El Viaje
Melanie Taylor Herrera
Algunas de las mujeres más viejas solían describir el viaje con todos sus detalles: el olor nauseabundo de las defecaciones, los orines, la sangre y la comida podrida; los gritos desgarradores de aquellos que morían sufriendo los más terribles dolores atados a sus grilletes; el llanto de los niños y de los infantes, a veces aún tratando de succionar el seno de una madre ya muerta; las conversaciones a gritos de un lugar a otro del barco entre aquellos que podían entenderse. Las mujeres que habían sobrevivido la travesía en el barco hablaban de esto en contadas ocasiones, pues pocas veces tenían la posibilidad de reunirse. Habían sido diseminadas entre los diferentes monasterios y casas donde estaban muy ocupadas en la huerta, la cocina, la lavandería y la limpieza en general. Hoy era una excepción; toda la ciudad había acudido a la procesión: los funcionarios de la Corona, las familias acaudaladas y las pobres, los religiosos y las monjas, los criados, los comerciantes de paso por la ciudad, hasta los negros esclavos y libertos que vivían en Malambo y Pierdevidas se sumaron al final. Ella iba entre las criadas y algunas negras libertas que aprovechaban la oportunidad para poder hablar con desahogo de las cosas pasadas y presentes y del futuro ataque que los señores y los religiosos no cesaban de debatir. Había tanto que hablar en tan poco tiempo que se le hacía difícil concentrarse en una sola conversación. La anciana a su lado insistía en hablarle de la travesía entre la tierra natal y esta nueva ciudad, cuando ella en realidad quería saber qué ocurriría si llegaban los ingleses.
La procesión partió de la Plaza Mayor, frente a la Catedral, y se enrumbó por la Calle de la Empedrada. Encabezaba la procesión el mismísimo Don Juan Pérez de Guzmán, acompañado de soldados que llevaban la imagen de la Inmaculada Concepción de María. La ciudad bullía, estaba llena de gente y vida, pues con el ataque en ciernes, los españoles habían mandado a buscar refuerzos de otros poblados como Natá y la Villa de los Santos y hasta de indios flecheros, cuya llegada a la ciudad había causado mucha curiosidad, aunque ella no los había podido ver, encerrada como estaba la mayor parte del tiempo dentro del convento. También al frente, junto al Gobernador, estaban los más altos dignatarios de las comunidades religiosas de la ciudad, y los señores de las familias más acaudalas. El señor Terín no faltaría, sin duda. Siguiendo sus pasos los religiosos de las comunidades y algunas monjas. Detrás de ellos iban las familias españolas, en particular las mujeres y sus criadas domésticas, quienes las asistían en caso de que alguna se desmayara durante la caminata o necesitara agua. Más atrás iban ellas: las sirvientas de los conventos e iglesias, o de las familias menos pudientes, los negros y negras libertos, los indios, mezclados en un todo multicolor y disparatado, cuya conversación se unía a los cantos de los religiosos al frente de la procesión. El sagrado sacramento era llevado en alto al lado de la imagen de la Concepción por un monje muy joven y de cara muy seria, quien miraba de reojo al Padre Sancho Pardo de Andrade y Figueroa, jefe de la diócesis istmeña.
Ella salía muy poco del convento de la Concepción. Había llegado a edad temprana y habían pasado ya muchos años desde entonces. A pesar del tiempo transcurrido aún recordaba su llegada de la mano de un hombre a quien una monja recibió a la entrada. La mujer, cubierta rigurosamente de pie a cabeza, la miró con curiosidad, leyó un papel y luego le ordenó que la siguiese. La llevó a una cocina enorme donde varias mujeres negras se ocupaban de diversas faenas. "Tienen una nueva ayudante", dijo la monja con voz autoritaria para luego desaparecer. Una de las mujeres se le acercó con una risa burlona en el rostro.
—¡Tamaña ayudanta nos mandan las señoras, casi no alcanza la mesa! ¿Hablará castellano? Porque si la acaban de sacar del barco...
La cocina estalló en risas.
—¡Déjala en paz, María!—gritó una de las mujeres, la mayor, una negra canosa de rostro tan amable que ella se le acercó corriendo. La mujer la abrazó dulcemente y le dijo al oído algo en una lengua que ella no entendía, pues había nacido en las Colonias y fue separada de su madre muy temprano, sólo entendía castellano.
—¡Le pondremos Candela, para que desde ya le coja gusto al fogón! –gritó María.
—No—dijo la anciana—le pondremos Mercedes.
Mercedes aprendió a ocuparse de la huerta y ayudaba en la cocina, pero no se le enviaba ni al mercado ni a hacer mandados. Las monjas tenían ciertas criadas de confianza para estos menesteres. Una de ellas era María, la Flaca, para distinguirla así de otra criada, María, la Gorda. La Flaca era enviada con frecuencia al mercado a comprar la carne y las legumbres. Ahí, una negra liberta, a quien llamaban La Tuerta, le había contado todos los detalles de la procesión y que habría aún más procesiones. Serían ya las siete de la noche y en la oscuridad del recinto se escuchaba la voz de María la Flaca quien relataba los sucesos tal y como se los había contado la Tuerta. Así supieron que las familias ricas donaron grandes alhajas, incluso diamantes, para asegurar la misericordia del Santísimo. Reunidas estaban María la Gorda, quien se ocupaba de la limpieza de las celdas y de las habitaciones de las Madres Superioras; María Piedad, la cocinera; Teresa, otra de las criadas que trabajaba en la huerta; Caimana, una negra alta y fortachona, a quien las monjas le encomendaban labores propias de los hombres como cortar árboles, arreglar muebles, mover cosas pesadas y llevar mandados y mensajes importantes; las dos Soledades, mellizas idénticas, quienes se ocupaban del cuidado de las niñas de familia que vivían y se educaban en el convento.
