de Contrabando

Enrique Serpa

Photograph by Laura Blight

. . . contrabando de alcohol; contrabando de sentimientos; contrabando de pensamientos, para adormecer mi conciencia, que a veces protestaba. Pero ¿qué era yo, hipócrita, tímido y vanidoso, sino un contrabando entre aquellos hombres . . . ?



I.

La goleta se nombraba "La Buena Ventura". Y este nombre, que dicho en tierra acaso careciera de sentido, adquiría en el mar —vivero de supersticiones— la categoría de un augurio propiciatorio. Su encanto desvaneció más de una vez el miedo a un desastre, cuando la tempestad se anunciaba con furia excesiva. Nunca existió plegaría marinera con más virtud confortante, ni sortilegio que mejor predispusiera al optimismo. Bien podía el mar transformarse en una sola fauce, inmensa y ávida, y el viento abusar de su violencia terrible; bien podía la muerte demandarnos encarnizadamente desde el agua amasada con tinieblas; bien podía aullar el huracán, que nadie a bordo se inmutaba. En medio del peligro lográbamos insinuar una sonrisa esperanzada, porque era suficiente que alguien pronunciara en voz alta el nombre de la goleta para que un súbito soplo de seguridad barriese inquietudes y temores.

Y al Prestigio de su nombre añadía "La Buena Ventura" el de su aspecto poco frecuente en el litoral. Ligeramente estrecha de manga y con sesenta y cinco pies de eslora lucía esbelta y elegante cual un caballo de hipódromo. Destacaba entre los otros viveros —achaparrados sucios— como un corcel de raza entre asnos humildes.

Tenía la popa arrufada, llena y armoniosa, como la de una mujer, y era un cuchillo en el agua su proa de violín. Le bastaba apenas un amago de brisa para que la corredera marcase los diez nudos. Y su docilidad en las maniobras polarizaba la envidiosa admiración de cuantos patrones la conocían. Había sido, primitivamente, una embarcación de recreo, destinada a excursiones de cabotaje en un circuito que limitaban Cayo Piedra por el este y, por el oeste, Bahía Honda. De esa época conservaba cierto lujo somero —ahora disfrazado— en los camarotes de popa, y un insólito cuarto de baño, equipado con una bañadera, un lavamanos y un bidet, que, remolcando hacia visiones lubricas la imaginación de los tripulantes, poblaba a veces de ilusorios muslos de mujer la soledad marina.

Después estuvo dedicada a la pesca de pargos, chernas y serruchos en Isla Mujeres y en los alrededores de Cozumel, hasta que se promulgó la Ley Seca en los Estados Unidos. Entonces el patrón de "La Buena Ventura", a quien apodábamos Cornúa, me sugirió la idea de sustituir la pesca por el contrabando de alcohol.

Yo era dueño de "La Buena Ventura". Y navegaba en ella obedeciendo la prescripción de un médico que, con aires marinos, cacodilatos y estricnina soñaba restaurar mis nervios, limados por diez años de ron y prostitutas. En ocasiones, al cabo de algunas noches desenfrenadas, me sentía ganado, física y moralmente, por un cansancio de agonía. Notaba entonces que mis pies eran de plomo, que mis hombros eran de plomo, que mis manos eran de plomo. Y con esos miembros de plomo concordaba la torpeza de mis ideas, brumosas y lentas como reptiles ciegos. Sentía los músculos inconexos, laxos y fríos semejantes a moluscos, hechos de fatiga y aburrimiento. Y entre este aburrimiento y aquella fatiga flotaba, tal un alga viscosa en un océano de lodo, mi voluntad deshecha. Nada me interesaba sinceramente, ningún estímulo encontraba en mí correspondencia simpática. Me advertía interiormente vacío, con el cerebro opaco, incapaz de un esfuerzo sostenido, desorientado como un barco sin brújula.

Y, sin embargo, una irritación recóndita y permanente mantenía mis nervios a flor de piel, como en carne viva. A causa de ello, cualquier cosa, un disgusto insignificante, una contrariedad fútil, me arrastraba a un sufrimiento intolerable. En tales momentos, solamente dos caminos se abrían ante mi angustia: el mar o el suicidio. Y optaba, acobardado, por el primero.

Pero la salud que ahorraba en veinte días de castidad forzada, sin otro espectáculo que el cielo y el agua, el agua y el cielo, la derrochaba después, ya en tierra, en unas cuantas bocas de mujeres impuras. Eran arfadas entre una represión del deseo, contra la cual se rebelaba mi carne, y un desenfreno sin alegría, que me dejaba desolado el espíritu.

