando las posiciones adecuadas para que los hombres y mujeres de barro pudieran sostenerse en pie. Los jóvenes artesanos saben cuando una pieza está lista y, entonces, la introducen al horno para que adquiera la consistencia y el color de un cuerpo humano. Entre una cosa y otra, los muchachos también tienen acceso en el mismo rancho a los instrumentos musicales que Santiago ha ido adquiriendo con el afán de formar algún día una banda de música norteña.
A medio camino entre el ágora y la pequeña empresa (no lucrativa), el proceso de producción de los migrantes de barro reta, y por retar cuestiona, el proceso de producción de los migrantes de carne y hueso. Si el primero responde a las necesidades humanas de la localidad, proveyendo a sus integrantes con una oportunidad para permanecer, es decir, para reproducir a la comunidad; el segundo responde a las necesidades del capital norteamericano, provocando una diáspora que, en Oaxaca como en tantos otros estados de México, ha ido dejando tras de sí un rosario de pueblos fantasma. No es mera coincidencia, o en todo caso es una co-incidencia de la política contemporánea, que ése sea el contexto original del proyecto de Santiago: una plaza vacía por donde se deslizan los espectros de los cuerpos que ya no están. Ahí, acaso como aquel Juan Preciado que vino a Comala porque le dijeron que acá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, Alejandro Santiago se puso a discernir los murmullos de los idos y a desear, como se desean estas cosas, con vehemencia, su súbita aparición. Del deseo de verlos una vez más, del deseo de tenerlos cerca, codo a codo en la brega diaria o en el eco de la carcajada compartida, del deseo, también, de hacer justicia, fueron naciendo uno a uno los migrantes de barro que, en número, son los mismos que habrían muerto intentando cruzar la línea fronteriza entre México y los Estados Unidos hasta el año en que Santiago, vía la garita de Otay en Baja California Norte, hizo lo mismo. Dos mil quinientos también era el número de familias que, según recuerda Santiago, conformaban su pueblo. Dos mil quinientos murmura, con toda seguridad, el hombre que sigue sentado en la plaza del pueblo fantasma, deseando. Dos mil quinientos más el que sigue. Dos mil quinientos más el que Alejandro Santiago quiere retener, con oportunidades de trabajo que son oportunidades de vida, en sus pueblos de origen en Oaxaca.
En el último de los tres manuscritos que Marx elaboró en 1844, el joven filósofo aseguraba que “la formación de los cinco sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días”. El hombre, como se decía entonces, aprende a ver y, viendo, produce el ojo y el objeto de la visión del ojo. Lo mismo sucede con el olfato, el sabor, el tacto. Al pasar la yema de los dedos sobre el barro de los migrantes de Santiago es fácil caer en la impresión de que en ese contacto se concentra, efectivamente, toda la historia universal hasta nuestros días. Que ahí se concentra una eternidad vuelta política.
3
Una convulsa belleza surca los cuerpos de los migrantes de barro que salen del rancho-taller El Zopilote. Más que hermosos, apabullantes. De manos recogidas y tatuajes acaso místicos en la espalda, las figuras de hombres, mujeres y niños comparten con una suerte de expresionismo original el sentido interior del drama y del grito. Ahí hay algo contenido que amenaza con desmoronarse en cualquier instante. El barro, traído expresamente de Zacatecas, otra entidad que en México se caracteriza por el alto número de trabajadores que parte hacia los Estados Unidos, puede, en efecto, volverse lodo o polvo o nada bajo el embate del clima y el paso del tiempo. El barro, que Alejandro Santiago utiliza como un maleable bastidor, puede abrirse, para no cerrarse jamás, en las tajaduras que van apareciendo sobre los rostros y los torsos de los migrantes. Heridas en flor. Señas de identidad. Mapas.
Lejos del realismo que comandaba los diseños de los artesanos de la corte del emperador Qin, los rostros de los migrantes de Santiago parecen emerger de un purgatorio privado o de un mundo todavía por nacer. Extraídos, sin duda, del mundo alucinante de su pintura, estos rostros son únicos, ciertamente, pero son, a la vez, acaso por lo mismo, irreconocibles. Quien desee realmente verlos tendrá que aproximarse y cerrar los ojos y volver a abrirlos. Quien desee ver, tendrá que introducirse por las múltiples ranuras del barro y ocupar, desde dentro, el lugar de la cara que mira la manera en que es vista. Estos rostros, como lo decía el filósofo francés Emmanuel Levinas, requieren. La cara, en efecto, clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: “el movimiento gratuito de la presencia”. Quien desee ver se implicará.
