El Hijo de Dios fue crucificado, no hay vergüenza, porque es vergonzoso;
Y el Hijo de Dios murió, es por eso por lo que se cree, porque es absurdo;
Y sepultado y resucitado, es cierto porque es imposible.
En resumen, que el acto fundamental del conocimiento es el acto de fe, y que en su claudicación intelectual, al poner la mente de rodillas, nuestra especie está rogando la ayuda divina para alcanzar la certeza sobre el fin último de todas las cosas. San Agustín matiza un poco ese “Creo porque es absurdo”, afirmando: “Creo para entender”. Lo que significaría que la obra de Dios está fuera del alcance de la razón humana o que para alcanzar la comprensión es necesaria la renuncia previa a las potestades del pensamiento.
Evidentemente, esta no fue la perspectiva que permitió el desarrollo del pilpul. Originalmente, el método fue inventado (o descubierto) por el rabino Jacob Pollak, que primero lo aplicó para un caso de divorcio familiar con división de bienes y luego extendió su uso al cuerpo colectivo de preceptos religiosos judíos, derivado de la Torá escrita y Oral, cuya interpretación separaba las aguas entre las distintas escuelas rabínicas. Consistía principalmente en una gimnasia mental que permitía trazar relaciones entre cosas divergentes o incluso contradictorias y de proponer preguntas y resolverlas de maneras inesperadas. De hecho, su función principal era la de mantener despiertos a los alumnos de la Yeshiva. Luego de su muerte en 1541, su principal discípulo, Shalom Schachna, amplió las perspectivas del método y sentó las bases para su uso tal como se lo conoce (o ignora) hasta el día de hoy. Desde luego, salvo por arte de anacronismo, ni Pollak ni Schachna conocían la frase que define a la teología como una disciplina sin objeto, pero fue precisamente lo huidizo de la presencia de Dios, lo contradictorio de su accionar, la necesidad de encontrar un sentido general a su obra (y a su existencia), lo que los impulsó a tramar un pensamiento que debería atraparlo. Para la presencia infinita e incapturable, las redes infinitas de la palabra.
¡La mente, como el mar, la mente, la mente que siempre recomienza!
Después de un pensamiento, ¡qué dulce recompensa
Una larga mirada al divino desasosiego!
Perseguir a Jehová, atraparlo en sus contradicciones, echarle la culpa de lo imperfecto y absurdo de su creación. Esa es la verdadera misión de todo buen judío. La devoción es la máscara que oculta irreverente sospecha de que Él es un chiste. En vez de jugarle una partida de ajedrez para derrotar a su mensajera La Muerte, el pilpulista suspende el tiempo en la eternidad del acto reflexivo.
Así, el pilpul se empleó para desmenuzar cada parte del asunto a considerar. Por ejemplo, se tomaba una sentencia cualquiera de la Torá, despejando el sentido correcto de cada vocablo, de cada letra y de cada espacio entre letras, para luego reintegrar esa sentencia a su estado original, una vez probada su racionalidad. Hecho esto, se examinaba la sentencia en relación a su contexto histórico, cultural y semántico, y si se descubría que el análisis de lo particular no coincidía con el contexto o campo general, entonces se retomaba la tarea.
Ahora bien, siendo el ejemplo precedente sencillo en su enunciación, salta a la vista que el sistema de verificación resulta largo, arduo y complicado, y que nada garantiza un acuerdo general de partes en el resultado final. No obstante eso, no es nada comparado con el despliegue de recursos a utilizar cuando el tema en discusión se vuelve más complejo. Penetrar en la esencia de un asunto y adoptar distinciones claras y una diferenciación estricta de los conceptos incluidos, implica también prever o al menos investigar cuidadosamente las consecuencias posibles que se deriven de esta diferenciación. Si, por ejemplo, de dos oraciones concordantes o incluso idénticas dos pilpulistas extrajeran deducciones contradictorias, la coincidencia aparente no sería un acuerdo de hecho, por lo que el método pilpulistico debería determinar si esta aparente contradicción no podría eliminarse mediante una serie de definiciones más cuidadosas y limitaciones más exactas de los conceptos conectados con las oraciones respectivas. Así también, si dos oraciones contiguas parecen poseer el mismo sentido, el método deberá determinar si la segunda oración es una simple repetición de la primera que podría haberse omitido, o si mediante un escrutinio más sutil de los conceptos podría haberse descubierto una diferencia de grado en el significado entre ambas. E incluso, llegado el caso de que se arribara a un resultado positivo en el objeto de la investigación (frase, máxima, hecho, precepto, narración, ley, dicho, costumbre, historia, parábola o leyenda), el practicante del pilpul deberá preguntarse si no habría podido arribar a ese mismo resultado de otra manera, contando con un distinto sistema de prueba para el caso de que el primer procedimiento fuera refutado.
