Orquídeas
Margarita García Robayo
Ventanas
Hay casas que son muchas casas, están en esos edificios con patio interior al que miran todas las ventanas. En Buenos Aires he visto un par, en uno de vive mi amiga Tamara. Es un lugar elegante y por eso llama la atención la ausencia total de privacidad. Más raro es que todos se ven pero nadie interactúa. Tamara y yo nos sentamos en Su sala a tomar el té, por ejemplo, y por la ventana se ven las ventanas de enfrente; nos acercamos un poco más y vemos las de arriba y las de abajo. Todas están llenas, siempre pasa algo. Hay una jovencita que practica el violín cada tarde y hace un ademán tembleque cuando arranca. Hay dos viejas emperifolladas que juegan cartas y comen torta. Hay un chico que estudia acodado en la ventana y Tamara dice que si tuviera quince años más le saltaría encima. Hay una jaula con un pájaro al que una niña alimenta con salchicha. Tamara no sabe los nombres de nadie. Cree que la niña se llama Violeta porque su hijo Pablo la mencionó el Otro día: «¡Violeta es disexual!» le dijo. «¿Quién es Violeta?», preguntó Tamara. Él le dijo que la del 4-k. Cada tanto voy a visitar a Tamara; ella fuma y habla de 10 de siempre: de su divorcio. Yo miro las ventanas de afuera y pienso bobadas, como que esas personas conforman un elenco de actores y, salvo la jovencita del violín, sus partes deben transcurrir en silencio. Siempre caigo en la tentación obvia de imaginar que un día alguien va a salirse del guión y a dañarlo todo. A perturbar esa convivencia acética y silenciosa. A gritar por la ventana: «Violeta es disexual,» o alguna otra cosa. Pero eso no sucede. Llevan allí más de un siglo: las ventanas, digo; y la idea de que la vida transcurre de adentro para afuera y se enmarca en un solo plano. Tamara. cuando nota mi interés desmedido por su vecindario, me desanima: dice que a la noche cambia el panorama, cambian los personajes, se banaliza la escena. En lugar de la violinista hay un niñito jugando al Play, y el violín yace apabullado detrás del sillón; en la mesa de las viejas hay un florero horroroso; en lo del chico lindo hay también una chica linda que se lo come a besos: en la ventana del pájaro ya no está Violeta, sino sus papás haciendo la sobremesa: él Se fuma un puro y ella se toma una copita de oporto. «¿Cómo sabes que es oporto?», le pregunto. Tamara alza los hombros. Y en su ventana, continúa, aparece ella con su eterno cigarrillo y mira el patio vacío, oscuro como un pozo sin fondo. Allí se queda hasta que se hace tarde y todos, uno a uno, van cerrando las cortinas.
Aparición
Teo y yo transitábamos por la Costanera Sur, rumbo a una comida a la que nos habían invitado. En el camino el paisaje humano era el siguiente: señoritas y señoritos ejerciendo—con la sonrisa bien puesta, la panza adentro y el culo afuera—el oficio generoso de ser putos y putas. Nos paramos en una intersección para decidir hacia dónde doblar y vi que se nos acercaba un señor negro con afro y grandes pechos de silicona, que sólo llevaba puesto un calzón azul con estrellitas, como el de la Mujer Maravilla. El hombre venía meneando sus tetas hermosas, 2 descomunales y desprovistas de abrigo, en un baile carioca: «Brasil, lalá-lalá-lalá-lalá», movía los hombros hacia delante y hacia atrás. Quisimos seguir andando, pero el hombre se nos plantó enfrente; ahora Se ponía las manos en la cintura y hacía ese paso que consiste en simular un remolino con las caderas y bajar hasta casi tocar el piso. Cuando el tipo bajaba se le marcaban todos y cada uno de los músculos que deben marcarse en un cuerpo para considerarlo perfecto. Teo le hizo cambio de luces para que se quitara del medio y el hombre entendió que debía ponerse de espaldas, alzar los brazos y pasar a la lambada; Teo pitó y el hombre se dio una voltereta de media luna y, tras un brinquito muy ágil, terminó sentado en el capó jadeando de cansancio. «Gracias, señor, pero tenemos que seguir», le dijo Teo por la ventanilla y el carioca nos miró sonriente: su cara no era tan agraciada como su cuerpo y de adolescente debió haber sufrido mucho por el acné; pero la sonrisa que tenía superaba con creces sus tetas firmes, su agilidad y hasta sus dotes histriónicas. A mí me pareció que estaba frente a una aparición divina: sobre nuestro capó posaba sus nalgas una musa de la noche porteña, iluminada por la luz de un puesto de choripán del que salía un humo espeso y una cumbia mal sintonizada. A un lado de la musa se veían los edificios de Puerto Madero, enterrando sus cabezas en las nubes; al otro lado el río sucio y oloroso, y otras musas tomando por sorpresa a sus potenciales clientes. Miré al carioca acomodándose sus botas y su calzón de estrellas; lo vi sacudir la cabeza, quizá para sacarse el sudor, quizá para olvidarse rápidamente de otro intento fallido. Lo seguí mirando fascinada cuando arrancamos el carro y él hizo una elegante reverencia a nadie. Y después, cuando, caminando muy erguido, se volvió con su sonrisa a la vereda.