—Récenle mucho al Santísimo porque nos esperan días malos—la voz de María la Flaca resonaba fuerte—La Tuerta me lo ha dicho, y ustedes saben que la Tuerta trata a todas las criadas de todas las familias y a los criados de todos los conventos, y que sabe de todo y de todos. Por Dios bendito, que no me deja mentir, el pirata llamado Morgan, el peor de todos los piratas, está camino a la ciudad, eso ya lo sabemos todas, pero lo que no saben es que ya algunos señores y religiosos se aprestan a partir hacia Lima pues no confían en que el Gobernador pueda detenerlo.
Algunas se persignaron, una de las Soledades dejó escapar un grito. La Flaca continuó.
—Las monjas están planeando irse y nos repartirán entre las familias que han donado dinero al convento. La Gorda no me deja mentir pues ya ha empacado muchas cosas importantes, documentos así como joyas.
—Es verdad—dijo María la Gorda con voz apagada.
No le había contado a nadie pues las monjas se lo tenían estrictamente prohibido.
—De todas nosotras se llevarán sólo a una criada para asistirlas en el viaje y lo más probable es que se lleven a una de las Soledades pues son muy jóvenes, son esclavas nacidas en suelo español y como fueron criadas por las monjas son dóciles y hablan bien el castellano. Parten el lunes.
Las mujeres se sintieron presas de la desazón. Las gemelas se abrazaron llorando. María la Gorda se preguntaba a qué casa la enviarían, pues las monjas habían sido amables con ella, pero sabía que no todas las patronas eran así. María Piedad inmediatamente pensó en Juan, un negro muletero con quien tenía ya cierta relación. Bien podría aprovechar la oportunidad para fugarse con él de una vez por todas. La Caimana sintió una ira enorme y una gran impotencia. A pesar de su gran fuerza física, era poco o nada lo que podía hacer para cambiar las cosas. Quizás podía unirse a los cimarrones. Teresa nunca había vivido con otras personas que no fueran las monjas, confiaba en que estas la ubicarían en un buen hogar, ellas no la iban a abandonar así por así. Sintió miedo, un miedo terrible, un miedo al que no podía poner nombre, pero que lo podía sentir como un hormigueo en el estómago, una inquietud en sus manos, un dolor de cabeza, la voz que salía angustiada de su garganta. A partir de ese día nadie en convento tuvo paz. Faltaba una semana para el lunes.
La voz se corrió rápidamente y las monjas ya no disimularon sus preparativos. Algunas de las niñas que vivían con las monjas fueron enviadas de regreso a sus familias. La primera criada en ser trasladada fue María la Gorda quien fue enviada a trabajar al Hospital San Juan de Dios. Partió casi de madrugada. Sólo tuvieron tiempo de darle un abrazo y verla desaparecer por la puerta, antes de que una de las monjas con voz cortante las dispersara.
Al marcharse la Gorda la servidumbre se sumió en una melancolía colectiva. Las tareas se hacían con desgano y lentitud, pero los días pasaban veloces. A algunos les dio por recordar cómo llegaron a Panamá. Otros, los esclavos más viejos, rememoraron el terremoto de cuarenta años atrás: si habían sobrevivido a eso, también sobrevivirían a los ingleses. Mercedes los escuchaba a la hora del almuerzo, sin decir palabra. No deseaba ir a ningún lado. No deseaba fugarse, ni hallar a los cimarrones, ni internarse en Malambo con algunos de los boteros o aguateros, tampoco deseaba servir en algún otro lugar. Quizás podría de alguna manera esconderse en el convento y los ingleses no la encontrarían. Las monjas se molestaron terriblemente cuando la Caimana y María Piedad desaparecieron el mismo día, dos días después de la partida de María la Gorda. Esto puso en aprietos al resto, pues fueron interrogadas hasta el hartazgo por las monjas. Ninguna pudo dar mayores explicaciones del paradero de las fugadas.
La Caimana era una mujer fuerte y se sentía capaz de llegar al palenque. En compañía de dos hombres, Matías y José, se había internado en Pierdevidas durante el día y a medianoche partieron hacia el Atlántico. Ella sí recordaba el viaje de llegada a estas tierras. Había sido separada de sus hijos y de su hombre, encadenada por los portugueses, vejada y torturada, vendida en la Feria de Portobelo, traída hasta la Casa de los Genoveses, vendida nuevamente por su dueño a las monjas, luego del terremoto de 1621. No le temía a la jungla, la había caminado desde Portobelo hasta Panamá. No temía a los caimanes, los había agarrado con sus propias manos en la playa, cerca del Matadero, de ahí su nombre, y de eso eran testigos varios niños y un soldado. No le temía a los españoles, veía cierta justicia en el hecho de que ahora vivieran en carne propia lo que ella había vivido, que otros llegaran y se llevaran tu casa, tu familia, tu dignidad, hasta convertirte en una sombra de lo que habías sido. No le temía a ninguna deidad ni a ninguna deidad culpaba o endilgaba sus actos, pues en su mente no existían, sólo existían el sol, la luna, la selva, y la fuerza de sus brazos para sobrevivir. Debían ser cuidadosos al internarse en la selva, pues ahora con los ingleses en camino, los españoles enviaban patrullas para vigilar los movimientos de los mismos. No sería conveniente toparse con un grupo de soldados. Matías y José le contaban de la vida en el palenque. Los africanos eran sus propios amos y señores. Debían acatar ciertas reglas para vivir en paz, pero en general la vida era pacífica, podría construir su propia choza y cultivar la tierra; el sonido del mar se oía en el pueblo noche y día; se tocaba tambor y se bailaba sin prohibiciones ni líos; se pescaba en grandes cantidades. Esa vida idílica pintada por Matías y José le daba sustento a su espíritu sediento de justicia, le hacía olvidar las molestias del camino: la falta de alimentos que les obligaba a cazar lo que podían y comer de los frutos que encontraban, el calor sofocante y la incertidumbre.