De texturas rugosas que invitan al tacto, los migrantes de Santiago se integran a una larga tradición de escultura en barro en el estado de Oaxaca. Entre las figuras zoomorfas dentro de las cuales crece la chía y las mujeres moldeadas a mano que produjo la desaparecida alfarera de Atzompa, Teodora Blanco, hay un lugar para estos hombres y mujeres que regresan de un viaje largo. De hecho, no sería del todo descabellado pensar que las sirenas de barro negro y las tanguyús de Tehuantepec comparten el mismo universo táctil y delirante de los hombres y mujeres de barro de Alejandro Santiago. Hay algo en ellos de alucinación y rejuego; algo de la estridencia de la carcajada popular y algo del popular recogimiento de los pueblos. Algo en ellos también hay de ese Frankestein que, ya conminado por la imaginación, perdió su camino entre las trémulas fronteras globales. Algo de rígido Atlante convertido en mujer. Algo de maniquí que se niega al comercio. Algo de cyborg y de mutante. Algo de ese alien from planet Mexico que continúa su paso.
Como si se defendieran de los transparentes peligros del aire, las manos de los que migran se recogen sobre el pecho, prefigurando acaso la posición que adquirirán cuando finalmente, y esto en el pueblo desde cuya plaza vacía fueron invocados, descansen.
4
Mike Davis, el agudo crítico norteamericano y autor, entre otros tantos libros, del ya clásico City of Quartz, alguna vez sostuvo que el muro fronterizo no era más que una especie de espeluznante espectáculo político. Eficaz sólo para justificar la violencia del cruce y para reforzar, luego entonces, las dinámicas del poder generadas por el imperio, el muro no ha podido hacer lo que hacen los muros: suspender el flujo, detener el paso, contener la materia. El muro fronterizo no ha podido ni podrá evitar el cruce incesante de los hombres y mujeres que requieren la economía y el estilo de vida de los Estados Unidos. Esto lo saben muy bien los migrantes oaxaqueños, para quienes el viaje hacia el norte se ha ido convirtiendo al paso de los años y las generaciones en una forma de vida para comunidades enteras. Reitero: una forma de vida. Porque a los riesgos reales del tránsito entre los dos países, a las dificultades propias del destierro y la saña de la explotación, muchos de estos migrantes, como analiza la socióloga Laura Ortiz Velasco en “Agentes étnicos transnacionales: las organizaciones de indígenas migrantes en la frontera México-Estados Unidos”, han antepuesto sus propias formas de organización comunitaria para apropiarse de las realidades que su trabajo contribuye a reproducir. Aunque las estadísticas de oaxaqueños en Estados Unidos varían (las cifras en diversas fuentes van desde los 30 hasta 500 mil migrantes), la mayoría de ellos se concentra en California. Introduciendo no sólo un lenguaje, o en muchas ocasiones dos, sino también formas de socialidad y protesta en los campos y ciudades del vecino del norte, la comunidad oaxaqueña forma parte de lo que tanto militantes como analistas han denominado la mexicanización de Estados Unidos—ese proceso paulatino pero inexorable que a muchos provoca ansiedad y a otros tantos, no siempre los más, expectación.
Pero toda esa fuerza y tradición que ha asegurado, a pesar de las circunstancias adversas, la supervivencia dignificada de la transmigración oaxaqueña ha sido posible sólo a expensas de su presencia entre intermitente y fantasmagórica en la región de origen. Sus cuerpos no están o sólo están a veces sobre las veredas que los vieron nacer. Apariciones súbitas. Sus manos no toman la herramienta que puede horadar la tierra para producir maíz, agave, frijol. Sus ojos no ven los rines oxidados de un carro que alguna vez funcionó. Aquel juguete. Sus pies no se introducen con curiosidad o devoción en las aguas curativas de Hierve el Agua—dos cascadas petrificadas de carbonato de calcio de grandes dimensiones y dos pequeños manantiales de agua carbonada (lo cual quiere decir que son verdiazules). Sus voces. Sus ecos. Los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, fundamentalmente, una meditación sobre esa ausencia. Los 2501 migrantes son un trabajo, en realidad, sobre los alcances del cuerpo que no está.
