Submarino
Emmanuel Ordóñez Angulo
Nunca supe por qué eran legendarios los atardeceres de Pie de la Cuesta. Tampoco me lo pregunté demasiado; simplemente me parecía curioso que lo fueran mucho más que los atardeceres de Acapulco, si no hay más de diez kilómetros entre los dos. De todas formas acepté sin reparos cuando Nacho sugirió terminar el viaje ahí en lugar de en el puerto. No había estado más que un par de veces, pero, en mi memoria, Acapulco era una playa de agua verde y niños bañándose en camiseta. Paso. Tal vez mi amigo quiso usar los atardeceres como herramienta de venta para compensar que en Pie de la Cuesta el mar está permanentemente embravecido, pero no era necesario. A esas alturas del viaje, ni él ni yo estábamos de humor para nadar. Lo que buscábamos era un par de días de tumbonas, cerveza y silencio prolongado.
Pie de la Cuesta es una larga barra de arena flanqueada por mar abierto y una laguna. La única calle está sembrada de hotelitos, restaurantes de mariscos y embarcaderos donde se pueden tomar paseos en bote por la laguna: visitar las islas, avistar cocodrilos y admirar exuberantes plantas tropicales. Además, se puede explorar la otra ribera si a uno le gusta el senderismo; o surfear, del lado del mar; o hacer esquí acuático o perderse en los manglares.
Naturalmente, nosotros no hicimos nada de eso. Nos dirigimos directamente a un hotel con pinta decente y solitaria, de un color blanco ajado y habitaciones con nombres de los actores de Casablanca repartidas en dos edificios de dos plantas alrededor de una alberca. El recepcionista-gerente-bell boy, el único empleado, nos puso en la Humphrey Bogart, la única con dos camas. El resto estaban vacías.
El autobús se había retrasado y ya era tarde, pasada la hora de la comida. Dejamos todo en la habitación, que estaba al mismo tiempo muy limpia y salpicada de mar (arena en los rincones, humedad, bichos costeros), y nos fuimos a la playa a echarnos cual perros al sol y a engañar nuestros estómagos hambrientos con bebida.
Las nubes estaban bajas y cargadas. Abrí una cerveza. Nacho buscó un poco en sus bolsillos y luego me miró, extendiéndome la suya. Le aventé el encendedor. Lo cachó apenas (lo aventé muy mal) y soltó un gruñido. Después de un mes de viajar juntos por el sur, estábamos cansados uno del otro.
Casi no había turistas. Pasaron unos cuantos, alguno acompañado de perros, antes de que apareciera el hombre del portafolios. Diría que inició siendo un punto en el horizonte que fue creciendo hasta convertirse de a poco en una figura parada a medio metro de nosotros (es decir que lo vimos venir de lejos como se ven venir las cosas tremendas), pero la verdad es que de repente ya estaba ahí. De inmediato lo escudriñamos. Tendría unos cincuenta años y era bajo. Iba desnudo salvo por un traje de baño oscuro a cuadros, demasiado grande, y llevaba en la mano un portafolios muy chingón o muy ridículo: enorme, de plástico rugoso y gastado, esquinas chatas, color amarillo deslavado por el paso de mucho tiempo. Por alguna razón, o por razones muy obvias, me recordaba a un submarino. Del hombre sólo se puede decir que miraba el mar como un oficinista mira su escritorio un viernes volviendo de comer: con hartazgo y resignación, en una especie de calma. La imagen era exacta incluso por sus lentes de pasta, que tenía que acomodarse constantemente porque el sudor los deslizaba hacia la punta de la nariz. Pasó así unos quince minutos, no más, de pie frente al mar, a veces suspirando, rascándose la barba incipiente, no mirándonos ni una sola vez.
