Mi madre en la ventana

Luisa Castro

Artwork by Elizabeth Gabrielle Lee

Había una diferencia entre las madres y las mamás. Cuando en el colegio sor Águeda le preguntaba a Esther Alonso por su mamá, o cuando en el patio del colegio todas aquellas mujeres esperaban nuestra salida y sor Águeda le decía a Esther Alonso: «Mira, tu mamá, te espera tu mamá», yo ya sabía que entre Esther Alonso y yo había un mundo de distancia y que entre aquellas mujeres no se encontraría nunca mi madre. Yo tenía madre, claro, pero no era una mamá. Cuando Esther Alonso decía “mi mamá...” yo la sentía un poco ridícula y muy pequeña a mi lado. Sólo escucharla me obligaba a ponerme en un lugar incómodo, a sentirme más pequeña también. Era una cuestión de lenguaje pero me impedía ser amiga de Esther Alonso. Convivir con ella en el mismo pupitre era algo llevadero hasta que no se cruzaba por medio aquella palabra, o quizás otra como “mi papá”, o tal vez “mi hermanito”, todas pertenecientes a un vocabulario de una galaxia lejanísima de esas que gusta ver en los cómics pero que una nunca se arriesgaría a visitar.  

A los hijos de papá y mamá los caracterizaba una bondad tierna y atontada y una inocencia peculiar, algo que siempre me daba un poco de pena. Y nunca dejaban de ser ellos mismos aunque esto supusiera mantenerse al margen de muchos juegos en los que tranquilamente no participaban. La conformidad tenía para mí un encanto arrollador y Esther Alonso era una niña quieta y conforme. No sé cómo nos vería Esther Alonso a las demás, aunque yo creo que no se enteraba. Esto de andarse poniendo en el lugar del otro es una debilidad de muy pocos, me parece. 

Un día entré en la casa de Esther Alonso. Estaba en penumbra, pero se adivinaba una escenografía mínimamente suntuosa: lámparas, aparatos de música y tapices. Su madre estaba muy arreglada, como recién salida de la peluquería, le brillaba la cara y fumaba envuelta en una bata de casa con aves bordadas. No pareció muy perturbada por mi presencia y eso que no me conocía. Nos hizo la merienda y luego se retiró al salón a fumar. Esther y yo jugamos con sus juguetes alegremente hasta el anochecer. 

Ese día volví a casa a la hora de cenar. Pensé que llegaba tarde pero mi madre todavía no había entrado en la cocina: estaba apoyada en la ventana junto a mi hermana, viendo cómo mi padre construía detrás de la casa un garaje para el coche. Era un garaje de madera como la cabaña del tío Tom. La parte de atrás de nuestro edificio estaba llena de construcciones de este tipo, más o menos artesanas y provisionales. Todos los vecinos se habían apresurado a construir su propio garaje en aquel lugar que el Ayuntamiento tenía reservado para zona verde y espacio comunitario. Quizás algún día llegaría una excavadora y retiraría todos aquellos tinglados y nadie se iba a oponer. Nosotros fuimos los últimos en montar nuestra choza y mi madre parecía muy satisfecha de ver a mi padre con maderas y serruchos finalmente decidido a dar aquel paso. Como estaba oscureciendo no pudimos ver la labor terminada, pero por la mañana el garaje me pareció una obra de arte. Era algo más grande que los otros, de madera nueva pintada de blanco, y tenía una contundencia arquitectónica que casi nos pareció peligrosa. 

—No debería quedar tan bien —fue la única objeción de mi madre—, si fuera un poco peor no darían tantas ganas de tirarlo.  

Mi padre estaba orgulloso y tranquilo. 

—Nadie lo va a tirar. ¿No ves los demás? Tendrían que gastar mucho en destrozar todos los garitos. Y nadie se preocupa ya de eso, ¿por qué has de preocuparte tú? 

—No sé. 

Pasaron varios días sin que hubiera ningún contratiempo, y después de algunas semanas el garaje todavía seguía en pie. Hay pequeñas cosas, como ver cada mañana un garaje de madera en el mismo sitio, que parecen milagros. Por las tardes después de salir del colegio y antes de subir a casa, mi hermana y yo íbamos directas al garaje, dejábamos los libros encima del capó del 127 y jugábamos a perseguirnos y escondernos detrás de las ruedas del coche, o montábamos una cocina sobre los hatos de leña que mi padre amontonaba escrupulosamente en el escaso metro que sobraba frente al guardabarros. Aquello no tenía nada que ver con el espacioso desván de Esther Alonso, lleno de juguetes y rincones maravillosos, pero yo no era consciente de eso, a mí el garaje me parecía una conquista espacial, un territorio ganado a los comanches, un submarino hallado en el fondo del mar. 