El pilpul se expandió pronto por varios países (Lituania, Polonia, Ucrania), al punto de que buena parte de la comunidad judía se apasionaba siguiendo a los rabinos capaces de trabajar crítica y obsesivamente cualquier tema. Se armaban bandas de fanáticos de tal o cuál rabino, las plazas de los guetos eran foros de discusión. Para difundir la actividad, hasta se exageraba diciendo que el propio Yahvé a veces bajaba encarnando en un judío del común y participaba de las discusiones, perdiendo la mayoría de las veces. Incluso (eran tiempos donde florecía el antisemitismo), se decía en voz baja que Jesús (Yeshú, Yehoshua) había practicado rudimentos de pilpul pero no había demostrado mayor talento en su ejercicio.
Igual, después del florecimiento, la decadencia fatal. En su dolorosa vejez, Shalom Shachna fue viendo como caía sobre el pilpul el hacha de la crítica interna: los tradicionalistas acusaban a esos chispazos de lógica maniática de pertenecer al campo de la sofística y de servir más para las ferias de la vanidosa inteligencia que a la investigación de la verdad. El pilpul entraba en un cono de sombra que duraría varios siglos, y la oscuridad empezaba por los impulsores. De hecho, solo se publicó uno de los tratados de Shachna, el imprescindible Pesachim be-Inyan Kiddushin. Quizá esto se deba a que el sabio era un dechado de modestia y que en su lecho de muerte ordenó a su hijo Israel que imprimiera cualquiera de sus manuscritos, o mejor, rogó que no publicara ninguno. En todo esto, más que el eco, se encuentra la fuente misma de la actividad literaria de Franz Kafka y de su última elección, el ruego o la orden dada a Max Brod para que quemara su obra. Kafka es el último exponente del pilpul y el que ha permitido su difusión más vasta. Más aún: esas operaciones retóricas de fines del Medioevo, rescatadas y procesadas en lenguaje literario por el pequeño judío de Praga, son el modo que el siglo XX eligió para entenderse a sí mismo. La lengua leguleya; las jerarquías como forma del infinito; el diferimiento; el abordaje paciente y resignado de lo imposible; la máquina inextricable de lo real que se resuelve en el sinsentido de toda paradoja, volviendo irreal el sentido de la existencia. Todo eso prefigura tanto (según se suele decir) el horror de los campos de concentración como recupera la opacidad de una construcción que finge perderse encantada en la posibilidad de un develamiento sólo para enzarzarse en la evidencia de que no hay resolución verdadera. Por supuesto, como pilpulista, Kafka lo es hasta el extremo de parecer un hereje de la tradición que toma y reescribe: mientras los sabios pilpulistas judíos son inconsecuentes con su propio método al creer que su tarea se limita al examen de la Revelación que Moisés recibió de Dios, examen que concluiría al arribar a una verdad indiscutible y que supere el carácter confrontativo de las interpretaciones, para él, en cambio, la Ley ya no es Dios, sino el Padre, y no se trata de entenderlo (porque el Padre, como Dios, es lo dado a su propio capricho, a la violencia de sus formulaciones) sino de hacerse entender, enfrentándolo para sobrevivir.
