Saxo

Alberto Guerra Naranjo

Illustration by Shuxian Lee

Un negro avanza con calma entre campos de algodones, tararea con ramita entre los dientes y el jolongo en la espalda permite una rítmica cadencia, pero el beduino que saca un móvil en medio del desierto, a muchas leguas de allí, marca un número y grita, Mustafá, Mustafá, el dromedario no soporta la carga, ¿qué debo hacer?, mientras el policía ruso, con traje de marca, pistola colgando en el sobaco, sonrisita aprendida en un filme de Humphrey Bogart, advierte que su mujer y su hija ya están desayunando y se despide con un beso apurado antes de bajar las escaleras, cuando la señora que atiende la librería de antigüedades en una calle de Londres, por fin abre la puerta, suena la campanita de aviso, Estas cerraduras siempre se congelan, dice soplando el aire frío, cambiando el closed del cartelito por el open, bajo un invierno cada vez más cruel y solitario, Ah, este invierno cada vez más cruel y solitario, piensa, sin imaginar que en el Caribe un quinceañero en pulóver sin mangas sobre su patineta, aprovecha las guaguas y su velocidad para llegar más rápido a la casa de su novia, y el presidiario que va en el camión por la calle de otro país frota sus manos cuando acaban de cambiarle las esposas, sin que lo miren los otros presidiarios, nadie quiere mirarlo, pero lo conocen muy bien, los gritos en la madrugada salieron de su boca y el pequeño indígena, a muchos metros de altura sobre el nivel del mar, guarda sus cuatro llamas en el nuevo corralito, escupe la hoja de coca ensalivada, acomoda su gorro de colores y se incorpora lentamente al grupo que lo estuvo esperando, De prisa, Atahualpa, grita alguien, nos vamos a La Paz, mientras la joven del segundo piso de un apartamento de microbrigada, se echa jarros de agua tibia pensando en que si no se apura llega tarde a sus clases de inglés, porque las guaguas están de madre y el jabón se le cae, My name is Sandra, repite, my name is Sandra, cuando un viejo irlandés a cuatro horas de diferencia, según los meridianos, fanático del fútbol, coloca quinientos euros constantes y sonantes sobre la mesita de noche sabiendo que se pierde un buen partido, pero la polaca cuarentona del segundo piso ha aceptado la propuesta, es un manjar, por Dios, si ustedes la vieran, así que es mejor que se sienta segura antes de desnudarse en este otro partido, cuando un coro de voces en la iglesia de Nuestro Señor Cristo Rey grita Aleluya, Aleluya y la muchacha de la última fila, tan fuera de sí, tan cerca de Dios, levanta las manos y su entrepierna se humedece como si Él la estuviera poseyendo, Mustafá, Mustafá, grita un beduino con móvil junto a su dromedario ahora en una calle neoyorquina, Mustafá, ¿dígame qué debo hacer?, sin que el negro con la ramita entre los dientes y el jolongo en la espalda se asombre al mirarlo desde un bar, Es el saxo, la fuerza del saxo, debe ser el saxo, dice la señora con frío sobre la patineta, colgada de las guaguas para llegar a tiempo a cualquier parte, mientras el del pulóver sin mangas cierra la puerta de la librería londinense, pone el closed del cartelito, se marcha despreocupado entre la nieve y tropieza con una joven recién bañada con jarros de agua tibia, que ya no se interesa por sus clases de inglés, porque avanza entre miles de indígenas que quieren derrocar otro gobierno, y el presidiario aprovecha el descuido del guardia, lo empuja y se pierde en la avenida, justo cuando un policía ruso dice, Jarachov, por fin voy a salir en los periódicos, al verlo entrar en un viejo edificio dublinés, saca la pistola debajo del sobaco, piensa en su hija y en su mujer desayunando, aplasta el cigarro estilo Bogart, junta sus dos manos en el arma, y avanza el beduino hasta el bar con una propuesta interesante, el negro sólo escucha cuando el beduino dice, Hey, man, ¿te interesa comprar un dromedario?, y espantado bota la ramita, Es el saxo, la fuerza del saxo, jadea la señora detrás de una guagua en espera del cambio de luces, Quién me lo iba a a decir, cuarenta malditos años en una librería sin descubrir el mundo, esto sí es el mundo, dice señalando el patín y todos aplauden desde las aceras cuando el policía ruso está a punto de patear la puerta donde ha visto entrar al presidiario, Aleluya, Aleluya, corean desde la iglesia de setenta y veintinueve en Buena Vista, pero antes el policía mira por la hendija, Dios mío, no lo puedo creer, un viejo irlandés bufea sobre una cuarentona que maldice en una lengua extraña y un grupo numeroso de indígenas levanta sus puños, Abajo el gobierno, abajo el gobierno, repiten, y el policía ruso recostado a la pared ya no quisiera salir en los periódicos, preferiría ser un negro con ramita entre los dientes, un beduino con dromedario en Nueva York, una vieja loca patinando en la ciudad, cualquier cosa, menos estar a punto de patear la puerta por donde ha entrado un presidiario, pero tiene que hacerlo, es su deber, para eso es policía, qué dirán la hija y la mujer si se enterarán de su miedo, entonces suspira, toma impulso y patea, aplausos, la puerta se abre de par en par, el teatro en pleno se pone de pie, y todos, absolutamente todos, con lágrimas en los ojos, aplauden, incluidos los miembros del jurado, los familiares, los amigos del saxofonista, quien inclina la cabeza como si no pudiera creerlo, así es la vida, cuando un artista toca la sustancia, el súmum, la esencialidad a través de su instrumento, conversa con Dios y quienes pueden advertirlo, aplauden, aplauden y aplauden, el artista, entonces, no tiene otra opción que inclinar el torso una y otra vez, Es tu saxo, la fuerza del saxo, grita alguien desde el público y el saxo por obligación vuelve a la boca otra vez, y se oyen las notas otra vez, y en la memoria colectiva aparece el policía ruso otra vez, juntas sus dos manos en el arma, dispuesto a perpetuarse en el concierto, Jarachov, se dice, yo no estaba equivocado, y sobre la cama puede ver al viejo irlandés en calzoncillos intentando hablar de fútbol, avergonzado por lo mal que le ha ido en el juego con la cuarentona, una fanática de Nuestro Señor Cristo Rey, Aleluya, Aleluya, los observa con la entrepierna totalmente humedecida, la prueba está en el líquido que corre hacia las medias, el joven en pulóver sin mangas pasa sus dedos y lo saborea, un dromedario se ha echado a dormir en un rincón del cuarto, el negro ríe con ramita entre los dientes junto al beduino que marca un número en el móvil, mientras el indígena escupe una bola de coca ensalivada y besa en la boca a la joven estudiante de inglés, y el presidiario, por fin aparece el presidiario, tomándose el vaso de agua que la polaca, con sus tetas al aire, acababa de brindarle, no hace más que mirar a la pistola, Tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier palabra puede ir en su contra, dice el policía justo cuando los gritos de los indígenas, Abajo el gobierno, Abajo el gobierno, y los de los fanáticos de la iglesia de setenta y veintinueve, Aleluya, Aleluya, confundidos con los aplausos en el teatro, impiden que se escuche su voz, y el saxofonista, emocionado al máximo, con lágrimas en los ojos, inclina la cabeza, Gracias, muchas gracias, antes de partir al camerino.