Para Rosalía Farruggio,
de Palma di Montechiaro
A pesar de vivir en una isla, siempre le ha tenido miedo al mar. Primero se tragó sus sandalias, un verano en el que bajó a la playa con el primo Luigi y Alessandra. Después se llevó a dos pescadores y hubo que sumergir a la Virgen y arrojar flores que las olas se fueron tragando con pereza delincuente. Finalmente fueron sus hermanos, todos a bordo de un barco que ella nunca ha visto pero imagina como una cáscara de nuez gigante zarpando de algún puerto del Norte hacia la nada negra del agua.
América también es una nada negra. Más negra que amarilla, como los plátanos que el tío Filippo trae a la casa algunos domingos. "Un manjar para pocos", aclara el tío, que los ha pagado carísimos y los parte con un cuchillo en hostias diminutas, una para cada sobrino. Rosalía come su pedazo y hunde un poco la nariz en el plato donde sólo quedan las cáscaras. Huele a podrido, a playa, a barcos llenos de piratas y de malas intenciones. Piratas negros como los que raptaron a Santa Oliva, que tenía su edad cuando desembarcó en tierra extranjera y predicó el Evangelio hasta que le cortaron la cabeza. ¿Pensaría Santa Oliva en las bananas de Túnez, mientras rezaba abandonada a las fieras y a los musulmanes, que, sin embargo, comieron de su mano bella y de sangre noble?
Todas las veces que suben al cerro, la abuela señala el horizonte y le dice que ese lomo al final de la línea del agua es África y que, desde allí, Santa Oliva protege a todos los que abandonan su tierra en busca de una vida mejor. Aunque es seguro que el consuelo de la abuela no premedita la ironía, la niña tiene suficiente edad para comprenderla. ¿Cuál vida mejor, si la niña Oliva vivía feliz y contenta en Palermo rodeada de su aristocrática familia?
Ahora que le toca a ella, Rosalía no piensa en el mar ni en las promesas de sus padres, ni en la ironía de Santa Oliva. Ni siquiera piensa en las bananas. Se entrena en el sótano que huele a tomates secos, a vinagre, a pescado. Cuenta los días que faltan para que Sara la venga a buscar, con las valijas listas y un miedo más grande que el suyo (porque Sara es vieja y se ha casado con un hombre que nunca ha visto). Rosalía recuerda el día del casamiento, todos los parientes reunidos en el atrio pequeño de la iglesia. Luego de firmar los papeles, a la tía le sacaron una foto con un hombre cualquiera para que la familia pudiera tener un recuerdo de la boda. Ella estaba más o menos bonita en su vestido blanco, aunque en la foto la sonrisa le quedó torcida, agriada. El hombre salió mejor. Tal vez porque no era el novio y por eso nada le pesaba. Se lo ve erguido como un galán de cine, a pesar de que el traje, como la mujer de blanco a su lado, era prestado y había que devolverlo en unas horas.
Rosalía se pregunta si Sara no será ya una santa, con su virginidad de veintiocho años y su cara pacífica. Porque no todas las santas son hermosas como Santa Oliva. Sara tiene la misma cara que la Santa Ágata de la iglesia, una nariz fea, recta y ojos demasiado chicos. Hasta tiene el pecho plano, como si ya le hubieran cortado los senos y los cargara en secreto en la valija que ha preparado con meses de anticipación. Rosalía piensa en su propio pecho plano, imagina la amputación dolorosa que evitaría un matrimonio aristocrático y sonríe.
Tal vez es cierto que Sara guarda sus pechos ensangrentados entre los encajes remendados de su ajuar. Desde que le arreglaron el matrimonio, la tía casi no habla, como si hubiera hecho votos de silencio, tan sólo le faltaría el martirio y alguno que otro milagro. Rosalía piensa que es muy injusto que un hombre al otro lado del océano venga a arruinarle la beatificación, que por su culpa la tía se quede sin estatua ni relicario. Porque Sara es dócil como una cabra y, aunque no tenga tetas, se subirá al barco sin dar ocasión a la protesta o a la tortura, perdiendo para siempre la posibilidad de ingresar en el martirologio con un festino propio impreso en todos los almanaques.
