La cama, que es un mar
Solange Rodríguez Pappe
La anciana se había quedado dormida con la boca abierta a pesar de que la luz de la lamparilla de noche le daba justo en la cara y la deslumbraba. Hacía un gorgoteo animal, un graznido estentóreo. Ya faltaba poco para que Dinora terminara de leerle la novelita de romance adolescente que habían empezado juntas hacía cinco días. Dinora se había especializado en leerles en voz alta a los huéspedes del ancianato y recibía una paga adicional a sus servicios de enfermera por eso. A los viejos los calmaba oír su de timbre apaciguador y suave. A veces también les cantaba los boleros que había escuchado a su abuela mientras hacían chocolate en la cocina de carbón con leña o transcribía lo que ellos les dictaban: cartas culposas a seres que abandonaron, confesiones terribles cruzadas con imaginación senil, cartas de amor, asuntos que tenían pendientes con Dios. Dinora pensaba que estar en el asilo era como trabajar en un sitio donde se faenaba, así que era cálida, pero no se apegaba demasiado. Ya te hartarás de los viejos, le decían sus colegas más experimentados, lo que pasa es que eres aún muy joven. Otros estaban allí con la esperanza fantástica de heredar propiedades de los clientes solitarios, de conseguir un empleo en una clínica privada a punta de buenas referencias o de poder ligarse a uno de los médicos que cada tanto iba a hacer pasantías geriátricas: ella no. Ella disfrutaba honestamente las lecturas que la habían hecho pasear por las tierras orientales, navegar por el Índico, viajar por los aires en globo y abrir sendas en selvas frondosas con brazos musculados, y aunque era cierto que todavía era bastante joven, no se acercaba ni a los 30 años, estaba segura que en un amigo de su padre había encontrado furtivamente el amor.
Hasta pronto, le dijo a la anciana, muy cerca de la oreja, bajo y lento, para no asustarla, tomaré un descanso y nos veremos la semana que viene. La mujer se volteó y la miró aturdida con sus ojos de iris blanquecinos, casi ciegos. Dinora aprovecho para acomodarle la almohada granulosa. Es la cabeza, siempre me ha pesado mucho la cabeza; estropea todo, bromeaba. ¿Me lees otro poco antes de irte?, preguntó desde el mundo del somnífero, ¿algo pequeño?, ¿un poema? La poeta, le decían como sobrenombre a la anciana, la poeta. Hasta hace poco declamaba en las noches sociales de la casa de reposo, ataviada como una rosca de reyes. No había tenido hijos, pero recibía una buena pensión con la que se alimentaban tres o más huéspedes de la residencia, más lo que le pedían al sobrino que hacía de albacea: pañales, medicinas, cremas medicadas, cuotas para festividades. Dinora seleccionó un tomo colorido de la estaría ruinosa en la que había algunos ejemplares repetidos y lo abrió al azar, era el primero de sus dos únicos libros de poemas. Se sentó en el raído sillón verde que estaba junto a la cama y leyó: Corto amor, tan erizado en la espina, tan dactilar que nos perdemos y ya no puedo encontrarte si no es levantándome de entre los cetáceos, yendo a lo profundo, a los residuos clarividentes de mí misma donde nos atraviesa las ingles la luna baja de la misma herida. Dinora no comprendía todo ese hermetismo, pero imaginó que porque hablaba de amor era bonito. ¿Es mío?, Dinora asintió con la cabeza. No lo recordaba, dijo la anciana, he perdido la capacidad de retener las cosas, dijo, y le mostró las manos. Ya volverá, replicó consoladora, revisando su bolso a toda velocidad. Todo estaba ya empacado. ¿Me dejarás sola? Vendré en cuanto me sea posible. No iba a contarle del hombre, de su felicidad inapropiada, del lago inmenso que vería por primera vez en su vida. Ten cuidado y vuelve, le pidió como una madre, que todo esto será tuyo muy pronto y señaló el montoncito de libros de la veladora y más allá. La anciana se despidió agarrándola la muñeca con la garra de un ave. Dinora tuvo que desprenderse firme y gentilmente. Mantuvo la sonrisa hasta que cruzó la puerta. ¿Ahora quién va a aguantarla? Le dijeron las muchachas de limpieza, la has dejado casi llorando. Preciado te buscada para invitarte un postre ¿Te vas el fin de semana con el casado? Dinora volvió su sonrisa una carcajada en cuatro pasó la seguridad de la puerta principal. Se bañaría, se restregaría bien la piel para quitar el olor a antibióticos y lo remplazaría por un perfume herbal o uno de mar.
Fue cuestión de una noche y un día cambiar la contemplación del menaje níveo, siempre reluciente del asilo y de los cerros lóbregos que ceñían la ciudad portuaria, por el alto paisaje alegre del lago y la contemplación atenta del espinazo de las cordilleras que se coronaban de frío.
En cuando los tres llegaron en bote a un punto cerca de los bordes humeantes de la costa lanzaron el ancla. Dinora rechazó la idea de calzarse el salvavidas y se arrojó al agua para demostrar valor. Se imaginaba que su amante decía que no era capaz de muchas cosas, que lo necesitaba para pequeñeces como quitarse el vestido por encima de la cabeza, partir la carne en trozos chicos, ajustarse la cinta de los pasadores y destapar frascos con la potencia de sus dedos. Con él experimentaba mucha felicidad en sentirse incapaz y en requerirlo. Con cada mínimo obstáculo con el que Nahím la ayudaba, ella nutría su admiración y su gusto porque casi le doblara la edad. Sintió ganas se abrazarlo sostenidamente, pero era imposible con la hija de Nahím allí, pendiente de sus movimientos con sus ojos desconfiados.