Diez meses antes, a causa de una neurastenia que la patología diagnosticaba de origen sexual, había renunciado mi empleo de químico azucarero en la "American Sugar Company", para vivir exclusivamente de los tres viveros heredados de mi padre. De esa época databa mi apócrifa afición a las cosas marinas, en prenda de la cual compré libros de oceanografía y astronomía; textos de náutica en general, epítomes de meteorología, cursos Para pilotos y relatos de viaje que nunca abrí. Mi colección de cartas marinas era tan rica como inútil, porque mi comprensión naufragaba ante aquellos mapas, plagados de puntos, nombres, sombras y rayas. En las lentas horas de a bordo, preguntaba incansablemente a los marineros sobre cosas de su oficio. Y apenas aprendía algo nuevo, buscaba un oído curioso para asombrarlo con mi erudición marítima. La pesca de la rabi-rubia, realizada al vuelo, con la pita entre dos aguas, sin plomada y tendida a favor de la corriente; la del pargo sanjuanero, por el mes de julio, hecha con mamadera; la de tiburones con arpón; la de cabrilla, la del cecil, la del pargo del alto, con chambel; todas las formas de pescar, en una palabra, encontraban en mí al más entusiasta de los adeptos teóricos. Teórico nada más, porque cuando tenía el cordel en la mano, me olvidaba completamente de cuanto había aprendido, me sentía penetrado de aburrimiento y me echaba a dormir. Lo cual no impedía que estuviera siempre dispuesto a proclamarme cultor apasionado de la pesca.

Me gustaba la literatura, aunque no demasiado. Y al saber que Zane Grey era el campeón de los pescadores amateurs de los Estados Unidos, compré seis libros suyos y los puse a enmohecer junto a los volúmenes de náutica y oceanografía. Así creí rendirle homenaje a un hombre animado por gustos similares a los míos. Más tarde hube de saber que otro escritor solía venir a pescar agujas, durante el verano, en aguas cubanas. Se llamaba Hemingway, Ernest Hemingway. Y me creí obligado, naturalmente, a poseer también una obra suya. Recorrí, en búsqueda inútil, todas las librerías de La Habana. Y, al cabo, tuve que conformarme con dos retratos suyos, publicados en un periódico. Pegué uno, el más grande, en mi camarote. Y cuando alguien inquiría sobre aquel rostro ancho y sonriente de americano saludable, yo le informaba que era un millonario amigo mío.

Todo eso, sin embargo, no me pareció bastante para patentizar mi devoción a las cosas de mar. Y cambié el dije de mi leopoldina —una medalla con un brillante en el centro—, por una pequeña áncora de oro. Mi alfiler de corbata simulaba un anzuelo. En tierra usé un bastón de manatí que parecía de ámbar. Y en la sala de mi casa, alrededor de dos picos de aguja cruzados como dos sables en una panoplia, coloqué tres grandes cabezas descarnadas: la de un dientuso, la de un cabeza de batea, y la de una cornúa, que son, con el llamado pinta roja, las más feroces variedades del tiburón.

Los marineros me suponían un poco chiflado y sonreían, burlones y desdeñosos, al ver en un vivero mi pantalón de franela blanca, mi chaqueta cruzada de casimir azul y mí gorra de visera resplandeciente, adornada con un escudo de metal dorado. Nunca, al referirse a mí, pronunciaban mi nombre. Me llamaban, irónicamente: El Almirante.

El patrón de "La Buena Ventura", en cambio, era mi antípoda moral y físicamente. Parecía tallado en un bloque de cobre para materializar la imagen del desaliño. Vestía sempiternamente un pantalón que antaño había sido carmelita y que ahora tenía un color indefinible merced al tiempo que llevaba de uso, al agua de mar y a los islotes de grasa que lo cubrían, especialmente a la altura de los muslos, porque allí solía limpiarse la suciedad de las manos. Su marinera estaba sembrada de parches, burdamente cosidos con hilo de cañamazo o Pita fina de pescar. Y sus alpargatas, cuando no estaban rotas por el talón, comenzaban a descoserse por la puntera. Lo cual no le importaba gran cosa, porque a bordo andaba siempre descalzo y con los pantalones doblados hasta las rodillas. Era un hombre temido y respetado, incluso por los tripulantes más arriesgados de los otros viveros. De elevada estatura y magro de carne, tenía sólidos puños de heavi weigth, el rostro anguloso como una esquina, la boca apretada y firme y unos ojos implacables, con un brillo duro de metal, que infundían a veces una inquietud lindante con el miedo. Sugería, al andar, la elasticidad de los gatos, en contraste con los demás marineros, que caminaban pesada y desmañadamente. No se le caían los hombros hacia adelante como a los otros, ni abría las piernas para mantener el equilibrio. Era rápido en sus decisiones y ni aun en los momentos de cólera peligraba su serenidad habitual. Su audacia y un pico de aguja, tallado en forma de puñal y envainado violentamente en el corazón de otros hombres, le habían franqueado en dos ocasiones las puertas de la cárcel. La primera vez, el Tribunal, convencido por un abogado de omnipotente influencia política, le apreció una legítima defensa incompleta. Y fue sentenciado a poco más de dos años de reclusión. Pero cuando, algún tiempo después de licenciado, volvió a enredarse entre las mallas del Código Penal, los magistrados, inexorables, le impusieron la sanción reservada a los homicidios sin atenuantes.