Certezas
Madrugada de viernes. Fiesta en la casa de alguien que no conozco. Veníamos de otra fiesta y el grupo se creció: inicialmente éramos C, Z y yo. C se perdió dos fiestas atrás, pero se sumaron otros que venían «casualmente» para el mismo lado. En una ciudad como Buenos Aires, con millones de personitas pululando por las calles, lo de las casualidades es más que inverosímil: cínico. No ocurren, estadísticamente es casi imposible. Si alguien menciona la palabra casualidad en una noche porteña, 10 que en verdad quiere decir es: «por favor, llevame con vos». Entonces, sí, las casualidades abundan. A veces te encaran con esos ojos hondos, suplicantes. A veces te apuntan con las pestañas tiesas, como agujas, a la espera de una señal para salir disparadas directo a tu frente. «¿Qué mirás, tarado?», le había dicho Z a uno de los advenedizos de la fiesta anterior: el mismo con quien habla ahora en un sofá y que se relame cada vez que ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Una vez vi a una muchacha hacer eso en una fiesta y alguien la bañó con agua mineral: ella lanzó una carcajada y sacudió la cabeza, y las gotas de agua saltaron de su pelo como una lluvia de diamantes. O quizá lo vi en una propaganda. Un gordito se le acerca a una chica sílfide de boca brillosa y le pregunta qué está tomando. Al cabo de un intenso escrutinio, la chica le dice: «¿Qué te importa?». Pero es obvio que habría querido hacerle una pregunta más elaborada, algo como: «¿Por qué, si sos hombre, tenés tetas?». Me voy al balcón. Adentro ya no queda mucha gente, y la que hay se la ve dócil, vencida. Adentro es esto: una sala de espera decadente, sin televisión ni revistas ni cuadros de enfermeras en la pared—«sh, guarde silencio»—. Me apoyo de codos en el balcón: al frente, más allá del puente, más allá del río, se ven las luces del barrio La Boca. Desde ciertos ángulos Buenos Aires da Manhattan. Ángulos pretenciosos. Vuelvo a mirar adentro y veo a una muchacha de pelo rojo que se acerca decidida hacia mí. O hacia el vacío: imagino que da un salto y se zambulle de brazos abiertos en la ciudad. «¿Vos sos . . . ?» me dice, apuntándome con su dedo raquítico al entrecejo. «De carne y huesos, le contesto. «Ah», dice ella, decepcionada, se da vuelta lentamente, como arrastrando una sombra pesada. Nunca la había visto, nunca la volveré a ver. No son muchas las certezas que una ciudad como ésta te ofrece, acá va una: ver personas por única vez. Me vuelvo a la otra vista, antes de que desaparezca: el río, el puente, La Boca, ahora tomados por el amanecer.