Braceó un poco boqueando en esa llanura gélida que cedía si ejercía presión con sus piernas. Creía que jamás había sido talentosa en nada hasta que había empezado a leerle a los viejos y a abrazar a los cuerpos de los hombres mayores. Pero aferrándose a sus amantes, allí sí que tenía talento. Él, en cambio, le había dicho que creía que había sensaciones exclusivas del amor romántico, pero Dinora sabía que no era así. El amor podían fingirlo bien dos extraños y lograr ese punto incandescente de visiones esperanzadoras obtenido a punta del frotamiento. Avanzó un poco más, acezando con la cara ladeada, acostumbrándose al líquido helado en dirección de la intersección luminosa de las cumbres titánicas donde sobrevolaban un puñado de pájaros. Pataleó duro y se abrió camino con voluntad. Cuando giró la cabeza se dio cuenta que la pequeña embarcación le quedaba bastante lejos y que Nahím la llamaba agitando los brazos. Frente a ella se habían aclarado las construcciones imprecisas a la distancia: un resort de paredes blanquísimas y a los laterales edificios más modestos que seguramente servían como casas de retiro en temporadas más cálidas para turista adinerados. Ninguna familia vendría a los inicios del invierno al lago; pero ellos no eran una familia precisamente.
A pocos metros un grupo de aves acuáticas la observaban con curiosidad. Eran tal vez una docena de patos con capas grises que se confundían con el horizonte pardo. Sus plumas erizadas, sus picos entreabiertos eran una comitiva salvaje de bienvenida. Mientras nadaba en la bruma siendo una más de ellos, se dio cuenta que su amante perdía proporciones a sus espaldas. La orilla próxima se insinuaba como una promesa real, mientras que el hombre lejano le gritaba algo inentendible. Había perdido la dirección a medida que la niebla iba en ascenso. Veía blanco y vaporoso frente a ella y también hacia atrás. Se imaginó braceando hasta la orilla y yendo hacia una tierra rocosa antes de llegar al carretero y hacerle señales al primer conductor que volviera a la ciudad y a lo conocido.
Vuelve, alcanzó a escuchar, vuelve. Los pájaros estaban a un metro de su cabeza con sus petos esponjados. Vuelve, vuelve, le decía Nahím. Entonces se dio la vuelta y nadó con vigor dando brazadas extendidas en la dirección opuesta al sol. El agua se había helado rápidamente y pronto se volvería insoportable de tolerar. Cuando estuvo cerca de la embarcación tuvo cuidado con la pequeña hélice afilada que tragaba y devolvía agua perezosamente. Nahím era una sombra hecha de carne dura que se prendía y se apagaba si entrecerraba los párpados cargados de agua. Ella puso el pie en la escalerilla de acero y se impulsó hacia arriba, empapándolo al subir. ¿A dónde ibas? princesa, le preguntó, ¿Te has agotado? Le puso una toalla encima y le frotó los hombros con vigor hasta enredarle el pelo fino y rubio que la hacía lucir más muchacha todavía. La niña la miraba fijo y con reprobación desde el centro del bote. También estaba lista para lanzarse al agua, pero su ataque de desobediencia la había atrasado y ahora nadar sería difícil porque flotaría entre nubarrones y le sería imposible alejarse demasiado.
¿Me aprietas el chaleco, papá?, le dijo a Nahím. Y él hizo una pausa en su romance para tironear con energía del jubón naranja y verificar si estaba bien abrochado. La niña pasó a su lado sin mirarla y descendió por la escalerilla sin hacer ruido ni levantar agua. Ahora era su turno de ser el centro de atención a los ojos de su padre. Nahím y ella se sentaron en silencio en el entarimado que estaba sobre la popa y sumergieron sus piernas hasta perderlas a la altura de las rodillas. Más allá, en dirección al puerto, la niebla había obligado a que el resto de los botes encendieran sus luces y el lago parecía un pequeño cielo con estrellas equidistantes. Su mirada se volvió a perder entre los senos de las montañas. Recordó en ese instante una historia que había leído en voz alta sobre cómo las sirenas envolvían a sus víctimas entre sus cabellos y entonces las arrastraban hasta lo profundo para hacer con ellas un baile que terminaba en muerte, como los cocodrilos. Esa idea coincidió con la cabeza negra de la niña entraba y salía del agua sin desorientarse. Es un pescadito, dijo Nahím. ¿Todo bien, amor? La confundía que empleara las mismas frases para su hija que para ella. Atiéndeme a mí, pensó y puso su mano sobre la barba cana para atraerlo en un beso. Sintió su nariz fría y su lengua entrando y saliendo con profundidad, acariciando su paladar mientras tenía escalofríos. La preocupación permanente de la niña que flotaba y se sumergía les impedía tener intimidad. Hubiera sido muy bello estar aislados esos días, pero ella aún no tenía autoridad para interferir en la relación entre una hija y un padre. No todavía. Puso su mano helada sobre la carne de su rodilla y entonces tuvdino ganas de preguntarle ¿Qué has hecho con toda tu vida que yo no sé, que no me has contado?
En la temprana oscuridad el terreno aledaño al lago le parecía un paisaje árido y a la vez, un espejismo de otra vida posible aureolado por la luna plena. Esa era su primera salida con la niña y Nahím había alquilado un espacio de dos habitaciones en un complejo turístico que él había visitado antes cuando su familia no estaba quebrada. Luego de la diversión en el agua habían vuelto a la cabaña ateridos y hambrientos. Abrieron dos latas y calentaron sopa picante de garbansos. La niña fue la primera quien señaló que en la cabaña había vestigios de anteriores huéspedes y trajo a la cama de su padre una peinilla con un madejo de cabellos pálidos que había encontrado en una silla de su habitación. Dinora encontró Clopán, unas pastillas para el mareo en el botiquín del baño, y luego en uno de los anaqueles de la cocina una botella de un licor dorado a medio beber. ¿Qué hacemos con estas cosas? Le pregunto Nahím. Decidieron llamar a los hospedadores a primera hora de la mañana. Alguien descuidado había salido muy rápido y el arrendatario no había cumplido con su parte del aseo. Agotados como estaban decidieron acostarse pronto para luego aprovechar la mañana para navegar, cruzar el canal entre las montañas e ir hasta aguas más profundas. Sería la primera vez en que intentaría pescar. Le entusiasmaba que Nahím guiara sus pasos de principiante y que ella pudiera ser con él boba y lista, a conveniencia.