Mucho se ha hablado sobre la nostalgia del que parte, pero pocas veces se ha explorado, y mucho menos con barro, la larga melancolía del que se queda. ¿Qué ve en realidad el testigo del lento proceso del deterioro, la paulatina configuración de la ruina, la siempre fugaz alegría del reencuentro? ¿Cómo se experimenta en carne propia el proceso a través del cual la realidad se vacía? Cuando uno camina por entre los cuerpos de barro de los migrantes no puede evitar pensar que se encuentra ante el trabajo del niño solitario pero inventivo que, a fuerza de puro deseo, tuvo que construir a sus propios compañeros de juego. Hay algo de esa energía infantil y voraz en el diseño de los cuerpos, especialmente en la manera en que cuelga el sexo masculino y en cómo el sexo femenino se abre en dos. Dicotomía fulgurante. Hay algo de esa energía desatada e imposible en los cuerpos de barro que nos los traen de regreso. Y para recibirlos e invocarlos al mismo tiempo, para seguir jugando ese juego tan extremo que se llama vida, Alejandro Santiago irá colocando a sus 2501 migrantes en Teococuilco de Marcos Pérez, en la sierra norte de Oaxaca, un pueblo que con su presencia, que es toda ausencia, dejará de ser fantasma para volverse pura intervención. Y si ése no es el poder del arte, ¿qué es? Y si esto no es una forma de resistencia, ¿qué es?
5
En ese largo estudio sobre las dinámicas personales y políticas del dolor humano que es The Body in Pain, especialmente en el capítulo que le dedica a la tortura, Elaine Scarry analiza con singular atención el lugar del interrogatorio en la producción de una confesión que siempre, por necesidad, será la que quiere oír el representante del poder, es decir, que será, aun siendo verdadera, falsa. Una impostura que responde a una imposición. Un trueque que, según testimonios varios, termina produciendo no sólo culpa sino un sentido de traición y, aún más, de auto-traición. El interrogatorio fronterizo que tiene como objetivo producir, a través de la constante confirmación, una identidad única, pareciera cumplir, dicho sea esto guardando todas las proporciones del caso, una función similar: yo soy ése que aparece ahí, tendrá que asegurar el migrante frente a su documento de identidad. El que aparece ahí soy yo, repetirá. Y todo eso, aunque a veces sea verdad, tendrá que ser, por necesidad, porque eso es lo que quiere escuchar el representante del poder, falso. Una impostura que responde a una imposición.
Dice Alejandro Santiago que pocas veces se ha sentido más desnudo que frente a un oficial de migración. No dice que el interrogatorio es una arma del imperio que le hiere el cuerpo, pero lo sugiere. Lo que sí dice es que ésa es una de las razones por las cuales sus migrantes de barro van desnudos: todos ellos están ahí permanentemente, en la garita, impostándose a sí mismos, respondiendo. Todos ellos están cruzando. Gerundio eterno. Y yo que he pasado tantas veces por ese trecho y que, aún así, sigo padeciendo ese sutil desconcierto y esa suerte de horror que provoca el tener que comprobar quién soy, quién de entre todas las que soy soy, me quedo mirando a los cuerpos de barro y, súbitamente, me siento parte de ellos.
Y es entonces que tú, que es otra forma de decir yo, nos ves.
Hace miles de años, en lo que ahora es la provincia china de Xian, un emperador que se preparaba para morir, y para extender su reino a la otra vida, ordenó a sus artesanos que reprodujeran, en tamaño natural, a todos y cada uno de los miembros de su ejército. Con materiales locales y en bien organizados equipos de trabajo, los artistas no sólo dotaron a cada pieza de un rostro único, volviéndolas así personas, sino que también colocaron entre sus manos las armas que su jerarquía precisaba. El efecto de realidad de la pieza en su conjunto fue tanta que, años después de la muerte del odiado emperador de Qin, una horda de campesinos luchó cuerpo a cuerpo contra los soldados de terracota, despojándolos de su armamento e hiriendo, se diría de muerte, a muchos de ellos.