Entonces empezó a caminar. Al principio no prestamos atención porque su decisión de pasearse por la orilla no nos pareció mucho más extraña que la de resollar junto a nosotros durante un cuarto de hora. Su marcha era lenta pero firme. Cargaba el submarino como si realmente fuera uno; se veía que le pesaba pero también que no le molestaba, que estaba acostumbrado. Yo volví a relajar la cabeza y a cubrirme la cara con un libro, pero Nacho me sacudió y miré otra vez. El hombre no paraba de caminar y ya estaba internándose en el agua. Los dos nos incorporamos en las tumbonas e hicimos sombra con las manos para ver mejor. Pronto llegó al oleaje alto y se convirtió en un balón que se agitaba de un lado a otro, de repente hundiéndose u ocultándose detrás de un pliegue de agua, de repente emergiendo otra vez. Alguna vez escuché hablar del “efecto espectador”, que consiste en una especie de parálisis psicológica que se apodera de quien es testigo de un crimen o una tragedia y le impide intervenir. No sé si era el caso. Ver al hombre hacerse cada vez más pequeño y las olas cada vez más grandes desde este otro lado de la realidad parecía más bien un espectáculo inesperado, algo digno de verse, como tropezarse con un venado dando a luz en medio del bosque o uno agonizando, ambas cosas hermosas e impactantes para ratones de ciudad.
Una sombra pasó volando desde atrás, desde el hotel, hacia el mar. El gerente que nos había atendido se lanzó a las olas y vimos su cabecita flotante irse acercando a la otra, ya muy pequeña pero todavía visible, y luego arrastrarla lentamente hacia la orilla. Un par de chicas paseantes se habían parado y miraban desde una distancia crítica, tan cerca para apreciar todo y tan lejos para no tener que hacer nada. Las cabecitas tardaron años en salir y mostrar sus cuerpos. El recepcionista-gerente-bell boy-salvavidas dejó caer al hombre sobre la arena, en un área a salvo de donde rompen las olas, y estuvo inspeccionándolo agitadamente. Desde nuestra posición era difícil saber si el hombre estaba consciente, pero deduje que sí porque traía consigo todavía el submarino y ni Nacho ni yo recordábamos habérselo visto atado, de manera que tenía que llevarlo agarrado. Sin embargo, no se movía. El gerente pareció convencido de que estaba bien y le habló. Seguramente le hizo preguntas, y seguramente no recibió respuestas porque no tardó en levantarse y caminar de vuelta al hotel, arrastrando su cuerpo embutido en ropa mojada y su cara hundida en un gesto de pesadumbre que nos dejó inquietos, sobre todo porque nos pasó sin decir nada, como reclamándonos nuestra quietud.
Las chicas reanudaron su paseo pero no dejaron de desviarse un poco para echarle un ojo al hombre, al principio como de paso pero luego deteniéndose unos segundos, sin llegar a decidir abordarlo o acuclillarse para hacer una segunda inspección. Se dieron por satisfechas con saber que estaba con vida—con saber que no había muerto y ellas no habían pecado de omisión—y prosiguieron.
El sol estaba lánguido y muy cerca de ponerse. El hombre seguía tendido, hundido en la luz gris del atardecer nublado, totalmente inmóvil salvo por el sutil inflar y desinflar de su barriga. Miré a Nacho y adiviné en su expresión el mismo placer incómodo que yo estaba experimentando: el de atestiguar un evento tan real e incorrecto que parecía no estar pasando y que, justo por eso, era necesario no perderse (y, sobre todo, no interrumpir).
La cosa nos afectaba además a otro nivel. Esto era los más excitante que nos había pasado en mucho tiempo, y eso cicatrizaba—lo sentíamos claramente—la rispidez de los últimos días. Nos hermanaba de nuevo, como una tormenta a los resguardados. En silencio, deseamos que el hombre no se levantara y el sol no se pusiera. Que el parto o la agonía se prolongara.