Cuando hubo pasado el tiempo suficiente y ya nadie temía por el derrumbe del garaje, nuestros juegos se extendieron a los territorios vecinos. Cada bodega o caseta estaba separada de la siguiente por lindes que sólo los usuarios conocíamos. Ningún extraño que se internara en aquel laberinto de chabolas podía imaginar el mapa de fronteras que lo atravesaban, pero nosotras conocíamos muy bien su trazado. La colonización particular de cada vecino impuso una repartición de hecho que nunca se discutió. Las leyes de la ilegalidad son bastante más estrictas que las oficiales, y nadie puso jamás en entredicho la distribución irregular de las parcelas. Algunas eran bastante más grandes que otras, para eso sus dueños habían corrido el riesgo de dar el primer paso. Los más temerarios abrieron camino, eligieron mejores localizaciones y se quedaron con más terreno. Los rezagados y temerosos como nosotros nos conformamos con el espacio que nos quedaba, y nunca sentimos envidia ni nada parecido por las ventajas de los primeros colonos.  

Nuestro garaje sin embargo tenía una ganancia con respecto a los otros: por el lado derecho lindaba con un muro de cemento de un metro de altura, construido con todas las de la ley y que servía para segregar aquella floración de chabolas desordenadas de otros territorio donde empezaban los terrenos ortogados por el Ayuntamiento. Esta proximidad con el cemento armado daba a nuestro garaje una consistencia y una entidad que no tenían los otros, construidos con materiales de desecho o prefabricados. Precisamente, uno de los juegos que más me gustaba era pasearme haciendo equilibrios por encima de aquel muro firme, rodeando el lado derecho del garaje hasta alcanzar la parte de atrás no accesible de ninguna otra forma y que nos servía como lugar secreto.  

A Esther Alonso no la invité el primer día a jugar sobre le muro. Esperé a que fuera tan mío como el garaje. Vino una tarde de otoño que aún hacía sol, la llevé directamente a las chabolas y le indiqué, subida al muro, el lugar recóndito. Pero Esther no se quiso subir.  

—Quiero la merienda —me dijo.  

Yo sabía que a mi madre no le iba a gustar que llevara nadie a jugar al garaje. Ella pensaba que cuanto menos anduviéramos por allí, mejor. Pero quise satisfacer a Esther pues en parte le debía aquella merienda. Mientras subía las escaleras de dos en dos ya me di cuenta que mis relaciones con Esther Alonso empezaban a enturbiarse con el fango del compromiso y que además no me interesaba mucho la amistad de un ser que prefería un trozo de pan con chocolate a mi oferta de lugares inaccesibles. Y además estaba mi madre, que no era una mamá de esas que te reciben con batas llenas de pavos reales y que te preparan la merienda ellas mismas. 

—No, no, quédate —le dije a Esther—, yo te traigo la merienda. Ahora vuelvo. 

En un salto llegué a casa y ayudada de un taburete alcancé la alacena de la cocina y cogí las provisiones. 

—¿Qué haces? 

Mi madre enseguida detectó mi sigilo. 

—Tengo a una amiga abajo. Le llevo la merienda.  

Mi madre reaccionó muy bien. No sé qué entendería por “abajo”.  

—No os hagáis daño —me dijo. Y se lo agradecí mucho. 

Cuando volví a reunirme con Esther ya había sorpresas, y no buenas. Laura, la hija de mis vecinos, se había sumado a la expedición del lugar secreto. Me puso furiosa aquella intromisión. Sin siquiera mirar a Laura, que me sonreía como una idiota, me dirigí a Esther y le entregué la merienda requerida.  

—Toma. Me lo ha dado mi “mamá —dije—, nos dice que no nos hagamos daño. 

Y enseguida noté que Laura ponía una cara muy sorprendente, como de estar viendo un espectáculo inusual, y sin duda debía serlo el oír a mí hablar de mi “mamá” y del “daño”. Yo misma me horroricé. El trozo de pan con chocolate me dificultaba un poco mis planes de viajar a través del muro pero me subí tentada por el reto, y detrás, sin que nadie la invitara a jugar, se subió Laura, mi vecina, mientras Esther permaneció quieta y en tierra comiendo trocitos de chocolate con pan. Aunque no me hacía mucha gracia, yo estaba dispuesta a dejar entrar a Laura en el juego si veía que aquello animaba a Esther, pero cuando vi a mi vecina subida al muro mientras Esther se mantenía en el suelo, me sucedió algo muy raro. 

—No. Tú no —le dije.  

—¿Por qué yo no? —preguntó Laura, mientras mantenía el equilibrio con los brazos en cruz. 

 Con sólo tocarla la hubiera derribado pero me contuve. 

—Porque no. Porque no quiero y ya está. Este muro es sólo mío y al lugar secreto viene Esther y no tú. 