Caminar entre las piezas que Alejandro Santiago y un equipo de trenta y dos artistas-trabajadores han ido diseñando y produciendo en los últimos seis años en su rancho-taller El Zopilote, ubicado en Santiago Suchilquitongo, una comunidad cercana a la convulsa capital del estado de Oaxaca, produce una sensación similar: la sensación de hallarse entre seres extrañamente vivos que, de un momento a otro y de preferencia entre traguitos de mezcal, empezarán a contar historias de sus travesías entre éste y el otro lado de la línea. Fantasmagóricos y aterradores a la vez, frágiles como el material que los compone, pero ciertos en el aire que los envuelve y sólidos en el espacio que ocupan, los migrantes de Santiago cruzan sobre todo una frontera: la muy delgada y quebradiza línea de lo que con frecuencia se denomina como realidad.
“A veces los veo desde lejos”, dice Santiago con esa voz de paso que resbala con gran lentitud sobre un suelo de tierra, “y me da la impresión de que están platicando”. Emplazados en las lomas que franquean el rancho-taller o apostados a lo largo del camino de entrada al mismo, los migrantes, sin duda, observan todo con cautela. De dimensiones humanas y con rostros que no retratan sino que evocan una realidad tanto interna como externa, las piezas no sólo son parte del paisaje sino también de la incesante conversación que ellos mismos provocan. “Éste es un niño como de doce, sano él, pero se nos cayó”, medio susurra Santiago señalando, no sin gravedad, la pierna rota de una de las piezas. Con historias propias, es decir, con identidad, los cuerpos de barro podrían, incluso, causar temor. No es difícil imaginar al oficial de migración que, años antes de la muerte del odiado emperador, apunta su arma contra el migrante de barro que, con rostro alucinado y tatuajes de la virgen de Guadalupe sobre la espalda, intenta cruzar una vez más, siempre una vez más, esa línea tan móvil y equívoca que une y desune al país más rico del mundo y su vecino pobre del sur, a la pesadilla y al sueño, a lo que está y a lo que está a punto de irse, al ahora y al más allá.
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Cada uno de los migrantes de barro de Alejandro Santiago lleva una firma: el aspecto de los pies. Cada una de esas firmas no es de Alejandro Santiago. Cada firma—una línea curva que se extiende hasta el astrágalo, una hendidura simétrica entre los dedos, el atisbo apenas de una uña—es una seña de identidad: la de los trenta y dos jóvenes mixes y mestizos que, gracias a que laboran en el rancho-taller de Santiago, no han tenido que emigrar, como tantos otros, hacia el norte. Ganando un promedio de 3,600 pesos mensuales, una cantidad nada despreciable en un entorno rural donde hasta el agua escasea, los trabajadores e incluso los familiares de Santiago aseguran a la menor provocación y sin ánimo adversativo que ésta o aquéllas son piezas suyas. Para comprobarlo no hay más que mirar con cuidado los pies.
En los Escritos Económico–Filosóficos de 1844, el entonces joven filósofo Karl Marx se explayaba con característica pasión acerca del proceso de trabajo en tiempos regidos por los avatares de esa relación de poder que es el capital. Decía el muchacho de temperamento abismal que el trabajo, al transformar la naturaleza en sociedad, era la única y verdadera fuente de nuestra humanidad. En una sociedad ideal, es decir, en aquélla en la que el trabajo y el objeto del trabajo todavía le pertenecen al trabajador, trabajar y crear serían una y la misma cosa, uno y el mismo proceso. En ese tipo de sociedad un trabajador podría enunciar, justo como la cuñada de Santiago frente un grupo de doce piezas a medio terminar: “éstas son mías”. Algo en el tono entre natural e irrevocable de su afirmación obliga a repensar los límites del concepto de autoría.