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Cuando estaba contento mi padre cantaba tangos y yo, en secreto, por las noches, encendía la luz de un pequeño velador que había al costado de mi cama y prendía el tocadisco Wincofón y escuchaba a bajo volumen dos discos con los grandes éxitos de Julio Sosa y Carlos Gardel. Historias de abandono, de turf, de amores contrariados, de nostalgias del exilio, de competencia entre hombres, de pérfidas mujeres perdidas y de infidelidades arrepentimientos y traiciones. Por entonces ya estaba enterado del mito local que afirmaba que no hubo ni habrá cantante superior a Gardel, el bronce que canta. Pero por mucho que me gustaran sus temas, había algo en su arrastre nasal, en el ruido de la erre, una cierta cosa chirriante y aguda que no me sonaba del todo viril. Mi favorito era entonces Sosa, el varón del tango. Mientras mi padre dormía yo me identificaba secretamente con sus gustos, hacía mis horas extras como pequeño oyente argentino poniendo sus tangos para sentirme hombre como él. Por esa época Sosa murió en un accidente de autos y me sorprendió la versión de que, cuando fueron a desvestir al cadáver para ponerle las prendas definitivas que lo acompañarían en el ataúd, los empleados de la funeraria se encontraron con que, a cambio de los esperables calzoncillos, llevaba unos rosados calzones de mujer. De seguro esta anécdota es falsa, una invención de las bandas de fanáticos gardelianos para disminuir la imagen de su rival.
De todos modos, yendo a la cuestión de la identificación de una “verdadera voz de hombre”: recuerdo que una vez íbamos mi padre y yo en su auto, un vehículo que contaba con radio siempre sintonizada en una frecuencia dedicada a nuestra música de arrabal. Esta vez escuchábamos a un cantante de voz arrastrada, un porteño profesional que escandía las sílabas como un bárbaro germano que trata de develar la estructura del latín. Su entonación enrarecía el ambiente, que discurría en silencio mientras atravesábamos algún sector de los suburbios. Mi padre me había pedido que lo acompañara a visitar a un fabricante de heladeras, y ya de vuelta de la excursión, tediosa y llena de especulaciones acerca del crecimiento económico del país, intentó mantener un diálogo más amplio, de adulto a pre-adolescente, lo que incluía el tema de mi futura vida sexual. Pero una vez pasados los necesarios prolegómenos (profilaxis, riesgos, embarazos deseados y no deseados), quizá impulsado por el recuerdo de sus años de juventud, quizá por el deseo de acercarse a mí transmitiéndome algo de su experiencia, mencionó la existencia de una novia de adolescencia. Nombrarla fue como volver a vivir. Dijo que aquella chica había sido su gran amor y que la perdió a causa de un malentendido. La malicia de sus padres, un designio oscuro…Se quedó un rato en silencio, ambos contemplábamos la fealdad sucesiva de los barrios que atravesábamos, y de pronto, pegando un golpe seco al volante, dijo que había que elegir muy bien con quién se casaba uno. “Elegir bien y no equivocarse”, subrayó, porque en la mayoría de los casos la duración del matrimonio excedía la duración del vínculo sentimental. Por eso, tal vez, si se hubiera casado con ella, con Noelia…Y en el momento en que puso puntos suspensivos a esa afirmación, la voz del cantante de tangos se apagó, y mientras el locutor mencionaba su nombre y el título del tema, mi padre, apretando a tientas los botones símil nácar de la radio, buscó hasta encontrar la señal que transmitía música clásica. En este caso, ópera. La voz de un tenor, estridente, saturó la atmósfera mientras yo trataba de procesar la revelación de mi padre. Si en el pasado Noelia había sido su gran amor, se deducía entonces que mi madre no lo había sido en la misma medida. Y si era así, pregunté, ¿qué los había llevado a casarse y qué los unía en el presente? “Bueno”, dijo, “tu madre es una gran mujer, no tengo de qué quejarme. Hace mucho que estamos casados y cuando la pasión se termina el amor se convierte en una amistad, y tu madre es una buena compañera”. Luego se enredó en una disquisición acerca del asunto. Transformaciones, ciclos, avances, retrocesos del matrimonio…de golpe, entendí lo que me estaba diciendo: en su caso, el fin del amor y el paso a la amistad conyugal preludiaba una decisión. Mi padre me había invitado a acompañarlo para sondear mi reacción ante ciertas decisiones ligadas a su futuro. Dicho de manera más clara: quería informarme con medias palabras que estaba pensando en separarse de mi madre. Esa comunicación indirecta flotaba en el aire calefaccionado del auto mientras, por imperio de la mala calidad de la transmisión, los vibratos del tenor pasaban de la estridencia a la interferencia. Entonces no soporté más esa voz que atronaba en mis oídos y dije: “Sacá esto o me tiro del auto”. Íbamos a velocidad suficiente como para que el cumplimiento de mi promesa incluyera el riesgo de muerte. El asombro de mi padre, su carcajada ante el absurdo aparente de mi comentario duró apenas un segundo. Después, apagó la radio de un manotón, redujo la velocidad y con el codo bajó el pico de seguridad de su costado, trabando todas las puertas. Mirándome de reojo (tampoco iba a dejar de prestar atención a la ruta), me dijo: “¿Pero se puede saber qué te pasa?”.