Pero se levantó. Casi al mismo tiempo que el sol empezó a rozar el agua, el hombre se puso de pie cándidamente, se sacudió la arena estúpidamente, y se dirigió al mar de nuevo. Nacho y yo, que no habíamos intercambiado palabra pero manteníamos nuestras bocas ocupadas dilatando las últimas cervezas, ya tibias, para no tener que ir por nuevas, brincamos de nervios y de frío. Nos miramos entre nosotros y luego alrededor, pidiendo mudamente auxilio. El hombre caminó con el mismo paso que antes, con el mismo arrastre fatigado y constante del submarino, y lo sostuvo incluso en el agua, como si siguiera pisando en lugar de chapotear.
Esta vez no vino el gerente ni las turistas. No vino nadie. Nosotros no éramos nadie. Nosotros estábamos clavados al suelo, nuestros ojos clavados en el mar, nuestros corazones explotando en nuestros pechos, en las manos tensas las botellas vacías, y el sol decidiéndose por un segundo, en un capricho antes de morir, dejar salir un rayo rojo, el único que yo vi atestiguar la fama de Pie de la Cuesta y que iluminó, por ese único segundo, al hombre antes de desaparecer.
Nunca ha dejado de sorprenderme lo rápido que se oculta el sol en comparación con lo mucho que tarda en cruzar de un lado al otro del horizonte. En un instante todavía está y, al siguiente, ya no. Así nomás. La aniquilación del hombre fue igualmente anodina, tanto que era injusto, no para él sino para nosotros. Estábamos a reventar de adrenalina y exigíamos más. ¡El asunto no podía acabar así! Nace el venadito y sigue una exhibición de sangre, de berridos, de placenta, pero el venado agonizante muere y ¿no pasa nada? A la muerte, ¿no le sigue nada?
Permanecimos así un tiempo indefinible. Contemplamos la masa oscura del mar sin esperanzas. Lo escuchamos rugir. Sentimos los mosquitos devorarnos sin mover un dedo. No pensamos. En algún momento volteé a ver a Nacho y él me volteó a ver también. Nos levantamos como después de cien años, recogimos los cascos y dejamos la playa. En el bar tomamos una última cerveza. Hablamos del regreso, reímos con soltura. Nos sentíamos bien.
Cruzamos el patio de la alberca conversando todavía y entramos a la Humphrey Bogart. Dormimos como bebés. Al día siguiente nos levantamos muy temprano y nos fuimos a la terminal de Acapulco, sin desayunar. En ningún momento, desde la noche anterior hasta abordar el autobús, volvimos a ver el mar.
Pie de la Cuesta es una larga barra de arena flanqueada por mar abierto y una laguna. La única calle está sembrada de hotelitos, restaurantes de mariscos y embarcaderos donde se pueden tomar paseos en bote por la laguna: visitar las islas, avistar cocodrilos y admirar exuberantes plantas tropicales. Además, se puede explorar la otra ribera si a uno le gusta el senderismo; o surfear, del lado del mar; o hacer esquí acuático o perderse en los manglares.
Naturalmente, nosotros no hicimos nada de eso. Nos dirigimos directamente a un hotel con pinta decente y solitaria, de un color blanco ajado y habitaciones con nombres de los actores de Casablanca repartidas en dos edificios de dos plantas alrededor de una alberca. El recepcionista-gerente-bell boy, el único empleado, nos puso en la Humphrey Bogart, la única con dos camas. El resto estaban vacías.
El autobús se había retrasado y ya era tarde, pasada la hora de la comida. Dejamos todo en la habitación, que estaba al mismo tiempo muy limpia y salpicada de mar (arena en los rincones, humedad, bichos costeros), y nos fuimos a la playa a echarnos cual perros al sol y a engañar nuestros estómagos hambrientos con bebida.
Las nubes estaban bajas y cargadas. Abrí una cerveza. Nacho buscó un poco en sus bolsillos y luego me miró, extendiéndome la suya. Le aventé el encendedor. Lo cachó apenas (lo aventé muy mal) y soltó un gruñido. Después de un mes de viajar juntos por el sur, estábamos cansados uno del otro.