Más que productos del trabajo, los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, ante todo, trabajo, el proceso en sí y para sí. Regidos por las dotes administrativas de Zoila Santiago, esposa del artista, los artesanos ponen tanto esmero en construir los cuerpos de barro como en atender, todo a su tiempo, vacas y borregos y guajalotes que en su incesante ir y venir por entre las milpas no dejan de observar, sin asombro aparente, las piezas terminadas. Son ellos los que mezclan el material que yace en costales a un costado del taller y ellos los que, con base en el método de ensayo y error aunque siempre dirigidos por Santiago, fueron encontrando las posiciones adecuadas para que los hombres y mujeres de barro pudieran sostenerse en pie. Los jóvenes artesanos saben cuando una pieza está lista y, entonces, la introducen al horno para que adquiera la consistencia y el color de un cuerpo humano. Entre una cosa y otra, los muchachos también tienen acceso en el mismo rancho a los instrumentos musicales que Santiago ha ido adquiriendo con el afán de formar algún día una banda de música norteña.
A medio camino entre el ágora y la pequeña empresa (no lucrativa), el proceso de producción de los migrantes de barro reta, y por retar cuestiona, el proceso de producción de los migrantes de carne y hueso. Si el primero responde a las necesidades humanas de la localidad, proveyendo a sus integrantes con una oportunidad para permanecer, es decir, para reproducir a la comunidad; el segundo responde a las necesidades del capital norteamericano, provocando una diáspora que, en Oaxaca como en tantos otros estados de México, ha ido dejando tras de sí un rosario de pueblos fantasma. No es mera coincidencia, o en todo caso es una co-incidencia de la política contemporánea, que ése sea el contexto original del proyecto de Santiago: una plaza vacía por donde se deslizan los espectros de los cuerpos que ya no están. Ahí, acaso como aquel Juan Preciado que vino a Comala porque le dijeron que acá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, Alejandro Santiago se puso a discernir los murmullos de los idos y a desear, como se desean estas cosas, con vehemencia, su súbita aparición. Del deseo de verlos una vez más, del deseo de tenerlos cerca, codo a codo en la brega diaria o en el eco de la carcajada compartida, del deseo, también, de hacer justicia, fueron naciendo uno a uno los migrantes de barro que, en número, son los mismos que habrían muerto intentando cruzar la línea fronteriza entre México y los Estados Unidos hasta el año en que Santiago, vía la garita de Otay en Baja California Norte, hizo lo mismo. Dos mil quinientos también era el número de familias que, según recuerda Santiago, conformaban su pueblo. Dos mil quinientos murmura, con toda seguridad, el hombre que sigue sentado en la plaza del pueblo fantasma, deseando. Dos mil quinientos más el que sigue. Dos mil quinientos más el que Alejandro Santiago quiere retener, con oportunidades de trabajo que son oportunidades de vida, en sus pueblos de origen en Oaxaca.
En el último de los tres manuscritos que Marx elaboró en 1844, el joven filósofo aseguraba que “la formación de los cinco sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días”. El hombre, como se decía entonces, aprende a ver y, viendo, produce el ojo y el objeto de la visión del ojo. Lo mismo sucede con el olfato, el sabor, el tacto. Al pasar la yema de los dedos sobre el barro de los migrantes de Santiago es fácil caer en la impresión de que en ese contacto se concentra, efectivamente, toda la historia universal hasta nuestros días. Que ahí se concentra una eternidad vuelta política.
3
Una convulsa belleza surca los cuerpos de los migrantes de barro que salen del rancho-taller El Zopilote. Más que hermosos, apabullantes. De manos recogidas y tatuajes acaso místicos en la espalda, las figuras de hombres, mujeres y niños comparten con una suerte de expresionismo original el sentido interior del drama y del grito. Ahí hay algo contenido que amenaza con desmoronarse en cualquier instante. El barro, traído expresamente de Zacatecas, otra entidad que en México se caracteriza por el alto número de trabajadores que parte hacia los Estados Unidos, puede, en efecto, volverse lodo o polvo o nada bajo el embate del clima y el paso del tiempo. El barro, que Alejandro Santiago utiliza como un maleable bastidor, puede abrirse, para no cerrarse jamás, en las tajaduras que van apareciendo sobre los rostros y los torsos de los migrantes. Heridas en flor. Señas de identidad. Mapas.
