Cabaret Diabólico
Beth Escudé i Gallès
ESCENA I: PRESENTACIÓN DE EVA
(Seguida por el cañón, EVA entra en escena con un vestido de fantasía inspirado, de una manera ingenuamente explícita, en su desnudez y en las conocidas hojas de parra. Habla a los espectadores con la ayuda de un micrófono paseándose entre las mesas en dirección al proscenio.)
EVA: Daughters and sons, töchter und söhne, filles et fils, figlie e figli, filles i fills, hijas e hijos, buenas noches.
Por el vestuario seguro que ya habéis adivinado quién soy. ¿No? (Pausa. La ASISTENTE le pasa una manzana.) ¿Ahora? Ya me han comentado que hoy contábamos con un público instruído.
Ante todo, disculpadme por no hablar correctamente el castellano. Soy extranjera. Paradisíaca. O si lo preferís, paradiasiquense. Esto es, de una zona por el Oriente. Un territorio que, desafortunadamente, en la actualidad no habéis olvidado del todo: Irak, más o menos. Para las grandes potencias, todavía un indiscutible paraíso muy deseable—por lo que comporta simbólica y históricamente, por supuesto.
Bien. Esta noche quiero hablaros del tema que más domino, el único tema que domino, de hecho: la culpa. La grandísima culpa. (Pausa.) ¡Qué caritas! Mal rollo, ¿no? Pues sí.
Como todos sabéis, Eva quiere decir “la de la piel del diablo,” y esto os debería hacer sospechar que os embaucaré todo lo que pueda; en algunos momentos tendréis la sensación de que el discurso es muy coherente y simpatizaréis con algunas afirmaciones descabelladas. No os fiéis: Eva, la de la piel del diablo, siempre miente. Incluida esta última afirmación.
Para hacerlo más . . . ameno, he invitado a unas cuantas artistas que me ayudarán a exponer este concepto en sus diferentes aspectos.
Dicho esto, tengo el placer de introducir este cabaret con una de las mujeres más espectaculares de la historia en lo que se refiere a la culpa: Helena de Troya, culpable, ni más ni menos, que de la destrucción de una ciudad.
Helena, de pequeña, era una niña feliz. En la tranquilidad de palacio practicaba solita los sencillos trucos de magia que su padre, el gran mago Zeus, le enseñaba. Era una forma de distraer a los crios, mientras él salía por ahí para seducir mortales. Helenita hacia modestas actuaciones en los cumpleaños de sus hermanos y otras fiestas familiares. Y ella era feliz. Pero ya se sabe que la felicidad sólo dura lo que dura una infancia. Y en aquellos tiempos la infancia duraba más bien poco.
Tener a Helena hoy aquí es todo un lujo. Debo confesar que ha sido dificil convencerla para que volviera a actuar después de la fatídica guerra de Troya, que la marcó mucho, a pesar de formar parte finalmente de los vencedores. Sólo accedió cuando le prometí que podría contar su verdadera historia. Como todos sabéis, Eva quiere decir “la que siempre cumple lo que promete.” Por tanto: con todos ustedes, LA BELLA HELENA! (Música. EVA desaparece de escena.)
ESCENA II: BLANQUEO (NÚMERO DE PRESTIDIGITACIÓN)
Una freak, enana y barbuda, vestida a la griega, aparece en escena. Lleva en la mano un saco mágico. Fuera música. Habla con un deje “pijo.”
HELENA: Podéis reir, no me importa, lo juro. Yo también me reí cuando supe que me llamaban la Bella Helena.
Cuando me casaron con Menelao, rey de Esparta—hijo de Atreo, rey de Micenas—ya era jodidamente fea. En realidad la guapa era mi hermana Clitemnestra: ¡tenía un tipazo, la muy guarra! (Rie.) Cuando me raptó Paris, príncipe troyano hijo de Príamo, seguía siendo igual de fea o más: lo que no era pelo, era acné juvenil. Pero (introduce un pañuelo de color en el saco mágico) corrió la voz (saca un pañuelo blanco de donde había habido uno de color) que yo era la más bella. Y que esa belleza era motivo suficiente para que los griegos, comandados por mi cuñado Agamenón, armasen su poderoso ejército contra el enemigo troyano para liberarme.