Un detalle brutalmente atroz agravaba aquel Cornúa, luego de abatir a su adversario de un tiro, le había partido el corazón con un pico de aguja. Y ello le había valido las agravantes de premeditación y ensañamiento, que desvanecían la posibilidad de fabricarle una legítima defensa. Así lo había reconocido su propio abogado, que, furioso, lo increpó:

—Pero ¿por qué le disparaste? ¡Es un asesinato! Primero con el revólver, después con el pico de aguja. ¿Estabas loco?

Y Cornúa, fríamente:

—¡Qué loco ni loco; tan loco como usté! De to's maneras yo iba a matarlo; pero me creo que él no iba a querer pelear. Por eso le tiré primero pa que no se pudiera huir. Cornúa, sin embargo, era un hombre de suerte y protegido de un representante a la Cámara. Gracias a ello, un indulto inesperado, al cabo de tres años, lo devolvió al litoral. Allí fue a buscarlo mi padre, para ofrecerle el mando de "La Buena Ventura". Las costumbres del presidió habían hecho más rígida su mirada, más cauteloso su verbo, más adecuado su apodo. Le enseñaron, además, la utilidad, de la disciplina, por la cual velaba en el vivero con la severidad de un cómitre. Generalmente era silencioso y observador. Y, al verlo, se sospechaban cosas que nadie se atrevía a decir en voz alta.

Lo que sí pregonaban todos en los descansos portuarios, cada vez que se les presentaba ocasión de hacerlo, era una hazaña desinteresada de Cornúa. La había realizado en un cafetucho de San Isidro, cuando esa calle era una exposición permanente de prostitutas, chulos, homosexuales, borrachos y adolescentes, que se ufanaban, como de un certificado de virilidad, de su primer pantalón largo. Un mocetón grande y fuerte, borracho hasta la bestialidad, ejercitaba su violencia en una mísera vendedora de flores, para que apurase un gran vaso de coñac. La tenía agarrada por una muñeca y, bajo la presión férrea de sus dedos, la desdichada se retorcía como una morena en el anzuelo. Era una muchacha escuálida y descolorida. con los hombros estrechos, los omoplatos agudos de las tuberculosas y unas ojeras de vicio solitario. El suelo estaba alfombrado de rosas pisoteadas en los esfuerzos que la mujer hacía por desasirse. Cornúa, que se encontraba junto a la barra, fue hacia la pareja y conminó al hombre:

—¡Suéltela . . . !

El interpelado obedeció inconscientemente, como sugestionado, y derramó una mirada inexpresiva, estúpida, sobre el intruso. Tal actitud, sin embargo, duró apenas un momento. En seguida debió comprender que se había puesto en ridículo al obedecer mansamente la orden de un desconocido. Entonces, impulsado por una reacción brusca, le arrojó violentamente el vaso que tenía en la mano. Cornúa se dobló instintivamente, y el improvisado proyectil fue a romper un espejo situado a su espalda. Cuando irguió el busto, levantó, al mismo tiempo, una silla y le asestó un golpe en la cabeza al borracho. El hombre quedó tendido a sus pies, con la frente ensangrentada. Cuatro amigos suyos, testigos de la escena, se abalanzaron contra Cornúa, para castigarlo. Tres fueron abatidos a silletazos y el cuarto abandonó corriendo el café, perseguido por Cornúa, que llevaba en la mano su inseparable pico de aguja.

Por otra parte, conocía bien su oficio. Nadie como él capeaba un ciclón, ni encontraba un majal que producía. en veinte días, treinta mil libras de chemas, durante épocas en que, para pescar quince mil libras, los otros patrones necesitaban mes y medio de labor forzada. La Sonda de Campeche, desde Cabo Catoche hasta el límite occidental de Tabasco, le era tan familiar como el viejo pantalón que usaba. Sabía la profundidad y el fondo —aquí, arena o fango; allí, piedra—, de cada pulgada del Golfo. Cuando daba la orden de fondear, un marinero lo interrogaba:

—¿Cuántas, Cornúa?

Y éste, según el lugar, respondía:

—Cuarenta brazas.

O bien:

—Veinticinco brazas.

O:

-Diez y seis brazas.

Y si un incrédulo quería convencerse, no tenía más que calar la sonda de mano. Cuando el escandallo tocaba el fondo, la sondaleza confirmaba, indefectiblemente, el cálculo de Cornúa.

