«Estando sola eres capaz hasta de comer sin pan».
El pan diario en la mesa, elemento básico en toda casa bien llevada. El pan diario en la mesa, la dignidad de vivir sin sentirse un animal.
¿A qué edad te lo escuché por primera vez? ¿A mis doce, a mis trece años? ¿Tenía ya la regla entonces? Lo dirías, seguro, a propósito de alguno de esos descuidos míos que te sacaban de quicio, como no ventilar la habitación en cuanto subía la persiana o apoyar fruta recién pelada, chorreante, en las páginas de los periódicos que andaban por ahí. Como un reptil encerrado en un terrario, yo estaba cómoda respirando mis olores nocturnos, y que las peras tuvieran manchas de tinta no era motivo para no comérmelas. Te ponías muy nervioso conmigo.
Pero ¿por qué precisamente el pan? ¿Por qué el pan y no la limpieza, o el orden, o la cocina? Si de lo que se trataba era de elegir un símbolo para mi desinterés por las cosas de casa que, en esa época, hacía solo mamá, había opciones más obvias y menos primitivas. «No eres nada curiosa . . . ». No, no era nada curiosa. Aunque ¿qué importa eso ahora? ¿Merecen la pena esos recuerdos, o darles un sentido a esas palabras? ¿Ahora, a punto de comprar pan realmente natural?
De pequeño, a ti, a vosotros, el pan no debía de sobraros. Cuarto hermano de cinco, solo un año mayor que la única chica, vivíais de lo que tu padre arrancaba con sus manos del campo y de los animales que os cabían en el corral – gallinas, algún cerdo, un par de vacas–. También estaban la higuera y los pinos, higos lechosos en agosto y piñones mondados y secos todo el año, guardados en botes de cristal, y la minúscula viña que os proveía de vino casero y de uvas. Todo a dividir entre siete bocas. Tus hermanos mayores y tu hermana emigraron pronto. Tú te quedaste, conservando de por vida unas maneras a la mesa que delatan la escasez de la que partiste: esa costumbre de empezar a comer en cuanto te sirven, porque nunca nada está demasiado caliente; esa concentración, sin levantar la vista del plato; el repiqueteo de tu cuchara recogiendo cualquier rastro de alimento, y una cosa detrás de otra, hasta el postre. Para qué tanta prisa, tanto instinto, si tu ración de pan ya es solo tuya.
Tus hermanos se marcharon pero tú te quedaste, haciendo lo que se esperaba de ti. Como tus padres y como la mayoría de la gente de tu pueblo, parecía que estabas hecho solo de materiales esenciales, de sangre agricultora, de hierro. Parecía que aceptabas las condiciones que imponía el cuidado de vuestras tierras. Aceptaste la incertidumbre de las cosechas. Aceptaste la preocupación impenitente por el riego y por el clima. Las quemaduras y los sabañones, el hacha y el arado. Muchos otros, además de tus hermanos, no lo hicieron. Sin siquiera el graduado escolar, pulidos solo por la educación más básica, prefirieron emplearse en las ciudades como obreros, camareras, limpiadoras o camioneros. Así era esa provincia a principios de los años ochenta. Un territorio congelado en la pura subsistencia. Me lo imagino demasiado parecido a la Francia rural de mitad de siglo, sobre la que, también en los ochenta, Annie Ernaux comenzaba a escribir a mil kilómetros de distancia. Los mismos caminos cubiertos de baches y de barro, la misma madera carcomida por dentro, idénticas ancianas vestidas de viuda meando de pie en las huertas . . .
A comienzos de los ochenta, mientras otras a las que hoy leo ya escribían sobre vergüenza de clase, tú . . . ¿con qué soñabas? ¿De dónde sacabas la fuerza? ¿De qué expectativas y de qué porquería te protegía tu mono azul de faena? ¿Aspirabas a algo más que pan?
En 1983 conociste a mamá y no estoy segura de que vuestra historia de amor pueda considerarse un sueño cumplido. Coincidisteis en la discoteca de su pueblo, más grande y más rico, «de moda», dominado por muchachos brutos y orgullosos como gallos que alardeaban de pertenecer a una provincia más próspera. De lo que pasó esa noche y en las siguientes citas no sé nada. Nunca has querido hablarme de lo que tú llamas «pamplinas». De que la encontraste prometedora, de que te sentiste afortunado, al menos al principio, estoy convencida. Mamá era guapa y sabía hacer cosas. Sabía guisar y coser. Lavar a mano y planchar con destreza la ropa. Preocuparse a diario por que hubiera pan en la mesa. No como yo; yo de eso no quiero saber nada.