El cantante, ahora lo recuerdo, era Mario Lanza. ¡Jesús! Y si en cada apellido se anota un destino debo decir que el de este cantante que me horadaba los tímpanos atravesó también un costado de mi alma, porque cuando mi padre me dio a entender que ya no amaba a mi madre y que nos iba a abandonar, en el momento en que aquella noticia destruyó parte de mi vida al punto de que, a cambio de seguir escuchándola, prefería rodar por el camino y ser atropellado por el auto que venía atrás de nosotros, en ese preciso momento pude comprender que él no me anunciaba nada que yo no hubiera sabido siempre, sólo que ahora ese conocimiento alcanzaba su total nitidez y relieve: y es que la familia no existe, salvo en el esfuerzo ilusorio por construirla y mantenerla unida. A la vez, lo único que existe es la familia.
El hecho es que la sentencia paterna sobre el fin del amor arruinó, de una manera completamente inesperada, y desde el inicio, la posibilidad de que yo desarrollara relaciones sentimentales completas, complejas y adultas. Como si la decisión de mi padre obrara a modo de una especie de sentencia anticipatoria, yo quedé marcado por la idea de que a la corta o a la larga reproduciría ese modelo de fracaso, por lo que un elemental principio de ética respecto del trato con el sexo opuesto me sustrajo desde el inicio a todo compromiso serio. Durante años, y quizá esto dure en mayor o menor medida por el resto de la vida, pegué sobre mi rostro la máscara angustiosa y frívola del Casanova hiperkinético que usa y descarta a una mujer tras de otra como si se tratara de atravesar cuerpos de fantasmas. Y en definitiva tampoco fueron tantas, porque mi temor a herir me volvía frío en mi trato, y la distancia no es el mejor recurso cuando uno quiere jugar a la conquista romántica, que implica el despliegue de los tópicos del enamoramiento. Esa distancia era entonces, y en el fondo, un aviso que yo mismo suscribía acerca de la inconveniencia de ligarse conmigo. En mi trato con las mujeres, entonces, fui el abanderado de la enseñanza que recibí: amor es lo que falta. Ahora bien, ser el mejor alumno de una lección errónea no es ninguna ventaja, y mi sustracción sentimental no suprime la evidencia obvia de que mi padre sí pudo explorar el territorio de las posibilidades que su advertencia anuló en mí, porque su confesión de huida incluyó el relato de un amor del pasado, perdido pero existente, y del fin de un amor que hubo alguna vez: el amor que lo unió a mi madre y que se perdió en la duración insoportable de todo presente. ¿Y por qué pudo él, donde yo no? Tal vez porque su propio padre se abstuvo prudentemente de anticiparle esa suerte de conocimiento siniestro sobre la fugacidad de toda emoción y el término de toda esperanza. Es claro que cuando un padre es fuerte el hijo debe serlo más, y si no puede, tendrá que aceptar su propia debilidad y acostumbrarse a morar entre el desperdicio hasta aprender a construir una fortaleza de distinta naturaleza y orden que la que caracterizó a su predecesor, porque la heredada no le sirve. En ese sentido puede leerse también el texto de Kafka. Él mismo lo dice: “Estudié, por lo tanto, jurisprudencia”. La Carta es un extenso alegato en el que el autor analiza su caso, culpa, se inculpa, se excusa, acusa, adopta la posición del fiscal, del abogado, del verdugo y de la víctima, de acuerdo a una disposición retórica en la que coloca al padre en el lugar de cámara de apelación y tribunal supremo. Incluso, ya cerca de la finalización de su discurso, finge ceder su lugar y toma los posibles argumentos paternos para esgrimirlos en contra del hijo, prestando voz propia (que podría ser un grito) al oponente para llegar a una verdad indubitable mediante los artificios del juego dialéctico. Pilpul puro.
