Antes que ellos llegaran
Denise Phé-Funchal
Antes que ellos llegaran, pensábamos que todas las vidas tenían el mismo destino de tierra. Que a la muerte le gustaba encontrarnos tirados con la cabeza en el río o que enviaba a sus mensajeros para que el filo del machete nos alcanzara en una fiesta o para que nos empujaran al bajar tambaleando de casa de los compadres.
La tierra era tan fértil que la lluvia se encargaba de que todo creciera. Solo teníamos que alargar la mano y tomar las frutas, cosechar cuando era tiempo, guardar lo de la familia y salir a la carretera a vender el resto y así, sin preocupaciones pasar la vida acá, afuerita de las casas.
Creíamos que la infancia era unas pocas horas de escuela y mucho juego en el monte o en la entrada de tierra compacta frente a las casas. Ser joven era perderse en pareja por allá, en esas colinas que antes estaban llenas de árboles que cubrían casi todo el horizonte. Cuando los padres aparecían muertos o las madres se ahogaban en el sueño, sabíamos que era el momento de hacer el relevo, tener los hijos propios que se criaran en las hamacas mientras nosotras sorbíamos traguitos de ron al mecerlos y los hombres celebraban en las cantinas. Así dejábamos que la vida pasara y que la muerte llegara en medio de canciones llenas de trompetas y lamentos amorosos que salían por las ventanas de las radios o que abrazaban a todos los de ojos vidriosos que caían en el silencio, que se desplomaban sobre las mesas de pino o sobre piso lleno de serrín de las cantinas. Pero ellos llegaron.
Tenía quince cuando ellos llegaron, mi marido acababa de cumplir los dieciocho y su padre y el mío habían muerto juntos en un pleito de compadres en el que uno le dio al otro con el filo en la cabeza y el herido logró atestar otro corte certero a nivel de la pierna. Todavía pudieron abrazarse, pedirse disculpas compadre, y caminar un poco –ayudándose uno al otro- para intentar llegar a las casas, junto a sus mujeres y dormir pensando que mañana volverían a la rocola vieja y, mientras caminaban, volvieron a prometerse no pelear por las canciones, jurado que no vuelvo a decir que El trompo es mejor que La tierra madura, dicen que gritó mi viejo y volvieron a irse a los golpes. Contaron los vecinos que la fuerza no les alcanzaba y que el río parecía llamarlos para que pelearan a sus orillas. La noche se los tragó y los encontramos juntos, abrazados, vacíos de sangre, río abajo. Mi madre había muerto unos días antes, celebrando el nacimiento de mi primer hijo, su séptimo nieto. No quiso que la pusieran de ladito sobre la cama y la encontramos con la boca llena de sus tripas y los ojos grandes, sonrientes viendo al cielo de machimbre.
Yo estaba acá, sentada en la puerta de esta casa, viendo al niño dormir en la hamaca, tomando mi aguardiente en silencio esperando la sensación vidriosa que me hacía reír y ellos llegaron, bajo la lluvia que parecía no acabar nunca, llegaron ellos, el gringo y la gringa. Me miraban con esa sonrisa seria y alargada, estampada debajo de sus narices rectas y pequeñas. Les hice señas para que se sentaran. Así lo hicieron y quedaron en silencio un gran rato. Solo me miraban hamaquear al niño y sorber de a poquitos mi ron. No decían nada. Era como si supieran que su presencia sería notada por todos y que poco a poco los vecinos saldrían de sus casas, llegarían tambaleándose desde las cantinas para rodearlos. Así pasó, bajo la lluvia llegaron las buenas tardes murmuradas, escurridizas que poco a poco nos rodearon y cuando casi todo el cantón estuvo ahí, alrededor de mi casa, hasta ese momento él, alto, enjuto, de ojos verdes, sacó un librito y comenzó a leer.
Nos habló del paraíso, de un lugar muy parecido a este, con tierras nobles de cosechas sin esfuerzo y nos habló del pecado. Todos escuchaban. Hacía mucho que nadie nos hablaba así y poco a poco todos se sentaron donde pudieron, mientras el hombre seguía hablando y la mujer que lo acompañaba entonaba un cántico de perdón. Sus voces nos adormecieron y esa noche todo el pueblo durmió junto, acá afuera de mi casa.
Siguieron días de historias, de regaños sutiles, de vergüenzas que poco a poco se nos fueron metiendo en el cuero, de sorbos de caldo de frutas tras las puertas. Ellos decían que el diablo habitaba el bosque, ese que antes cubría el horizonte, y que su espíritu estaba en las cosechas, en las frutas con las que hacíamos los licores. Hablaron de vidas largas, sin ojos vidriosos, dijeron que la muerte no solamente llegaba en el filo, en los empujones, en el vómito que llenaba el sueño. Hablaron de lo malo que era pasarse la vida sin trabajar, recogiendo solamente lo que la tierra nos daba. Nos enseñaron que tomar es un pecado, que encontrarse en el monte es otro pecado, que el sexo distrae del trabajo y que solo a través del trabajo se glorifica a Dios. Dios nos puso en el mundo para trabajarlo, para transformarlo, para que tuviéramos electricidad y todas esas comodidades que ahora nos llegan.