Las habitaciones no estaban aclimatadas y eso despertó en la niña crisis de estornudos que demandó de Nahím al menos unos 40 minutos en la otra habitación. Dinora sabía que toleraría mejor a la criatura si se apareciese menos a la madre con esos ojos lánguidos fijándose en cada cosa. Sin embargo, ejercía control y paciencia sobre el ejercicio racional de saber que esa era la realidad y no otra. Tendrían más hijos que concentrarían al padre en otras cosas que no fuera en su cuidado exclusivo y ella aprendería a templar su tiranía de hija única. El futuro aún estaba por sucederles ¿Quieres leerle alguna cosa para que ella se adormezca? Le preguntó Nahím, Dinora negó con la cabeza, solo recordaba historias consoladoras para viejos, nada que despertara el interés de una casi puberta.
Cerca de la media noche se bebieron juntos todo el contenido de la botella hallada en la estantería hasta que se pusieron risueños y pesados, luego se acostaron de lado mirándose cara cara, y empezaron a darse besos cortos parecidos a los de los pájaros, sabían que no podrían llegar a nada más que un juego de manos. Las mantas era de un plumón pesado que los abrigaba a la vez que los comprimía. A Dinora le gustaba ver cómo el gesto de su amante, casi siempre duro, se relajaba al dormir y se quitaba al menos 10 años de encima. Cuéntame algo, le pidió Nahím, pero antes incluso de empezar, él partió primero y ella se quedó recordando las cosas felices que les habían sucedido en ese corto tiempo juntos. Tuvo un primer sacudón de piernas dormitando sobre el pecho de Nahím que los sobresaltó a ambos. ¿Soñaste que te caías? Le preguntó. Dinora movió la cabeza y luego volvió a acomodarse en el mismo sitio caliente sobre el colchón. Espera, dijo Nahím dejando entre los dos un agujero, voy a ver a la niña.Dinora se arrebujó entre los vestigios de su amante agradablemente templados. Enterró la nariz en un sitio donde el olor a cloro le fue más soportable y se fue sin darse cuenta al caudal oscuro.
Fue un movimiento bajo las sábanas parecido a un correteo, como si algo frío se aferrara a ella y la halara rápido. Amodorrada, pensó en algún animal intruso lo suficientemente grande como para empujarle las piernas con su cuerpo, pero después la corriente en sus tobillos le recordó a las sensaciones que produce el agua cuando arrastra con fuerza. La espuma del edredón se volvió líquida y luego el colchón cedió en su grosor, sumergiéndola. Había entrado sin proponérselo en el mar de la noche. Estoy soñando se dijo, es un sueño donde hay mucha humedad. En ese espacio de nuevo conocimiento supo que toda el agua del mundo estaba conectada, desde las lágrimas de las criaturas menores, pasando por otras aguas mínimas, hasta los mares congelados del ártico que se aburren terriblemente en su estatismo. se enteró de que toda la tierra flota sostenida en una membrana tensa, empapándose, esperando el momento de abandonar su resistencia e irse hasta el fondo. En el recuadro líquido de la cama, el clima era sereno, como si estuviera dentro de una cisterna, pero Dinora hizo presión para sumergirse aún más y ganó un par de metros de profundidad a pesar de que era tan liviana como uno de los patos del lago. Miró hacia arriba, hacia el techo traslúcido, levemente iluminado y vio cómo, pese a que su lado de la cama había perdido consistencia, Nahím seguía suspendidos metros arriba, absorto en su propio sueño, flotando panza arriba. Entones experimentó el mismo impulso traidor de la mañana: nadar, nadar lejos de su adorado cuerpo.
Llevada a oscuras por el correntoso poder del líquido, tardó un poco en acostumbrarse a ese universo túrbido. Le entusiasmaba su nueva libertad acuática, pero también le aterraba no poder orientarse en la noche que era ese mar. El espacio de la cama que compartía con Nahím en esa pequeña casa de montaña resplandecía azulado sobre la superficie, parecido a una llama en el aire por sobre su cabeza. Dinora creía que podría reconocerlo de entre muchos hombres iguales, no obstante, siguiendo los dobleces en sus deseos, se dejó conducir más y más hondo con un flujo natural, a un nuevo espacio de consistencia densa donde la temperatura era aún más caliente. Ya le parecía entender cómo funcionaban las oleadas subterráneas, cerca de las camas. Muy pegada a la superficie, el agua represada era tibia, pero, a medida que se iba hacia lo inconmensurable, esa oceanidad, se volvía correntosa y abisal. Sin perder la orientación del sitio dónde dejaba a Nahím, se permitió conducir hacia otro estanque sobre su cabeza del que provenía una luz rosácea, mucho más cálida, y nadó oscilante hacia allá preguntándose qué diría su ocupante al verla salir, rompiendo la tranquila superficie de las sábanas.