Con similar acierto diagnosticaba un pesquero. Miraba el cielo, para orientarse, el agua después. “Aquí hay pargos grandes", auguraba a continuación. Y podía apostarse a que la primera víctima habría de ser una masa rosada y palpitante, de diez o doce libras de peso.

Era, además, un camarada excelente. Siempre estaba pronto a dar una mano a sus subalternos en cualquier tarea, por ímproba que fuese. Y en el momento de la pesca, cuando apenas el vivero acababa de situarse, no era el último en acomodarse en la borda, calzarse los dediles de lana, cebar un anzuelo y arrojar el curricán, a pesar de que no estaba obligado a hacerlo. Su primer pescado le arrancaba siempre una interjección confirmaba, por la forma desganada o voraz en que había picado, la calidad del pesquero. A la caída de la tarde, cuando los marineros, con los brazos desfallecidos y destrozados los riñones por doce o catorce horas de labor, se tendían de espalda en el mismo sitio en que habían estado pescando, Cornúa se iba a poner prisa en el chino cocinero y a probar la sazón del condumio.

Y en tierra derrochaba igual espíritu de compañerismo. Si cualquiera de los pescadores tenía que resolver un problema económico con diez o doce pesos, podía apelar a la bolsa del patrón, que estaba siempre abierta. Y si no tenía dinero, lo buscaba, bien pidiéndolo adelantado al armador o llevando objetos de su propiedad a la casa de empeños. Algunas veces acompañaba el préstamo que hacía con gestos duros o palabras acres y hasta obscenas. Pero nadie, después de conocerlo, le guardaba rencor por ello, porque era —ya se sabía— una estratagema para ahogar cualquier manifestación de gratitud.

Todo aquello lo investía de cierto prestigio extraño, hecho de respeto, admiración y miedo, al cual se rendía la gente del litoral y que, no obstante, lo preservaba de la confianza ajena, tal si fuese una atmósfera impermeable al amor y la intimidad.



II.

Pablo Alonso rebosó una caja con la última chema. que brincó dos o tres veces en el aire, antes de ser aquietada por un toletazo en la cabeza. A continuación, dos hombres tomaron la caja por las agarraderas de soga, y, después de haberla pesado, la colocaron en el camión. Se abrió un paréntesis cargado de expectación y susto. Las miradas unánimes volaron sobre la costa, luego sobre el mar, para volver nuevamente a tierra. Y, al ponerse en movimiento el transporte, floreció un suspiro de alivio en cada pecho. Habíamos adelantado la descarga del pescado, pese a las Ordenanzas, que nos exigían realizarla de noche, y la idea de haber burlado a las autoridades nos colmaba de satisfacción.

La tarde, serena como una rada, bogaba lentamente hacia el horizonte. El sol, muy bajo, mentía la boya ensangrentada de un palangre —un gran palangre de pescar miradas—; el otro flotador era la Luna, que asomaba, al fondo de la bahía, entre un bosque de mástiles. El poniente era rojo y sedeño como las agallas de los serruchos y en algunos lugares copiaba el vientre de una concha de nácar.

Un trasatlántico de bandera alemana enfiló el canal. Llevaba a un costado la ballenera oscura del práctico del puerto cual un pez-pega un tiburón. Tras la popa dejaba un ancho embudo de lana impoluta y recién trasquilada. En la cubierta hormigueaban centenares de personas, igual que en el puente de proa, destinado a los pasajeros de tercera. De sus chimeneas, pintadas a rayas rojas, blancas y negras, brotaban espesas columnas grises. Y las portillas, obstruidas por cabezas curiosas, parecían medallones antiguos. La hélice engrueso bruscamente el agua muerta de la bahía, haciendo que bailasen rítmicamente los viveros, los botes amarrados cerca del malecón y los guadaños. Los postreros rayos solares arrancaban del agua estremecida, como de las escamas de un sábalo, reflejos áureos y argénteos. Traspuso el buque la línea del Morro y, abriendo en un cayado inmenso su estela, navegó hacia el horizonte sin límites. Pocos minutos después, el falso oleaje del canal había cesado. —Ya quisiera yo ir en ése —suspiró Manuel Fileiro, un gallego corpulento, bonachón y melancólico, que solía agravar su morriña perpetua interpretando en un acordeón aires de su tierra natal, húmedos de saudade.

—¡Aunque fuera en el cuarto de máquinas; eh, Manuel! —ironizó Onofre.

Manuel levantó su mirada ingenua y clara de buey resignado:

—¡Aunque fuese o bodega, cassom'em Deus!

El grumete, con las manos y las rodillas sobre el piso de la cubierta, irguió la cabeza y aventuró una burla: —Tar’as acostumbrao, Manuel. ¿No te trajeron de España en una caja de bacalao?