Piensa en todas estas cosas para no pensar en el viaje. Encerrada en el sótano de la abuela, Rosalía ayuna, se entrena en la contemplación y elabora un plan meticuloso. Dentro de unas horas, cuando las monjas abran las puertas del convento para alimentar a los niños pobres, se pondrá en la fila. Usará el vestido crema que la abuela ya ha destinado a repasador y los zapatos que papá no terminó de remendar antes de irse. Nadie podrá reconocerla con ese atuendo de huérfana y su cacharro para las lentejas.
Cada vez que ha ido con su padre a llevar un encargo de botas, sor Beatrice le ha regalado un Niño Dios de mazapán. Está segura de que las monjas no se negarán a protegerla. Invocará a Santa Rosalía y, luego de consagrar su virginidad a Dios, vivirá en contemplación por siempre recluida mientras sus hermanos sudan en Buenos Aires y los barcos encallan en todos los mares. Siempre supo que tener el nombre de la patrona de la isla daría sus frutos (ignora que otros cientos de niñas han llevado el mismo nombre y eso no las ha salvado de América o del matrimonio). El plan es tan perfecto que le dan ganas de bajar a la playa y burlarse de las olas, sacarles honda la lengua y prometer que nunca, nunca en la vida aprenderá a nadar.
*
Pero la santa ermitaña no la oye, tal vez entretenida en la contemplación de su gruta o perdida en los recuerdos que se repiten en su cabeza de escayola, detrás del vidrio que la protege por siempre del príncipe Baldwino y su pericia con las armas. Las monjas reconocen a Rosalía al instante y la niña, que ha ayunado durante horas, se despacha tres platos de lentejas casi sin respirar. Sor Beatrice, moderadamente conmovida por sus explicaciones, la manda a casa con un nuevo Niño de mazapán y un libro de las santas italianas "para que le de valor en el viaje".
Cuando llega a la casa, la abuela ni siquiera está enterada de su plan de huida. Está enojada porque la niña la ha avergonzado frente a todo el pueblo poniéndose en la fila de los huérfanos. Nieta y abuela no hablan por el resto del día. Recién en la noche, mientras las dos toman en silencio la sopa de escarola, la abuela le cuenta la historia de la vieja Lorenza.
Lorenza era medio tonta, no sabía ni leer ni escribir y tampoco podía recordar de memoria las oraciones. De modo que antes de dormir, se arrodillaba junto a su cama y decía "Canastita arriba, canastita abajo", las únicas palabras que podía recordar con seguridad todas las noches (tenía una canasta con volados en la que recogía los huevos de las gallinas todas las mañanas). Como a Dios no le importa la calidad de la oración sino la voluntad y, sobre todo, la cantidad y la frecuencia, la vieja Lorenza se murió de vieja y se fue al Cielo. Con esta parábola, la abuela pretende convencer a Rosalía de que el camino a la santidad no es necesariamente el que ella se sabe como un reglamento: virgen, tortura, muerte, estampita.
La niña se va a dormir bastante malhumorada. Antes de rezar sus oraciones, medita un rato sobre la vieja Lorenza. Hay algo en la historia que le molesta (además de que la protagonista sea una vieja campesina ignorante). ¿Cómo puede la abuela estar tan segura de que Lorenza realmente se fue al Cielo? Rosalía decide que la historia de una campesina que muere campesina no es suficiente para torcer ningún destino y, en el mismo razonamiento, advierte que los frutos privados de la oración se cosechan demasiado tarde, seguramente podridos o agriados por los años. Recién entonces descubre otra posibilidad. Recuerda la tapa de revista donde esa mujer argentina en tapado de visón se ve radiante como una actriz o una santa con su aureola de pelo rubio, de rodillas frente al Papa. Feliz, concluye que América, si inevitable, al menos puede calificar de martirio exitoso para una niña de doce años.