Emergió otra vez a la opacidad helada de montaña junto al lago y se despertó en la cama de su futura hijastra. Ambas estaban muy juntas, arropadas con una misma colcha pesada, compartiendo el sueño profundo de la madrugada. Dinora cobró conciencia de su proximidad como nunca antes y la miró con la confianza que le daba saberse ignorada por ella. La muchachita era preciosa, con el cabello desarreglado como una arboleda resaltando su cara angulosa, bella al grado que solo una niña amada podría serlo. De su boca entreabierta de criatura adorada se escapaba un humor tibio. La hija de Nahím era un animalito salvaje a punto de echar a correr y seguramente él iría detrás y la abandonaría. Tal vez, con voluntad, podía llegar a quererla, tal vez entre ambas con el tiempo se despertaría una temperancia vaga, algo así como una tensión familiar siempre presente, pero soportable de tanto verse en festividades y cumpleaños. Todo eso dependía de un divorcio que ni siquiera había empezado. Me conociste casado, le recordaba, como si su amantazgo hubiese dependido únicamente de su voluntad femenina. Fuera de la cama su amor tenía considerables adversidades, y claro, estaba la niña.
¡Qué tal sueño! se dijo, tal vez he debido caminar dormida y tengo que volver a la otra habitación ¡pero hace tanto frío! La idea de que la chiquilla despertara y la descubriera haciéndole compañía de esa manera tan íntima, tan insoportablemente inapropiada, era peor que pisar descalza el gélido piso de madera. Finalmente salió bajo las cobijas empujándolas con determinación usando las piernas. Emprendió la vuelta a la cama trotando como si caminara sobre algo muy caliente. Al mirar en dirección de los ventanales le pareció ver una luz de iridiscencias doradas tras las montañas de pechos maternales, tal vez ya estaba por empezar a amanecer o podría tratarse de la circulación de los camiones de carga que conducían hacia el Sur ganado lechero y madera, sin embargo, la luna seguía coronada. El viento había abandonado su intención de entrar a la cabaña y ahora revoloteaba sin esperanza de destrucción sobre el lago donde no se veía ninguna embarcación que con la cual enfrentarse. Al fondo, del lado del caserío retirado, una luz lejanísima permanecía encendida oponiéndose a la oscuridad.
Entró al cuarto penumbroso donde Nahím dormía boca arriba, con el pecho expuesto, como un ahogado. Se metió bajo la manta gruesa y se aferró al cuerpo del amado buscando calentarse en su protección. Despiértate, le dijo, sacudiéndolo, tengo algo que contrate. Pero él se había sido irremisiblemente raptado hacia otro lugar y solo había dejado su belleza reblandecida. Tal vez sea mejor quedarme despierta y ver el amanecer, se dijo, pero no tenía idea de qué hora era. Alterada como estaba pensó que dormir sería imposible. ¿Qué significaría soñar con agua? Se preguntó. La culpa la tenían las poderosas sensaciones del lago, el deseo de irse braseando hacia la bruma rodeada de un cortejo de animales lacustres. Cuando los párpados otra vez le pusieron pesados de sueño, nuevamente sintió que se hundía. Con la sensación de la corriente secuestrándola bajo la cama se volvió a sumergir entera en la noche volviéndose una gota más en ese mar hermético.
Con alivio supo que no debía contener el aliento, en el flujo que habitaba bajo la cama no tenía necesidad alguna de tomar aire ni de respirar. Zambulléndose hasta la parte honda con un poco más de confianza que en su incursión anterior, se vivificó en las corrientes heladas. Esas aguas que recorría con asombro no tenían detritos ni turbulencias. Sobre su cabeza se iban abriendo más y más espacios luminosos y cálidos que eran otras posibilidades. Otros astros, otras vidas con sus respectivos durmientes. Miraba con fascinación lo inconmensurable cuando vio pasar en lo profundo de sus pies un cortejo acuático. No eran peces, más bien le parecieron algas mustias tocándose entre sí con movimientos lánguidos, avanzando con lentitud de criaturas ciegas. Después de unos segundos de contemplación, al igual que suele suceder con las nubes, las formas que le parecieron adivinar a la distancia ya no eran esas, y creyó distinguir que se trataban de esqueletos delgados de cetáceos. Después estuvo segura de que eran de cuerpos de mujeres o de ancianos delgadísimos, transparentes como si su carne y sus huesos hubieran sido ablandados luego de años de estar sumergidos en alcoholes. Era un cardumen fantasmal, abstraído y alucinado, yendo quién sabe a dónde. En plena contemplación, los contornos viscosos de las sombras acuáticas volvieron a cambiar y le pareció que a la distancia tomaban la forma de una larga enramada blanquecina con una errática agenda de navegación.
Dinora supuso que esas aguas, si las agitaba el sueño, no podían ser tan tranquilas ni exentas de pesadillas. Pensó en que no estaba tan segura de a dónde había quedado a Nahím, si a su izquierda o en algún lugar a sus espaldas. Sus confines se habían batido. Todos los espacios iluminados se le parecían porque empezaban a tener extrañas reverberaciones áureas del lado claro de su superficie. Tal vez sí era el amanecer aquel brillo que percibió a la distancia. Se dio cuenta de que a medida que perdía certezas, empezaba a sentir una urgente necesidad de inhalar oxígeno. Toda la seguridad que había experimentado al inicio de su reciente incursión, desapareció y su pecho golpeteaba exorbitado. Sin ninguna seguridad braceó con fuerza, hasta escuchar el sonido del agua violentada y pataleó haciendo avanzar a su cuerpo en dirección del punto iluminado más próximo, esperando que el amor de Nahím, volviera a resistir una nueva prueba y encallara en él, nuevamente. Con esa esperanza nadó en vertical y brotó en lo que creyó era un nuevo día.
