Según la biografía de Manuel Eleuterio Melo Villar, su nombre llegó pegado a un militar venezolano de ascendencia española:
El abuelo paterno […] había llegado al Darién con su padre, don Fernando Melo, procedente de Parita, en la provincia de Herrera. Me cuentan que don Fernando, de origen español, aunque nacido en Caracas, Venezuela, llegó al istmo en 1831.
El apellido de la madre de mi padre era Spencer. Mi abuela jamaicana era callada e irradiaba fortaleza. Esto contrastaba con los alborotados convivios familiares. Mi padre, por su parte, solía hablar inglés con sus hermanos, pero con nosotros lo hizo poco. Mis otros abuelos, disciplinados maestros, eran firmes, pero en absoluto silenciosos.
Por el costado materno de la familia, tenemos el Estrada, un apellido que, podría aventurarme a decir, comparten muchos centroamericanos y suramericanos, hispanoamericanos todos.
Como el Canal de Panamá, mi familia es pura mezcla.
II. Estados Unidos, pero, sobre todo, Jules Isidore Dingler
Suele pensarse en Estados Unidos como el artífice ingenieril del Canal, y lo es. De igual forma se reconoce el ciclópeo salto tecnológico que dio porque es lo justo. La estadounidense es una cultura llameante, y sin su energía no se habría completado la magna obra. Pero el asunto es más complejo de lo que parece.
El romanticismo francés dotó de alma a la construcción canalera. Ferdinand de Lesseps se lanzó al vacío con alas de héroe y voló: la obra habría de cuajar, aunque parida por otros. Fue la fama de Lesseps, coronada con el Canal de Suez, lo que dio credibilidad a una vía interoceánica en nuestro continente. Sin el temperamento francés —la desmesura francesa—, el proyecto sería hoy un plano arquitectónico colgado en un museo, o hubiera nacido mucho después. El país del oracular Julio Verne fue decisivo en el acortamiento de la vuelta al mundo.
Estos son los hechos: el 20 de febrero de 1534, el rey Carlos I de España y V de Alemania ordenó al gobernador regional de Panamá elaborar los planos de una ruta que debía llegar al océano Pacífico por el río Chagres. Pero el proyecto fue interrumpido por el propio monarca con una frase lapidaria: “Lo que unió Dios, que no lo separe el hombre”. No se sabe si el rey recibió una llamada de “lo alto” o si la sensatez enderezó su juicio; lo cierto es que el proyecto fue abortado.
Cuando los franceses tomaron el timón de la nave, la marcha no tuvo retorno. Solo el desfalco financiero y los garrafales errores administrativos (acompañados de la exclamación “Quel Panamá!”, señal de que había un desorden imposible de resolver) hicieron que aminorara la velocidad. Más adelante, el gobierno estadounidense salió al quite.
Para muestra del arrojo europeo, he aquí un botón: Jules Isidore Dingler. Aún se escriben artículos sobre quien ocupó el cargo de Director General de la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá:
Más tarde, perdió a su hijo. Y antes de que acabara el año, al prometido de su difunta hija. Finalmente, su esposa enfermó y también murió. Dingler regresó a Francia acompañado de cuatro ataúdes.
[Jules Isidore Dingler era] un hombre entrado en los 40, de porte menudo, calvo y portaba consigo el temple de una gran determinación, la de lograr los objetivos en los que otros habían fracasado antes que él. Su determinación temeraria lo llevó a declarar, al poco tiempo de su arribo a Panamá, que solo los borrachos y las personas de vida disipada se contagiaban de fiebre amarilla y fallecían por esa causa, palabras que lamentaría, sin duda, haber pronunciado […]. A los pocos meses después de su llegada, su hija presentaba síntomas muy evidentes de la fiebre amarilla; una verdadera sentencia de muerte.
III. Antes de lanzarse al agua, hay que probar su temperatura
Los estadounidenses fueron más razonables: estudiaron con científica minuciosidad los fallos ajenos, las causas que desgraciaron a sus prójimos del viejo continente (más de 22 mil almas perdidas), y siguieron adelante justo donde los otros se habían detenido.
Una cantidad enorme de muertos se debía a fiebres tropicales, así que se llamó a William C. Gorgas, quien había realizado encomiables esfuerzos por erradicar la fiebre amarilla y la malaria en La Habana, Cuba. Los franceses habían aventurado hipótesis variadas: los contagios se debían a microorganismos que flotaban en el aire o a la conducta libertina de sus más descarriados compatriotas. Gorgas, por su parte, aplicó las investigaciones del cubano Carlos Juan Finlay, que había notado que quienes protegían sus camastros con tupidas mallas raras veces caían enfermos. El culpable de los contagios, de acuerdo al descubrimiento de Finlay, era un diminuto, y en apariencia insignificante, mosquito.