Cuando os conocisteis, los dos os debíais, ante todo, a vuestros respectivos padres. Tú, a los cultivos del tuyo. Ella, a la sastrería del suyo. Ambos al servicio paterno desde los catorce años, mañana y tarde, sin contrato, sin cotizar, sin un sueldo propio. «Eso era lo normal», explicas a menudo, y la familia queda de nuevo perdonada. Seguisteis así durante los nueve años (¡nueve años de entonces, nueve años de allí!) que estuvisteis de novios antes de casaros. Creo que esa espera tan dilatada, esa indecisión primigenia, es el sustrato en el que se hunden las raíces de la desgana que, en mi presencia, siempre habéis mostrado el uno por el otro. O puede que me equivoque y que esa espera no signifique absolutamente nada. Pero ni en mis primeros recuerdos–cuando os prestaba tanta atención que vuestra nitidez en ellos es sorprendente– os veo besaros en los labios, acariciaros ni hablaros con cariño. Con qué desesperación buscaba entonces pruebas de vuestro amor; con qué obsesión rogaba que me enseñarais el álbum de fotos de la boda, guardado de cualquier manera entre trapos de cocina, vajilla y mis puzles, y solo accedíais a veces . . . Mamá y tú nunca os abrazáis. Tú y yo tampoco. Y esta mañana, de pie en esta panadería elegida a conciencia para ti por mi novio Guillermo, casi no puedo soportarlo.
¿Estoy siendo demasiado exigente? ¿Por qué me resisto a aceptar tu carácter, a considerarlo como lo que es, la respuesta más lógica a las condiciones en las que creciste? Mírame, a estas alturas y todavía pidiéndote pasión, apego, impulso . . .
Después de la boda, como era natural, tuviste que mudarte al pueblo grande, donde compartías con mamá una casa alquilada. No hubo discusión. Tu pueblo era un lugar moribundo. Desde ese momento, cambiaste el campo por las canteras, la fragilidad de las semillas por la inmunidad de la piedra, un negocio en auge. Eso te endureció aún más. Las labores de corte y manipulación del mármol en aquellas naves inmensas o, peor, al aire libre, congelaban los cuerpos de una manera mucho más cruel que la del cultivo de la tierra. Los inviernos castellanos eran muy largos. Tuvo que ser allí, en la marmolera, donde empezaste a preguntarte qué, qué debías hacer exactamente para conseguir que algún día ese frío saliera para siempre de tus huesos. Algún día. Mucho antes de que tuvieras la respuesta llegué yo, nutrida a base de las frutas–melocotones, nectarinas, albaricoques– que mamá comía durante el verano previo a mi nacimiento.
Barra hecha con masa madre, pan alemán, bollo de harina molida . . . Mis ganas de pan prácticamente han desaparecido.
De pequeña, a mí, a nosotros, el pan continuaba sin sobrarnos. El sueldo en la cantera, aunque más estable que el de agricultor, no era alto, y la sastrería de tu suegro había cerrado. Los domingos íbamos a comer al otro pueblo, con tus padres, donde el pan era propiedad privada del abuelo–lo recibíamos directamente de sus manos–. Una vez que nos había repartido la primera ración, devolvía la hogaza a la bolsa de tela de la que había salido y la colocaba sobre un taburete que apretaba contra su pierna derecha durante toda la comida. Después, entre plato y plato, o cuando a él le apetecía un pedazo más, levantaba un cuchillo de sierra en el aire y golpeaba con él la hogaza, como si fuera un tambor y él estuviera a punto de ponerse a cantar. Y no, no cantaba, pero lo que escuchaban nuestros oídos alerta era también una especie de melodía: el abuelo pronunciando desde la cabecera de la mesa las palabras mágicas: «Pan, ¿quién quiere?».
Y tú siempre querías.