El olor avinagrado y químico al que había despertado en este cuarto, parecido a como se perciben los fármacos para combatir una infección, le recordó a un olor vago de la infancia de la época de sus severas inflamaciones en la garganta. Las cobijas eran mucho más livianas que las de la cabaña. La cubría una frazada, sin embargo. Ya no hacía frío. La luz por la que había venido engañada a la habitación provenía del foco dorado de una mesa de lectura. Se incorporó y vio a su lado el cuerpo esmirriado de una anciana con el pelo trenzado en dos moños ralos. Un fifiriche estropeado que tardó en reconocer. Fue cuestión de un segundo que la poeta girara sobre sus costillas y la trenzara con sus brazos y piernas con el peso y la devoción de una amante con sed. Y Dinora, por más que se sacudiera, por más que se agitara como un pez fuera del agua y diera coletazos, no pudiera despegarse de esa ligadura concluyente que le quitaba la voz y el aliento en ese abrazo. Solo le quedaron los ojos desesperados, sus ojos de doncella sacrificial clamando a la luna que iba desvaneciéndose tras la cabeza del sol que emergía. Una mirada que iba rebotando de uno a otro lado. Yendo de las paredes verdosas, al sillón raído, a líquido de sedación de los frasquitos ambarinos, a la estantería de libros apolillados. Asfixiándose sobre aquellas cosas estropeadas que algún día le habían prometido, serían íntegramente suyas.
Hasta pronto, le dijo a la anciana, muy cerca de la oreja, bajo y lento, para no asustarla, tomaré un descanso y nos veremos la semana que viene. La mujer se volteó y la miró aturdida con sus ojos de iris blanquecinos, casi ciegos. Dinora aprovecho para acomodarle la almohada granulosa. Es la cabeza, siempre me ha pesado mucho la cabeza; estropea todo, bromeaba. ¿Me lees otro poco antes de irte?, preguntó desde el mundo del somnífero, ¿algo pequeño?, ¿un poema? La poeta, le decían como sobrenombre a la anciana, la poeta. Hasta hace poco declamaba en las noches sociales de la casa de reposo, ataviada como una rosca de reyes. No había tenido hijos, pero recibía una buena pensión con la que se alimentaban tres o más huéspedes de la residencia, más lo que le pedían al sobrino que hacía de albacea: pañales, medicinas, cremas medicadas, cuotas para festividades. Dinora seleccionó un tomo colorido de la estaría ruinosa en la que había algunos ejemplares repetidos y lo abrió al azar, era el primero de sus dos únicos libros de poemas. Se sentó en el raído sillón verde que estaba junto a la cama y leyó: Corto amor, tan erizado en la espina, tan dactilar que nos perdemos y ya no puedo encontrarte si no es levantándome de entre los cetáceos, yendo a lo profundo, a los residuos clarividentes de mí misma donde nos atraviesa las ingles la luna baja de la misma herida. Dinora no comprendía todo ese hermetismo, pero imaginó que porque hablaba de amor era bonito. ¿Es mío?, Dinora asintió con la cabeza. No lo recordaba, dijo la anciana, he perdido la capacidad de retener las cosas, dijo, y le mostró las manos. Ya volverá, replicó consoladora, revisando su bolso a toda velocidad. Todo estaba ya empacado. ¿Me dejarás sola? Vendré en cuanto me sea posible. No iba a contarle del hombre, de su felicidad inapropiada, del lago inmenso que vería por primera vez en su vida. Ten cuidado y vuelve, le pidió como una madre, que todo esto será tuyo muy pronto y señaló el montoncito de libros de la veladora y más allá. La anciana se despidió agarrándola la muñeca con la garra de un ave. Dinora tuvo que desprenderse firme y gentilmente. Mantuvo la sonrisa hasta que cruzó la puerta. ¿Ahora quién va a aguantarla? Le dijeron las muchachas de limpieza, la has dejado casi llorando. Preciado te buscada para invitarte un postre ¿Te vas el fin de semana con el casado? Dinora volvió su sonrisa una carcajada en cuatro pasó la seguridad de la puerta principal. Se bañaría, se restregaría bien la piel para quitar el olor a antibióticos y lo remplazaría por un perfume herbal o uno de mar.
Fue cuestión de una noche y un día cambiar la contemplación del menaje níveo, siempre reluciente del asilo y de los cerros lóbregos que ceñían la ciudad portuaria, por el alto paisaje alegre del lago y la contemplación atenta del espinazo de las cordilleras que se coronaban de frío.
En cuando los tres llegaron en bote a un punto cerca de los bordes humeantes de la costa lanzaron el ancla. Dinora rechazó la idea de calzarse el salvavidas y se arrojó al agua para demostrar valor. Se imaginaba que su amante decía que no era capaz de muchas cosas, que lo necesitaba para pequeñeces como quitarse el vestido por encima de la cabeza, partir la carne en trozos chicos, ajustarse la cinta de los pasadores y destapar frascos con la potencia de sus dedos. Con él experimentaba mucha felicidad en sentirse incapaz y en requerirlo. Con cada mínimo obstáculo con el que Nahím la ayudaba, ella nutría su admiración y su gusto porque casi le doblara la edad. Sintió ganas se abrazarlo sostenidamente, pero era imposible con la hija de Nahím allí, pendiente de sus movimientos con sus ojos desconfiados.
Braceó un poco boqueando en esa llanura gélida que cedía si ejercía presión con sus piernas. Creía que jamás había sido talentosa en nada hasta que había empezado a leerle a los viejos y a abrazar a los cuerpos de los hombres mayores. Pero aferrándose a sus amantes, allí sí que tenía talento. Él, en cambio, le había dicho que creía que había sensaciones exclusivas del amor romántico, pero Dinora sabía que no era así. El amor podían fingirlo bien dos extraños y lograr ese punto incandescente de visiones esperanzadoras obtenido a punta del frotamiento. Avanzó un poco más, acezando con la cara ladeada, acostumbrándose al líquido helado en dirección de la intersección luminosa de las cumbres titánicas donde sobrevolaban un puñado de pájaros. Pataleó duro y se abrió camino con voluntad. Cuando giró la cabeza se dio cuenta que la pequeña embarcación le quedaba bastante lejos y que Nahím la llamaba agitando los brazos. Frente a ella se habían aclarado las construcciones imprecisas a la distancia: un resort de paredes blanquísimas y a los laterales edificios más modestos que seguramente servían como casas de retiro en temporadas más cálidas para turista adinerados. Ninguna familia vendría a los inicios del invierno al lago; pero ellos no eran una familia precisamente.