*
El amanecer le parece de un rojo distinto, rotundo sobre la superficie del agua. La luz pasa luego por el morado y el amarillo antes de decidirse a inventar el mundo y dejarla insomne por el resto del viaje. Llevan muchos días en el mar, que todavía le da un poco de miedo. Con las manos apoyadas en la ventana circular, Rosalía cree además ver un pez volador, no uno sino varios, que saltan a luz insegura del amanecer y parecen monstruos alados con trompas como espadas y escamas de un verde brillante.
A pesar de los prodigios de la naturaleza, Sara ronca en la cama contigua. La niña se viste en silencio y se prepara para otra excursión al paraíso flotante que le ha deparado el esfuerzo de su padre en un taller del Conurbano bonaerense.
El Giulio Cesare no se parece en nada al barco cáscara de nuez que sus hermanos tomaron hace dos años. Orgullo de la compañía de navegación italiana, es un transatlántico de lujo que lleva más de setecientos pasajeros listos para empezar una vida nueva en América del Sur. Ninguno de ellos piensa en Santa Oliva y, por ser materia bastante explotada ya, vamos a dejar sus sueños y ambiciones de lado para seguir a la niña que en este momento entra en el salón de té. Invadido por el rojo súbito del alba, el salón parece el escenario de un incendio teatral, demorado en cretonas y organdíes. Rosalía se sienta a la mesa junto a la ventana, imita los ademanes pretenciosos de la tía y le da órdenes a un mozo ficticio con bandeja de plata. Aspira una boquilla hollywoodense y toma un sorbo de una taza de porcelana. Al levantarse, alisa su falda y sigue su descenso por la escalera de madera que lleva al comedor, no sin reparar en los tentadores desvíos hacia los camarotes de primera clase, el salón de baile, el cine y la piscina.
En todo el recorrido, el mar es una presencia permanente, como un nimbo que la persigue. No es un mareo como el de la tía Sara, más bien es una opresión delicada en los oídos, como si el hueco de una mano se interpusiera entre ella y los sonidos, lo cual dificulta bastante la conversación con los otros niños. ¿O es que le hablan en otro idioma?
Pero ahora todos duermen y Rosalía llega al comedor cuando los empleados están terminando de barrer y acomodar las tazas en las mesas de madera que van de pared a pared escoltadas por taburetes atornillados al piso. Mientras espera a que sirvan el desayuno, se sienta en uno de los bancos de la galería cubierta. Aquí no hay —como en la galería superior— una fila de poltronas para echarse a tomar sol. Han colocado los bancos de espaldas al mar, de modo que una siente la picazón del agua y la sal omnipresente en la nuca o en los cabellos. Tampoco puede verse muy bien el cielo. En cambio, en la cubierta de primera, Rosalía pasó horas mirando las nubes cambiar de formas, mientras una señora con un anillo muy grande le hacía preguntas sobre el libro que lleva consigo a todas partes. Es la misma señora que luego encontraron a la salida del cine. Esa noche vieron Tarzán, pero la tía le ha prohibido comentarlo con nadie de la familia. Parece que el taparrabos reglamentario y el torso desnudo del hombre tuvieran el poder de escandalizar a todo el árbol genealógico, especialmente al marido desconocido que irá a buscarlas al puerto de Buenos Aires.
Tratando de no mirar el agua, Rosalía se tiende de espaldas sobre el banco. Las salpicaduras alcanzan esporádicamente su mejilla. Piensa cuánto mejor sería viajar con la señora de primera clase que le ha contado la historia de Santa Rosa de Lima, la única santa americana. La historia no la impresionó mucho —¿qué mérito tiene un martirio autoinfligido, esa indulgencia solitaria de espinas y maderos que no implica varón o peligro real alguno?, ¿y dónde está el desvío del destino, justo a tiempo para salvarla de una vida ordinaria?—. Incluso el desenlace con su lluvia de rosas sobre el obispo le parece una falta total de modestia. Pero le ha interesado mucho saber que América cuenta con una sola mujer en todo su santoral. Además, la señora del anillo tiene la voz suave y los dientes perfectos y lee revistas llenas de mujeres distinguidas con bocas muy rojas siempre entreabiertas que en nada se parecen a los labios apretados de las santas. Rosalía se pregunta si volverá a verla cuando desembarquen y en ese momento, casi simultánemente con el olor a café, le llega el sonido de una guitarra.