Cometas
Era un padre y una niña y un descampado en Vicente López, cerca del río, donde se vuelan cometas. El sol entraba y salía de las nubes, iluminándolos histéricamente. Ya era bien otoño y hacía frío. El padre desenredaba el hilo de la cometa, la niña hacía preguntas: «¿Y por qué vuela?» / «Porque es liviana» / «¿Lo liviano es lindo?» / «A veces.» / «¿Cuándo?» / «Cuando es liviano y lindo». Los otros padres miraban a los niños desde los carros estacionados al principio del terreno: tomaban mate, hablaban de fútbol. A este padre no le gustaba el fútbol. Tampoco el mate. A él nadie lo llevó a volar cometas cuando era chico y por eso tampoco le gustaban las cometas. No fue un niño desgraciado ni tuvo padres malvados: no lo llevaron a volar cometas porque a ellos tampoco les gustaban las cornetas. «¿Por qué vuelan las cometas?», insistía la niña. «Porque las obligan» / «¿Ah sí?» / «No sé.» Había conseguido desenredar el hilo y ahora desdoblaba la cometa, un rombo colorido con el dibujo enorme de una mariposa. La había hecho la niña en la escuela y después se pasó varios días haciendo dibujos de ella y su padre volando la cometa. La maestra le sugirió al padre que la llevara, que en el dibujo estaba claro que se lo estaba pidiendo; y después de decirle eso le guiñó un ojo. El padre quiso decirle a la maestra que si su hija quisiera ir a volar la cometa se lo diría, porque cada vez que quería algo se lo decía, y que su hija sabía que hacer un dibujo no era ni remotamente la manera de pedirle nada a él porque él odiaba los dibujos. Pero no pudo decirle nada de eso porque la maestra le guiñó el ojo y eso lo turbó. ¿Desde cuándo las maestras guiñaban el ojo? ¿Desde que querían acostarse con los padres? «¿Así?», la niña volaba la cometa, torpe y sin gracia; corría y la cometa se elevaba muy poco, se pegaba contra el piso y empezaba a desbaratarse. «Sí. perfecto», contestaba el padre y miraba a los padres que aplaudían y animaban a sus hijos expertos voladores de cometas. «¿Así?», seguía la niña, agitada de correr en círculos para que la cometa serpenteara. El padre se acercó, le agarró la mano y le enrolló bien fuerte el hilo: «No la soltés», la alzó y se largó a correr con ella. La cometa se elevó muy alto, la niñita se reía contenta, hasta que, de pronto, enmudeció: la había soltado. «¿Qué pasó?», dijo el padre, parándose en seco. La niña estaba a punto de llorar, se miró la mano marcada con el hilo: roja y entumecida. «¿Te duele?», preguntó el padre, impaciente. Ella negó enérgica con la cabeza. Después alzó la cara: «iMirá!», y señaló arriba, hacia el cielo de colores que flotaba sobre ellos.
Loop
Estaba en un café, mesa al lado de la ventana, con mi amigo R y un par de tazas de té con leche, R tenía un sombrerito de lana y el pelo salido a los lados como un león con frizz. Llovía, la tarde se apagaba y empezaba a hacer frío. El vidrio de la ventana se empañaba y R se empeñaba en limpiarlo con los dedos: primero hacía un círculo y después otro dentro de ése, y después otro dentro del nuevo, hasta que se volvía un solo gran círculo nítido. que empezaba a empañarse por los bordes. Por el círculo se veía la calle Corrientes, el Obelisco, un taxi y un señor que fumaba en la vereda con un impermeable verde. El señor también estaba en el café y era la tercera vez que salía en media hora. Se había acercado a pedirnos fuego. «Estoy haciendo un descanso», había dicho, señalando el taxi de afuera. Nosotros asentimos y el hombre salió a fumar. Después volvió y pidió más fuego y su intervención fue un poco más larga: «¿Saben?, acabo de llevar a una chica por unos bolichitos, varios bolichitos . . . Estaba como loca porque había perdido su celular». R, que estaba concentrado en rellenar Sus círculos, susurró: «¿Qué?». Y el hombre me miró, parecía impaciente. Yo le dije que R era chileno, y que eso le impedía entender las de entrada, había que explicárselas dos y tres veces. Esperé que se sonriera, era un chiste malo, pero era un chiste. El hombre asintió