Lejos del realismo que comandaba los diseños de los artesanos de la corte del emperador Qin, los rostros de los migrantes de Santiago parecen emerger de un purgatorio privado o de un mundo todavía por nacer. Extraídos, sin duda, del mundo alucinante de su pintura, estos rostros son únicos, ciertamente, pero son, a la vez, acaso por lo mismo, irreconocibles. Quien desee realmente verlos tendrá que aproximarse y cerrar los ojos y volver a abrirlos. Quien desee ver, tendrá que introducirse por las múltiples ranuras del barro y ocupar, desde dentro, el lugar de la cara que mira la manera en que es vista. Estos rostros, como lo decía el filósofo francés Emmanuel Levinas, requieren. La cara, en efecto, clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: “el movimiento gratuito de la presencia”. Quien desee ver se implicará.
De texturas rugosas que invitan al tacto, los migrantes de Santiago se integran a una larga tradición de escultura en barro en el estado de Oaxaca. Entre las figuras zoomorfas dentro de las cuales crece la chía y las mujeres moldeadas a mano que produjo la desaparecida alfarera de Atzompa, Teodora Blanco, hay un lugar para estos hombres y mujeres que regresan de un viaje largo. De hecho, no sería del todo descabellado pensar que las sirenas de barro negro y las tanguyús de Tehuantepec comparten el mismo universo táctil y delirante de los hombres y mujeres de barro de Alejandro Santiago. Hay algo en ellos de alucinación y rejuego; algo de la estridencia de la carcajada popular y algo del popular recogimiento de los pueblos. Algo en ellos también hay de ese Frankestein que, ya conminado por la imaginación, perdió su camino entre las trémulas fronteras globales. Algo de rígido Atlante convertido en mujer. Algo de maniquí que se niega al comercio. Algo de cyborg y de mutante. Algo de ese alien from planet Mexico que continúa su paso.
Como si se defendieran de los transparentes peligros del aire, las manos de los que migran se recogen sobre el pecho, prefigurando acaso la posición que adquirirán cuando finalmente, y esto en el pueblo desde cuya plaza vacía fueron invocados, descansen.
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Mike Davis, el agudo crítico norteamericano y autor, entre otros tantos libros, del ya clásico City of Quartz, alguna vez sostuvo que el muro fronterizo no era más que una especie de espeluznante espectáculo político. Eficaz sólo para justificar la violencia del cruce y para reforzar, luego entonces, las dinámicas del poder generadas por el imperio, el muro no ha podido hacer lo que hacen los muros: suspender el flujo, detener el paso, contener la materia. El muro fronterizo no ha podido ni podrá evitar el cruce incesante de los hombres y mujeres que requieren la economía y el estilo de vida de los Estados Unidos. Esto lo saben muy bien los migrantes oaxaqueños, para quienes el viaje hacia el norte se ha ido convirtiendo al paso de los años y las generaciones en una forma de vida para comunidades enteras. Reitero: una forma de vida. Porque a los riesgos reales del tránsito entre los dos países, a las dificultades propias del destierro y la saña de la explotación, muchos de estos migrantes, como analiza la socióloga Laura Ortiz Velasco en “Agentes étnicos transnacionales: las organizaciones de indígenas migrantes en la frontera México-Estados Unidos”, han antepuesto sus propias formas de organización comunitaria para apropiarse de las realidades que su trabajo contribuye a reproducir. Aunque las estadísticas de oaxaqueños en Estados Unidos varían (las cifras en diversas fuentes van desde los 30 hasta 500 mil migrantes), la mayoría de ellos se concentra en California. Introduciendo no sólo un lenguaje, o en muchas ocasiones dos, sino también formas de socialidad y protesta en los campos y ciudades del vecino del norte, la comunidad oaxaqueña forma parte de lo que tanto militantes como analistas han denominado la mexicanización de Estados Unidos—ese proceso paulatino pero inexorable que a muchos provoca ansiedad y a otros tantos, no siempre los más, expectación.