En tu nueva vida, cumplías con horas interminables de cantera y, además, con las cada vez más numerosas labores de las que tus padres ya no podían hacerse cargo: cortabas y almacenabas leña que les duraba todo el invierno; vendimiabas y pisabas la uva, luego embotellabas el vino; sembrabas y regabas la huerta; mantenías un pequeño tractor y las bicicletas y los bastones engrasados . . . Todo en silencio. Te tomabas esa sobrecarga con paciencia, aunque estuvieras exhausto–incluso ahora, ya jubilado, eres de los que aguantan como un mulo–. No alcanzabas los cuarenta años y la resistencia que mostraba tu cuerpo debía de ser para ti, hasta cierto punto, un motivo de orgullo.
Te ocupabas a diario de tus padres, pero ellos solo se compadecían de tus hermanos ausentes, yo también los oía. Uno de ellos pasaba demasiadas horas en la grúa, su espalda le daba problemas. Los medianos, qué lástima, no duraban en ningún empleo. La pequeña todavía no había tenido la suerte de casarse, hasta cuándo sería chica de servicio. Nunca participabas en estas lamentaciones, que solían escucharse en las comidas de los domingos, frente a nuestras raciones de pan recién servido por el abuelo. Te concentrabas en el porrón, o en la sopa, creabas un silencio incómodo–esas comidas no eran alegres para nadie–. Solo una vez presencié una protesta directa. «Pobrecillos, pobrecillos, pobrecillos–gritaste–. Y los demás . . . ¡qué!». Ninguno de los cuatro–ni la abuela, ni el abuelo, ni mamá ni yo– respondimos, porque la habitación y nuestros pulmones parecían haberse vaciado de aire. Todos estos años he guardado en la memoria la cara que pusiste en aquel instante, cara de sorpresa, de rabia y de alivio. Algo estaba ya en marcha, el deseo de largarte, una voluntad cada vez mayor de supervivencia.
Te ocupabas a diario de la piedra y de tus padres; cuando estabas con tus amigos, sin embargo, emergía de ti otra persona. Las noches de verbena en el pueblo, cinco o seis seguidas a mediados de agosto, eran noches grandes. Aún había juventud y había juergas. Las orquestas baratas lanzadas a los bises. La música que retumbaba en cien calles. La electricidad estática generada por el alcohol y los cánticos soeces, por las luces de colores y los petardos. Esos días sabías divertirte; aquellos hombres y tú os agitabais como si os hubieran prendido fuego. Por una vez, no había nada pendiente; estaba todo terminado y bien hecho. Yo era una niña y la euforia del momento me agotaba. Me hacía la dormida temprano, en la plaza, en medio de la muchedumbre y el ruido, para obligarte a llevarme en brazos hasta la casa de los abuelos. Me acostabas en la cama de matrimonio, con mamá, y regresabas a la fiesta hasta el desayuno de la mañana siguiente.
Entonces era una niña, sí, pero me daba cuenta igual de que no te gustaba pasar mucho tiempo conmigo. Me acostumbraste pronto a que me entretuviera sola, a mi aire, que era como tú mismo preferías estar. En el bar, echando la partida; en el patio, arreglando algún cacharro; en los pinares, recogiendo níscalos. A mí me encantaba acompañarte, era una espectadora discreta, y me abalanzaba sobre la puerta en cuanto sonaban tus llaves. Aún puedo verte agachado, apoyando en el suelo la bolsa de deporte; aún puedo verme sacando de allí dentro las botas y el mono gris de cada día, llenos del polvo de la piedra. Eras amable–«Hola, bonita»–, no me reñías, sonreías al encontrarnos: aspectos de la paternidad que podían desempeñarse a distancia. Pero así como eras incapaz de darme un azote cuando lo merecía, tampoco me permitías un contacto más estrecho con tu cuerpo. Alguna palmada imperceptible en el culo, un beso de medio lado al irme a la cama–hasta ahí llegabas conmigo–. Tu amor de padre se expresaba de manera encubierta, como si los excesos en ese ámbito fueran algo de lo que avergonzarse. Para la ternura ya estaba mi otro abuelo, tu suegro, el sastre. Lo veías cogiéndome la cara con las dos manos para besarme a todas horas. Lo veías reservando para mí el currusco, mi parte del pan preferida, cuando comíamos en su casa. Lo veías queriéndome y parecías indiferente.
Ante estas estanterías repletas de pan, me viene a la cabeza aquello que subrayé en un libro de Leonard Michaels: «Canterbury, rígido de nuevo, se sentó como un hombre frente al viento». «Como un hombre frente al viento . . . ». Sí, exacto, esa es la postura y el rostro que me has ofrecido siempre.