y volvió su historia: «Pero es lo que digo: que la gente está bien elotuda últimamente. Esta chica que les digo era una completa pelotuda, y yo no creo que fuera chilena». El tipo tenía el cigarrillo apagado en la boca, temblando, mientras hablaba. Salió a la R dijo está loco. Yo lo miré por la ventana y más bien me pareció angustiado. Cuando volvió a entrar se sentó en su mesa y me volví a mirarlo. El hombre levantó el mentón: «¿Qué fue, piba?» «¿La chica encontró el celular?», le pregunté. El tipo se acercó otra vez a nuestra mesa, se puso un cigarrillo en la boca y habló: «No, se puso a llorar como una nena, me rompió las pelotas y la bajé del auto—imitó el gesto de abrir la puerta del taxi y pedirle que se bajara, casi galante—, pero no quería bajarse porque estaba lloviendo; entonces abrí la puerta y la empujé imitó el gesto de empujarla delicadamente—, pero nada, entonces la empujé mas fuerte—imitó el gesto de empujarla con violencia—y la dejé ahí tirada—suspiró—, en la vereda». R y yo nos miramos. El hombre pidió fuego, prendió el cigarrillo: «Estoy haciendo un descanso», dijo, señaló el taxi de afuera. Del circulo en la ventana sólo quedaba un parche, a punto de ser consumido por la niebla.
Escena de bar
Entra al bar una chica que discute con un chico: le dice que quizá tendría que agarrar su mala vibra, meterla en una bolsa biodegradable y lanzarla al río, y que alguna vez tendría que hacer una lista honesta de cosas que—tomando cierta distancia ideológica de sí mismo—considerara indigna de sus actos y palabras, conforme a la calidad de su persona presuntamente noble de sentimientos y se atraganta con el llanto, y golpea el pecho del chico con los dos dedos que mejor sirven a esos propósitos, el índice y el corazón: «Me das lástimas». La furia le sale por los ojos. El chico le saca los dedos de un manotazo y se aparta brusco; le dice que alguna vez ella tendría que ver más allá de sus prejuicios y entender que el mundo no es un huevo podrido y que ella no es impoluta y virginal—esas dos palabras las dice con expresión de asco profundo—, que ella bien puede ser una porquería de persona cuando le da la gana, y que mejor no lo haga hablar, y que pare de llorar porque todo el mundo los está mirando. La chica se da vuelta, nos mira a los presentes con nuestras tazas en la mano, perplejos. «¿Qué miran?», dice. Un gran murmullo llena el saloncito: es la suma de las conversaciones que la gente simula retomar en las mesas. «Qué miran!», grita la chica y el chico la toma por los hombros, trata de llevarla a un rincón del bar: «Sh», le dice. Pero la chica se zafa y, en ese movimiento, golpea la cara del chico con el brazo; el chico se cubre la cara y repite: «Perra, perra, perra», el volumen de su voz en ascenso. La chica se cruza de brazos y dice: «Ja». Y él se descubre la cara, la empuja fuerte, ella se pega de espaldas contra la barra y lanza un gemido de dolor. Algunos se paran de sus mesas, no se mueven, dicen cosas corno: «qué animal», «qué bruto», «la va a matar, ¡hagan algo. por favor!»—porque hay gente que cree que su utilidad al mundo consiste en anunciar un peligro inminente, visible también para el resto—. Entonces un mesero los aborda, les pide que se sienten o que se retiren, que tienen a todo el mundo nervioso. «Idiota», dice la chica mirando al mesero, que contesta con un balbuceo: «¿Qué?», y se acomoda el lazo del cuello. El chico se para delante de la chica y encara al mesero: «Que sos un idiota». El mesero respira hondo y les señala la puerta: «Fuera», la mandíbula le tiembla. El chico toma la mano de la chica, pasea la mirada por el saloncito, suda. Caminan rumbo a la puerta. «¿Amor?», dice la chica, en un tono suplicante. El chico le pasa el brazo por los hombros: «¿Qué, amor?»—siguen avanzando—. Ella lo abraza por la cintura, ladea la cabeza, la apoya en su pecho: «Nada». Salen. En el saloncito, todos callados, esperamos a que vuelvan a entrar, hagan la reverencia, reciban los aplausos. Pero no, no sucede nada de eso.