María Piedad había conocido a Juan, el muletero, una tarde que se demoró más de lo acostumbrado en la ermita de Santa Ana, la cual quedaba más allá del puente del Rey, cerca de los barrios de los criados y esclavos. Acabada la misa, la gente se congregaba en pequeños grupos para compartir sin prisas. Mientras escuchaba la misa, sin entender nada, pues era en latín, se complacía en observar a los hombres a su antojo, sobretodo porque no estaban ni las monjas ni las criadas necias que le interrumpían sus conversaciones con los aguateros y mandaderos, las pocas veces que podía hablar con alguno. Aunque el convento tenía su propia iglesia, la cual las monjas, con mucho orgullo, estaban remodelando con piedras, por si acaso se diese otro temblor quedara en pie, ella prefería ir a la ermita y nadie le ponía objeción. Contentos estaban todos con su cocina, ya ella lo sabía, y no había plato que le solicitasen que ella no supiese preparar, para el beneplácito de las religiosas, quienes a veces, con la excusa de la visita de importantes señores, le encomendaban banquetes dignos del Gobernador. A Juan lo había conocido hacía un año y como marido y mujer solamente habían podido estar un par de veces. Él había prometido ahorrar para comprarla a las monjas pero estas le habían dicho claramente que cocinera como ella no habían dos y no estaban dispuestas a cederla para que fuera a amancebarse con un negro. Solamente el día anterior a su fuga, había tenido que hacer milagros con lo poco que quedaba en la despensa para confeccionar una cena para un importante señor. Con tanta gente en la ciudad, algunos a punto de marchar y otros viendo como huir, no se podían abastecer como de costumbre. Una de las gemelas había servido la cena y les había contado que el señor Delgado y Osorio era el responsable de llevar a las monjas hasta Lima y que con ellos zarparían algunas familias muy acomodadas. No bien había terminado de limpiar la cocina, María Piedad empezó a hacer en la oscuridad un bulto con sus pocas pertenencias: una muda de ropa, un rosario y un anillo de oro que había encontrado tirado en la calle. El convento albergaba escasos habitantes y las monjas, ocupadas con su inminente viaje, poco cuidado le ponían a la servidumbre restante. Tuvo que ingeniárselas para salir. Una vez fuera del convento, caminó rápidamente, temerosa de encontrarse con algún soldado. Sin embargo, para su buena suerte un grupo de negros aguateros, de regreso a Pierdevidas y que conocían a Juan, pasaban por ahí. El ruidoso grupo la acogió y le prometieron llevarla hasta donde él. Cuando finalmente se encontraron, María Piedad lo abrazó con todas sus fuerzas. El hombre, de brazos enormes por el trabajo diario, la alzó como si no pesara nada, riendo estruendosamente. El viaje no había concluido, debían ir a Pacora, pueblo donde había muchos negros viviendo libres y donde no llegaría la gente del tal Morgan. Poco después un grupo partía hacia Pacora con la esperanza guiándoles los pies cansados. El hijo que María Piedad llevaba en el vientre nacería libre.
Con la partida de María la Gorda, María Piedad y la Caimana, las pocas criadas que quedaban en el convento no se daban abasto para las últimas disposiciones de las religiosas. Había mucho que guardar, repartir, cambiar y deshacer. Faltaban sólo dos días para la partida. Las monjas serían llevadas en bote hasta la isla de Taboga de donde saldría la nave, el galeón Trinidad. Las gemelas fueron informadas que también viajarían. A última hora la Madre Superiora no había tenido la fuerza de separarlas pues las había criado desde muy pequeñas y las vio crecer juntas. La ciudad también vivía un momento febril con noticias de la inminente llegada de los ingleses quienes, aunque no habían encontrado comida en el camino, lograron sobrevivir. El día de la partida fueron al muelle Teresa, la Flaca y Mercedes para despedirse y ayudar a las monjas y a las gemelas con sus enseres. Junto a ellas, otros esclavos y criados ayudaban a nobles damas y caballeros con sus pertenencias a subirse a sus respectivos botes. El día amaneció muy soleado y el mar en calma, el viaje hasta Taboga sería tranquilo. Vieron alejarse a los señores y a las monjas hasta que fueron sólo una sombra borrosa en la lejanía. Se decía que aquellos se iban por cuidar su dinero, pero que los toros bravíos y los indios flecheros, al igual que los destacamentos, harían todo lo necesario para salvaguardar la vida de los citadinos.
Al regresar al convento luego de despedir a las monjas, Mercedes, María la flaca y Teresa quedaron impresionadas del silencio reinante en el antes bullicioso complejo. Cenaron temprano, a las cinco, y se tomaron la libertad de invitar a una criada llamada Perea, quien servía a una de las familias que habitaba en la Plaza Mayor para informarse mejor de las cosas. Las cuatro se sentaron en el comedor que usaban las monjas con los mejores platos y cubiertos de plata. También hallaron un vino que la Madre Superiora solía esconder en la despensa. En el salón el aire era pesado. Sorbieron lentamente y luego con avidez una sopa hecha con un poquito de todo lo que habían encontrado: pedazos de pollo, otoe, ñame, yuca, cilantro y pedazos de maíz, también tenía grasa de cerdo. Acabaron la sopa en silencio. Luego la Flaca abrió el vino y le sirvió una copa a cada una. Perea se tomó el líquido de una sola sentada y aquello fue como abrir la llave de agua del aljibe del convento.
—El ama ha estado llorando toda la noche, el marido la mandaba a callar, pero fue por gusto. Los niños, tan chiquitos, por suerte dormían, no saben los muy tontitos lo que les espera. Ay, pero los que no han tenido dinero para largarse en barco ya tiemblan de temor por sus pertenencias. Los hombres de Morgan son malos. Pero no digo malos como el ladrón que atraparon antes de la misa de Navidad en el Convento de la Merced robando unas copas de plata. ¡No! Malos de matar, violar, torturar, destruir, robar, disparar. Son franceses e ingleses contratados para estos menesteres. Y nuestro gran gobernador cree que con su ejército de confitura, estas son las palabras de mi amo, que con ese ejército de mentira va a poder dar la talla. Sin embargo, hay quienes piensan que como los ingleses vienen hambrientos y débiles y hasta enfermos de las fiebres que aquí dan cuando le echen los toros, santo remedio. Yo, ustedes, me largo de esta ciudad cuanto antes. En mi caso, ni modo, mis amos me buscarían bajo las mismas piedras, pero a ustedes, ¿quién las va a mandar a buscar? Se dice que los piratas pasaron por Santa Catalina y no dejaron nada en pie, que el fuerte de San Lorenzo está hecho cenizas, un montón de piedras desmoronadas luego de que lo incendiaran. Si no los pudieron parar a la entrada, ahora me dirán que los van a detener a la salida.