Casi no había turistas. Pasaron unos cuantos, alguno acompañado de perros, antes de que apareciera el hombre del portafolios. Diría que inició siendo un punto en el horizonte que fue creciendo hasta convertirse de a poco en una figura parada a medio metro de nosotros (es decir que lo vimos venir de lejos como se ven venir las cosas tremendas), pero la verdad es que de repente ya estaba ahí. De inmediato lo escudriñamos. Tendría unos cincuenta años y era bajo. Iba desnudo salvo por un traje de baño oscuro a cuadros, demasiado grande, y llevaba en la mano un portafolios muy chingón o muy ridículo: enorme, de plástico rugoso y gastado, esquinas chatas, color amarillo deslavado por el paso de mucho tiempo. Por alguna razón, o por razones muy obvias, me recordaba a un submarino. Del hombre sólo se puede decir que miraba el mar como un oficinista mira su escritorio un viernes volviendo de comer: con hartazgo y resignación, en una especie de calma. La imagen era exacta incluso por sus lentes de pasta, que tenía que acomodarse constantemente porque el sudor los deslizaba hacia la punta de la nariz. Pasó así unos quince minutos, no más, de pie frente al mar, a veces suspirando, rascándose la barba incipiente, no mirándonos ni una sola vez.
Entonces empezó a caminar. Al principio no prestamos atención porque su decisión de pasearse por la orilla no nos pareció mucho más extraña que la de resollar junto a nosotros durante un cuarto de hora. Su marcha era lenta pero firme. Cargaba el submarino como si realmente fuera uno; se veía que le pesaba pero también que no le molestaba, que estaba acostumbrado. Yo volví a relajar la cabeza y a cubrirme la cara con un libro, pero Nacho me sacudió y miré otra vez. El hombre no paraba de caminar y ya estaba internándose en el agua. Los dos nos incorporamos en las tumbonas e hicimos sombra con las manos para ver mejor. Pronto llegó al oleaje alto y se convirtió en un balón que se agitaba de un lado a otro, de repente hundiéndose u ocultándose detrás de un pliegue de agua, de repente emergiendo otra vez. Alguna vez escuché hablar del “efecto espectador”, que consiste en una especie de parálisis psicológica que se apodera de quien es testigo de un crimen o una tragedia y le impide intervenir. No sé si era el caso. Ver al hombre hacerse cada vez más pequeño y las olas cada vez más grandes desde este otro lado de la realidad parecía más bien un espectáculo inesperado, algo digno de verse, como tropezarse con un venado dando a luz en medio del bosque o uno agonizando, ambas cosas hermosas e impactantes para ratones de ciudad.
Una sombra pasó volando desde atrás, desde el hotel, hacia el mar. El gerente que nos había atendido se lanzó a las olas y vimos su cabecita flotante irse acercando a la otra, ya muy pequeña pero todavía visible, y luego arrastrarla lentamente hacia la orilla. Un par de chicas paseantes se habían parado y miraban desde una distancia crítica, tan cerca para apreciar todo y tan lejos para no tener que hacer nada. Las cabecitas tardaron años en salir y mostrar sus cuerpos. El recepcionista-gerente-bell boy-salvavidas dejó caer al hombre sobre la arena, en un área a salvo de donde rompen las olas, y estuvo inspeccionándolo agitadamente. Desde nuestra posición era difícil saber si el hombre estaba consciente, pero deduje que sí porque traía consigo todavía el submarino y ni Nacho ni yo recordábamos habérselo visto atado, de manera que tenía que llevarlo agarrado. Sin embargo, no se movía. El gerente pareció convencido de que estaba bien y le habló. Seguramente le hizo preguntas, y seguramente no recibió respuestas porque no tardó en levantarse y caminar de vuelta al hotel, arrastrando su cuerpo embutido en ropa mojada y su cara hundida en un gesto de pesadumbre que nos dejó inquietos, sobre todo porque nos pasó sin decir nada, como reclamándonos nuestra quietud.