Hay casas que son muchas casas, están en esos edificios con patio interior al que miran todas las ventanas. En Buenos Aires he visto un par, en uno de vive mi amiga Tamara. Es un lugar elegante y por eso llama la atención la ausencia total de privacidad. Más raro es que todos se ven pero nadie interactúa. Tamara y yo nos sentamos en Su sala a tomar el té, por ejemplo, y por la ventana se ven las ventanas de enfrente; nos acercamos un poco más y vemos las de arriba y las de abajo. Todas están llenas, siempre pasa algo. Hay una jovencita que practica el violín cada tarde y hace un ademán tembleque cuando arranca. Hay dos viejas emperifolladas que juegan cartas y comen torta. Hay un chico que estudia acodado en la ventana y Tamara dice que si tuviera quince años más le saltaría encima. Hay una jaula con un pájaro al que una niña alimenta con salchicha. Tamara no sabe los nombres de nadie. Cree que la niña se llama Violeta porque su hijo Pablo la mencionó el Otro día: «¡Violeta es disexual!» le dijo. «¿Quién es Violeta?», preguntó Tamara. Él le dijo que la del 4-k. Cada tanto voy a visitar a Tamara; ella fuma y habla de 10 de siempre: de su divorcio. Yo miro las ventanas de afuera y pienso bobadas, como que esas personas conforman un elenco de actores y, salvo la jovencita del violín, sus partes deben transcurrir en silencio. Siempre caigo en la tentación obvia de imaginar que un día alguien va a salirse del guión y a dañarlo todo. A perturbar esa convivencia acética y silenciosa. A gritar por la ventana: «Violeta es disexual,» o alguna otra cosa. Pero eso no sucede. Llevan allí más de un siglo: las ventanas, digo; y la idea de que la vida transcurre de adentro para afuera y se enmarca en un solo plano. Tamara. cuando nota mi interés desmedido por su vecindario, me desanima: dice que a la noche cambia el panorama, cambian los personajes, se banaliza la escena. En lugar de la violinista hay un niñito jugando al Play, y el violín yace apabullado detrás del sillón; en la mesa de las viejas hay un florero horroroso; en lo del chico lindo hay también una chica linda que se lo come a besos: en la ventana del pájaro ya no está Violeta, sino sus papás haciendo la sobremesa: él Se fuma un puro y ella se toma una copita de oporto. «¿Cómo sabes que es oporto?», le pregunto. Tamara alza los hombros. Y en su ventana, continúa, aparece ella con su eterno cigarrillo y mira el patio vacío, oscuro como un pozo sin fondo. Allí se queda hasta que se hace tarde y todos, uno a uno, van cerrando las cortinas.
Aparición
Teo y yo transitábamos por la Costanera Sur, rumbo a una comida a la que nos habían invitado. En el camino el paisaje humano era el siguiente: señoritas y señoritos ejerciendo—con la sonrisa bien puesta, la panza adentro y el culo afuera—el oficio generoso de ser putos y putas. Nos paramos en una intersección para decidir hacia dónde doblar y vi que se nos acercaba un señor negro con afro y grandes pechos de silicona, que sólo llevaba puesto un calzón azul con estrellitas, como el de la Mujer Maravilla. El hombre venía meneando sus tetas hermosas, 2 descomunales y desprovistas de abrigo, en un baile carioca: «Brasil, lalá-lalá-lalá-lalá», movía los hombros hacia delante y hacia atrás. Quisimos seguir andando, pero el hombre se nos plantó enfrente; ahora Se ponía las manos en la cintura y hacía ese paso que consiste en simular un remolino con las caderas y bajar hasta casi tocar el piso. Cuando el tipo bajaba se le marcaban todos y cada uno de los músculos que deben marcarse en un cuerpo para considerarlo perfecto. Teo le hizo cambio de luces para que se quitara del medio y el hombre entendió que debía ponerse de espaldas, alzar los brazos y pasar a la lambada; Teo pitó y el hombre se dio una voltereta de media luna y, tras un brinquito muy ágil, terminó sentado en el capó jadeando de cansancio. «Gracias, señor, pero tenemos que seguir», le dijo Teo por la ventanilla y el carioca nos miró sonriente: su cara no era tan agraciada como su cuerpo y de adolescente debió haber sufrido mucho por el acné; pero la sonrisa que tenía superaba con creces sus tetas firmes, su agilidad y hasta sus dotes histriónicas. A mí me pareció que estaba frente a una aparición divina: sobre nuestro capó posaba sus nalgas una musa de la noche porteña, iluminada por la luz de un puesto de choripán del que salía un humo espeso y una cumbia mal sintonizada. A un lado de la musa se veían los edificios de Puerto Madero, enterrando sus cabezas en las nubes; al otro lado el río sucio y oloroso, y otras musas tomando por sorpresa a sus potenciales clientes. Miré al carioca acomodándose sus botas y su calzón de estrellas; lo vi sacudir la cabeza, quizá para sacarse el sudor, quizá para olvidarse rápidamente de otro intento fallido. Lo seguí mirando fascinada cuando arrancamos el carro y él hizo una elegante reverencia a nadie. Y después, cuando, caminando muy erguido, se volvió con su sonrisa a la vereda.