Pero la empresa no era facil. No. Artemis, hija de Demeter segun algunas tradiciones y de Leto, según otras, provocó en el mar tal bonanza que hacía el Egeo innavegable. Para favorecer a los griegos, la diosa, ponía una única condición: el sacrificio de Ifigenia, mi sobrinita, la hija de Agamenón, el jefe del ejército y hermano de mi marido Menelao. (Introduce un pañuelo de color en el saco.) Agamenón, aunque quería mucho a su hija, valoró el asunto políticamente y decidió, como jefe de un “gobierno responsable, ” en nombre del agravio y del honor, resignándose a producir un pequeño daño colateral en su campaña bélica, sacrificar a Ifi. Ifigenia. (Sopla en el interior del saco, saca un pañuelo blanco.) Y los griegos pudieron continuar felizmente empopados hacia Troya, a a rescatar la preciosa Helena. (Ríe. A uno del público que ríe.) Quizá se referían a mi belleza interior.
Mientras tanto, en Troya, Paris me había respetado. Me seguía respetando. Y yo empezaba a sospechar que continuaría respetándome en el futuro. Los finde, cuando yo me ponía más tonta, me rehuía diciendo que eso de ser la hija de Zeus y la mujer del rey de Esparta le imponía mucho, que le cohibía . . . (Ríe amargamente.)
El final de la historia ya lo conocéis: los griegos invaden Troya con el truco del caballo. Matan al rey Príamo y a toda su descendencia masculina y queman la ciudad. Mucha sangre vertida por mí culpa. Todo por la bellísima Helena. (Intenta reír.)
Yo creía tener garantizado, como mínimo, un polvo impetuoso, homérico con mi Menelao bajo las sedas de la tienda presidencial en el campamento de los ganadores. Pero (abre el saco y lo atraviesa con la mano para mostrar que está vacio y que no hay trampa.) ¡ni un morreo, tú! Nada por aquí, nada por allá.
Los días posteriores a la victoria, Menelao estuvo muy ocupado con la reconstrucción de Troya y haciendo cuentas sobre la optimización de los peajes del paso al mar Negro. Con su hermano, crearon aduanas muy rentables para los griegos en el Helesponto. Yo le esperaba allí, en la tienda.
(HELENA pone todos los pañuelos blancos dentro del saco.)
Cuando volvimos a Esparta, al cabo de un tiempo, los ciudadanos nos aclamaban: a él como el rey más digno y honorable, y a mí como la mujer más deseable. Y así he pasado a la historia.
Pero, a pesar de todo, yo sé, y nunca dudaré, que (saca un pañuelo de color) soy fea.
(Música. Oscuro.)
ESCENA III: LA CULPA Y EL TEATRO
EVA (detrás de las cortinas): Sé lo que estáis pensando, sííí: “¿qué estás haciendo, mamá, hablando de eso de la culpa aquí (sala donde se actua)?”
Pues estamos en el lugar adecuado, porque la culpa es el tema teatral por excelencia:
El reconocimiento de la culpa: insuperable peripecia trágica;
La imputación de la culpa: sugerente conflicto del drama burgués;
La admisión y corrección de la culpa: infalible expectación melodramática;
La evasión de la culpa: hilarante recurso del vodevil . . .
(Sale de entre las cortinas.)
Nada de Baco, pues. Nada de dioses extravagantes y exóticos. Yo, Eva, vuestra Eva, soy la diosa del teatro, mal que os pese, la anfitriona del espectáculo dramático occidental. Porque yo represento la culpa, queridos hijos. Soy tema y protagonista. Adán, el partenaire. La serpiente, la tercera en discordia, el conflicto . . . Dios, productor y escenógrafo.