Esther comía trocitos de pan y parecía no oír nada. Yo la veía desde lo alto del muro sin inmutarse. Frente a mí, Laura intentaba avanzar.  

—Te digo que no, vete a tu garaje —repetí—, éste es “mi” garaje. 

En las sienes de Laura crecían ríos mientras se ponía pálida.  

—Pero el muro no es tuyo, el muro no es tuyo —contestó, y quiso dar un paso más. 

—No sigas —la avisé. 

Laura avanzó, y a mí la cabeza se me llenó de sangre, y luego hice lo que no tenía que haber hecho. Cuando recobré el equilibrio sobre el muro, ya no había vuelta atrás: Esther, impertérrita, con los pies clavados en el suelo, ahora comía trocitos de chocolate en vez de pan. Mi madre observaba la escena desde la ventana como un tercero. Y en la ventana de la casa de Laura vi a la madre de ésta moviendo los brazos y agitándose, muy excitada y sin peinar, como si algo horrendo la hubiera despertado y hubiera acudido desde el fondo de la cama donde según los vecinos se pasaba el día durmiendo sin que nada ni nadie la arrancara de allí. Ya me di cuenta de que algo irreparable había ocurrido, algo bastante grave para que aquella mujer que nunca se dejaba ver apareciera de pronto escandalizando por la ventana. Gritaba con todas sus fuerzas, me amenazaba. 

—¡Te deshago, como te coja te deshago! —oí que se dirigía a mí—...y tú, Laura, sube, no te acerques a ese animal.  

Laura estaba tirada en el suelo. Yo misma la había derribado, pero me resultaba todo un poco exagerado. Sólo sangraba por una rodilla y lloraba desconsoladamente. Su madre desde la ventana se desgañitaba en amenazas y yo me moría de rabia y de vergüenza mientras Esther Alonso desaparecía como una gallina entre el laberinto de los garajes. Tres o cuatro cabezas se asomaron a las ventanas, llamadas por el escándalo. Por un momento me sentí en peligro, jamás había visto a nadie tan fuera de sí como lo estaba la madre de Laura, pero me tranquilizó pensar que no se atrevería a bajar y pegarme ante toda aquella gente, ella que no salía de su casa ni para comprar el pan. Mi madre se mantuvo todo el tiempo detrás de la ventana de nuestra casa, un poco retirada de medio cuerpo hacia dentro, sin intervenir. Laura, ensoberbecida por la sangre y la razón, se fue a su casa como un león herido, con el desprecio y la grandeza de los héroes derribados, repitiendo aquello que todavía resuena en mis oídos. 

—No es tuyo, el muro no es tuyo. 

Permanecí allí subida más tiempo del normal, creo, esperando no sé qué muestra de apoyo por parte de alguien, de mi “mamá” quizás. Pero ella se retiró de la ventana, el refuerzo nunca llegó y allí me quedé sola.  

 

*

Cuando subí a casa, llorando, se lo reproché. 

—Y tú ahí, sin moverte. ¿Por qué no me defendiste? 

Creo que me puse un poco dramática por aquel primer abandono, al que luego siguieron otros que fui encarando mejor, porque siempre tenían las mismas características: yo iba metiéndome sin querer en algún lío de esos que no te dejan dormir y cuando acudía a mi madre para encontrar justificación o consuelo, hallaba una mujer extraña que se lavaba las manos y que me dejaba perpleja con su imparcialidad. 

—Ya ves —era como si me dijera ella—, apáñatelas. 

No era indiferencia lo que me demostraba mi madre ni lo que apreciaba yo sino algo que fue teniendo para mí un significado muy hondo y un poco estremecedor, como si aquellos abandonos de mi madre fueran nuestro verdadero lazo, el único modo de recordarme la condición de nuestra mutua soledad.  

Dejarse tentar por el demonio es un modo de llamar a Dios, el más desesperado quizás. Yo sé que en cada maldad o en cada situación de riesgo siempre ando buscando la clemencia de mi madre, su refrendo incondicional, ese apoyo que sé que nunca llegará, lo que me permite despreciar profundamente a las “mamás” que justificarían la más grave abyección de sus hijos, con el desprecio hacia aquello que nunca le pertenecerá a uno, como el muro de cemento que rodeaba nuestro garaje. Yo puedo pasearme sobre esas cosas, usarlas de puente a lugares secretos, pero cualquier intento de poseerlas es el camino más recto hacia el desprecio y el ridículo. Lo mismo me ha pasado cuando he querido ver en mi madre otra madre, por esta absurda tendencia que ya es vicio de ponerse en el pellejo de los otros, en el de Esther Alonso, en el de Laura Casín. 

—Hasta esa mujer que se pasa el día borracho y en la cama sabe defender a su hija. ¿No lo ves? 