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Ahora lo visita una médica de cuidados paliativos. Le pregunta su edad, su fecha de nacimiento, el día y el año en el que vivimos. Mi padre sonríe, no sabe qué responder. La médica me señala: “¿Y él cómo se llama?”. “El”. Le digo a la médica que hagamos una elección múltiple, que no va a saber nombrarme pero que va reconocer mi nombre cuando yo sea nombrado. Entonces le digo: “ Viejo, ¿cómo me llamo yo? ¿Roberto?”. “No”, dice. “¿Marcos?”. “No”. “¿Francisco?”. “No”. “¿Mirta?”. La médica ríe y dice “De noche puede ser”. Mi padre dice: “No”. “¿Daniel?”, le digo. “Eso”. “¿Y quién soy yo? ¿Qué soy tuyo?”. Me mira, sonríe, abre las manos: “Mi viejo”, dice.
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“Ahora, padres viejos, los trato mejor de lo que ustedes me trataron cuando niño”, les digo mentalmente. Eso es poca cosa. En el fondo, ¿qué hay para demostrar? La complacencia en el dolor repugna, el deseo de dar lástima se combina con la voluntad de mostrarme ecuánime. Pero ahí se esconde una trampa: pretender que el patetismo pase como una forma sensible del examen de conciencia. ¿Estoy escribiendo literatura de denuncia por el maltrato que recibí en la niñez, o literatura de autodenuncia para demostrar lo bien que acepté las enseñanzas recibidas, al punto de que ahora solo puedo tener la peor opinión de mí mismo? El mundo se cerró como un paraguas y ya solo me queda la política de resistencia ante el espectáculo de una invalidez creciente.
Recuerdo la impresión que en la adolescencia me causó la lectura de un episodio de La Eneida. Virgilio cuenta que Eneas, hijo de Anquises y Afrodita, huye de la vencida Troya que arde en altas llamas aqueas. Su destino no es morir defendiendo la ciudad natal sino levantar una más grande y gloriosa. En la fuga debe cargar con su padre, que ya no puede sostenerse en pie. No recuerdo detalles, salvo que Eneas y sus hombres escapan en una barca y que Anquises no llegará a conocer la Roma que fundará su hijo (como Moisés tampoco pisó la Tierra Prometida). De aquella escena me vuelve la imagen de un personaje vigoroso que lleva sobre los hombros al padre, ya decrépito o lisiado. Las piernas escuálidas de Anquises están entrecruzadas sobre el pecho y el cuello del hijo, dos ramas secas son esos muslos del anciano que en su poderosa juventud sedujeron a la diosa del amor. Sigiloso en la noche solitaria, el oscurecido Eneas avanza soportando ese peso. A medida que se acerca al agua, donde lo espera la barca salvadora, el suelo que pisa va volviéndose más barroso o arenoso, dificultando el andar. El peso del padre aumenta la huella y demora la huida, y no es imposible que grupos de vencedores aqueos recorran las playas buscando prófugos troyanos. Eneas pone en riesgo el futuro de una ciudad y la vida de su gente por cargar con el pasado. Anquises morirá y será enterrado en Drépano. Ahora soy un Eneas consumido que carga sobre sus hombros a un Anquises que a cada instante pesa más y me va hundiendo en el barro. Cuando todo mi cuerpo desaparezca de la superficie (salvo quizá la cabeza), él pegará un salto y me dejará atrás.
Maldito sea quien se siente impedido de hablar mal de sus padres, porque no está dispuesto a sacrificarse y hacer lugar a sus hijos (San Fermín. II: 8).