La gringa se quedó con nosotros y nos leyó historias de dios, nos enseñó canciones mientras que él se fue para consultar con Dios unas cosas y volvió unos días después, con un camión lleno de semillas y herramientas de siembra. Dijo que el mensaje de Dios era refundar el pueblo, cortar los árboles que antes cubrían el horizonte, deshacer nuestros campos, para quitar todas las raíces del mal que crecían en ellos. Dijo que no tuviéramos miedo y mucho menos dudas, que dios nos enviaba arroz y maíz, grande, amarillo, que él traía en esos costales para soportar el cambio, que la muerte no volvería a encontrarnos como a nuestros padres.
Quemamos todo, botamos los árboles, buscamos hasta la última semilla del diablo. Renacimos en la gloria de Dios que nos bendijo con estas frutas enormes, no hay verduras más grandes que las nuestras en toda la región. La tierra ya no es la misma, dice el gringo que al quitar todo lo que en ella existía, el diablo se enojó pero que Dios, que finalmente ha recuperado su territorio entre nosotros, aunque nos tiene a prueba. Es por eso que a esta tierra hay que ponerle todos los abonos, que las plantas necesitan de esos insecticidas que las protejan de los bichos del diablo. Dice la gringa que una prueba del amor de Dios es que las semillas de nuestras nuevas, grandes y perfectas verduras no pueden volver a usarse, que sólo las semillas del diablo, de los adoradores, de los herejes—como éramos nosotros antes—permiten que todo nazca de nuevo.
Las reglas de Dios han cambiado. Nuestro pueblo las sigue. Ahora la vida ya no transcurre en el monte, nos comportamos y nos vestimos según Él ha dispuesto. Las semillas de Dios nos dan estas frutas grandes, estas verduras de colores encendidos que vendemos a los gringos salvadores que se instalaron ahí, en esa casa que ahora tapa casi todo el horizonte. La paga no es mucha, pero ellos nos salvaron del pecado y de una vez descuentan la parte que va para la iglesia, esa que se construye constantemente ahí donde estaban las cantinas, esa que siempre necesita una nueva bocina, una luz más fuerte, vidrios más nuevos, bancas más fuertes. Con lo que nos queda les compramos las semillas y los abonos y los insecticidas. Ellos dicen que cuando Dios crea en nosotros las cosas cambiarán, que la pobreza es el castigo por siglos de vida en el aguardiente, que pagamos el pecado de nuestros padres, de los abuelos que adoraban las semillas del diablo.
La tierra era tan fértil que la lluvia se encargaba de que todo creciera. Solo teníamos que alargar la mano y tomar las frutas, cosechar cuando era tiempo, guardar lo de la familia y salir a la carretera a vender el resto y así, sin preocupaciones pasar la vida acá, afuerita de las casas.
Creíamos que la infancia era unas pocas horas de escuela y mucho juego en el monte o en la entrada de tierra compacta frente a las casas. Ser joven era perderse en pareja por allá, en esas colinas que antes estaban llenas de árboles que cubrían casi todo el horizonte. Cuando los padres aparecían muertos o las madres se ahogaban en el sueño, sabíamos que era el momento de hacer el relevo, tener los hijos propios que se criaran en las hamacas mientras nosotras sorbíamos traguitos de ron al mecerlos y los hombres celebraban en las cantinas. Así dejábamos que la vida pasara y que la muerte llegara en medio de canciones llenas de trompetas y lamentos amorosos que salían por las ventanas de las radios o que abrazaban a todos los de ojos vidriosos que caían en el silencio, que se desplomaban sobre las mesas de pino o sobre piso lleno de serrín de las cantinas. Pero ellos llegaron.
Tenía quince cuando ellos llegaron, mi marido acababa de cumplir los dieciocho y su padre y el mío habían muerto juntos en un pleito de compadres en el que uno le dio al otro con el filo en la cabeza y el herido logró atestar otro corte certero a nivel de la pierna. Todavía pudieron abrazarse, pedirse disculpas compadre, y caminar un poco –ayudándose uno al otro- para intentar llegar a las casas, junto a sus mujeres y dormir pensando que mañana volverían a la rocola vieja y, mientras caminaban, volvieron a prometerse no pelear por las canciones, jurado que no vuelvo a decir que El trompo es mejor que La tierra madura, dicen que gritó mi viejo y volvieron a irse a los golpes. Contaron los vecinos que la fuerza no les alcanzaba y que el río parecía llamarlos para que pelearan a sus orillas. La noche se los tragó y los encontramos juntos, abrazados, vacíos de sangre, río abajo. Mi madre había muerto unos días antes, celebrando el nacimiento de mi primer hijo, su séptimo nieto. No quiso que la pusieran de ladito sobre la cama y la encontramos con la boca llena de sus tripas y los ojos grandes, sonrientes viendo al cielo de machimbre.