Perea se reía mientras se tomaba ya la tercera copa de vino y volvía a la carga:
—Es como cuando un hombre se te monta encima, ¿ahí es que vas a impedir que te monte, ah? ¿Cuando ya te tiene contra el piso? Porque estamos contra el piso, sépanlo ya mismito.
Las risotadas de Perea llenaban todo el salón. La sacaron a empujones del convento, pues exigía más vino. Se miraron unas a otras a la luz del candil luego de cerrar la puerta. La primera que habló fue María la Flaca.
—Yo no me voy—dijo con firmeza.
—Nosotras tampoco—respondieron las otras.
Llegó el día en que los ingleses tomaron la ciudad, el miércoles 28 de enero de 1671. De no haber sido por el ataque de Morgan, muchos habrían dicho que era el día más hermoso de la estación seca. El gobernador en persona dirigió la contienda contra los ingleses en Matasnillos, pero el puñado de españoles, indios, negros, perros y toros resultaron insuficientes para los ojos inyectados de odio, hambre, y avaricia de los piratas. Pronto Don Juan Pérez de Guzmán ordenaba la retirada de sus tropas retornando a todo galope a la ciudad, donde dio la orden de evacuar y de incendiar, para no dejar nada a los ingleses, partiendo rápidamente hacia Natá. Los que pudieron corrieron hacia las afueras en sus caballos. Ella y las otras dos criadas cerraron como pudieron todas las puertas del convento. Era un edificio enorme y tenía muchas salidas. Por un momento hubo un silencio tan grande en la ciudad que parecía que a pleno día fuera medianoche. ¡Y de pronto el estallido! La ciudad se convirtió en un infierno. Desde el huerto podían ver como todo a su alrededor era consumido por las llamas, hasta ellas llegaba el ruido de las carretas, el galope de caballos que relinchaban, mujeres, hombres y niños que gritaban su desgracia, los estertores en aquella lengua bárbara de los piratas. Se quedaron sentadas sin moverse en unos bancos de madera frente al huerto. Sentían una paz enorme al saber que morirían así: asfixiadas en el único lugar que conocían como su hogar. El calor se hacia insoportable y la humareda era espesa. Los gritos en la ciudad se hacían cada vez mayores, en algunos casos desgarradores. Hablaron de las que habían escapado, ¿qué habría sido de ellas? No llegarían a enterarse de que María Piedad llegó hasta Pacora pero había abortado en el camino y que la Caimana, luego de enterrar a sus dos compañeros de viaje quienes fueron víctimas, uno de las fiebres y otro, de una picada de víbora, un día cayó de rodillas con los ojos anegados de lágrimas frente al mar Caribe que se extendía ante sus ojos como una diosa sonriente mientras que la gente del palenque salía a recibirla.
Mercedes abrazó primero a Teresa. Habían sido compañeras de labores en la huerta desde pequeñas, habían pasado las mismas humillaciones, reído las mismas penas, atesorado las pequeñas alegrías y ahora, juntas, enfrentaban la misma muerte. Con lágrimas en los ojos abrazaron a María la Flaca quien tenía un rostro muy sereno. Se tomaron las tres de las manos. La primera en perder el conocimiento por el humo fue Teresa y luego la Flaca. Mercedes esperaba con ansias el momento en que pudiese cruzar el umbral entre los vivos y muertos. Todo lo que había vivido le parecía ahora un simple viaje cuyos dolores y tribulaciones eran un recuerdo casi borroso.
La puerta del convento fue tumbada a mazazos. El lugar se fue haciendo cada vez más caliente y sofocante pues el techo y los edificios circundantes ardían en llamas. Un hombre entró al recinto y tomó a Mercedes por la cintura sorpresivamente. No podía soltarse, no podía ver el rostro de quien la halaba con fuerza. Sin pensarlo empezó a tantear y haló un sable que el hombre llevaba amarrado en su cinturón. Con sus propias manos y con todas las fuerzas de las que era capaz se enterró el sable. El hombre al fin la soltaba y la dejaba caer. Mientras la vida se le escapaba pudo ver la cara del pirata, una cara de sorpresa. Luego todo fue oscuridad.
El pirata miraba con visible alteración a la mujer tirada en el suelo y de cuya boca brotaba sangre. Fue hacia las otras mujeres y las sacudió, pero no presentaban pulso. Las tres estaban muertas. Salió del Convento de la Concepción y se tropezó con un compañero que corría hacía el Convento de la Merced.
—¡Ni te acerques a la Plaza Mayor, Exquemeling, aquello es un verdadero infierno!—le gritó el otro sin dejar de correr.
"¿Tal era el odio a la esclavitud que preferían morir de esa manera?" A John Exquemeling todavía le parecía sostener a la mujer por su pequeña cintura. Ahora ya no le parecía una mujer sino un pajarillo que quería alzar vuelo. Él, que había visto morir a tantos y no le había temblado la mano al tener que abrir una pierna, coser un ojo o amputar de manera definitiva un miembro, ahora le enternecía ver a una negra darse muerte por su propia mano, antes que rendirse. ¿O quitarse la vida era rendirse? Con esos pensamientos vagó por las calles, registrando lo que hacían los otros con minucioso detalle. Escribiría, luego de muchas tribulaciones para regresar a su Europa natal, un libro denominado Los bucaneros de América. Omitiría el detalle del convento, prefirió dejarlo como un recuerdo personal.