Pero mi madre no veía nada, sólo me miraba con pena y estupefacción. 

—No hay que empujar a nadie —me dijo sin alzar la voz. 

—¡Tú no me vas a buscar al colegio! —repliqué. 

La lista de reproches y agravios fue larga. Recuerdo que terminé extenuada, prometiendo por mi parte que nunca más pegaría a nadie y haciéndole asegurar a mi madre que al día siguiente saldría unoco antes del trabajo y estaría esperándome a la salida del colegio. Pero la costumbre para un niño es toda su libertad, y a la mañana siguiente me pasé las cuatro horas de clase en un puro nervio esperando no encontrar a mi madre a la salida, deseando que los acontecimientos del día anterior no cambiaran nada entre nosotras. ¡Y al sonar la campana le agradecí tanto no verla entre aquellas cabezas de mamás olfativas! ¡Todo seguía igual entre nosotras! Y pude correr como cada día libre hacia mi casa, entretenerme a mi antojo en los escaparates, subir al trote las escaleras del portal, y sobre todo —lo que me hacía sentir tan bien—abrir la puerta de casa yo misma con mi propia llave, un derecho y una responsabilidad que aún no habían adquirido ninguna de mis amigas. 

Al meter la llave en la cerradura enseguida noté que alguien abría por dentro. Mi madre había salido un poco antes del trabajo y sonreía frente a mí: 

—No fui a buscarte. Así comemos antes.  

 

*

Todavía puedo decir que estos descubrimientos que he ido haciendo de mi madre, este modo suyo de tomarme en serio y hasta de entregarme a la policía si hace falta, sin venderme por un regalo o un cariño, sigue resultándome estremecedor. En mi recuerdo es la máxima prueba del sentido de la verdad que ella tiene y del que yo carezco. Así como recuerdo varias escenas de tierno encubrimiento por parte de mi padre, de mi madre no recuerdo ni una sola concesión en lo que se refiere a “problemas reales o imaginarios con la justicia”. Al contrario, estoy segura de que su fría mirada sobre los hechos le impide ni siquiera sentir el más mínimo remordimiento por no acudir en mi ayuda cada vez que me precipito hacia algún pozo.  

Pero, es curioso, nunca me expliqué como mi madre, que tenía tan arraigada la justicia y era tan ecuánime en sus juicios, se mostrara en cambio tan temerosa de la justicia de los otros sobre ella, esa justicia que podía derribarle el garaje ilegal, por ejemplo, por el que siguió temiendo hasta que se cayó de viejo. Aunque parecen dos cosas relacionadas, el amor y el miedo a la justicia, a mí me resultaban un poco incongruentes: no veía relación entre la impecabilidad moral de mi madre y su miedo congénito a las leyes. Y ambas actitudes me parecían el producto de una extrema desproporción. Observándola a ella y aún admirándola por este sentido exagerado de la justicia, he llegado a pensar que justo, realmente justo, sólo se puede ser si se es un poco gángster. Aquello que hizo la madre de Laura y que a mí me pareció un abuso de un adulto contra un niño era realmente un acto de justicia, algo que yo quisiera para mí: una madre borracha y despeinada defendíendome desde la ventana, y no un juez con toga y peluca blanca. Porque un juez es un juez, pero un justo es otra cosa. Y, de algún modo, sólo se llega al delito por una ansia de justicia, como yo defendiendo mi parcela privada ante los ojos atónitos y espantados de Esther Alonso. Aquel garaje de madera nunca nos trajo más problemas que el que he contado aquí, pero ya digo que mi madre siguió esperando cada día de la vida de aquella cabña a que llegaran unos hombres uniformados y vinieran a meternos a todos en la cárcel, mientras que el incidente del muro se le olvidó al instante.  

Se lo he recordado algún día, por oír una vez más lo que me sigue y me seguirá emocionando y escandalizando. Y ella sigue contestándome lo mismo que me contestó entonces, cuando subí a casa llorando en busca de un regazo consolador: 

—Pero es que no era tuyo. Aquel muro no era tuyo.  

Y entonces, pero siempre con sus ojos y nunca con su voz, yo la escucho muy claramente tratando de responderme a una pregunta que no sale de mi boca pero que está en mis ojos: 

—Pues yo claro que soy tuya, claro que soy ty to madre. 

Y su cara mirándome con una mezcla de desconierto e ingenuidad, como si no quisiera mentirme ni defraudarme, como si quisiera hacerme entender algo que desde muy pronto me inquietó, como si lo mejor que podía hacer por mí, más que ir a buscarme al colegio, fuera compartir conmigo la carga de saber que el ser yo su hija y ella mi madre era, en el fondo, un hecho tan innegable como perturbadoramente azaroso y casual.