Pero, hijas e hijos, ¿y el dramaturgo? ¿Habéis pensado alguna vez quién escribió el superdrama del Génesis? ¿No? Pues deberíais pensar en ello, por la cuenta que os trae. ¿No os inquieta lo más mínimo la figura de este narrador incógnito? Un ser muy similar a Dios: omnipresente, omnipotente, por encima del bien y del mal, que redacta y fija, aquello que supondrá el origen de todos los hombres. Que escoge aquello que se debe contar y aquello que no, con signos huecos, con falsas expectativas, una especie de Sanchis Sinisterra en bíblico, vaya.
Ya que se trata de un libro de revelación, podríais pensar que este dramaturgo fue un testigo de los hechos. Alguien que, presente, objetiva y secretamente, tomara nota de lo que sucedía los primero días de la creación. Una especie de papparazzi del glamouroso mundo del Edén.
Pero no: la historia del nuestros orígenes se escribió con posterioridad a los hechos. Con tranquilidad, como corresponde a un profesional encargado de una tarea literaria con tanta proyección editorial. Y, ¿cómo la escribió, si no estaba presente? (Pausa.) DICTADA POR EL MISMO DIOS.
¡Ah! El dictado de Dios! ¡En nombre de Dios se ha escrito tanto! ¡Es tan útil para aquellos a quien les es vetada la escritura! ¡Qué práctico ha sido Dios para quien ha sabido aprovecharlo! Práctico, incluso -aunque os cueste creerlo-, práctico e indispensable para las mujeres con inquietudes creativas. Vean, vean (mostrando la escena).
Sin más demora, quiero presentaros la segunda actuación de la noche. Con todos vosotros, venida directamente de Sajonia, Siglo X, tengo el privilegio de presentaros a la monja Hrotsvitta de Gandersheim, la primera dramaturga de la era cristiana, también conocida merecidamente como “la voz fuerte de Gandersheim.” ¡Un fuerte aplauso, por favor! (Aplausos. Música de introducción mientras EVA se viste de HROTSVITTA.)
(Seguida por el cañón, EVA entra en escena con un vestido de fantasía inspirado, de una manera ingenuamente explícita, en su desnudez y en las conocidas hojas de parra. Habla a los espectadores con la ayuda de un micrófono paseándose entre las mesas en dirección al proscenio.)
EVA: Daughters and sons, töchter und söhne, filles et fils, figlie e figli, filles i fills, hijas e hijos, buenas noches.
Por el vestuario seguro que ya habéis adivinado quién soy. ¿No? (Pausa. La ASISTENTE le pasa una manzana.) ¿Ahora? Ya me han comentado que hoy contábamos con un público instruído.
Ante todo, disculpadme por no hablar correctamente el castellano. Soy extranjera. Paradisíaca. O si lo preferís, paradiasiquense. Esto es, de una zona por el Oriente. Un territorio que, desafortunadamente, en la actualidad no habéis olvidado del todo: Irak, más o menos. Para las grandes potencias, todavía un indiscutible paraíso muy deseable—por lo que comporta simbólica y históricamente, por supuesto.
Bien. Esta noche quiero hablaros del tema que más domino, el único tema que domino, de hecho: la culpa. La grandísima culpa. (Pausa.) ¡Qué caritas! Mal rollo, ¿no? Pues sí.
Como todos sabéis, Eva quiere decir “la de la piel del diablo,” y esto os debería hacer sospechar que os embaucaré todo lo que pueda; en algunos momentos tendréis la sensación de que el discurso es muy coherente y simpatizaréis con algunas afirmaciones descabelladas. No os fiéis: Eva, la de la piel del diablo, siempre miente. Incluida esta última afirmación.
Para hacerlo más . . . ameno, he invitado a unas cuantas artistas que me ayudarán a exponer este concepto en sus diferentes aspectos.
Dicho esto, tengo el placer de introducir este cabaret con una de las mujeres más espectaculares de la historia en lo que se refiere a la culpa: Helena de Troya, culpable, ni más ni menos, que de la destrucción de una ciudad.
