Las Orejas Del Lobo
Antonio Ungar
Miel
Mi hermana está sola de este lado de la cerca, de pie sobre la tierra roja, bajo la luz del mediodía. Yo la miro desde las columnas del patio. Ella ha hecho algo prohibido y sin dudarlo un instante ha caminado hasta el límite de la cerca para demostrarle al mundo (a mí, al silencio del jardín) su ilimitada fuerza y su seriedad. Tiene cuatro años mi hermana. Yo seis. Ella se ha untado la miel que dejó mamá en la cocina: los brazos, las piernas bajo el vestido corto, dos manotadas de miel se ha puesto en las mejillas. Y ahora, sola, en medio del jardín, bajo esa luz total, deformada por el calor que sale de la tierra y nos separa, desafiando al mundo, sonríe y espera. Poco a poco su cuerpo empieza a transformarse, haciéndose más grueso y más oscuro.
Miles de abejas de los jardines vecinos, de los panales en las copas de las ceibas, de los guayabos, se dirigen al cuerpo de mi hermana que sigue quieta como un tótem, desafiando el sol y las humaredas, desafiando al trópico entero con su quietud y su seria sonrisa de niña. Yo siento que me voy a ahogar de miedo y de dicha por estar participando de ese ritual, que me voy a desmayar de admiración por esa niña que ya no es una niña sino un cuerpo rígido sobre el que caminan sin picarla (ninguna la ataca, como conociendo su poder) miles de abejas que saborean la miel, una sobre otra, un enjambre de pequeños seres vivientes agitados, enloquecidos, que deforman a mi hermana y la hacen mágica, imponente, de pie y quieta en medio del jardín.
Poco después, como parte de un sueño, de un cuadro cortado en colores puros, en absolutos colores al óleo, está la imagen de mamá con los brazos en alto, envuelta en un largo vestido verde, de mamá que corre atravesando el jardín y grita, agita el cuerpo (yo la miro, quieto), jala a mi hermana de la mano y siente ya las primeras picadas, las primeras de muchas picadas que la dejarán tendida en una mecedora una semana, hinchada y triste. Con mi hermana de la mano y agitando el otro brazo, adolorida, enloquecida, corre mamá hasta la alberca que está a la sombra de la casa, en un costado, ya alzando a mi hermana inmune a unas abejas que no quieren picarla, la mete en el agua, completa, cabe de pie en la alberca y sobresale su cabeza y por esa cabeza mi hermana rubia y pecosa, mi hermosa hermana con ojos de gato, rodeada de abejas que se agitan y se ahogan, con dientecitos blancos y perfectos, con labios rosados, se ríe. A carcajadas. No para de reírse y sigue riéndose cuando mamá, derrotada, se sienta en el borde del piso de cemento de la alberca, pone la cabeza entre las manos, mira la tierra entr sus pies y llora.
Mi hermana está sola de este lado de la cerca, de pie sobre la tierra roja, bajo la luz del mediodía. Yo la miro desde las columnas del patio. Ella ha hecho algo prohibido y sin dudarlo un instante ha caminado hasta el límite de la cerca para demostrarle al mundo (a mí, al silencio del jardín) su ilimitada fuerza y su seriedad. Tiene cuatro años mi hermana. Yo seis. Ella se ha untado la miel que dejó mamá en la cocina: los brazos, las piernas bajo el vestido corto, dos manotadas de miel se ha puesto en las mejillas. Y ahora, sola, en medio del jardín, bajo esa luz total, deformada por el calor que sale de la tierra y nos separa, desafiando al mundo, sonríe y espera. Poco a poco su cuerpo empieza a transformarse, haciéndose más grueso y más oscuro.
Miles de abejas de los jardines vecinos, de los panales en las copas de las ceibas, de los guayabos, se dirigen al cuerpo de mi hermana que sigue quieta como un tótem, desafiando el sol y las humaredas, desafiando al trópico entero con su quietud y su seria sonrisa de niña. Yo siento que me voy a ahogar de miedo y de dicha por estar participando de ese ritual, que me voy a desmayar de admiración por esa niña que ya no es una niña sino un cuerpo rígido sobre el que caminan sin picarla (ninguna la ataca, como conociendo su poder) miles de abejas que saborean la miel, una sobre otra, un enjambre de pequeños seres vivientes agitados, enloquecidos, que deforman a mi hermana y la hacen mágica, imponente, de pie y quieta en medio del jardín.
Poco después, como parte de un sueño, de un cuadro cortado en colores puros, en absolutos colores al óleo, está la imagen de mamá con los brazos en alto, envuelta en un largo vestido verde, de mamá que corre atravesando el jardín y grita, agita el cuerpo (yo la miro, quieto), jala a mi hermana de la mano y siente ya las primeras picadas, las primeras de muchas picadas que la dejarán tendida en una mecedora una semana, hinchada y triste. Con mi hermana de la mano y agitando el otro brazo, adolorida, enloquecida, corre mamá hasta la alberca que está a la sombra de la casa, en un costado, ya alzando a mi hermana inmune a unas abejas que no quieren picarla, la mete en el agua, completa, cabe de pie en la alberca y sobresale su cabeza y por esa cabeza mi hermana rubia y pecosa, mi hermosa hermana con ojos de gato, rodeada de abejas que se agitan y se ahogan, con dientecitos blancos y perfectos, con labios rosados, se ríe. A carcajadas. No para de reírse y sigue riéndose cuando mamá, derrotada, se sienta en el borde del piso de cemento de la alberca, pone la cabeza entre las manos, mira la tierra entr sus pies y llora.
Used by permission of Brutas Editoras. The Ears of the Wolf will be out in bookstores soon.
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