de Nosotras . . . y la piel

Alfonsina Storni

Illustration by Hugo Muecke

Un baile familiar (9 de mayo de 1919)

Celebra la familia de Paglota, un acontecimiento de nota: las bodas de plata de los troncos principales de esta sagrada asociación: la familia

Desde las primeras horas de la mañana, las dos niñas de Paglota, con los rizos atados, bajo una linda cofia de muselina, han movido de un lado a otro trastos y muebles.

El amplio comedor de la casa ha sido transformado en sala de baile; sillas de dos o tres clases rodean el perímetro de la habitación; sobre la pared principal luce un plano negro torturado a diario por los blancos dedos de las gentiles muchachas.

Una de las habitaciones da al patio, en donde se han distribuido macetas con helechos y plantas de adornos; otra conduce a la pieza donde se ha dispuesto el lunch, dormitorio habitual de las niñas de Paglota, que han debido correr sus camas desarmadas hasta la despensa.

Quince días hace que la feliz noticia corre entre las amiguitas del barrio; el diario de la parroquia lo ha anunciado en noticias sociales. Se sabe que concurrirán muchachas y muchachos de buenas familias.

Las niñas de Paglota estrenan vestidos, si bien no han podido hacer lo mismo con los zapatos, a los que les han dado una mano heroica de cera negra.

Las medias de seda han sufrido también una ligera reparación: algunos puntos “escapados” han sido hábilmente compuestos con una aguja de crochet.

Desde las 6 a las 7 de la tarde han empleado en el peinado, que, en verdad, resulta elegante.

La mamá y el papá, modestos burgueses, se han puesto sus mejores galas.

La confitería vecina ha traído un buen lunch; nada falta; están brillantes los rostros e impacientes las almas.

A eso de las nueva empieza a sonar con frecuencia el timbre… llegan las chicas de la otra cuadra, las primitas de Flores, la familia de Rossi, algunos muchachos solos, etc… Poco a poco el grupo se agrada, la casa se llena de gente…

A las diez y media estamos “au grand complet”.

En la sala de baile unas quince chicas de lindas cabezas, empolvadas caras y trajes claros, están sentadas en fila, charlando en voz baja.

En un ángulo, cerca del piano, como hojas viejas corridas por el viento, se han agrupado algunas mamás en trajes, generalmente negros. En el patio, asomando las caras, oh, entre insípidas y juveniles, unos veinte muchachos fuman y hablan de caballos, de tangos, de filos y otras cosas.

Entre las niñas concurrentes, cuatro o cinco tocan el piano y una de ellas arranca con un tango brioso que pone a los muchachos del patio con las piernas como sobre pilas de Volta.

Dirigen las muchachas insinuantes miradas hacia la puerta que da al patio… Asoman por ella seis o siete rostros, pero la atracción es aún insuficiente para moverlos y el tango pasa, acaba, sin ser bailado.

Después de un momento de charla se hacen nuevas presentaciones, entran algunas personas más, y la misma niña hace saltar el piano bajo un fox-trot.

Esta vez el joven Paglota elige una compañera e inicia la danza. A la tercera pieza hallan ya tres o cuatro parejas, y a las once y media, no caben ya en el salón y algunas salen al patio.

Se turnan las chicas en la ejecución de las piezas bailables que se reducen a tangos, two-step, fox-trot y algún vals Boston.

Danzan hábilmente la mayor parte de los concurrentes; de vez en cuando se advierte a un muchacho empeñado en comunicar agilidad a su pesada y torpe compañera, o a otro revelar, a pesar de sus esfuerzos, sus hábitos de cabaret.

Si se mira a un muchacho no hace falta mirar a los demás: todos dan un aspecto de uniformidad especial…

Es el mismo cabello tirado hacia atrás y bien lustrado y dominado a base de subtancias grasas; es la misma corbata, el mismo talle, la misma conversación, las mismas ideas.

¿Hijos acaso de un saca bocado que los recorta de un golpe de la vida y los arroja a los bailes familiares?

Las chicas, por lo menos, tiene cada una su pequeña personalidad… Ésta tiene una linda sonrisa; aquélla maneja bien el piano, la otra atrae por su cabeza rubia; al olfato simple dan la sensación de haber iniciado su propio capullo…

Nos quedamos pensando por qué esta diferencia, cuando son de los mismos hogares, de la misma educación, de iguales costumbres…

Hallamos una respuesta sencilla: una mujer de 18 años es ya una mujer; un hombre es una cosa insustancial a esa edad, y ni siquiera tiene lo que aquélla posee por instinto: la gracia.

De nuevo seguimos a los bailarines, infatigables, cadenciosos, heroicos. A eso de las doce y media se pasa al lunch.

Allí los muchachos adquieren verdadera personalidad… y no es extraño que algunas muchachas pierdan la suya.

Dos horas más de baile y un caliente chocolate reconfortador y oportuno.

Después, de nuevo el tango, el two-step, el fox-trot, la muchacha pesada, el muchacho que casi sofoca a la compañera. Empiezan a pesar los párpados de las graves señoras de negro; unos primeros, otros después, inician el desbande.