La panadera ha dejado de hablar con otros clientes y me mira con disimulo, una mirada apremiante.
«Estando sola eres capaz hasta de comer sin pan». ¡Tú qué sabes!
A mediados de los noventa supiste que necesitaban operarios en una planta de automóviles del norte y no cupo ninguna vacilación. Entendiste a tiempo que se trataba de eso y no de lo siguiente, que no habría próxima oportunidad, y abandonaste decidido ese infeliz mundo rural que tan felizmente embellecen los que nunca han vivido en un pueblo. Al principio te fuiste tú solo; a los pocos meses te seguimos nosotras–superaste los meses de prueba y tu contrato pasó a ser fijo–. Resultaba que la sangre agreste no era tan distinta de la sangre obrera, que el cuerpo que valía para el campo y para el mármol igualmente era apto para las cadenas de producción y los turnos de mañana, tarde o noche: el sueldo en la fábrica doblaba el de la cantera.
Esos primeros años en la ciudad ahora me parecen los mejores, cuando apenas estrenabas tu nueva condición. Cuando cambiaste radicalmente de sitio, cambiaste también de costumbres, incluso las que tenían que ver conmigo. Dos de cada tres semanas eras libre por la tarde; disponías de más tiempo, de más espacio y de más posibilidades. De la mayor acumulación de elementos desconocidos que habías presenciado en tu vida. De la sensación liberadora de encontrarte a una distancia infinita del pueblo. De un nuevo pan, con otra textura, otra cocción y otro gusto. Con una energía inesperada–inesperada para mí–, cogiste el hábito de andar y de llevarme contigo, todos los días, en cuanto salía de clase. No recuerdo sobre qué hablábamos. Horas enteras de conversaciones mientras mirábamos adelante y a los lados, los comercios nunca vistos, los coches, la gente, guiados por el movimiento continuo de nuestras piernas–nunca hacíamos paradas–, sin mapa. De aquellos paseos apresurados no he retenido sonidos ni imágenes, porque esa temporada mi cabeza rebosaba de cosas. Ninguna de ellas eran las labores que, mientras tanto, mamá hacía en el piso, labores a las que yo intentaba no acercarme. Me interesaban mucho más los exteriores, ese nuevo lugar donde caminabas más erguido. Tú, ahora lo sé, simplemente eras paciente. Creías que con los años mamá iría convirtiéndose de manera natural en mi modelo.
Esa complicidad algo forzada, inédita hasta la fecha, duró lo que tú quisiste. O quizá duró hasta que mi edad la hizo insostenible, si opto por una interpretación más generosa. Pero aquí, en la panadería preferida de Guillermo, me piden premura, no generosidad.
A mis doce o trece años empecé a irritarte; no constantemente, pero cada vez con mayor frecuencia, con más intensidad: las adolescentes de ciudad teníamos defectos graves para los que no había perdón posible. Reíamos demasiado. Nos enamorábamos. No apagábamos las luces. No cerrábamos la puerta del salón en invierno. Lavábamos los platos salpicando el suelo. Llevábamos shorts elásticos que nos apretaban el culo; la agenda, abarrotada de dedicatorias obscenas. No comíamos suficiente pan. Llorábamos sin motivo.
Las lágrimas por menudencias eran algo que directamente no tolerabas; tú, que entre horas extra, sábados laborables en la fábrica y visitas de intendencia a la casa de tus padres, volvías a estar sepultado por los deberes. Tu doctrina de cuidados, o de atenciones, o de compasión solo contemplaba los males físicos o las verdaderas desgracias, lo demás eran «pamplinas». Odiabas cualquier tipo de escena y en esas ocasiones me ignorabas o me hablabas en un tono particular, recriminador aunque casi inaudible: «¡Pamplinas! ¡Pamplinas!». Al decirme lo que te desagradaba, comenzaste a dirigirte a mí en plural–«No sabéis», «No hacéis»–, como si a los doce o a los trece una perdiera su individualidad. Ante ti, yo ya no me sentía yo, me sentía nosotras. Eras muy expresivo cuando querías.