Ásperas risotadas —risotadas de hombres habitualmente sombríos a quienes la pobreza no había dejado aprender a reír— acogieron la broma.

En su jerga habitual, híbrida de castellano y gallego, Fileiro ripostó:

-Verdade que diz, filo. Apareaus e dispostos pra o deleite chegamos eu e tua madre.

Nuevas risotadas pusieron en el ambiente fugaces rizos de alegría. Luego volvió a gravitar sobre el vivero un silencio hondo y patético, bajo el cual se ocultaba, terrible y viva como un tumor canceroso, la angustia de la miseria.

La atmósfera trascendía un olor de albañal, manso y repugnante. Sobre el agua flotaban espesas manchas de petróleo, irisadas en los bordes y ondulantes como cosas vivas. Semejaban moluscos gelatinosos, que avanzaban lentamente, a fuerza de contracciones. Alrededor de "La Buena Ventura", docenas de chemas podridas infestaban el aire. Apuntó, a escasos metros de nosotros, la triangular aleta de un tiburón; emergió después su lomo oscuro. Finalmente, el escualo cayó vertiginosamente sobre una chema muerta, inflada cual un globo, y se la tragó de un bocado. Un sábalo saltó en el aire como una barra de plata viva. El ferry que pone a La Habana en comunicación con Casa Blanca atravesó, a lo lejos, la bahía. La sirena de un buque apuñaló el crepúsculo con su mugido sordo y melancólico. Y, como si le respondiera, desenvolvió un chillido agrio la del muelle de la "Havana Coal", donde un barco se abastecía de carbón.

—Si esto sigue así, voy a dejar el negocio.

Cornúa, que había empezado a recortarse con una cuchilla las uñas de los pies, no se molestó en responderme, limitándose a mover evasivamente los hombros. Un marinero, espaldado en el trinquete, arrastraba por el malecón una mirada neutral, tan abstraída, que parecía la mirada de un ciego. Con las manos en los bolsillos, su rostro pasivo y su aire de sumisión, concretaba la imagen de la indiferencia. Sobre su cabeza brillaba, a manera de un halo, el resplandor cobrizo de la tarde marchita. Otro, secundado por el grumete, limpiaba la baba de las chemas, que tornaba de jabón la cubierta. Apoyando los muslos contra la amura y doblado por la cintura, arrojaba un balde al mar, lo izaba después, lleno hasta los bordes y, al verterlo, parecía desahogar un resentimiento. Con un movimiento semi-circular de los brazos y el busto, abría el agua como un abanico, para que abarcase la mayor extensión posible. Después se volvía, para llenar nuevamente el cubo, mientras el grumete, de rodillas, frotaba la cubierta con un cepillo y barría el agua hacia los imbornales.

. . . y de to’s maneras, me voy a mudar —le explicaba Manolo Puig a Onofre.

—A mí tampoco me gustó nunca ese solar.

—No, si no es por eso. Es que me han demandao. Ahora, con lo que me toque, me voy a mudar, porque estoy a pique de que me pongan los trastes en la calle. Pero no podré pagarle a nadie. Que se aguanten, ¿no? Después de to, yo no tengo la culpa. Al fondo del malecón se veían las paredes amarillas de la antigua cárcel, acribillada de ventanas con gruesos barrotes; la traesera verdi-oscura de algunos edificios coloniales, hechos de cantería; la carpa de un circo y un carroussel, instalados en un solar yermo. A la derecha se recortaba el templete conmemorativo del fusilamiento de los estudiantes. A la izquierda, una caseta de Obras Públicas, pintada en gris y con una ancha franja roja en el centro. Un poco más allá una grúa y una aplanadora. Por encima de los edificios espigaba el campanario de la Iglesia del Ángel; dos torrecillas de la Catedral y el Mercurio que eterniza una actitud de corredor sobre el Palacio de la Lonja de Comercio. A lo lejos, una columna de humo se levantaba recta, cual una varilla de prestidigitador que sostuviera la copa invertida del cielo. Varios chicuelos se bañaban desnudos junto al muelle de la Compañía de Pesca.

Cuatro días antes habíamos llegado del Golfo de Campeche, con veinte mil libras de chema. Y, al par que nosotros, habían recalado el "Carmina", el "Julito", el "Flor de Mayo" y el "Caimán", con más de setenta mil libras de pescado en conjunto. Además, dos neveros americanos habían traído de la Florida ochenta mil libras de pargo. Casilda estaba enviando a La Habana mucha biajaiba, mientras Caibarién la inundaba de colorado, y de Batabanó llegaba por toneladas la rabi-rubia. El caballerote y la cabrilla se detallaban a cinco centavos la libra, y a siete el voraz y el cachucho, fatigosamente pescados a trescientas brazas de profundidad.