Tres semanas se quedaron los hombres de Morgan en la ciudad y no muy contentos. Los prodigiosos tesoros que habían imaginado, imaginación que había sostenido al grupo en marcha a pesar de los obstáculos, no aparecieron. Los españoles se habían dado a la tarea de esconder el dinero y más de uno había logrado escapar a buen recaudo rumbo al Perú. Revisaron la ciudad y no dejaron una piedra sin levantar, ni un escombro sin explorar. Del voraz incendio sólo quedo en pie el convento de la Merced, el cual los piratas convirtieron en su cuartel general. Los piratas, por órdenes de Morgan, navegaron el Pacífico hacia las islas cercanas de Perico, Naos y Taboga a ver si encontraban algo más. Agarraron a cuanto esclavo pudieron para venderlos en Jamaica. Sin embargo, el mayor beneficio serían los rescates pagados por casi la mitad de los españoles prisioneros que llevaron consigo al dejar la ciudad. Poco fue lo que ganaron los piratas por lo que Morgan abandonó a su tripulación antes de que se rebelase. Pero esa, es otra historia.
La procesión partió de la Plaza Mayor, frente a la Catedral, y se enrumbó por la Calle de la Empedrada. Encabezaba la procesión el mismísimo Don Juan Pérez de Guzmán, acompañado de soldados que llevaban la imagen de la Inmaculada Concepción de María. La ciudad bullía, estaba llena de gente y vida, pues con el ataque en ciernes, los españoles habían mandado a buscar refuerzos de otros poblados como Natá y la Villa de los Santos y hasta de indios flecheros, cuya llegada a la ciudad había causado mucha curiosidad, aunque ella no los había podido ver, encerrada como estaba la mayor parte del tiempo dentro del convento. También al frente, junto al Gobernador, estaban los más altos dignatarios de las comunidades religiosas de la ciudad, y los señores de las familias más acaudalas. El señor Terín no faltaría, sin duda. Siguiendo sus pasos los religiosos de las comunidades y algunas monjas. Detrás de ellos iban las familias españolas, en particular las mujeres y sus criadas domésticas, quienes las asistían en caso de que alguna se desmayara durante la caminata o necesitara agua. Más atrás iban ellas: las sirvientas de los conventos e iglesias, o de las familias menos pudientes, los negros y negras libertos, los indios, mezclados en un todo multicolor y disparatado, cuya conversación se unía a los cantos de los religiosos al frente de la procesión. El sagrado sacramento era llevado en alto al lado de la imagen de la Concepción por un monje muy joven y de cara muy seria, quien miraba de reojo al Padre Sancho Pardo de Andrade y Figueroa, jefe de la diócesis istmeña.
Ella salía muy poco del convento de la Concepción. Había llegado a edad temprana y habían pasado ya muchos años desde entonces. A pesar del tiempo transcurrido aún recordaba su llegada de la mano de un hombre a quien una monja recibió a la entrada. La mujer, cubierta rigurosamente de pie a cabeza, la miró con curiosidad, leyó un papel y luego le ordenó que la siguiese. La llevó a una cocina enorme donde varias mujeres negras se ocupaban de diversas faenas. "Tienen una nueva ayudante", dijo la monja con voz autoritaria para luego desaparecer. Una de las mujeres se le acercó con una risa burlona en el rostro.
—¡Tamaña ayudanta nos mandan las señoras, casi no alcanza la mesa! ¿Hablará castellano? Porque si la acaban de sacar del barco...
La cocina estalló en risas.
—¡Déjala en paz, María!—gritó una de las mujeres, la mayor, una negra canosa de rostro tan amable que ella se le acercó corriendo. La mujer la abrazó dulcemente y le dijo al oído algo en una lengua que ella no entendía, pues había nacido en las Colonias y fue separada de su madre muy temprano, sólo entendía castellano.
—¡Le pondremos Candela, para que desde ya le coja gusto al fogón! –gritó María.
—No—dijo la anciana—le pondremos Mercedes.
Mercedes aprendió a ocuparse de la huerta y ayudaba en la cocina, pero no se le enviaba ni al mercado ni a hacer mandados. Las monjas tenían ciertas criadas de confianza para estos menesteres. Una de ellas era María, la Flaca, para distinguirla así de otra criada, María, la Gorda. La Flaca era enviada con frecuencia al mercado a comprar la carne y las legumbres. Ahí, una negra liberta, a quien llamaban La Tuerta, le había contado todos los detalles de la procesión y que habría aún más procesiones. Serían ya las siete de la noche y en la oscuridad del recinto se escuchaba la voz de María la Flaca quien relataba los sucesos tal y como se los había contado la Tuerta. Así supieron que las familias ricas donaron grandes alhajas, incluso diamantes, para asegurar la misericordia del Santísimo. Reunidas estaban María la Gorda, quien se ocupaba de la limpieza de las celdas y de las habitaciones de las Madres Superioras; María Piedad, la cocinera; Teresa, otra de las criadas que trabajaba en la huerta; Caimana, una negra alta y fortachona, a quien las monjas le encomendaban labores propias de los hombres como cortar árboles, arreglar muebles, mover cosas pesadas y llevar mandados y mensajes importantes; las dos Soledades, mellizas idénticas, quienes se ocupaban del cuidado de las niñas de familia que vivían y se educaban en el convento.
—Récenle mucho al Santísimo porque nos esperan días malos—la voz de María la Flaca resonaba fuerte—La Tuerta me lo ha dicho, y ustedes saben que la Tuerta trata a todas las criadas de todas las familias y a los criados de todos los conventos, y que sabe de todo y de todos. Por Dios bendito, que no me deja mentir, el pirata llamado Morgan, el peor de todos los piratas, está camino a la ciudad, eso ya lo sabemos todas, pero lo que no saben es que ya algunos señores y religiosos se aprestan a partir hacia Lima pues no confían en que el Gobernador pueda detenerlo.
Algunas se persignaron, una de las Soledades dejó escapar un grito. La Flaca continuó.
—Las monjas están planeando irse y nos repartirán entre las familias que han donado dinero al convento. La Gorda no me deja mentir pues ya ha empacado muchas cosas importantes, documentos así como joyas.
—Es verdad—dijo María la Gorda con voz apagada.
No le había contado a nadie pues las monjas se lo tenían estrictamente prohibido.