Yo estaba acá, sentada en la puerta de esta casa, viendo al niño dormir en la hamaca, tomando mi aguardiente en silencio esperando la sensación vidriosa que me hacía reír y ellos llegaron, bajo la lluvia que parecía no acabar nunca, llegaron ellos, el gringo y la gringa. Me miraban con esa sonrisa seria y alargada, estampada debajo de sus narices rectas y pequeñas. Les hice señas para que se sentaran. Así lo hicieron y quedaron en silencio un gran rato. Solo me miraban hamaquear al niño y sorber de a poquitos mi ron. No decían nada. Era como si supieran que su presencia sería notada por todos y que poco a poco los vecinos saldrían de sus casas, llegarían tambaleándose desde las cantinas para rodearlos. Así pasó, bajo la lluvia llegaron las buenas tardes murmuradas, escurridizas que poco a poco nos rodearon y cuando casi todo el cantón estuvo ahí, alrededor de mi casa, hasta ese momento él, alto, enjuto, de ojos verdes, sacó un librito y comenzó a leer.
Nos habló del paraíso, de un lugar muy parecido a este, con tierras nobles de cosechas sin esfuerzo y nos habló del pecado. Todos escuchaban. Hacía mucho que nadie nos hablaba así y poco a poco todos se sentaron donde pudieron, mientras el hombre seguía hablando y la mujer que lo acompañaba entonaba un cántico de perdón. Sus voces nos adormecieron y esa noche todo el pueblo durmió junto, acá afuera de mi casa.
Siguieron días de historias, de regaños sutiles, de vergüenzas que poco a poco se nos fueron metiendo en el cuero, de sorbos de caldo de frutas tras las puertas. Ellos decían que el diablo habitaba el bosque, ese que antes cubría el horizonte, y que su espíritu estaba en las cosechas, en las frutas con las que hacíamos los licores. Hablaron de vidas largas, sin ojos vidriosos, dijeron que la muerte no solamente llegaba en el filo, en los empujones, en el vómito que llenaba el sueño. Hablaron de lo malo que era pasarse la vida sin trabajar, recogiendo solamente lo que la tierra nos daba. Nos enseñaron que tomar es un pecado, que encontrarse en el monte es otro pecado, que el sexo distrae del trabajo y que solo a través del trabajo se glorifica a Dios. Dios nos puso en el mundo para trabajarlo, para transformarlo, para que tuviéramos electricidad y todas esas comodidades que ahora nos llegan.
La gringa se quedó con nosotros y nos leyó historias de dios, nos enseñó canciones mientras que él se fue para consultar con Dios unas cosas y volvió unos días después, con un camión lleno de semillas y herramientas de siembra. Dijo que el mensaje de Dios era refundar el pueblo, cortar los árboles que antes cubrían el horizonte, deshacer nuestros campos, para quitar todas las raíces del mal que crecían en ellos. Dijo que no tuviéramos miedo y mucho menos dudas, que dios nos enviaba arroz y maíz, grande, amarillo, que él traía en esos costales para soportar el cambio, que la muerte no volvería a encontrarnos como a nuestros padres.
Quemamos todo, botamos los árboles, buscamos hasta la última semilla del diablo. Renacimos en la gloria de Dios que nos bendijo con estas frutas enormes, no hay verduras más grandes que las nuestras en toda la región. La tierra ya no es la misma, dice el gringo que al quitar todo lo que en ella existía, el diablo se enojó pero que Dios, que finalmente ha recuperado su territorio entre nosotros, aunque nos tiene a prueba. Es por eso que a esta tierra hay que ponerle todos los abonos, que las plantas necesitan de esos insecticidas que las protejan de los bichos del diablo. Dice la gringa que una prueba del amor de Dios es que las semillas de nuestras nuevas, grandes y perfectas verduras no pueden volver a usarse, que sólo las semillas del diablo, de los adoradores, de los herejes—como éramos nosotros antes—permiten que todo nazca de nuevo.
Las reglas de Dios han cambiado. Nuestro pueblo las sigue. Ahora la vida ya no transcurre en el monte, nos comportamos y nos vestimos según Él ha dispuesto. Las semillas de Dios nos dan estas frutas grandes, estas verduras de colores encendidos que vendemos a los gringos salvadores que se instalaron ahí, en esa casa que ahora tapa casi todo el horizonte. La paga no es mucha, pero ellos nos salvaron del pecado y de una vez descuentan la parte que va para la iglesia, esa que se construye constantemente ahí donde estaban las cantinas, esa que siempre necesita una nueva bocina, una luz más fuerte, vidrios más nuevos, bancas más fuertes. Con lo que nos queda les compramos las semillas y los abonos y los insecticidas. Ellos dicen que cuando Dios crea en nosotros las cosas cambiarán, que la pobreza es el castigo por siglos de vida en el aguardiente, que pagamos el pecado de nuestros padres, de los abuelos que adoraban las semillas del diablo.