Pero toda esa fuerza y tradición que ha asegurado, a pesar de las circunstancias adversas, la supervivencia dignificada de la transmigración oaxaqueña ha sido posible sólo a expensas de su presencia entre intermitente y fantasmagórica en la región de origen. Sus cuerpos no están o sólo están a veces sobre las veredas que los vieron nacer. Apariciones súbitas. Sus manos no toman la herramienta que puede horadar la tierra para producir maíz, agave, frijol. Sus ojos no ven los rines oxidados de un carro que alguna vez funcionó. Aquel juguete. Sus pies no se introducen con curiosidad o devoción en las aguas curativas de Hierve el Agua—dos cascadas petrificadas de carbonato de calcio de grandes dimensiones y dos pequeños manantiales de agua carbonada (lo cual quiere decir que son verdiazules). Sus voces. Sus ecos. Los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, fundamentalmente, una meditación sobre esa ausencia. Los 2501 migrantes son un trabajo, en realidad, sobre los alcances del cuerpo que no está.
Mucho se ha hablado sobre la nostalgia del que parte, pero pocas veces se ha explorado, y mucho menos con barro, la larga melancolía del que se queda. ¿Qué ve en realidad el testigo del lento proceso del deterioro, la paulatina configuración de la ruina, la siempre fugaz alegría del reencuentro? ¿Cómo se experimenta en carne propia el proceso a través del cual la realidad se vacía? Cuando uno camina por entre los cuerpos de barro de los migrantes no puede evitar pensar que se encuentra ante el trabajo del niño solitario pero inventivo que, a fuerza de puro deseo, tuvo que construir a sus propios compañeros de juego. Hay algo de esa energía infantil y voraz en el diseño de los cuerpos, especialmente en la manera en que cuelga el sexo masculino y en cómo el sexo femenino se abre en dos. Dicotomía fulgurante. Hay algo de esa energía desatada e imposible en los cuerpos de barro que nos los traen de regreso. Y para recibirlos e invocarlos al mismo tiempo, para seguir jugando ese juego tan extremo que se llama vida, Alejandro Santiago irá colocando a sus 2501 migrantes en Teococuilco de Marcos Pérez, en la sierra norte de Oaxaca, un pueblo que con su presencia, que es toda ausencia, dejará de ser fantasma para volverse pura intervención. Y si ése no es el poder del arte, ¿qué es? Y si esto no es una forma de resistencia, ¿qué es?
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En ese largo estudio sobre las dinámicas personales y políticas del dolor humano que es The Body in Pain, especialmente en el capítulo que le dedica a la tortura, Elaine Scarry analiza con singular atención el lugar del interrogatorio en la producción de una confesión que siempre, por necesidad, será la que quiere oír el representante del poder, es decir, que será, aun siendo verdadera, falsa. Una impostura que responde a una imposición. Un trueque que, según testimonios varios, termina produciendo no sólo culpa sino un sentido de traición y, aún más, de auto-traición. El interrogatorio fronterizo que tiene como objetivo producir, a través de la constante confirmación, una identidad única, pareciera cumplir, dicho sea esto guardando todas las proporciones del caso, una función similar: yo soy ése que aparece ahí, tendrá que asegurar el migrante frente a su documento de identidad. El que aparece ahí soy yo, repetirá. Y todo eso, aunque a veces sea verdad, tendrá que ser, por necesidad, porque eso es lo que quiere escuchar el representante del poder, falso. Una impostura que responde a una imposición.
Dice Alejandro Santiago que pocas veces se ha sentido más desnudo que frente a un oficial de migración. No dice que el interrogatorio es una arma del imperio que le hiere el cuerpo, pero lo sugiere. Lo que sí dice es que ésa es una de las razones por las cuales sus migrantes de barro van desnudos: todos ellos están ahí permanentemente, en la garita, impostándose a sí mismos, respondiendo. Todos ellos están cruzando. Gerundio eterno. Y yo que he pasado tantas veces por ese trecho y que, aún así, sigo padeciendo ese sutil desconcierto y esa suerte de horror que provoca el tener que comprobar quién soy, quién de entre todas las que soy soy, me quedo mirando a los cuerpos de barro y, súbitamente, me siento parte de ellos.
Y es entonces que tú, que es otra forma de decir yo, nos ves.
Excerpted from: Dolerse: Textos desde un país herido. Surplus Ediciones, 2011.