Certezas
Madrugada de viernes. Fiesta en la casa de alguien que no conozco. Veníamos de otra fiesta y el grupo se creció: inicialmente éramos C, Z y yo. C se perdió dos fiestas atrás, pero se sumaron otros que venían «casualmente» para el mismo lado. En una ciudad como Buenos Aires, con millones de personitas pululando por las calles, lo de las casualidades es más que inverosímil: cínico. No ocurren, estadísticamente es casi imposible. Si alguien menciona la palabra casualidad en una noche porteña, 10 que en verdad quiere decir es: «por favor, llevame con vos». Entonces, sí, las casualidades abundan. A veces te encaran con esos ojos hondos, suplicantes. A veces te apuntan con las pestañas tiesas, como agujas, a la espera de una señal para salir disparadas directo a tu frente. «¿Qué mirás, tarado?», le había dicho Z a uno de los advenedizos de la fiesta anterior: el mismo con quien habla ahora en un sofá y que se relame cada vez que ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Una vez vi a una muchacha hacer eso en una fiesta y alguien la bañó con agua mineral: ella lanzó una carcajada y sacudió la cabeza, y las gotas de agua saltaron de su pelo como una lluvia de diamantes. O quizá lo vi en una propaganda. Un gordito se le acerca a una chica sílfide de boca brillosa y le pregunta qué está tomando. Al cabo de un intenso escrutinio, la chica le dice: «¿Qué te importa?». Pero es obvio que habría querido hacerle una pregunta más elaborada, algo como: «¿Por qué, si sos hombre, tenés tetas?». Me voy al balcón. Adentro ya no queda mucha gente, y la que hay se la ve dócil, vencida. Adentro es esto: una sala de espera decadente, sin televisión ni revistas ni cuadros de enfermeras en la pared—«sh, guarde silencio»—. Me apoyo de codos en el balcón: al frente, más allá del puente, más allá del río, se ven las luces del barrio La Boca. Desde ciertos ángulos Buenos Aires da Manhattan. Ángulos pretenciosos. Vuelvo a mirar adentro y veo a una muchacha de pelo rojo que se acerca decidida hacia mí. O hacia el vacío: imagino que da un salto y se zambulle de brazos abiertos en la ciudad. «¿Vos sos . . . ?» me dice, apuntándome con su dedo raquítico al entrecejo. «De carne y huesos, le contesto. «Ah», dice ella, decepcionada, se da vuelta lentamente, como arrastrando una sombra pesada. Nunca la había visto, nunca la volveré a ver. No son muchas las certezas que una ciudad como ésta te ofrece, acá va una: ver personas por única vez. Me vuelvo a la otra vista, antes de que desaparezca: el río, el puente, La Boca, ahora tomados por el amanecer.