A pocos metros un grupo de aves acuáticas la observaban con curiosidad. Eran tal vez una docena de patos con capas grises que se confundían con el horizonte pardo. Sus plumas erizadas, sus picos entreabiertos eran una comitiva salvaje de bienvenida. Mientras nadaba en la bruma siendo una más de ellos, se dio cuenta que su amante perdía proporciones a sus espaldas. La orilla próxima se insinuaba como una promesa real, mientras que el hombre lejano le gritaba algo inentendible. Había perdido la dirección a medida que la niebla iba en ascenso. Veía blanco y vaporoso frente a ella y también hacia atrás. Se imaginó braceando hasta la orilla y yendo hacia una tierra rocosa antes de llegar al carretero y hacerle señales al primer conductor que volviera a la ciudad y a lo conocido.
Vuelve, alcanzó a escuchar, vuelve. Los pájaros estaban a un metro de su cabeza con sus petos esponjados. Vuelve, vuelve, le decía Nahím. Entonces se dio la vuelta y nadó con vigor dando brazadas extendidas en la dirección opuesta al sol. El agua se había helado rápidamente y pronto se volvería insoportable de tolerar. Cuando estuvo cerca de la embarcación tuvo cuidado con la pequeña hélice afilada que tragaba y devolvía agua perezosamente. Nahím era una sombra hecha de carne dura que se prendía y se apagaba si entrecerraba los párpados cargados de agua. Ella puso el pie en la escalerilla de acero y se impulsó hacia arriba, empapándolo al subir. ¿A dónde ibas? princesa, le preguntó, ¿Te has agotado? Le puso una toalla encima y le frotó los hombros con vigor hasta enredarle el pelo fino y rubio que la hacía lucir más muchacha todavía. La niña la miraba fijo y con reprobación desde el centro del bote. También estaba lista para lanzarse al agua, pero su ataque de desobediencia la había atrasado y ahora nadar sería difícil porque flotaría entre nubarrones y le sería imposible alejarse demasiado.
¿Me aprietas el chaleco, papá?, le dijo a Nahím. Y él hizo una pausa en su romance para tironear con energía del jubón naranja y verificar si estaba bien abrochado. La niña pasó a su lado sin mirarla y descendió por la escalerilla sin hacer ruido ni levantar agua. Ahora era su turno de ser el centro de atención a los ojos de su padre. Nahím y ella se sentaron en silencio en el entarimado que estaba sobre la popa y sumergieron sus piernas hasta perderlas a la altura de las rodillas. Más allá, en dirección al puerto, la niebla había obligado a que el resto de los botes encendieran sus luces y el lago parecía un pequeño cielo con estrellas equidistantes. Su mirada se volvió a perder entre los senos de las montañas. Recordó en ese instante una historia que había leído en voz alta sobre cómo las sirenas envolvían a sus víctimas entre sus cabellos y entonces las arrastraban hasta lo profundo para hacer con ellas un baile que terminaba en muerte, como los cocodrilos. Esa idea coincidió con la cabeza negra de la niña entraba y salía del agua sin desorientarse. Es un pescadito, dijo Nahím. ¿Todo bien, amor? La confundía que empleara las mismas frases para su hija que para ella. Atiéndeme a mí, pensó y puso su mano sobre la barba cana para atraerlo en un beso. Sintió su nariz fría y su lengua entrando y saliendo con profundidad, acariciando su paladar mientras tenía escalofríos. La preocupación permanente de la niña que flotaba y se sumergía les impedía tener intimidad. Hubiera sido muy bello estar aislados esos días, pero ella aún no tenía autoridad para interferir en la relación entre una hija y un padre. No todavía. Puso su mano helada sobre la carne de su rodilla y entonces tuvdino ganas de preguntarle ¿Qué has hecho con toda tu vida que yo no sé, que no me has contado?
En la temprana oscuridad el terreno aledaño al lago le parecía un paisaje árido y a la vez, un espejismo de otra vida posible aureolado por la luna plena. Esa era su primera salida con la niña y Nahím había alquilado un espacio de dos habitaciones en un complejo turístico que él había visitado antes cuando su familia no estaba quebrada. Luego de la diversión en el agua habían vuelto a la cabaña ateridos y hambrientos. Abrieron dos latas y calentaron sopa picante de garbansos. La niña fue la primera quien señaló que en la cabaña había vestigios de anteriores huéspedes y trajo a la cama de su padre una peinilla con un madejo de cabellos pálidos que había encontrado en una silla de su habitación. Dinora encontró Clopán, unas pastillas para el mareo en el botiquín del baño, y luego en uno de los anaqueles de la cocina una botella de un licor dorado a medio beber. ¿Qué hacemos con estas cosas? Le pregunto Nahím. Decidieron llamar a los hospedadores a primera hora de la mañana. Alguien descuidado había salido muy rápido y el arrendatario no había cumplido con su parte del aseo. Agotados como estaban decidieron acostarse pronto para luego aprovechar la mañana para navegar, cruzar el canal entre las montañas e ir hasta aguas más profundas. Sería la primera vez en que intentaría pescar. Le entusiasmaba que Nahím guiara sus pasos de principiante y que ella pudiera ser con él boba y lista, a conveniencia.