Helena, de pequeña, era una niña feliz. En la tranquilidad de palacio practicaba solita los sencillos trucos de magia que su padre, el gran mago Zeus, le enseñaba. Era una forma de distraer a los crios, mientras él salía por ahí para seducir mortales. Helenita hacia modestas actuaciones en los cumpleaños de sus hermanos y otras fiestas familiares. Y ella era feliz. Pero ya se sabe que la felicidad sólo dura lo que dura una infancia. Y en aquellos tiempos la infancia duraba más bien poco.
Tener a Helena hoy aquí es todo un lujo. Debo confesar que ha sido dificil convencerla para que volviera a actuar después de la fatídica guerra de Troya, que la marcó mucho, a pesar de formar parte finalmente de los vencedores. Sólo accedió cuando le prometí que podría contar su verdadera historia. Como todos sabéis, Eva quiere decir “la que siempre cumple lo que promete.” Por tanto: con todos ustedes, LA BELLA HELENA! (Música. EVA desaparece de escena.)
ESCENA II: BLANQUEO (NÚMERO DE PRESTIDIGITACIÓN)
Una freak, enana y barbuda, vestida a la griega, aparece en escena. Lleva en la mano un saco mágico. Fuera música. Habla con un deje “pijo.”
HELENA: Podéis reir, no me importa, lo juro. Yo también me reí cuando supe que me llamaban la Bella Helena.
Cuando me casaron con Menelao, rey de Esparta—hijo de Atreo, rey de Micenas—ya era jodidamente fea. En realidad la guapa era mi hermana Clitemnestra: ¡tenía un tipazo, la muy guarra! (Rie.) Cuando me raptó Paris, príncipe troyano hijo de Príamo, seguía siendo igual de fea o más: lo que no era pelo, era acné juvenil. Pero (introduce un pañuelo de color en el saco mágico) corrió la voz (saca un pañuelo blanco de donde había habido uno de color) que yo era la más bella. Y que esa belleza era motivo suficiente para que los griegos, comandados por mi cuñado Agamenón, armasen su poderoso ejército contra el enemigo troyano para liberarme.
Pero la empresa no era facil. No. Artemis, hija de Demeter segun algunas tradiciones y de Leto, según otras, provocó en el mar tal bonanza que hacía el Egeo innavegable. Para favorecer a los griegos, la diosa, ponía una única condición: el sacrificio de Ifigenia, mi sobrinita, la hija de Agamenón, el jefe del ejército y hermano de mi marido Menelao. (Introduce un pañuelo de color en el saco.) Agamenón, aunque quería mucho a su hija, valoró el asunto políticamente y decidió, como jefe de un “gobierno responsable, ” en nombre del agravio y del honor, resignándose a producir un pequeño daño colateral en su campaña bélica, sacrificar a Ifi. Ifigenia. (Sopla en el interior del saco, saca un pañuelo blanco.) Y los griegos pudieron continuar felizmente empopados hacia Troya, a a rescatar la preciosa Helena. (Ríe. A uno del público que ríe.) Quizá se referían a mi belleza interior.
Mientras tanto, en Troya, Paris me había respetado. Me seguía respetando. Y yo empezaba a sospechar que continuaría respetándome en el futuro. Los finde, cuando yo me ponía más tonta, me rehuía diciendo que eso de ser la hija de Zeus y la mujer del rey de Esparta le imponía mucho, que le cohibía . . . (Ríe amargamente.)
El final de la historia ya lo conocéis: los griegos invaden Troya con el truco del caballo. Matan al rey Príamo y a toda su descendencia masculina y queman la ciudad. Mucha sangre vertida por mí culpa. Todo por la bellísima Helena. (Intenta reír.)