En las tarimas del mercado se veían pescados de calidad inferior, que únicamente en épocas de penuria hallaban salida. Insípidos roncos de fango, estriados de amarillo; cuberas de cincuenta libras que, una vez descuartizadas, eran ofrecidas como pargos a los compradores inexpertos; chicharros, machuelos y corvinas; espinosos carajuelos rojos, peje-perros, semejantes a caricaturas del animal que les presta su nombre; chiviricas con sabor a lodo; verdes viejaloras, jorobados, cojinúas y hasta jureles y gallegos grandes, propensos a la ciguatera, que la Sanidad prohibía vender.

i Mala suerte! La oferta superaba en mucho a la demanda, produciendo un desequilibrio fatal para los viveristas. El chino Achón, el más poderoso comerciante en pescado del Mercado único, que siempre nos compraba, rehusó ponernos precio. Y los otros, a los que nunca buscábamos, aprovechaban la oportunidad para darse importancia. Cuando les ofrecíamos el cargamento, nos dejaban hablar, permanecían pensativos y atentos; se ofrecían dóciles a la tentación de nuestras razones. Oponían de vez en vez vacilantes argumentos, ante los cuales se intensificaba nuestro ardor. Luego se suavizaban. Parecían próximos a dejarse convencer. Y, finalmente, les concedían la preferencia a sus proveedores habituales. No veíamos la manera de vender allí. Y en la Plaza del polvorín no había un solo tarimero con plata suficiente para cerrar un negocio que, aun siendo pequeño, resultaba excesivo para sus posibilidades económicas. Casi todos se surtían de los pescadores de La Punta, Casa Blanca, Cojímar y Guanabo, comprándoles al fiado sus míseras marcas cotidianas.

Decidimos esperar, para ver si el mercado mejoraba. Pero el agua sucia contaminada por el mosto de las destilerías y el petróleo que arrojaban los barcos surtos en bahía, diezmaban los tanques de "La Buena Ventura". Al tercer día de fondeados habíamos botado al mar cuatro mil libras de chemas muertas. Y ello nos anunciaba que, de continuar así, en poco tiempo quedaría limpio de pescado el vivero.

Afortunadamente, nos pusimos de acuerdo con el chino Achón, que condescendió a cotizarnos a dos y medio centavos la libra. Un precio de ruina, que no bastaba a cubrir los gastos. Los marineros trabajaban de mala gana, al pensar en la miseria de sus hogares. Llevaban, como es ley entre los viveros, una parte en el cargamento, y el fracaso de aquel viaje les ennegrecía el porvenir. Porque lo peor era que la situación no tenía trazas de mejorar. Cada viaje los arrastraba al mar empavesados de esperanzas, creyendo que, al regresar, el pescado tendría más valor. En tierra quedaban sus hijos sin zapatos, desnudos y casi sin alimentos, y aumentada la deuda con el bodeguero, que, con la garantía de mi firma, les fiaba los víveres, cobrándoles un inicuo tanto por ciento de interés. Permanecían treinta días en la Sonda de Campeche o cerca de La Florida, rindiendo, desde el amanecer hasta bien entrada la noche, una labor de forzados que, a veces, cuando la pesca era abundante, les hacía sangrar las manos desolladas por el curricán. y al volver se encontraban con que el precio del pescado. lejos de alcanzar el alza que habían soñado, era más bajo que la vez anterior. Ahora había ocurrido igual que en pasadas ocasiones. De ahí que, al estibar la última chema, se mostraran mudos y sombríos, crucificados en dramática desolación.
Bruscamente la voz de Cornúa me sacó de la abstracción en que estaba engolfado:

—Claro que si yo fuera usté —me dijo—, cambiaba el rumbo.

—¿Cambiar el rumbo . . . ? ¿Cambiar, por qué? -inquirí.

—Cambiar de negocio. ¿No era eso lo que usté pensaba?

Comprendí entonces que se refería, en respuesta largamente madurada, a unas palabras mías que casi había yo olvidado. Ahora me obligaba a pensar, haciéndome arrepentir de haber hablado. No sabía qué decirle. Al cabo, para salir del paso, expliqué:

—Sí, hace tiempo que lo estoy pensando; pero, total, no conduce a nada. Podría vender los tres viveros. Pero ¿y después? ¿Qué cosa podría hacer? ¿Irme otra vez a un ingenio, de químico azucarera? No, no me gusta la idea. Solamente pensar en los cuatro meses de zafra, esclavo de la campana que marca los turnos de trabajo, me espanta. No podría meterme de nuevo en el campo. Además, me comería los tres viveros en un año; lo sé bien. Pan para hoy . . . 