Pero esto no es, por mucho, lo más admirable: el genio estadounidense alcanzó enormes estándares en otro renglón.
Los malos resultados del canal francés hicieron de conocimiento público los riesgos que implicaba ser mano de obra en la nueva empresa. Era sabido que los trabajadores “caían como moscas”, así que la escasa población del istmo panameño hizo oídos sordos a las convocatorias para sumarse a las filas de empleados. Por otro lado, se consideraba que la raza negra era ventajosa para las labores; pero como ya eran hombres y mujeres libres, había que convencerlos con el ofrecimiento de un trabajo estable.
Es tentador imaginar papeletas llevadas por la brisa, entre el polvo. El mensaje seductor alentaba el sueño de cualquier inmigrante: riqueza. La meta se alcanzó con creces. En 1911 más de un cuarto de millón de ingleses antillanos había emigrado a Panamá. La incipiente república no volvería a ser la misma.
Don Juan López, Carta marítima del Reyno de Tierra Firme ú Castilla del Oro, 1785
IV. Brazos, pero también historias
Guillermo Evers Airall cuenta en su biografía lo siguiente:
Josiah y Rosetta Airall emigraron a la república de Panamá en 1905 con su pequeña hija, Viola. Fue un viaje desgarrador para su hija mayor, Olive, quien permaneció en Antigua con su abuela. La intención de los trabajadores antillanos era radicar en el istmo para después volver a la tierra de sus ancestros, un sueño que la mayoría no cumplió a causa del trabajo.
En los galpones que ocupaban los empleados del Silver Roll,9 suerte de casta conformada por quienes tenían piel oscura y no eran estadounidenses, comenzaron a surgir las primeras leyendas antillanas de Panamá. Entre ellas, sobresale la de John Peter Williams, un personaje colgado como cuerda floja entre la fantasía y la realidad. Mientras que el historiador y musicólogo Mario García Hudson asegura haber visto el acta de nacimiento de Williams, Dagoberto Chung lo describe con tintes sobrenaturales en su cuento “Mistacaná”:
La rutina acompañaba la escuela de Caná, hasta el momento en que su vida se alteró por causa de su amigo, un célebre ladrón llamado John Peter Williams. Es cierto, el amigo de Caná era un ladrón, pero un ladrón muy especial. Nunca agredió a nadie, porque su única arma era una armónica. Nunca tocó nada de ningún vecino. Su arte era robarle a los ricos y repartir lo robado entre los pobres. Así era John Peter Williams. Un negro guapo, de edad indefinida, que al sonreír con los ojos parecía un niño y cuando hablaba con las muchachas era un joven. Ah, y cuando tocaba la armónica era un viejo melancólico con muchas vidas pasadas.
De esta especie de Robin Hood panameño se pensaba que las balas rebotaban en su torso mientras sobrevolaba los tejados como murciélago, y se le atribuía poder transformarse en el animal que eligiera. Sin embargo, no era el único que gozaba de tan fantástica cualidad. Como escribió Alejo Carpentier en El reino de este mundo (1949), los antillanos creían que algunas personas tenían la capacidad de convertirse en animales a voluntad, y esa misma creencia se esparció por las calles de Panamá a principios del siglo XX. El siguiente es un fragmento en el que Ariel Pérez Price retrata tal fe. La escena corresponde al año 1918 y, aunque tiene un marco diferente —las plantaciones bananeras de Bocas del Toro, al norte de Panamá—, es un claro eco de la cultura afroantillana de aquella época:
Los trabajadores bananeros habían creado una sociedad a las sombras, donde una rica tradición fundamentada en su herencia africana y su pasado de esclavitud solía aflorar en franco sincretismo con el cristianismo. En dicho contexto surgieron algunos líderes del movimiento laboral que, como Bailey (nombre ficticio que se le da a uno de los agitadores de la huelga ante la United Fruit de 1918 a 1919), sustentaban su liderazgo en un intrincado conjunto de prácticas místicas. Se dice que Busher (Bailey) era también un obeah man, a quien se le atribuía la facultad mística de mimetizarse en jabalí.
En fin, si los franceses fueron el corazón y los estadounidenses la racionalidad, los afroantillanos se tornaron en los brazos, pero también en la imaginación de la anatomía del proyecto.