—De todas nosotras se llevarán sólo a una criada para asistirlas en el viaje y lo más probable es que se lleven a una de las Soledades pues son muy jóvenes, son esclavas nacidas en suelo español y como fueron criadas por las monjas son dóciles y hablan bien el castellano. Parten el lunes.
Las mujeres se sintieron presas de la desazón. Las gemelas se abrazaron llorando. María la Gorda se preguntaba a qué casa la enviarían, pues las monjas habían sido amables con ella, pero sabía que no todas las patronas eran así. María Piedad inmediatamente pensó en Juan, un negro muletero con quien tenía ya cierta relación. Bien podría aprovechar la oportunidad para fugarse con él de una vez por todas. La Caimana sintió una ira enorme y una gran impotencia. A pesar de su gran fuerza física, era poco o nada lo que podía hacer para cambiar las cosas. Quizás podía unirse a los cimarrones. Teresa nunca había vivido con otras personas que no fueran las monjas, confiaba en que estas la ubicarían en un buen hogar, ellas no la iban a abandonar así por así. Sintió miedo, un miedo terrible, un miedo al que no podía poner nombre, pero que lo podía sentir como un hormigueo en el estómago, una inquietud en sus manos, un dolor de cabeza, la voz que salía angustiada de su garganta. A partir de ese día nadie en convento tuvo paz. Faltaba una semana para el lunes.
La voz se corrió rápidamente y las monjas ya no disimularon sus preparativos. Algunas de las niñas que vivían con las monjas fueron enviadas de regreso a sus familias. La primera criada en ser trasladada fue María la Gorda quien fue enviada a trabajar al Hospital San Juan de Dios. Partió casi de madrugada. Sólo tuvieron tiempo de darle un abrazo y verla desaparecer por la puerta, antes de que una de las monjas con voz cortante las dispersara.
Al marcharse la Gorda la servidumbre se sumió en una melancolía colectiva. Las tareas se hacían con desgano y lentitud, pero los días pasaban veloces. A algunos les dio por recordar cómo llegaron a Panamá. Otros, los esclavos más viejos, rememoraron el terremoto de cuarenta años atrás: si habían sobrevivido a eso, también sobrevivirían a los ingleses. Mercedes los escuchaba a la hora del almuerzo, sin decir palabra. No deseaba ir a ningún lado. No deseaba fugarse, ni hallar a los cimarrones, ni internarse en Malambo con algunos de los boteros o aguateros, tampoco deseaba servir en algún otro lugar. Quizás podría de alguna manera esconderse en el convento y los ingleses no la encontrarían. Las monjas se molestaron terriblemente cuando la Caimana y María Piedad desaparecieron el mismo día, dos días después de la partida de María la Gorda. Esto puso en aprietos al resto, pues fueron interrogadas hasta el hartazgo por las monjas. Ninguna pudo dar mayores explicaciones del paradero de las fugadas.
La Caimana era una mujer fuerte y se sentía capaz de llegar al palenque. En compañía de dos hombres, Matías y José, se había internado en Pierdevidas durante el día y a medianoche partieron hacia el Atlántico. Ella sí recordaba el viaje de llegada a estas tierras. Había sido separada de sus hijos y de su hombre, encadenada por los portugueses, vejada y torturada, vendida en la Feria de Portobelo, traída hasta la Casa de los Genoveses, vendida nuevamente por su dueño a las monjas, luego del terremoto de 1621. No le temía a la jungla, la había caminado desde Portobelo hasta Panamá. No temía a los caimanes, los había agarrado con sus propias manos en la playa, cerca del Matadero, de ahí su nombre, y de eso eran testigos varios niños y un soldado. No le temía a los españoles, veía cierta justicia en el hecho de que ahora vivieran en carne propia lo que ella había vivido, que otros llegaran y se llevaran tu casa, tu familia, tu dignidad, hasta convertirte en una sombra de lo que habías sido. No le temía a ninguna deidad ni a ninguna deidad culpaba o endilgaba sus actos, pues en su mente no existían, sólo existían el sol, la luna, la selva, y la fuerza de sus brazos para sobrevivir. Debían ser cuidadosos al internarse en la selva, pues ahora con los ingleses en camino, los españoles enviaban patrullas para vigilar los movimientos de los mismos. No sería conveniente toparse con un grupo de soldados. Matías y José le contaban de la vida en el palenque. Los africanos eran sus propios amos y señores. Debían acatar ciertas reglas para vivir en paz, pero en general la vida era pacífica, podría construir su propia choza y cultivar la tierra; el sonido del mar se oía en el pueblo noche y día; se tocaba tambor y se bailaba sin prohibiciones ni líos; se pescaba en grandes cantidades. Esa vida idílica pintada por Matías y José le daba sustento a su espíritu sediento de justicia, le hacía olvidar las molestias del camino: la falta de alimentos que les obligaba a cazar lo que podían y comer de los frutos que encontraban, el calor sofocante y la incertidumbre.