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Hay que decir la verdad. Él también pensó en ser escritor: poemas, fragmentos de un diario de viaje que una vez me entregó para que lo leyera y que guardé por años sin saber bien qué hacer. Cuando estaba de buen humor recitaba los cuatro versos más recordados del famoso poema de Almafuerte (“No te sientas vencido ni aún vencido / No te sientas esclavo ni aún esclavo / Trémulo de pavor, piénsate bravo / Y arremete feroz, ya malherido”). Mientras pudo, me pedía que le mostrara los originales de mis libros y me los devolvía con correcciones, con cierto respeto temeroso me señalaba: “Yo creo que acá…”, y me señalaba un involuntario error de tipeo, una coma mal puesta o un punto faltante. Atento al detalle, se le escapaba el sentido general de la narración. Pero eso, al tiempo que me irritaba, no dejaba de conmoverme. En eso, en su dedicación secreta, en su modesta voluntad de colaborar, en su devoción oculta y su disimulado orgullo, fue mejor y más íntegro que don Hermann Kafka, quien, cada vez que el hijo le entregaba un manuscrito buscando su aprobación, le decía “dejámelo sobre la mesa de luz” y nunca lo abría, o a lo sumo contestaba, a las semanas: “Ah, eso…No, todavía no lo miré…”. A diferencia de Franz Kafka, más cerca del pequeño escribiente florentino, yo escribo en esta noche para que no me lea mi padre y si copio su voluntad de letra es por extensión imaginaria de su intención que no cuajó.
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Otra internación, por sangrado en la orina. Si le quitaran los medicamentos anticoagulantes tal vez no se abrirían los divertículos en la vejiga pero correría el riesgo de que se le tapen las arterias, con el previsible resultado de una embolia y de la amputación de una pierna –o de las dos. Él mira el contenido del líquido en su bolsa de goteo, quiere controlar la cantidad de suero, el tiempo de su caída en la cápsula que deriva a la cánula que lo lleva a sus venas, y también vigila la correcta disposición de la cánula. Ve un poquito torcida, doblada, la manguerita de plástico, y quiere abrir la vía para que el líquido fluya más y mejor. Voluntad de sobrevivir a toda costa. Tuerce la cánula. Le digo: “No la toques, te la podés arrancar”. Se lo digo enérgicamente, para que entienda, porque está dopado. Sale de las brumas, me mira fijo y me dice: “¡¿Sos estúpido, vos?!”. No le bajo la vista: “Así que soy estúpido. Vos dejá ese tubito tranquilo porque va a ser peor si te lo arrancás”. Salgo del cuarto fingiendo enojo. Me cruzó con mi tía Alicia, su cuñada, que vio la escena. Le digo riendo: “Si me pelea es que tan mal no está”. Al rato vuelvo a entrar a la habitación, de buen humor, dispuesto a hacer una escena: “¿Así que yo soy un estúpido? ¡A mí no me hablás así! Pedíme perdón”. Me mira, ve la farsa: “¡Pero no digas pelotudeces!”. Se ríe, me río. Le reviso la cánula: el suero corre bien. Al despedirme le doy un beso en cada mejilla.
Al día siguiente, por la tarde, voy a verlo. La señora que lo cuida le dice: “Decile a tu hijo lo que me dijiste”. Mi padre alza la mano con la vía, la apoya en la parte de su pecho, más bien entre el hombro y la clavícula pero con intención de apuntar al corazón. Luego me señala: “Vos. Muy amado”, dice.
A mi hermana le dijo lo mismo, en la mañana. Por primera y, supongo, por última vez.
El sangrado se interrumpe y vuelve a su casa. Voy a visitarlo en la semana, con varios pretextos: cañerías de PVC que se pinchan, limpieza de tanques de agua. Él está sentado, con la mirada perdida. Le pregunto qué le pasa: “No hay nada”, dice. Y después: “Estoy viejo”. Y después: “¿Cuándo se va a vender esto?”, y señala a su alrededor. Nunca antes quiso venderla. Su casa, su jardín, el lugar donde siempre quiso estar. “Si querés, la vendemos y te venís a vivir más cerca de mí”, le digo. Se encoge de hombros. “Voy a poder sacarte a pasear más seguido, en la silla”, le digo. No contesta. “Juguemos al dominó”, le propongo. Se encoge de hombros, abre la caja, vuelca las fichas sobre la mesa.
Días más tarde, busco el resultado de la biopsia. Aun en su jerga médica, es claro. Cuando sea el momento, o quizá antes, ahora, tendré que decirle que fue un buen padre, el mejor padre posible para mi hermana y para mí.
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Padre. Escribí estas páginas, que te descubren y te velan, para que sobrevivas de alguna manera.
Madre. Escribí estas páginas, que te descubren y te velan, para que entiendas el enojo y el deseo de reconciliación.