Las chicas reanudaron su paseo pero no dejaron de desviarse un poco para echarle un ojo al hombre, al principio como de paso pero luego deteniéndose unos segundos, sin llegar a decidir abordarlo o acuclillarse para hacer una segunda inspección. Se dieron por satisfechas con saber que estaba con vida—con saber que no había muerto y ellas no habían pecado de omisión—y prosiguieron.
El sol estaba lánguido y muy cerca de ponerse. El hombre seguía tendido, hundido en la luz gris del atardecer nublado, totalmente inmóvil salvo por el sutil inflar y desinflar de su barriga. Miré a Nacho y adiviné en su expresión el mismo placer incómodo que yo estaba experimentando: el de atestiguar un evento tan real e incorrecto que parecía no estar pasando y que, justo por eso, era necesario no perderse (y, sobre todo, no interrumpir).
La cosa nos afectaba además a otro nivel. Esto era los más excitante que nos había pasado en mucho tiempo, y eso cicatrizaba—lo sentíamos claramente—la rispidez de los últimos días. Nos hermanaba de nuevo, como una tormenta a los resguardados. En silencio, deseamos que el hombre no se levantara y el sol no se pusiera. Que el parto o la agonía se prolongara.
Pero se levantó. Casi al mismo tiempo que el sol empezó a rozar el agua, el hombre se puso de pie cándidamente, se sacudió la arena estúpidamente, y se dirigió al mar de nuevo. Nacho y yo, que no habíamos intercambiado palabra pero manteníamos nuestras bocas ocupadas dilatando las últimas cervezas, ya tibias, para no tener que ir por nuevas, brincamos de nervios y de frío. Nos miramos entre nosotros y luego alrededor, pidiendo mudamente auxilio. El hombre caminó con el mismo paso que antes, con el mismo arrastre fatigado y constante del submarino, y lo sostuvo incluso en el agua, como si siguiera pisando en lugar de chapotear.
Esta vez no vino el gerente ni las turistas. No vino nadie. Nosotros no éramos nadie. Nosotros estábamos clavados al suelo, nuestros ojos clavados en el mar, nuestros corazones explotando en nuestros pechos, en las manos tensas las botellas vacías, y el sol decidiéndose por un segundo, en un capricho antes de morir, dejar salir un rayo rojo, el único que yo vi atestiguar la fama de Pie de la Cuesta y que iluminó, por ese único segundo, al hombre antes de desaparecer.
Nunca ha dejado de sorprenderme lo rápido que se oculta el sol en comparación con lo mucho que tarda en cruzar de un lado al otro del horizonte. En un instante todavía está y, al siguiente, ya no. Así nomás. La aniquilación del hombre fue igualmente anodina, tanto que era injusto, no para él sino para nosotros. Estábamos a reventar de adrenalina y exigíamos más. ¡El asunto no podía acabar así! Nace el venadito y sigue una exhibición de sangre, de berridos, de placenta, pero el venado agonizante muere y ¿no pasa nada? A la muerte, ¿no le sigue nada?
Permanecimos así un tiempo indefinible. Contemplamos la masa oscura del mar sin esperanzas. Lo escuchamos rugir. Sentimos los mosquitos devorarnos sin mover un dedo. No pensamos. En algún momento volteé a ver a Nacho y él me volteó a ver también. Nos levantamos como después de cien años, recogimos los cascos y dejamos la playa. En el bar tomamos una última cerveza. Hablamos del regreso, reímos con soltura. Nos sentíamos bien.
Cruzamos el patio de la alberca conversando todavía y entramos a la Humphrey Bogart. Dormimos como bebés. Al día siguiente nos levantamos muy temprano y nos fuimos a la terminal de Acapulco, sin desayunar. En ningún momento, desde la noche anterior hasta abordar el autobús, volvimos a ver el mar.