Las habitaciones no estaban aclimatadas y eso despertó en la niña crisis de estornudos que demandó de Nahím al menos unos 40 minutos en la otra habitación. Dinora sabía que toleraría mejor a la criatura si se apareciese menos a la madre con esos ojos lánguidos fijándose en cada cosa. Sin embargo, ejercía control y paciencia sobre el ejercicio racional de saber que esa era la realidad y no otra. Tendrían más hijos que concentrarían al padre en otras cosas que no fuera en su cuidado exclusivo y ella aprendería a templar su tiranía de hija única. El futuro aún estaba por sucederles ¿Quieres leerle alguna cosa para que ella se adormezca? Le preguntó Nahím, Dinora negó con la cabeza, solo recordaba historias consoladoras para viejos, nada que despertara el interés de una casi puberta.
Cerca de la media noche se bebieron juntos todo el contenido de la botella hallada en la estantería hasta que se pusieron risueños y pesados, luego se acostaron de lado mirándose cara cara, y empezaron a darse besos cortos parecidos a los de los pájaros, sabían que no podrían llegar a nada más que un juego de manos. Las mantas era de un plumón pesado que los abrigaba a la vez que los comprimía. A Dinora le gustaba ver cómo el gesto de su amante, casi siempre duro, se relajaba al dormir y se quitaba al menos 10 años de encima. Cuéntame algo, le pidió Nahím, pero antes incluso de empezar, él partió primero y ella se quedó recordando las cosas felices que les habían sucedido en ese corto tiempo juntos. Tuvo un primer sacudón de piernas dormitando sobre el pecho de Nahím que los sobresaltó a ambos. ¿Soñaste que te caías? Le preguntó. Dinora movió la cabeza y luego volvió a acomodarse en el mismo sitio caliente sobre el colchón. Espera, dijo Nahím dejando entre los dos un agujero, voy a ver a la niña.Dinora se arrebujó entre los vestigios de su amante agradablemente templados. Enterró la nariz en un sitio donde el olor a cloro le fue más soportable y se fue sin darse cuenta al caudal oscuro.
Fue un movimiento bajo las sábanas parecido a un correteo, como si algo frío se aferrara a ella y la halara rápido. Amodorrada, pensó en algún animal intruso lo suficientemente grande como para empujarle las piernas con su cuerpo, pero después la corriente en sus tobillos le recordó a las sensaciones que produce el agua cuando arrastra con fuerza. La espuma del edredón se volvió líquida y luego el colchón cedió en su grosor, sumergiéndola. Había entrado sin proponérselo en el mar de la noche. Estoy soñando se dijo, es un sueño donde hay mucha humedad. En ese espacio de nuevo conocimiento supo que toda el agua del mundo estaba conectada, desde las lágrimas de las criaturas menores, pasando por otras aguas mínimas, hasta los mares congelados del ártico que se aburren terriblemente en su estatismo. se enteró de que toda la tierra flota sostenida en una membrana tensa, empapándose, esperando el momento de abandonar su resistencia e irse hasta el fondo. En el recuadro líquido de la cama, el clima era sereno, como si estuviera dentro de una cisterna, pero Dinora hizo presión para sumergirse aún más y ganó un par de metros de profundidad a pesar de que era tan liviana como uno de los patos del lago. Miró hacia arriba, hacia el techo traslúcido, levemente iluminado y vio cómo, pese a que su lado de la cama había perdido consistencia, Nahím seguía suspendidos metros arriba, absorto en su propio sueño, flotando panza arriba. Entones experimentó el mismo impulso traidor de la mañana: nadar, nadar lejos de su adorado cuerpo.
Llevada a oscuras por el correntoso poder del líquido, tardó un poco en acostumbrarse a ese universo túrbido. Le entusiasmaba su nueva libertad acuática, pero también le aterraba no poder orientarse en la noche que era ese mar. El espacio de la cama que compartía con Nahím en esa pequeña casa de montaña resplandecía azulado sobre la superficie, parecido a una llama en el aire por sobre su cabeza. Dinora creía que podría reconocerlo de entre muchos hombres iguales, no obstante, siguiendo los dobleces en sus deseos, se dejó conducir más y más hondo con un flujo natural, a un nuevo espacio de consistencia densa donde la temperatura era aún más caliente. Ya le parecía entender cómo funcionaban las oleadas subterráneas, cerca de las camas. Muy pegada a la superficie, el agua represada era tibia, pero, a medida que se iba hacia lo inconmensurable, esa oceanidad, se volvía correntosa y abisal. Sin perder la orientación del sitio dónde dejaba a Nahím, se permitió conducir hacia otro estanque sobre su cabeza del que provenía una luz rosácea, mucho más cálida, y nadó oscilante hacia allá preguntándose qué diría su ocupante al verla salir, rompiendo la tranquila superficie de las sábanas.
Emergió otra vez a la opacidad helada de montaña junto al lago y se despertó en la cama de su futura hijastra. Ambas estaban muy juntas, arropadas con una misma colcha pesada, compartiendo el sueño profundo de la madrugada. Dinora cobró conciencia de su proximidad como nunca antes y la miró con la confianza que le daba saberse ignorada por ella. La muchachita era preciosa, con el cabello desarreglado como una arboleda resaltando su cara angulosa, bella al grado que solo una niña amada podría serlo. De su boca entreabierta de criatura adorada se escapaba un humor tibio. La hija de Nahím era un animalito salvaje a punto de echar a correr y seguramente él iría detrás y la abandonaría. Tal vez, con voluntad, podía llegar a quererla, tal vez entre ambas con el tiempo se despertaría una temperancia vaga, algo así como una tensión familiar siempre presente, pero soportable de tanto verse en festividades y cumpleaños. Todo eso dependía de un divorcio que ni siquiera había empezado. Me conociste casado, le recordaba, como si su amantazgo hubiese dependido únicamente de su voluntad femenina. Fuera de la cama su amor tenía considerables adversidades, y claro, estaba la niña.