Todos los paseos y la exigua amabilidad desaparecieron. Claro que yo también contestaba mal, y pensaba mal: atisbar siquiera el origen de esa severidad paterna era una operación imposible. Nunca llegué a decirme: «Es un hombre de su tiempo, bueno en lo importante. En su mundo, nadie le ha premiado otra cosa distinta de la resistencia y la insensibilidad». Nada de lo que me sucedía contigo en aquella época tenía nombre o explicación plausible. No sé lo que sentía, pero curiosamente no estaba triste. Todavía no.
Una noche de sábado os había dicho a mamá y a ti que volvería a casa pronto. Antes de medianoche, desde luego. Pero eran las doce pasadas y yo seguía en la calle, bebiendo y con un chico. Me llamaste al móvil, casi no te entendía entre rugidos:
–¡Ven ahora mismo!
Al día siguiente me levantaste a las ocho y le pediste a mamá que me tuviera toda la mañana planchando, lo que más detestaba.
Y poco después, ahora por fin lo recuerdo, lo dijiste por primera vez:– Estando sola eres capaz hasta de comer sin pan. El comodín universal para cada torpeza o despiste, un estribillo pegadizo y eterno.
«Dame el pan que quieras, uno corriente, me da igual», le digo a la panadera. Basta de hacerme preguntas insignificantes. Basta de darle complicadas vueltas a lo mismo. ¿En qué me ayuda? Han pasado quince años. Si he venido a esta panadería nueva y cara y exquisita, es solo porque a Guillermo le encanta, porque dada la ocasión ha insistido mucho. Cree que, como es mi novio, como es un hombre, puede darme la clave para impresionarte.
Masa madre, malta, carbón activado . . . ¡Pamplinas! ¡Eso para ti no vale nada!
Ya llego a casa. Meto la llave en la cerradura. No abre y por un instante se me ocurre que no lo hará nunca.
Mamá está en la cocina y tú sigues acostado, sumergido en un sueño pesado y sonoro. Oigo los ronquidos. Parece que la cama de invitados, ayer inadecuada por esto y por lo otro, al final ha conseguido procurarte el descanso que mereces.
Eres incorregible. Un cabezota. Este piso nuevo, la gran ciudad en la que vivo ahora, el contrato indefinido en la clínica no me han protegido de las protestas de siempre: protestas por lo que no hay en el frigorífico, por la calidad y el polvo de los muebles, por ganar un sueldo de miseria a pesar de haber estudiado. De una visita a la siguiente olvido la mirada que le echas a mi casa. Me convenzo de que vamos haciendo avances.
Abro la puerta de tu habitación.
–Papá, me marcho ya al trabajo.–En la cena de anoche, la última, aplazamos la despedida hasta esta mañana–. He comprado pan.
–Vale . . . Hasta la próxima.
Permanezco de pie unos segundos, escuchando los ruidos casuales que llegan de las ventanas abiertas que ventilan mi cuarto y el salón, oliendo el aire cargado del espacio oscuro en el que respiras. Pensaba que por lo menos ibas a levantarte a darme dos besos. Pero de ayer a hoy he debido de perder ese derecho.
Estas cosas ya las has hecho otras veces. Estoy acostumbrada a contárselas a Guillermo; al hacerlo, gesticulo y exagero: nuestra relación como una serie de desencuentros cómicos que no significan nada verdaderamente malo. Si me muestro demasiado enfadada, o excesivamente dolida, Guillermo se queda en silencio después de escucharme. Y yo me arrepiento de haber hablado.
Cierro la puerta.
Llevo el pan hasta la mesa que ha preparado mamá para el desayuno. Fuera de la panadería, aplastado y semicubierto por la bolsa de papel, iluminado cruelmente por los halógenos blancos, este pan no parece maravilloso ni caro. Parece lo que es, un alimento rudimentario, con esa gama tibia de colores pardos y puros tan castellana.
Ahí lo tienes, listo para ser cortado en rebanadas, aún caliente.
Vuelvo a la calle con las manos vacías y un único deseo: que este pan te aproveche.
Quién sabe, puede que te guste, y que incluso lo alabes, y que, aunque ya sea la hora de montarte en el coche, repitas, que comas de más. O puede que comas solo lo mínimo, y que eso poco que comas lo hagas diciendo que has probado panes muy superiores. Pensándolo mejor, no creo que digas nada. Lo más seguro es que solo haya silencio; no se habla mientras se come. Está bien. Me conformo con que te sacies.