Cometas
Era un padre y una niña y un descampado en Vicente López, cerca del río, donde se vuelan cometas. El sol entraba y salía de las nubes, iluminándolos histéricamente. Ya era bien otoño y hacía frío. El padre desenredaba el hilo de la cometa, la niña hacía preguntas: «¿Y por qué vuela?» / «Porque es liviana» / «¿Lo liviano es lindo?» / «A veces.» / «¿Cuándo?» / «Cuando es liviano y lindo». Los otros padres miraban a los niños desde los carros estacionados al principio del terreno: tomaban mate, hablaban de fútbol. A este padre no le gustaba el fútbol. Tampoco el mate. A él nadie lo llevó a volar cometas cuando era chico y por eso tampoco le gustaban las cometas. No fue un niño desgraciado ni tuvo padres malvados: no lo llevaron a volar cometas porque a ellos tampoco les gustaban las cornetas. «¿Por qué vuelan las cometas?», insistía la niña. «Porque las obligan» / «¿Ah sí?» / «No sé.» Había conseguido desenredar el hilo y ahora desdoblaba la cometa, un rombo colorido con el dibujo enorme de una mariposa. La había hecho la niña en la escuela y después se pasó varios días haciendo dibujos de ella y su padre volando la cometa. La maestra le sugirió al padre que la llevara, que en el dibujo estaba claro que se lo estaba pidiendo; y después de decirle eso le guiñó un ojo. El padre quiso decirle a la maestra que si su hija quisiera ir a volar la cometa se lo diría, porque cada vez que quería algo se lo decía, y que su hija sabía que hacer un dibujo no era ni remotamente la manera de pedirle nada a él porque él odiaba los dibujos. Pero no pudo decirle nada de eso porque la maestra le guiñó el ojo y eso lo turbó. ¿Desde cuándo las maestras guiñaban el ojo? ¿Desde que querían acostarse con los padres? «¿Así?», la niña volaba la cometa, torpe y sin gracia; corría y la cometa se elevaba muy poco, se pegaba contra el piso y empezaba a desbaratarse. «Sí. perfecto», contestaba el padre y miraba a los padres que aplaudían y animaban a sus hijos expertos voladores de cometas. «¿Así?», seguía la niña, agitada de correr en círculos para que la cometa serpenteara. El padre se acercó, le agarró la mano y le enrolló bien fuerte el hilo: «No la soltés», la alzó y se largó a correr con ella. La cometa se elevó muy alto, la niñita se reía contenta, hasta que, de pronto, enmudeció: la había soltado. «¿Qué pasó?», dijo el padre, parándose en seco. La niña estaba a punto de llorar, se miró la mano marcada con el hilo: roja y entumecida. «¿Te duele?», preguntó el padre, impaciente. Ella negó enérgica con la cabeza. Después alzó la cara: «iMirá!», y señaló arriba, hacia el cielo de colores que flotaba sobre ellos.
Loop
Estaba en un café, mesa al lado de la ventana, con mi amigo R y un par de tazas de té con leche, R tenía un sombrerito de lana y el pelo salido a los lados como un león con frizz. Llovía, la tarde se apagaba y empezaba a hacer frío. El vidrio de la ventana se empañaba y R se empeñaba en limpiarlo con los dedos: primero hacía un círculo y después otro dentro de ése, y después otro dentro del nuevo, hasta que se volvía un solo gran círculo nítido. que empezaba a empañarse por los bordes. Por el círculo se veía la calle Corrientes, el Obelisco, un taxi y un señor que fumaba en la vereda con un impermeable verde. El señor también estaba en el café y era la tercera vez que salía en media hora. Se había acercado a pedirnos fuego. «Estoy haciendo un descanso», había dicho, señalando el taxi de afuera. Nosotros asentimos y el hombre salió a fumar. Después volvió y pidió más fuego y su intervención fue un poco más larga: «¿Saben?, acabo de llevar a una chica por unos bolichitos, varios bolichitos . . . Estaba como loca porque había perdido su celular». R, que estaba concentrado en rellenar Sus círculos, susurró: «¿Qué?». Y el hombre me miró, parecía impaciente. Yo le dije que R era chileno, y que eso le impedía entender las de entrada, había que explicárselas dos y tres veces. Esperé que se sonriera, era un chiste malo, pero era un chiste. El hombre asintió y volvió su historia: «Pero es lo que digo: que la gente está bien elotuda últimamente. Esta chica que les digo era una completa pelotuda, y yo no creo que fuera chilena». El tipo tenía el cigarrillo apagado en la boca, temblando, mientras hablaba. Salió a la R dijo está loco. Yo lo miré por la ventana y más bien me pareció angustiado. Cuando volvió a entrar se sentó en su mesa y me volví a mirarlo. El hombre levantó el mentón: «¿Qué fue, piba?» «¿La chica encontró el celular?», le pregunté. El tipo se acercó otra vez a nuestra mesa, se puso un cigarrillo en la boca y habló: «No, se puso a llorar como una nena, me rompió las pelotas y la bajé del auto—imitó el gesto de abrir la puerta del taxi y pedirle que se bajara, casi galante—, pero no quería bajarse porque estaba lloviendo; entonces abrí la puerta y la empujé imitó el gesto de empujarla delicadamente—, pero nada, entonces la empujé mas fuerte—imitó el gesto de empujarla con violencia—y la dejé ahí tirada—suspiró—, en la vereda». R y yo nos miramos. El hombre pidió fuego, prendió el cigarrillo: «Estoy haciendo un descanso», dijo, señaló el taxi de afuera. Del circulo en la ventana sólo quedaba un parche, a punto de ser consumido por la niebla.