¡Qué tal sueño! se dijo, tal vez he debido caminar dormida y tengo que volver a la otra habitación ¡pero hace tanto frío! La idea de que la chiquilla despertara y la descubriera haciéndole compañía de esa manera tan íntima, tan insoportablemente inapropiada, era peor que pisar descalza el gélido piso de madera. Finalmente salió bajo las cobijas empujándolas con determinación usando las piernas. Emprendió la vuelta a la cama trotando como si caminara sobre algo muy caliente. Al mirar en dirección de los ventanales le pareció ver una luz de iridiscencias doradas tras las montañas de pechos maternales, tal vez ya estaba por empezar a amanecer o podría tratarse de la circulación de los camiones de carga que conducían hacia el Sur ganado lechero y madera, sin embargo, la luna seguía coronada. El viento había abandonado su intención de entrar a la cabaña y ahora revoloteaba sin esperanza de destrucción sobre el lago donde no se veía ninguna embarcación que con la cual enfrentarse. Al fondo, del lado del caserío retirado, una luz lejanísima permanecía encendida oponiéndose a la oscuridad.
Entró al cuarto penumbroso donde Nahím dormía boca arriba, con el pecho expuesto, como un ahogado. Se metió bajo la manta gruesa y se aferró al cuerpo del amado buscando calentarse en su protección. Despiértate, le dijo, sacudiéndolo, tengo algo que contrate. Pero él se había sido irremisiblemente raptado hacia otro lugar y solo había dejado su belleza reblandecida. Tal vez sea mejor quedarme despierta y ver el amanecer, se dijo, pero no tenía idea de qué hora era. Alterada como estaba pensó que dormir sería imposible. ¿Qué significaría soñar con agua? Se preguntó. La culpa la tenían las poderosas sensaciones del lago, el deseo de irse braseando hacia la bruma rodeada de un cortejo de animales lacustres. Cuando los párpados otra vez le pusieron pesados de sueño, nuevamente sintió que se hundía. Con la sensación de la corriente secuestrándola bajo la cama se volvió a sumergir entera en la noche volviéndose una gota más en ese mar hermético.
Con alivio supo que no debía contener el aliento, en el flujo que habitaba bajo la cama no tenía necesidad alguna de tomar aire ni de respirar. Zambulléndose hasta la parte honda con un poco más de confianza que en su incursión anterior, se vivificó en las corrientes heladas. Esas aguas que recorría con asombro no tenían detritos ni turbulencias. Sobre su cabeza se iban abriendo más y más espacios luminosos y cálidos que eran otras posibilidades. Otros astros, otras vidas con sus respectivos durmientes. Miraba con fascinación lo inconmensurable cuando vio pasar en lo profundo de sus pies un cortejo acuático. No eran peces, más bien le parecieron algas mustias tocándose entre sí con movimientos lánguidos, avanzando con lentitud de criaturas ciegas. Después de unos segundos de contemplación, al igual que suele suceder con las nubes, las formas que le parecieron adivinar a la distancia ya no eran esas, y creyó distinguir que se trataban de esqueletos delgados de cetáceos. Después estuvo segura de que eran de cuerpos de mujeres o de ancianos delgadísimos, transparentes como si su carne y sus huesos hubieran sido ablandados luego de años de estar sumergidos en alcoholes. Era un cardumen fantasmal, abstraído y alucinado, yendo quién sabe a dónde. En plena contemplación, los contornos viscosos de las sombras acuáticas volvieron a cambiar y le pareció que a la distancia tomaban la forma de una larga enramada blanquecina con una errática agenda de navegación.
Dinora supuso que esas aguas, si las agitaba el sueño, no podían ser tan tranquilas ni exentas de pesadillas. Pensó en que no estaba tan segura de a dónde había quedado a Nahím, si a su izquierda o en algún lugar a sus espaldas. Sus confines se habían batido. Todos los espacios iluminados se le parecían porque empezaban a tener extrañas reverberaciones áureas del lado claro de su superficie. Tal vez sí era el amanecer aquel brillo que percibió a la distancia. Se dio cuenta de que a medida que perdía certezas, empezaba a sentir una urgente necesidad de inhalar oxígeno. Toda la seguridad que había experimentado al inicio de su reciente incursión, desapareció y su pecho golpeteaba exorbitado. Sin ninguna seguridad braceó con fuerza, hasta escuchar el sonido del agua violentada y pataleó haciendo avanzar a su cuerpo en dirección del punto iluminado más próximo, esperando que el amor de Nahím, volviera a resistir una nueva prueba y encallara en él, nuevamente. Con esa esperanza nadó en vertical y brotó en lo que creyó era un nuevo día.
El olor avinagrado y químico al que había despertado en este cuarto, parecido a como se perciben los fármacos para combatir una infección, le recordó a un olor vago de la infancia de la época de sus severas inflamaciones en la garganta. Las cobijas eran mucho más livianas que las de la cabaña. La cubría una frazada, sin embargo. Ya no hacía frío. La luz por la que había venido engañada a la habitación provenía del foco dorado de una mesa de lectura. Se incorporó y vio a su lado el cuerpo esmirriado de una anciana con el pelo trenzado en dos moños ralos. Un fifiriche estropeado que tardó en reconocer. Fue cuestión de un segundo que la poeta girara sobre sus costillas y la trenzara con sus brazos y piernas con el peso y la devoción de una amante con sed. Y Dinora, por más que se sacudiera, por más que se agitara como un pez fuera del agua y diera coletazos, no pudiera despegarse de esa ligadura concluyente que le quitaba la voz y el aliento en ese abrazo. Solo le quedaron los ojos desesperados, sus ojos de doncella sacrificial clamando a la luna que iba desvaneciéndose tras la cabeza del sol que emergía. Una mirada que iba rebotando de uno a otro lado. Yendo de las paredes verdosas, al sillón raído, a líquido de sedación de los frasquitos ambarinos, a la estantería de libros apolillados. Asfixiándose sobre aquellas cosas estropeadas que algún día le habían prometido, serían íntegramente suyas.