Yo creía tener garantizado, como mínimo, un polvo impetuoso, homérico con mi Menelao bajo las sedas de la tienda presidencial en el campamento de los ganadores. Pero (abre el saco y lo atraviesa con la mano para mostrar que está vacio y que no hay trampa.) ¡ni un morreo, tú! Nada por aquí, nada por allá.
Los días posteriores a la victoria, Menelao estuvo muy ocupado con la reconstrucción de Troya y haciendo cuentas sobre la optimización de los peajes del paso al mar Negro. Con su hermano, crearon aduanas muy rentables para los griegos en el Helesponto. Yo le esperaba allí, en la tienda.
(HELENA pone todos los pañuelos blancos dentro del saco.)
Cuando volvimos a Esparta, al cabo de un tiempo, los ciudadanos nos aclamaban: a él como el rey más digno y honorable, y a mí como la mujer más deseable. Y así he pasado a la historia.
Pero, a pesar de todo, yo sé, y nunca dudaré, que (saca un pañuelo de color) soy fea.
(Música. Oscuro.)
ESCENA III: LA CULPA Y EL TEATRO
EVA (detrás de las cortinas): Sé lo que estáis pensando, sííí: “¿qué estás haciendo, mamá, hablando de eso de la culpa aquí (sala donde se actua)?”
Pues estamos en el lugar adecuado, porque la culpa es el tema teatral por excelencia:
El reconocimiento de la culpa: insuperable peripecia trágica;
La imputación de la culpa: sugerente conflicto del drama burgués;
La admisión y corrección de la culpa: infalible expectación melodramática;
La evasión de la culpa: hilarante recurso del vodevil . . .
(Sale de entre las cortinas.)
Nada de Baco, pues. Nada de dioses extravagantes y exóticos. Yo, Eva, vuestra Eva, soy la diosa del teatro, mal que os pese, la anfitriona del espectáculo dramático occidental. Porque yo represento la culpa, queridos hijos. Soy tema y protagonista. Adán, el partenaire. La serpiente, la tercera en discordia, el conflicto . . . Dios, productor y escenógrafo.
Pero, hijas e hijos, ¿y el dramaturgo? ¿Habéis pensado alguna vez quién escribió el superdrama del Génesis? ¿No? Pues deberíais pensar en ello, por la cuenta que os trae. ¿No os inquieta lo más mínimo la figura de este narrador incógnito? Un ser muy similar a Dios: omnipresente, omnipotente, por encima del bien y del mal, que redacta y fija, aquello que supondrá el origen de todos los hombres. Que escoge aquello que se debe contar y aquello que no, con signos huecos, con falsas expectativas, una especie de Sanchis Sinisterra en bíblico, vaya.
Ya que se trata de un libro de revelación, podríais pensar que este dramaturgo fue un testigo de los hechos. Alguien que, presente, objetiva y secretamente, tomara nota de lo que sucedía los primero días de la creación. Una especie de papparazzi del glamouroso mundo del Edén.
Pero no: la historia del nuestros orígenes se escribió con posterioridad a los hechos. Con tranquilidad, como corresponde a un profesional encargado de una tarea literaria con tanta proyección editorial. Y, ¿cómo la escribió, si no estaba presente? (Pausa.) DICTADA POR EL MISMO DIOS.
¡Ah! El dictado de Dios! ¡En nombre de Dios se ha escrito tanto! ¡Es tan útil para aquellos a quien les es vetada la escritura! ¡Qué práctico ha sido Dios para quien ha sabido aprovecharlo! Práctico, incluso -aunque os cueste creerlo-, práctico e indispensable para las mujeres con inquietudes creativas. Vean, vean (mostrando la escena).
Sin más demora, quiero presentaros la segunda actuación de la noche. Con todos vosotros, venida directamente de Sajonia, Siglo X, tengo el privilegio de presentaros a la monja Hrotsvitta de Gandersheim, la primera dramaturga de la era cristiana, también conocida merecidamente como “la voz fuerte de Gandersheim.” ¡Un fuerte aplauso, por favor! (Aplausos. Música de introducción mientras EVA se viste de HROTSVITTA.)