Cornúa movió enérgicamente la cabeza:

—¿Quién le habla de vender . . . ? ¡Bah, yo no vendería ná; por lo menos “La Buena Ventura”. —Pasó la mano suavemente por la borda del vivero, en una intención de mimo. El semblante le resplandecía como si acariciara a una mujer—. ¿A quién se le ocurriría vender "La Buena Ventura"? ¡Aquí, en La Habana, no hay n’a mejor que esto, ¡qué digo!, ni siquiera igual que esto!

-Pues no sé. Lo mismo es si cargamos serruchos o chemas que pargos . . . La competencia nos tiene hundidos. La costa abarrota la plaza, sin contar los neveros americanos.

Cornúa espolvoreó un poco de incisivo desdén en sus palabras:

—¡Bah, yo cargaría otra cosa!

-No veo. No sé qué. . . ¿Esponjas? Habría que buscar gente experta y aprender el negocio, que ni tú mismo conoces, me supongo. Y aun así, con todo eso. . . Fíjate que yo creo que por Batabanó las cosas no andan muy bien. Parece que les da más la langosta y el cangrejo. ¿Y qué negocio? Ni siquiera poder calcular el resultado.

¡Es un lío!

Cornúa permaneció callado unos instantes. El chapoteo del agua que lamía el casco de "La Buena Ventura" llegaba hasta nosotros como el eco de una charla remota. La noche había cerrado completamente. La luna se adormecía sobre unos mástiles lejanos y se duplicaba en el mar. Retazos de brisa sureña refrescaban de cuando en cuando el bochorno veraniego. Una estrella atravesó a la distancia, como un pez ígneo, la rada del cielo.

De repente, Cornúa, como quien tira del sedal al sentir la fugitiva picada de un pez, dejó caer una palabra: —¡Alcohol!

Sin haber comprendido su intención, repetí la palabra en tono interrogativo:

—¿Alcohol. . . ?

-Sí, alcohol; alcohol pa los americanos —me aclaró Cornúa. Y, demorando en la boca el vocablo, silabeó—¡con-tra-ban-do!

La inesperada sugerencia me dejó atónito. Luego salté, irritado:

—¡Estás loco, Cornúa. . . ! ¡Cómo me propones eso. . . ! Cornúa movió los hombros evasivamente:

—¿Quién? ¿Yo proponerle. . . ? Yo no le propongo na. Digo que si yo fuera el amo de "La Buena Ventura" haría el contrabando, ¿no? Eso, claro, no quié decir que usté lo haga. Pero ¡vaya qué negocito pa los que vendemos la chema a dos centavos y medio! No hay comparación entre eso y la chema, y a nadie se l’hace mal. Un buen viaje de veinte días nos pué dar treinta mil libras de pescao, que son, poniéndolo por lo alto, a cuatro centavos un viaje con otro, mil doscientos pesos. Se descuenta lo de la tripulación, y ¿qué queda? ¿Vamos a decir doscientos pesos, doscientos cincuenta, trescientos? ¡Leche de negocio! Ahora métale el lápiz a lo que le toca al vivero por reparaciones y to lo demás. No hay, digo yo, comparación con un viaje de alcohol. Se compra en La Habana el garrafón de ron a cuatro pesos y lo vendemos en el Norte a veinte. ¡Saque la cuenta! Eso, poniendo a cuatro centavos la chema. Pero póngala a tres. ¿Y qué? ¡No queda ni pa la fuma! Contemplé a Cornúa, que parecía transfigurado. Había ido alzando el tono de su voz que, al concluir, era cortante como un cuchillo. Y sus propias palabras debían haberle producido una embriaguez moral, acreditada en el fulgor metálico de sus ojos, en la crispadura de sus puños, en la dureza pétrea de su rostro. Media sonrisa desdeñosa le entreabría los labios, dejando asomar sus dientes, blancos y fríos como los de un tiburón. Su exaltación interna, a impulsos de la cual vibraba como un fie je de acero, lo transformaba en un ser primitivo, tenso de vida salvaje y de salvaje energía. La fuerza de su pasión era tan intensa, que yo la percibía en mis sentidos y en mi alma como un fluido eléctrico. Quise hurtarme a su influencia, dictándole hipócritamente una lección de moral:

—Pero ni aun así, Cornúa. Hay cosas que no se pueden hacer, ni siquiera pensarlas, por todo el oro del mundo. ¿Qué voy a hacer después que me metan en la cárcel? Tú te figuras que el dinero es todo, y no es así.

Al terminar, intenté volver la vista, porque, a pesar de todo, sentía la vergüenza de mi conducta. Pero, alucinados, mis ojos no obedecían a mi deseo. Seguí mirando a Cornúa, que hundió en las mías sus pupilas implacables, de felino dispuesto al ataque.  Adelantó después el busto, rígido de indignación:

—¡Anjá, conque eso es lo que piensa usté de mí!