Escena de bar
Entra al bar una chica que discute con un chico: le dice que quizá tendría que agarrar su mala vibra, meterla en una bolsa biodegradable y lanzarla al río, y que alguna vez tendría que hacer una lista honesta de cosas que—tomando cierta distancia ideológica de sí mismo—considerara indigna de sus actos y palabras, conforme a la calidad de su persona presuntamente noble de sentimientos y se atraganta con el llanto, y golpea el pecho del chico con los dos dedos que mejor sirven a esos propósitos, el índice y el corazón: «Me das lástimas». La furia le sale por los ojos. El chico le saca los dedos de un manotazo y se aparta brusco; le dice que alguna vez ella tendría que ver más allá de sus prejuicios y entender que el mundo no es un huevo podrido y que ella no es impoluta y virginal—esas dos palabras las dice con expresión de asco profundo—, que ella bien puede ser una porquería de persona cuando le da la gana, y que mejor no lo haga hablar, y que pare de llorar porque todo el mundo los está mirando. La chica se da vuelta, nos mira a los presentes con nuestras tazas en la mano, perplejos. «¿Qué miran?», dice. Un gran murmullo llena el saloncito: es la suma de las conversaciones que la gente simula retomar en las mesas. «Qué miran!», grita la chica y el chico la toma por los hombros, trata de llevarla a un rincón del bar: «Sh», le dice. Pero la chica se zafa y, en ese movimiento, golpea la cara del chico con el brazo; el chico se cubre la cara y repite: «Perra, perra, perra», el volumen de su voz en ascenso. La chica se cruza de brazos y dice: «Ja». Y él se descubre la cara, la empuja fuerte, ella se pega de espaldas contra la barra y lanza un gemido de dolor. Algunos se paran de sus mesas, no se mueven, dicen cosas corno: «qué animal», «qué bruto», «la va a matar, ¡hagan algo. por favor!»—porque hay gente que cree que su utilidad al mundo consiste en anunciar un peligro inminente, visible también para el resto—. Entonces un mesero los aborda, les pide que se sienten o que se retiren, que tienen a todo el mundo nervioso. «Idiota», dice la chica mirando al mesero, que contesta con un balbuceo: «¿Qué?», y se acomoda el lazo del cuello. El chico se para delante de la chica y encara al mesero: «Que sos un idiota». El mesero respira hondo y les señala la puerta: «Fuera», la mandíbula le tiembla. El chico toma la mano de la chica, pasea la mirada por el saloncito, suda. Caminan rumbo a la puerta. «¿Amor?», dice la chica, en un tono suplicante. El chico le pasa el brazo por los hombros: «¿Qué, amor?»—siguen avanzando—. Ella lo abraza por la cintura, ladea la cabeza, la apoya en su pecho: «Nada». Salen. En el saloncito, todos callados, esperamos a que vuelvan a entrar, hagan la reverencia, reciban los aplausos. Pero no, no sucede nada de eso.