María Piedad había conocido a Juan, el muletero, una tarde que se demoró más de lo acostumbrado en la ermita de Santa Ana, la cual quedaba más allá del puente del Rey, cerca de los barrios de los criados y esclavos. Acabada la misa, la gente se congregaba en pequeños grupos para compartir sin prisas. Mientras escuchaba la misa, sin entender nada, pues era en latín, se complacía en observar a los hombres a su antojo, sobretodo porque no estaban ni las monjas ni las criadas necias que le interrumpían sus conversaciones con los aguateros y mandaderos, las pocas veces que podía hablar con alguno. Aunque el convento tenía su propia iglesia, la cual las monjas, con mucho orgullo, estaban remodelando con piedras, por si acaso se diese otro temblor quedara en pie, ella prefería ir a la ermita y nadie le ponía objeción. Contentos estaban todos con su cocina, ya ella lo sabía, y no había plato que le solicitasen que ella no supiese preparar, para el beneplácito de las religiosas, quienes a veces, con la excusa de la visita de importantes señores, le encomendaban banquetes dignos del Gobernador. A Juan lo había conocido hacía un año y como marido y mujer solamente habían podido estar un par de veces. Él había prometido ahorrar para comprarla a las monjas pero estas le habían dicho claramente que cocinera como ella no habían dos y no estaban dispuestas a cederla para que fuera a amancebarse con un negro. Solamente el día anterior a su fuga, había tenido que hacer milagros con lo poco que quedaba en la despensa para confeccionar una cena para un importante señor. Con tanta gente en la ciudad, algunos a punto de marchar y otros viendo como huir, no se podían abastecer como de costumbre. Una de las gemelas había servido la cena y les había contado que el señor Delgado y Osorio era el responsable de llevar a las monjas hasta Lima y que con ellos zarparían algunas familias muy acomodadas. No bien había terminado de limpiar la cocina, María Piedad empezó a hacer en la oscuridad un bulto con sus pocas pertenencias: una muda de ropa, un rosario y un anillo de oro que había encontrado tirado en la calle. El convento albergaba escasos habitantes y las monjas, ocupadas con su inminente viaje, poco cuidado le ponían a la servidumbre restante. Tuvo que ingeniárselas para salir. Una vez fuera del convento, caminó rápidamente, temerosa de encontrarse con algún soldado. Sin embargo, para su buena suerte un grupo de negros aguateros, de regreso a Pierdevidas y que conocían a Juan, pasaban por ahí. El ruidoso grupo la acogió y le prometieron llevarla hasta donde él. Cuando finalmente se encontraron, María Piedad lo abrazó con todas sus fuerzas. El hombre, de brazos enormes por el trabajo diario, la alzó como si no pesara nada, riendo estruendosamente. El viaje no había concluido, debían ir a Pacora, pueblo donde había muchos negros viviendo libres y donde no llegaría la gente del tal Morgan. Poco después un grupo partía hacia Pacora con la esperanza guiándoles los pies cansados. El hijo que María Piedad llevaba en el vientre nacería libre.
Con la partida de María la Gorda, María Piedad y la Caimana, las pocas criadas que quedaban en el convento no se daban abasto para las últimas disposiciones de las religiosas. Había mucho que guardar, repartir, cambiar y deshacer. Faltaban sólo dos días para la partida. Las monjas serían llevadas en bote hasta la isla de Taboga de donde saldría la nave, el galeón Trinidad. Las gemelas fueron informadas que también viajarían. A última hora la Madre Superiora no había tenido la fuerza de separarlas pues las había criado desde muy pequeñas y las vio crecer juntas. La ciudad también vivía un momento febril con noticias de la inminente llegada de los ingleses quienes, aunque no habían encontrado comida en el camino, lograron sobrevivir. El día de la partida fueron al muelle Teresa, la Flaca y Mercedes para despedirse y ayudar a las monjas y a las gemelas con sus enseres. Junto a ellas, otros esclavos y criados ayudaban a nobles damas y caballeros con sus pertenencias a subirse a sus respectivos botes. El día amaneció muy soleado y el mar en calma, el viaje hasta Taboga sería tranquilo. Vieron alejarse a los señores y a las monjas hasta que fueron sólo una sombra borrosa en la lejanía. Se decía que aquellos se iban por cuidar su dinero, pero que los toros bravíos y los indios flecheros, al igual que los destacamentos, harían todo lo necesario para salvaguardar la vida de los citadinos.
Al regresar al convento luego de despedir a las monjas, Mercedes, María la flaca y Teresa quedaron impresionadas del silencio reinante en el antes bullicioso complejo. Cenaron temprano, a las cinco, y se tomaron la libertad de invitar a una criada llamada Perea, quien servía a una de las familias que habitaba en la Plaza Mayor para informarse mejor de las cosas. Las cuatro se sentaron en el comedor que usaban las monjas con los mejores platos y cubiertos de plata. También hallaron un vino que la Madre Superiora solía esconder en la despensa. En el salón el aire era pesado. Sorbieron lentamente y luego con avidez una sopa hecha con un poquito de todo lo que habían encontrado: pedazos de pollo, otoe, ñame, yuca, cilantro y pedazos de maíz, también tenía grasa de cerdo. Acabaron la sopa en silencio. Luego la Flaca abrió el vino y le sirvió una copa a cada una. Perea se tomó el líquido de una sola sentada y aquello fue como abrir la llave de agua del aljibe del convento.
—El ama ha estado llorando toda la noche, el marido la mandaba a callar, pero fue por gusto. Los niños, tan chiquitos, por suerte dormían, no saben los muy tontitos lo que les espera. Ay, pero los que no han tenido dinero para largarse en barco ya tiemblan de temor por sus pertenencias. Los hombres de Morgan son malos. Pero no digo malos como el ladrón que atraparon antes de la misa de Navidad en el Convento de la Merced robando unas copas de plata. ¡No! Malos de matar, violar, torturar, destruir, robar, disparar. Son franceses e ingleses contratados para estos menesteres. Y nuestro gran gobernador cree que con su ejército de confitura, estas son las palabras de mi amo, que con ese ejército de mentira va a poder dar la talla. Sin embargo, hay quienes piensan que como los ingleses vienen hambrientos y débiles y hasta enfermos de las fiebres que aquí dan cuando le echen los toros, santo remedio. Yo, ustedes, me largo de esta ciudad cuanto antes. En mi caso, ni modo, mis amos me buscarían bajo las mismas piedras, pero a ustedes, ¿quién las va a mandar a buscar? Se dice que los piratas pasaron por Santa Catalina y no dejaron nada en pie, que el fuerte de San Lorenzo está hecho cenizas, un montón de piedras desmoronadas luego de que lo incendiaran. Si no los pudieron parar a la entrada, ahora me dirán que los van a detener a la salida.
Perea se reía mientras se tomaba ya la tercera copa de vino y volvía a la carga:
—Es como cuando un hombre se te monta encima, ¿ahí es que vas a impedir que te monte, ah? ¿Cuando ya te tiene contra el piso? Porque estamos contra el piso, sépanlo ya mismito.