Pues ponga asunto a lo que le digo: el dinero no es ná pa mí; menos, pero muchísimo menos que pa usté. Yo fabrico el dinero, como aquél que dice, porque cuando lo necesito lo encuentro. Pa eso tengo dos brazos y el corazón en medio del pecho. Yo dije lo del dinero porque usté sí que no piensa en otra cosa. A to's horas está jeremiqueando: que si el dinero p'aquí, que si el dinero p'allá. ¿Pa qué yo quiero el dinero? ¿Pa qué usté lo quiere? Pa andar con putas de fiesta en fiesta, pa emborracharse y pa vestirse bien. ¿Qué saca con to eso?. . . Pa vivir así más valía ser un tiburón: se llena la tripa de sardinas y tiene to's las hembras que quiere. Yo no puedo ser de ese modo. Me gusta el contrabando por el gusto de hacerlo; ¡quién sabe si na más que pa capear el peligro! El dinero no me importa, pa que lo sepa. Yo no necesito pa vivir casi ná, porque no tengo familia, ni mujer, ni un perro que mantener. Yo soy baracutey. Pienso en el dinero, cuando más, por la gente de la tripulación, que mire cómo anda. . . ¡Mírelos, parecen viveros desmantelaos por un ciclón! ¿Sabe por qué? ¡Qué va a saber! Usté nunca sabe na; nunca se ha metido en un solar pa ver cómo viven. Truchos de esos tienen familia y ni pa lo más necesario les da lo que ganan trabajando como mulos. ¡Por ellos quién sabe si que me alegraría de ganar plata!

Miré a Cornúa de reojo, con ávidas y huidizas miradas de espía, que apenas se posan y, no obstante, abarcan todo de una ojeada. Mostraba el tórax henchido, la frente en alto y apretada la boca. Parecía, seguro de sí mismo y con su aire insolente, un animal carnicero que, con las garras sobre la víctima humeante, lanza un rugido de victoria. Involuntariamente lo comparé conmigo. Y un vago sentimiento de inferioridad me deprimió. Me sentí casi enfermo, desorientado, con la voluntad desfallecida y relajados los nervios. La potencia vital del Cornúa destacaba mi debilidad, y él lo sabía. ¡Bien que lo sabía! Por ello había empleado un acento así, arrogante, injusto y casi desdeñoso, para hablarme. El mismo acento que hubiese empleado yo, probablemente, habernos hallado en un salón, entre personas bien vestidas y cultas. Era cuestión de ambiente y circunstancias. Y ahora, cuando contaban únicamente virtudes les, primitivas, como el valor y la potencia vital de Cornúa destacaba mi debilidad, y él lo sabía. ¡Bien que lo sabía! Por ello había empleado un acento así, arrogante, injusto y casi desdeñoso, para hablarme. El mismo acento que hubiese empleado yo, probablemente, de habernos hallado en un salón, entre personas bien vestidas y cultas. Era cuestión de ambiente y circunstancias. Y ahora, cuando contaban únicamente virtudes esenciales, primitivas, como el valor y la potencia vital, Cornúa lucía en mejor forma que yo —"¡Bah, cualidades primitivas, virtudes de animal!"—. Pero algo en mí mismo se libraba con un sarcasmo de la trampa tendida por mi vanidad despechada: "Pero así y todo. . . " —Me mordí los labios en un impulso de cólera impotente—. Luego, herido en el corazón de mi amor propio, me sentí humillado. Y advertí entonces que detestaba mis carnes fofas, la debilidad de mis brazos, mis manos inhábiles para golpear o manejar un arma, mi voluntad en precario y mi educación, que de nada me servía. ¡Todo aquello era el lastre inútil, insoportable, de un hombre frustrado! Un hombre frustrado que apenas osaba confesar tal frustramiento en la intimidad de su propia conciencia y que, no obstante, de repente se odiaba a sí mismo y se debatía, como un calamar en su tinta, en su auto-rencor y en su auto-desprecio. Y parejamente me punzó la sensación de que también aborrecía mortalmente a Cornúa. Odiaba su energía indomable de animal sano. Odiaba su potencia vital, y el brillo metálico de sus ojos, y su ropa astrosa, y su fuerza ante la vida. Odiaba su capacidad para bastarse a sí mismo y odiaba su voluntad poderosa. Odiaba la perspicacia con que parecía haberme estudiado, para conocer mis defectos. Lo odiaba, en una palabra, porque poseía todo lo que en aquel momento acaso yo envidiaba.

Instintivamente me levanté, buscando alivio a mi secreta exasperación. No estaba yo conforme con sus deseos ni con su actitud, ni con sus ideas; pero, al mismo tiempo, temía reñir con Cornúa. En vista de ello decidí que lo mejor que podía hacer era bajar a tierra. Ordené que amasen el bote. Y mientras cumplían la orden, bajé a mí camarote, para cambiarme de ropa.