En el banco contiguo, se ha sentado un viejo maltrecho. Pulsa las cuerdas de una mandolina como si en vez de tocar una canción la estuviera componiendo, todavía inseguro, con los dedos gruesos enroscándosele en las cuerdas. Está encorvado sobre el instrumento pero cuando ella acaba de sentarse, se endereza y la llama por su nombre. Sorprendida, la niña le pregunta de dónde la conoce.
—Soy tu suerte —contesta el viejo.
Rosalía, que sabe bastante de cuentos populares sicilianos como para dejarse engañar por un viejo tan feo, replica inmediatamente:
—Todo el mundo sabe que las suertes son mujeres.
—La tuya no. —El viejo suspira y se rasca la nuca un poco compungido.— Lo siento. Ya ves que además soy bastante pobre. —Señala con elocuencia su traje marrón arratonado.— Ni siquiera sé tocar muy bien. La verdad es que yo hubiera preferido una flauta pero... bueno, hay que usar lo que uno tiene, ¿no? —Apoya la mandolina en la baranda, se mete las manos en los bolsillos del pantalón y saca la izquierda hecha un puño.— Sólo tengo esto. Se supone que tengo que dártelo ahora.
Rosalía se acerca y el viejo deposita en su mano abierta unas monedas con inscripciones en una lengua desconocida.
—No es mucho —aclara—. Pero es suficiente. —La mira fijo un segundo. Tiene los ojos más celestes que ella haya visto nunca.— Al menos podrías darme un beso o un abrazo. ¿Qué te parece?
Rosalía, que no ha leído el San Julián de Flaubert pero sí ha oído hablar mucho sobre los viejos pervertidos que persiguen a las niñas a la salida de la escuela, guarda el dinero extranjero en su bolsillo y entra rápidamente en el comedor. Cuando vuelve a mirar por la ventana, el viejo y su guitarra han desaparecido y la luz del amanecer desborda la galería.
*
Como siempre que el barco llega a un puerto, la noticia empieza con un clamor. Sigue luego el tumulto habitual: empujones, atropellos y cientos de codos apostados en las barandillas. "El Pan de Azúcar" gritan algunos señalando el horizonte. Rosalía cree que la gente se refiere al pan duro de ayer que los marineros arrojan a los pobres amontonados en el muelle; un pan que por milagro hubiera adquirido la cualidad de la dulzura durante la noche marina. Sea por el afán de probarlo o porque advierte de pronto la montaña con el Cristo de los brazos abiertos, siente una señal inconfundible en el corazón y desciende por la pasarela junto con los pasajeros que han llegado a destino y los curiosos que aprovechan la parada para entrar en contacto con tierra firme.
Ya es mediodía y la zona del puerto está llena de gente; estibadores, pescadores y pasajeros se confunden en las calles laterales que llevan a la ciudad. Rosalía anda mucho tiempo desorientada y no presta atención a la sirena del barco. Va aspirando el olor a flores y a pescado fresco cuando, al doblar en una esquina, se enfrenta con un puesto de frutas en el que una negra muy gorda limpia bananas.
La niña toma un racimo de seis, hunde la mano en su bolsillo y paga con el dinero del viejo. La cantidad es exacta. La mujer sonríe con unos dientes muy grandes y dice gracias en la misma lengua de las monedas. Rosalía se sienta sobre un cajón de frutas y, mientras muerde la primera banana y oye a la negra hablarle con ternura, resuelve al fin el dilema de la santidad. Para empezar debe cambiarse el nombre. De nada sirve ser "la otra Santa Rosalía". "Rosa" también está fuera de cuestión por culpa de la santa de Lima. Pero Lía es un nombre único en el santoral y ella lo adopta al instante. Lo tiene todo planeado: sus hermanos sudarán en Buenos Aires, los barcos seguirán atracando en puertos desconocidos, pero ella no temerá al mar ni a nadie. "Canastita arriba, canastita abajo" piensa mientras la negra la sube a su regazo, le ata los cordones y le habla con palabras llenas, redondas, entre las que la niña reconoce, certero y brillante, el sonido nuevo de su nombre.