Pero aún quedan ocho, diez parejas que no ceden ante la fatiga…

A las seis de la mañana la sala de baile está vacía.

Las sillas en desorden, el piano abierto, algunas flores caídas en el piso…

Flota en el aire un olor a polvos, a perfumes, a cosméticos, a brillantina, a seres de raza blanca…

Sueñan las muchachas cosas raras; comentan los muchachos pequeños detalles. Nada.

Un baile honesto de familia.

Más peligrosos que esto suelen ser ciertos versos de mujer…

Alfonsina Storni



La irreprochable, 5 de julio de 1920

Tengo una singular simpatía por la mujer que sale a la calle, en todo irreprochable: desde el fino matiz de la piel y el dulce brillo de los ojos, hasta el más pequeño detalle de su cartera, a servir de blando descanso a los ojos del que pasa.

Verdad es que la vida es muy compleja y varia, y por consiguiente, cada uno tiene derecho de entender la caridad a su modo.

Benefactoras de la humanidad son, sin duda, aquellas hábiles mujercitas que se pasan media hora delante del espejo, nada más que para rizarse las pestañas y arquearlas en sentido contrario al globo del ojo, corrigiendo así la obra de la mano, sin duda zurda, que les restó medio milímetro de elipse a sus órbitas oculares.

Y claro está, fuera crueldad de orden estético no procurar la adquisición forzada del medio milímetro, o aun menos, que, por fenómeno óptico, consiguen las bien arqueadas pestañas.

Además, como en Buenos Aires no hay bosques, si exceptuamos los de Palermo, que están muy retirados, y los que se ven en postales y cuadros en las vidrieras, y que, claro está, no se mueven por mucho viento que sople, aquellas benefactoras han pensado, sin duda, en lo caritativo que resulta proporcionar a la mirada del que pasa el espectáculo feliz de una selva tupida de grandes pestañas, en cuyo centro dos lagunas azules, o verdes, o grises, completan la ilusión de la pródiga naturaleza.

Para llegar a este resultado los aceites de nuez, almendras, ricino y otros muchos, han inundado durante la noche el pie de cada pestaña, a modo de las acequias que, desbordando, inundan el pie de cada árbol y fertilizan el terreno propicio al nuevo árbol (o a la nueva pestaña).

Con este procedimiento, repetido durante meses, se ha logrado el aumento de ocho pestañas por ojo, si el cálculo de una amiga mía no me engaña, amén de un considerable crecimiento del arbolito pestaña.

Otras tareas, todas conocidas también, en uñas, piel, cabello, mejillas, prendas interiores y exteriores, absorben largo tiempo a la irreprochable para salir, como tal, a la calle a efectuar

compras, o a tomar té, o simplemente a estrenar el último traje.

Observad esa manera de caminar, ¡qué paso discreto y mesurado! Si lo fijáis con el metro veréis que no excede de treinta centímetros; la cabeza, graciosísima, forma, con respecto del cuello, un ángulo ligeramente obtuso de 105 grados (cantidad constante); la mirada va sonámbula; la boca hierática; la selva de los ojos triunfante . . .

El corte del vestido es irreprochable: los zapatos, a fuerza de finos, señalan los dedos del pie, fieles a su forma; las medias transparentan un rosado nácar; el sombrero se ajusta a la cabeza como su molde; los guantes, golosos de los dedos, sólo están separados de aquéllos por una imperceptible capa de aire; toda ella parece, en suma, escapada de un baño de cera.

Y si la veis a las cuatro de la tarde, cuando sale de su casa, y la encontráis a las siete, cuando regresa, observaréis que ni un cabello se ha movido de su sitio y que el umbral que la dejó, resplandeciente y correcta, la recibe sin rebaja alguna del tanto por ciento estético.

He aquí una estadística que me dio una amiga calculada, ésta, para tres o cuatro horas de estada en la calle, incluso visitas a tiendas y té:

Movimientos aproximados que cuesta mantener la irreprochabilidad callejera

Miradas al espejo (distintas clases, tamaños y lunas) — 25
Miradas en los cristales de las vidrieras — 60
Estiramiento de guantes — 12
Cuidado de que los alfileres no escapen de su sitio — 10
Humedecimiento de los labios — 30
Afirmación especial de la pechera con un tironcito — 5
Llevada de las manos a las horquillas que sostienen el velo — 18
Reposición de polvos (muy discreto) — 2
Enderezamiento de las cuchillas de las medias — 2
Lustrada furtiva de zapatos, restregándolos contra la parte posterior de la pierna — 6
Imprevistos con respecto a carteras, cuellos, pliegues, etc. — 50
Total de movimientos — 220

Lo que nos hace deducir que, si después de dos años de esta táctica para mantener la irreprochabilidad callejera, este fervor estético alcanzara el premio de un esposo, este esposo representaría, en el supuesto que la irreprochable hubiera salido a la calle nada más que dos veces por semana, cerca de 45.000 movimientos "ad-hoc", lo que significa un desgaste muscular, con su correspondiente acumulación de toxinas capaz de despertar el celo literario de cualquier moralizador higienista. "N'est pas."

Y luego, que se atreva a afirmar alguien que un hombre no vale nada…

Tao Lao