V. Catarino Garza escapó de México, cruzó Centroamérica y murió en Panamá
El siglo XIX vio desfilar un sinfín de rebeliones infructuosas. Agotado el sueño de la Gran Colombia, bolivariano hasta el tuétano, Panamá quería independizarse. ¿Qué fuerza impidió la escisión? ¿Qué actor sofocó los aires de libertad? La respuesta: Estados Unidos.
El proceso que cortó Panamá por la mitad fue el mismo que campeaba por todo el continente. El llamado “Destino Manifiesto”, doctrina que reservaba América —pero también y, sobre todo, América Latina— para los estadounidenses, cubría con su sombra a las repúblicas que otrora fueron parte del Imperio español.
El 12 de diciembre de 1846 se firmó un acuerdo que le brindaba a Estados Unidos un tránsito ventajoso por Panamá y protegía el lazo que aún unía el istmo a Colombia. El siguiente fragmento lo explica de manera sucinta:
Es en ese marco de “poderío norteño” que un revolucionario mexicano llega a Panamá.
El Tratado Mallarino-Bidlack de 1846, firmado entre los Estados Unidos y Colombia, delegó la protección del istmo de Panamá a la potencia norteña, con miras a garantizar la soberanía de Colombia, “a cambio de recíproca garantía para ciudadanos americanos, para el derecho de tránsito en iguales condiciones que los colombianos”.
Catarino Garza tenía el estilo de Pancho Villa. Enfrentado al Porfiriato, se refugió al sur de la frontera mexicana, al amparo de sus copartidarios liberales. En Costa Rica coincidió con el héroe cubano José Martí, y cuando llegó a Panamá quedó inmerso en los enfrentamientos que protagonizaban liberales y conservadores. Así lo describe Pérez Price:
Catarino fue abatido por una andanada de balas y murió mientras lo acariciaba el viento húmedo de Bocas del Toro. Tras su muerte, liberales y conservadores apresuraron la firma de la paz para dar paso a la nueva república y a la culminación exitosa del canal interoceánico. Mientras tanto, otro guerrillero, de nombre Victoriano Lorenzo, empeñado en acabar con la pobreza de las montañas de la provincia de Veraguas en consonancia con sus valores cristianos, no dejó las armas a tiempo y fue traicionado por su facción liberal y fusilado para evitar una crisis diplomática.
Catarino Erasmo Garza Rodríguez era un hombre fiel a sus principios. Acostumbrado desde su juventud a vivir en la clandestinidad, acechado por las autoridades, producto de sus convicciones políticas. Hacía algunos años había abandonado la región de Texas, desde donde lideró, frente al grupo armado Los Pronunciados, una guerra de guerrillas en contra del mandatario mexicano Porfirio Díaz. Luego de múltiples incursiones militares a través de la frontera y bajo persecución de los rangers norteamericanos, vino a refugiarse a Costa Rica, donde, bajo la protección del presidente José Rodríguez Zeledón, logró trabar amistad con la facción radical del liberalismo colombiano en el exilio, entre ellos Belisario Porras (uno de los dirigentes de la rebelión liberal en Panamá) […]. La ofensiva militar de Garza en Bocas del Toro (al norte del istmo) era, sin embargo, parte de una estrategia nacional ideada desde Colombia que pretendió apresar al presidente [Miguel Antonio] Caro y a sus ministros, al tiempo que las fuerzas milicianas atacaban los cuarteles en Bogotá y los departamentos.
¿Qué fue América Latina para el cuerpo tendido como cruz del Canal? Una paradoja ideológica que todavía persiste: el anhelo de unidad.
VI. La última piedra
Alguna vez el Canal de Panamá existió en la imaginación de unos pocos, fue una luz mortecina hasta que nacieron fervorosos exploradores que avanzaron sin importar nada. Con el tiempo, una a una, se fueron amontonando las piedras, los escalones; así, un paso a la vez, se hizo el sendero.
Como si fuera un cuerpo humano, órganos físicos y metafísicos le dieron vida. Cada elemento cumplió una función. No había otra manera: ¿Podría el corazón reemplazar con sus latidos las conexiones neuronales del cerebro? ¿O los brazos, imprimiendo mayor fuerza, suplir las tareas de otro órgano? Como en cualquier sistema, ninguna parte podía fallar.
Después de los enredos que caracterizaron al canal francés y rodearon su fracaso, ¿no era lógico que el coloso del norte completara la obra en términos que le favorecieran? La geopolítica es un rompecabezas en el que ninguna pieza sobra.
Algún Wynter (con falta ortográfica incluida) dejó su huella imprescindible, minúscula o colosal, en este suelo. Algún Melo marcó de manera indeleble los linderos del cruce. Todos los nombres quedaron grabados.
Aquella fue la historia.