Las risotadas de Perea llenaban todo el salón. La sacaron a empujones del convento, pues exigía más vino. Se miraron unas a otras a la luz del candil luego de cerrar la puerta. La primera que habló fue María la Flaca.
—Yo no me voy—dijo con firmeza.
—Nosotras tampoco—respondieron las otras.
Llegó el día en que los ingleses tomaron la ciudad, el miércoles 28 de enero de 1671. De no haber sido por el ataque de Morgan, muchos habrían dicho que era el día más hermoso de la estación seca. El gobernador en persona dirigió la contienda contra los ingleses en Matasnillos, pero el puñado de españoles, indios, negros, perros y toros resultaron insuficientes para los ojos inyectados de odio, hambre, y avaricia de los piratas. Pronto Don Juan Pérez de Guzmán ordenaba la retirada de sus tropas retornando a todo galope a la ciudad, donde dio la orden de evacuar y de incendiar, para no dejar nada a los ingleses, partiendo rápidamente hacia Natá. Los que pudieron corrieron hacia las afueras en sus caballos. Ella y las otras dos criadas cerraron como pudieron todas las puertas del convento. Era un edificio enorme y tenía muchas salidas. Por un momento hubo un silencio tan grande en la ciudad que parecía que a pleno día fuera medianoche. ¡Y de pronto el estallido! La ciudad se convirtió en un infierno. Desde el huerto podían ver como todo a su alrededor era consumido por las llamas, hasta ellas llegaba el ruido de las carretas, el galope de caballos que relinchaban, mujeres, hombres y niños que gritaban su desgracia, los estertores en aquella lengua bárbara de los piratas. Se quedaron sentadas sin moverse en unos bancos de madera frente al huerto. Sentían una paz enorme al saber que morirían así: asfixiadas en el único lugar que conocían como su hogar. El calor se hacia insoportable y la humareda era espesa. Los gritos en la ciudad se hacían cada vez mayores, en algunos casos desgarradores. Hablaron de las que habían escapado, ¿qué habría sido de ellas? No llegarían a enterarse de que María Piedad llegó hasta Pacora pero había abortado en el camino y que la Caimana, luego de enterrar a sus dos compañeros de viaje quienes fueron víctimas, uno de las fiebres y otro, de una picada de víbora, un día cayó de rodillas con los ojos anegados de lágrimas frente al mar Caribe que se extendía ante sus ojos como una diosa sonriente mientras que la gente del palenque salía a recibirla.
Mercedes abrazó primero a Teresa. Habían sido compañeras de labores en la huerta desde pequeñas, habían pasado las mismas humillaciones, reído las mismas penas, atesorado las pequeñas alegrías y ahora, juntas, enfrentaban la misma muerte. Con lágrimas en los ojos abrazaron a María la Flaca quien tenía un rostro muy sereno. Se tomaron las tres de las manos. La primera en perder el conocimiento por el humo fue Teresa y luego la Flaca. Mercedes esperaba con ansias el momento en que pudiese cruzar el umbral entre los vivos y muertos. Todo lo que había vivido le parecía ahora un simple viaje cuyos dolores y tribulaciones eran un recuerdo casi borroso.
La puerta del convento fue tumbada a mazazos. El lugar se fue haciendo cada vez más caliente y sofocante pues el techo y los edificios circundantes ardían en llamas. Un hombre entró al recinto y tomó a Mercedes por la cintura sorpresivamente. No podía soltarse, no podía ver el rostro de quien la halaba con fuerza. Sin pensarlo empezó a tantear y haló un sable que el hombre llevaba amarrado en su cinturón. Con sus propias manos y con todas las fuerzas de las que era capaz se enterró el sable. El hombre al fin la soltaba y la dejaba caer. Mientras la vida se le escapaba pudo ver la cara del pirata, una cara de sorpresa. Luego todo fue oscuridad.
El pirata miraba con visible alteración a la mujer tirada en el suelo y de cuya boca brotaba sangre. Fue hacia las otras mujeres y las sacudió, pero no presentaban pulso. Las tres estaban muertas. Salió del Convento de la Concepción y se tropezó con un compañero que corría hacía el Convento de la Merced.
—¡Ni te acerques a la Plaza Mayor, Exquemeling, aquello es un verdadero infierno!—le gritó el otro sin dejar de correr.
"¿Tal era el odio a la esclavitud que preferían morir de esa manera?" A John Exquemeling todavía le parecía sostener a la mujer por su pequeña cintura. Ahora ya no le parecía una mujer sino un pajarillo que quería alzar vuelo. Él, que había visto morir a tantos y no le había temblado la mano al tener que abrir una pierna, coser un ojo o amputar de manera definitiva un miembro, ahora le enternecía ver a una negra darse muerte por su propia mano, antes que rendirse. ¿O quitarse la vida era rendirse? Con esos pensamientos vagó por las calles, registrando lo que hacían los otros con minucioso detalle. Escribiría, luego de muchas tribulaciones para regresar a su Europa natal, un libro denominado Los bucaneros de América. Omitiría el detalle del convento, prefirió dejarlo como un recuerdo personal.
Tres semanas se quedaron los hombres de Morgan en la ciudad y no muy contentos. Los prodigiosos tesoros que habían imaginado, imaginación que había sostenido al grupo en marcha a pesar de los obstáculos, no aparecieron. Los españoles se habían dado a la tarea de esconder el dinero y más de uno había logrado escapar a buen recaudo rumbo al Perú. Revisaron la ciudad y no dejaron una piedra sin levantar, ni un escombro sin explorar. Del voraz incendio sólo quedo en pie el convento de la Merced, el cual los piratas convirtieron en su cuartel general. Los piratas, por órdenes de Morgan, navegaron el Pacífico hacia las islas cercanas de Perico, Naos y Taboga a ver si encontraban algo más. Agarraron a cuanto esclavo pudieron para venderlos en Jamaica. Sin embargo, el mayor beneficio serían los rescates pagados por casi la mitad de los españoles prisioneros que llevaron consigo al dejar la ciudad. Poco fue lo que ganaron los piratas por lo que Morgan abandonó a su tripulación antes de que se rebelase. Pero esa, es otra historia.